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Reina de las amazonas

Chabili y su padre imaginaban ya la decisión de Calcuta. Se habían preparado para ella. «No llorarás, te mostrarás cortés, tratarás como es debido a ese mayor que tanto te aprecia, ¿eh, hija mía?»

Chabili no calculó la fuerza de su grito de tigresa, lo lanzó como una proclamación.

–¿Y ahora qué, hija mía? –preguntó Moropant.

–Luchar –murmuró Chabili–. No sé cómo, pero vamos a luchar, desde luego que sí.

–¡Nos vamos a ir de aquí! –añadió violentamente Moropant–. No se te olvide. Dentro de unos días, los ingleses ocuparán ese mismo espacio en el que estás ahora.

Desde lo alto de la ciudadela, Chabili examinó su futura casa. A la derecha, en el centro de Jhansi, entre las callejuelas, sí, allí, ¿la ves, hija mía?, le preguntó Moropant. Coge los prismáticos.

La casa de Chabili sería una haveli, un gran edificio cuadrangular abierto a un patio interior. Chabili decidió que llamaría a esa casa Rani Mahal, el palacio de la reina.

–Vamos a organizarnos –dijo.

El mayor Ellis describió enfáticamente a los jóvenes oficiales de la guarnición el grito de Chabili, sus vestidos rasgados, su angustia, la aflicción de la desdichada viuda a la que expulsaban de su palacio.

–¿Afligida? Esa actitud no es propia de ella. ¡Es una pájara! No se fíe, mayor.

–¡Una reina que galopa por los campos, seguro que tiene algún amorío por ahí! Así son las indias, mucho cubrirse el rostro con el velo, pero luego son todas unas descocadas, ¡y sé lo que me digo porque he conocido a muchas!

–¡Lakshmi Bai es la reina, caballeros! ¡Les prohíbo que la insulten! –se enfurecía el mayor.

–¿Y cómo cree usted que ha podido quedarse encinta de un marido impotente? ¿Por el oído, como la madre de Jesús?

–¡Ya basta! –zanjó Ellis–. Pronto estarán muy ocupados. Según parece, vamos a recibir nuevos fusiles. Modernos y muy potentes.

–¿De qué marca? –preguntó un joven oficial, de repente interesado.

–Enfield no sé qué… Los cartuchos son muy peculiares. ¡Ya me dirán lo que piensan! Y no quiero oír ni una palabra más sobre Lakshmi Bai.

La rani de Jhansi disponía de una semana para hacer las maletas.

Al final de marzo, la corte se mudó con la reina viuda. En sumo silencio, los habitantes de Jhansi se congregaron a lo largo del camino que baja hacia la ciudad. Querían ver a su reina. Las puertas del fuerte se abrieron.

Los elefantes salieron los primeros, portando los libros, muebles, cofres, lámparas, instrumentos musicales, espadas, dagas, pistolas y el balancín de la reina. Los seguían los caballos, los carros y los bueyes.Y en los carros, bajo unas lonas, cañones, muchos cañones ocultos.

Pero no Radak-Bijli. El Rayo se quedaría en lo alto de las murallas del fuerte.

Chabili quiso salir la última en palanquín de plata, bajo las aclamaciones de una multitud furiosa.

El palanquín descendió lentamente hacia la ciudad y cruzó el bazar. Apareció entonces a la vista el nuevo palacio de la reina, pequeño y bien decorado. El Rani Mahal.

Chabili bajó del palanquín y avanzó bajo el porche –demasiado oscuro, sin gracia– para ser recibida, lo cual era una tarea difícil. Dio unos pasos por el patio –sepultaremos nuestros cañones bajo tierra, los ocultaremos poniendo una fuente encima y macetas con rosales–. Recorrió las salas de la planta baja –demasiado peligrosa, pueden venir a prenderme muy fácilmente, aquí no dormiré. Eso de ahí será el gimnasio, protegido por guardias–. Luego subió de cuatro en cuatro los peldaños de la empinada escalera que llevaba a la primera planta y, una vez allí, suspiró aliviada.

Las paredes estaban cubiertas de pájaros, hojas y flores; los pájaros eran de un precioso azul, las hojas, muy verdes, y las flores, exquisitas: lirios rojos. Las proporciones de las habitaciones eran armoniosas, y por las ventanas entraba una luz muy dulce. Una de las estancias estaba totalmente cubierta de espejos tallados tradicionales que reflejaban la rosa luminosidad del crepúsculo, una cautivadora belleza que sorprendió a Chabili.

Comparado con la inmensa ciudadela que dominaba Jhansi, ese palacio era verdaderamente pequeño, pero tenía su encanto y era muy elegante.

