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Solterona a los trece años

–Hay que casarla –decía Baji Rao–. ¿Cuántos años tiene ya? Trece, casi catorce, me parece. ¿Desde cuándo es púber tu hija?

–Desde hace un año o dos, creo –contestó Moropant, incómodo.

–¡Bueno! Pues ya hace dos años que debería estar casada.

–Lo sé, mi señor –contestó Moropant–. Pero para ella quisiera un rey.

–Mira que eres terco –suspiraba el peshwa–. ¡Chabili se está haciendo vieja! Cásala, Moropant. Conténtate con encontrar un marido que no esté en conflicto con los ingleses. ¡Ten mucho cuidado!

Baji Rao hablaba con pleno conocimiento de causa.

Tras caer en desgracia, los ingleses le habían acordado una asignación suficiente para mantener a «una importante multitud de fieles». Como dependía de los ingleses, el peshwa los servía lealmente. Pagaba su parte sin rechistar para costear las necesidades de la Compañía Británica de las Indias Orientales y financiaba sus guerras.

La guerra anglo-afgana y la guerra anglo-sij le habían costado caras en armas y caballos, para que la Compañía pudiera por fin asegurarse el control militar del inexpugnable Afganistán –sin grandes resultados– y sobre todo para que pudiera apoderarse al fin del invencible reino del Punyab, unificado en el pasado por el más grande de los sijs, el marajá Ranjit Singh, con la ayuda de oficiales italianos y franceses. Tras la muerte de este, sus herederos entraron en conflicto con la Compañía.

Pero aún había más.

Poco a poco, los gobernadores ingleses de la Compañía se habían ido arrogando el poder de validar la elección de los herederos de todo aquel al que atribuían una asignación. Era costumbre de la Compañía reconocer como herederos legítimos de los soberanos a los hijos adoptivos de estos, pero todo aquel que recibía dinero de Inglaterra sabía que la costumbre podía cambiar de la noche a la mañana.

Y precisamente lord Dalhousie, el nuevo gobernador, acababa de adoptar una doctrina de inquietante título, la Desherencia, llamada también el Retracto.

Si carecían de herederos directos, la Compañía podía anexionarse los reinos, y los herederos adoptivos eran desheredados.

Si Baji Rao quería que se validara la adopción de sus dos herederos, más le valía financiar las guerras de los ingleses.

Era fácil encontrar un pretendiente que se llevara bien con los ingleses; los había a montones en Indostán. Pero ¿dónde encontraría Moropant un esposo digno del horóscopo de la pequeña Manu?

Se atormentaba así cuando a la corte llegó un brahmán de edad avanzada, eminente astrólogo, que visitaba las comunidades dispersas del antiguo Imperio maratha.

La reputación de Tantia Dikshit era tan relevante que había adquirido un poder de decisión absoluto sobre todos los matrimonios. Tantia Dikshit acababa de llegar a Bithur, donde había sido recibido con todos los honores.

Era el hombre del milagro. Moropant le dio el libro de la carta astral de su hija y el eminente brahmán confirmó que Manikarnika Tampé sería reina.

Tantia Dikshit hizo algunas preguntas y obtuvo respuestas satisfactorias. Baji Rao elogió a Chabili, ensalzó sus méritos y su inteligencia, y finalmente el astrólogo la mandó llamar.

La encontró algo delgada. Caderas inexistentes y muy poco pecho. Nariz larga pero delicada. Cabello muy negro. Porte erguido. Barbilla redondeada, lo cual era positivo. Una larga trenza de la que se escapaban algunos mechones muy rizados. Actitud reservada, aunque, al observarla bien, Tantia Dikshit vio un pie moverse impaciente bajo la falda.

Manikarnika estaba delante de él, con la cabeza gacha y las manos juntas.

–¿Puedo ver su rostro? –preguntó el viejo brahmán.

La muchacha alzó la cabeza, y el brahmán le vio los ojos. Deslumbrantes, llenos de una luz tan intensa que le dio un vuelco el corazón. Sin duda alguna, sí, era ella.

–Bien –dijo–. Puede irse.

Y, esa noche, el astrólogo le hizo una propuesta a Moropant Tampé. Los astros hablaban. Por la mayor de las casualidades,Tantia Dikshit buscaba una muchacha casadera para el marajá de Jhansi. Manikarnika sería perfecta.

–¡Un rajá! –exclamó Moropant entusiasmado.

–Un marajá –rectificó el viejo brahmán–. Un grandísimo rey.