Escogió para sus aposentos la estancia de los espejos, estrecha pero agradable pues daba a la calle, y decidió que la sala de audiencias sería una habitación espaciosa cuyos frescos habrían de ser restaurados. En el suelo mandaría colocar alfombras persas, así como otras venidas de Inglaterra, decoradas con flores ligeras sobre fondo azul.

En su habitación pensó que en invierno, en lugar de alfombras, sería mejor extender sobre las baldosas un inmenso cojín de algodón liviano cubierto de terciopelo rojo. Se complacía imaginándose su cama de plata, que descansaría sobre el rojo profundo del terciopelo.

Ya desde el primer día, mientras los criados desembalaban los cofres en el patio, Chabili impuso su horario.

A las cinco, primeras reverencias ante las estatuillas de Lakshmi, su diosa, y Saraswati, la diosa de las artes. A continuación la reina bajaba al gimnasio y, allí, a puerta cerrada, levantaba pesas, musculaba sus brazos, manejaba espadas cada vez más pesadas y practicaba los estiramientos del yoga.

A las seis se enjugaba el sudor, se cambiaba el pijama ligero por unos pantalones, se echaba sobre los hombros una chaquetilla bordada y se cubría la cabeza con una toca y un largo velo blanco opaco. Su caballo ensillado la esperaba en el patio. De un solo movimiento saltaba sobre su grupa y franqueaba la puerta del Rani Mahal al paso.

Cruzar las callejuelas y salir de Jhansi al trote le llevaba media hora por lo menos, pues sus súbditos la reconocían y era muy aclamada. Lanzaba su montura al galope entre los campos y los estanques, tan deprisa que su busto doblado en dos permanecía paralelo al lomo del caballo.

Junto al templo de Ganesh había instalado unas barras y se ejercitaba en el salto, cada vez más alto. Era su primer placer del día.

Regresaba a las ocho, desayunaba unas tortas rellenas y se relajaba con un largo baño caliente en una tina en la que se vertían ritualmente veinte vasijas de agua perfumada con plantas aromáticas, su segundo placer del día; Mandar no estaba lejos. El agua no se desperdiciaba: recogida por un tubo que volvía a verterla en otros recipientes, la utilizaban las mujeres de su corte.

A las diez, muy importante, era el momento de tranquilizar a los brahmanes.

No les complacía lo más mínimo verla tan rebelde a las normas que regían la vida de toda viuda. Aunque vestía de blanco, no se quedaba recluida en su palacio, montaba a caballo y, sobre todo, seguía llevando el cabello largo.

–Eso no está bien, hija mía –le decía su padre–. No te quieres cortar el cabello, pero cuidado… Los brahmanes van a armar un escándalo, ¡encuentra alguna excusa!

Sostuvo que quería cortarse el cabello en Benarés, y que la Compañía le negaba el viaje, pero los brahmanes no quedaron muy convencidos.

Entonces cedió en algunos puntos. Cada día, desde las diez de la mañana hasta mediodía, vestida con un sari blanco, sí, pero con bordados dorados, practicaba tres tipos de sacrificios acompañados de cantos y de una lectura de las escrituras sagradas en presencia de los brahmanes de su corte.

Las horas sucesivas veía a Damodar. Se ocupaba de sus estudios, vigilaba su comportamiento, velaba por su almuerzo, que tomaba con él, ganándose la confianza del niño, que no la conocía, ese niño que, bruscamente, había cambiado a su madre por otra al convertirse en príncipe heredero de Jhansi.

Ganarse su confianza llevó su tiempo.Al cabo de un mes, estando sentado a su lado, aceptó acurrucarse en su regazo. Ese cuerpecillo caliente, cuyo corazón latía tan deprisa, hizo llorar a Chabili. Lo abrazó con fuerza y se juró que nadie los separaría.

A las tres daban inicio las audiencias. Adoptó la costumbre de vestirse de hombre: pantalón largo, la cabeza cubierta con una toca con velo de muselina, y un ancho cinturón del que colgaba su espada.Y, naturalmente, se presentaba detrás de un ligero velo de seda. El purdah, siempre el purdah.

Excepto los brahmanes, las gentes adoraban la imagen de su reina, semejante a la diosa Durga, la guerrera de dulce sonrisa que protegía a Jhansi del demonio con forma de búfalo llamado Kampani.

Y, poco a poco, los brahmanes se fueron acostumbrando.

Mientras Chabili se organizaba, el pobre mayor Ellis pagó las deudas del difunto, se ocupó de la pensión de la viuda y elaboró una lista de criados, sin olvidarse de disuadir a los pretendientes al trono de Jhansi.

Iba a visitarla a menudo. Estaba dispuesto a cualquier cosa para consolarla. A concederle más criados y a sugerirle que, tal vez, Calcuta pudiera cambiar de opinión.A renovar la autorización para la peregrinación cotidiana al templo de Lakshmi, cruzando la ciudad de un extremo a otro, lo que la hacía muy visible en un camino más largo.

Dos veces por semana, la rani subía a su palanquín cerrado por cortinas de satén bordadas de oro de arriba abajo.Vestidas con brocados, cubiertas de joyas y con un velo verde en la cabeza, cuatro jóvenes marathas llevaban el palanquín con una mano; con la otra sostenían un sistro con el mango de oro.

Eran siempre hermosas y bien proporcionadas, unas mujeres fuertes que impresionaban a las gentes que seguían agolpándose en el recorrido de su reina. El mayor la seguía de lejos a caballo, hasta el templo.

Chabili lo recibía detrás del purdah. Ese hombre era enternecedor. Ella no se lamentaba, no reivindicaba nada, conversaba tranquilamente, sin irritarse. Ese hombre la apreciaba.

–¡Vaya, se diría que le han alcanzado las flechas del dios del amor! –constató Moropant.

–¡Tonterías! No me ha visto nunca.Y yo no sé lo que es el amor de un hombre –replicó Chabili, enfadada.

–Aprovéchate de él…

–¿De un inglés? ¿Y qué más, padre? ¿Quieres que me convierta en la bibi del mayor?

–Al menos, no ve nada –repetía Moropant, aunque seguía algo intranquilo.

El mayor no veía lo que ocurría en el patio al anochecer, cuando volvía la espalda y se marchaba.

Al ponerse el sol, el Rani Mahal se cerraba al mundo exterior. Los sirvientes encendían unas antorchas colocadas alrededor del patio, y llegaban entonces las mujeres más jóvenes, vestidas todas ellas con pantalones.

Chabili repartía las espadas y los fusiles y daba comienzo la práctica militar, bajo la atenta mirada de Mandar. Las muchachas eran campesinas lo bastante fuertes para sostener una espada y cargar con un fusil, pero hubo que enseñarles la disciplina. En formación, desenvainad la espada, atacad, esquivad, disparad, ¡no, al aire no! Hacia delante. En formación, desenvainad la espada, atacad…

–Mira esa de ahí, la de la izquierda –comentaba Mandar–. ¡Sujeta mal la espada, no tiene fuerza! No lo conseguirá. Hemos hecho mal en reclutarla, mi reina.

La muchacha era débil y de baja estatura, con muñecas delicadas. Todo lo contrario que Mandar, a la que solo le gustaban las personas brutales. Chabili la observó un buen rato: la muchacha fruncía el ceño, apretaba los labios y, profiriendo un grito furioso, se lanzaba hacia delante sin soltar la espada. No era fuerte, pero sí nerviosa, y tenía una voluntad de hierro. En reposo sus cejas describían un arco armonioso, y tenía una doble hilera de magníficas pestañas negras.

–Nos la quedamos –zanjó Chabili–. Al principio yo tampoco sabía sostener la espada. La fuerza es algo que se adquiere con el tiempo.

Mandar mostró su desaprobación, pero la muchacha pasó a formar parte de la compañía de la reina. Se llamaba Kashi, como la muralla sagrada que rodea Benarés. Curiosamente, tenía la piel clara y los ojos grises, cabía preguntarse si su padre no era uno de esos firanghis, esos extranjeros que dejaban preñadas a las campesinas.

Las amazonas de Chabili, incluso la frágil Kashi, pronto supieron manejar la espada y disparar el fusil. Hubo algún que otro susto cuando más de una erraba el tiro y no alcanzaba el blanco de paja, pero Chabili pensaba constituirse en seis meses un pequeño ejército femenino que sería estrictamente invisible el resto del día, sobre todo a la mirada enternecida del pobre mayor Ellis.

Terminando ya el mes de marzo, Ellis se presentó en la audiencia de la reina con una expresión de dicha.

Tras los saludos acostumbrados, con su vasito de limonada en la mano, Ellis expuso su idea.

–¡Un abogado inglés! –exclamó la voz ronca al otro lado del purdah–. ¿Quiere que contratemos a un abogado suyo?

Exactamente. Un tal John Lang, jurista sin igual, que era también periodista y que ejercía en la ciudad de Agra, a dos días de Jhansi. Representaría mucho mejor a la reina ante las autoridades de Londres que un jurista hindú de su corte, mejor incluso que el excelente Kashmiri Lal…

–… Al que los suyos desprecian –dijo la voz dulcemente–. Pero tiene razón.Vamos a enviar a un mensajero para invitarlo a Jhansi. Estará usted satisfecho, imagino.

Redactó la carta de invitación en persa sobre una hoja de oro y encargó a su brahmán consejero que se la hiciera llegar al abogado inglés.