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Mancillar para convertir
De la jungla salía un hombre con cinco chapatis, se los daba a un guardia para que cociera otros cinco, que se enrollaría bien calientes en su turbante antes de correr a llevarlos a la aldea vecina con la misma consigna.Allí, el guardia entregaría sus cinco chapatis a otro que cocería a su vez cinco nuevas tortas, y así sucesivamente.
Era el Movimiento de los Chapatis. Cinco tortas. Por la noche, los hombres corrían de aldea en aldea para estar seguros de no romper la cadena mágica. ¿Para apaciguar a los dioses que habían enviado el cólera? ¿O para impedir que los ingleses convirtieran a los pueblos de la India al cristianismo?
Sí. Era eso, claro. Todo el mundo en la India sabía que, allá en Calcuta, la Compañía había decidido convertir a toda la India. De hecho, ¿quién hacía circular esos chapatis? Después de todo, ¿no sería ese su primer intento? Tortas redondas como sus hostias, el mismo alimento para todos desdeñando las reglas alimentarias de las castas, que garantizaban la pureza del universo…
No, no, decían los viejos, que tenían memoria.Vosotros los jóvenes no sabéis que, hace un siglo, justo antes de la caída del Imperio maratha, circularon de mano en mano y de aldea en aldea tallos de mijo y pedazos de pan sin levadura, señales del cambio radical que estaba a punto de advenir. ¡Y mirad! Ahora ocurre lo mismo otra vez.
–Va a pasar algo, seguro.
Y circularon tallos de mijo.Y, después, flores de loto rojo oscuro. Hojas de berenjena, trozos de carne de cabra. En los bazares se vendían miles de amuletos, y los faquires musulmanes congregaban multitudes a su alrededor a las que exhortaban a la guerra. ¡Quieren atentar contra vuestra fe! ¡Resistid contra los extranjeros, luchad! ¡Yihad!
Y en esas multitudes siempre había alguien que añadía que, después de todo, los ingleses no eran invencibles, que habían sido derrotados en Afganistán, y que, después de la guerra de Crimea, Rusia había anexionado Inglaterra…
–¿Es eso cierto?
… Que en la isla inglesa la población no excedía las cien mil personas, que la Compañía no hallaría allí refuerzos y que, por consiguiente, las tropas indígenas no tendrían más remedio que ir a combatir a Inglaterra, trasladadas en barco al otro lado de los océanos…
–¡Pero eso es imposible! ¡Nuestros soldados son brahmanes, si van al océano, se volverán impuros! ¿Cómo queréis que un brahmán se prepare la comida sobre el puente de un barco? ¡Con lo que cabecea! No puede hacerlo.
–¿Por esa razón llamamos nosotros al océano las Aguas Negras?
–Precisamente. Las Aguas Negras son fuente de impureza. En los barcos, nuestros brahmanes se alimentan como todos los demás.Y si no se preparan ellos mismos la comida, otras manos que no son las suyas tocarán el arroz.
–¡Ay! Desdichados, ¡perderán su casta!
–Es lo que quiere la Compañía. Hacerlos impuros en las Aguas Negras. Excluirlos de su casta. Para después convertirlos.
–No me creo nada. ¡Los ingleses no pueden hacernos eso!
Sí, iban a hacerlo. Lo harían porque su reinecita rechoncha e ignorante había dado orden de convertirlos a todos. ¿Qué mejor manera de hacerlo que mancillarlos, eh?
Todo el mundo sabía que, por orden de su reina, los ingleses mezclaban hueso en polvo de vaca sagrada con la harina que se vendía en los mercados. Como tampoco ignoraba ya nadie que las viudas de los oficiales ingleses muertos en combate en Crimea iban a llegar en masa a Indostán para casarse con los terratenientes, y así la tierra india pasaría a sus blancas manos cristianas.
La conversación volvía siempre a la casta perdida, la conversión forzosa, los alimentos impuros y los brahmanes mancillados en el funesto océano.
–¿Tú das crédito a esos rumores? –le preguntó Chabili a su padre.
–No –contestó Moropant–. No son exactos todos. Rusia no se ha anexionado Inglaterra, ¡por desgracia! ¿Harina mezclada con hueso de vaca en polvo? Francamente, de ser así, lo sabríamos. Pero te voy a decir lo que sí es cierto: la Compañía confisca a los campesinos sus tierras. El ejército de Bengala tendrá que llegar a Madrás por mar y, por consiguiente, nuestros cipayos brahmanes quedarán mancillados por las Aguas Negras.Y, sobre todo, existe la voluntad de convertirnos, beta. Deberías vigilar un poco a tu amiga la señora Parks.
Chabili frunció el ceño. No le había preguntado a su amiga inglesa a qué castas pertenecían sus queridos huérfanos. Y cuando Prudence Parks volvió al palacio de la reina, esta le hizo toda clase de preguntas.
Prudence no sabía las castas de ninguno de sus niños, puesto que ya no tenían familia. ¡Sí, les daba a todos los mismos alimentos, naturalmente! Pero velaba por no servirles carne de vaca ni de cerdo. Prudence era lo bastante sensata para no infringir las reglas alimentarias.
–Pero si un niño es brahmán y otro paria, si no separa la vajilla en la que comen…
–¡Bah! Comen todos en hojas de plátano –contestó Prudence riendo.
–¿Les enseña usted su libro sagrado? ¿Cómo lo llaman, la Biblia?
–¡No! ¡Por supuesto que no! Les enseño lo que sé de sus dioses, y también lo que sé del Corán. Lo hago lo mejor que puedo, querida, mi reina…
Prudence tenía lágrimas en los ojos, y Chabili se apresuró a besarla.
Informó de todo ello a su padre, que seguía incrédulo.
–¡Estoy seguro de que te miente! ¡Una angrez no puede ser sincera! Espera a que nos hayamos librado de ellos…
–Tú me ocultas algo –murmuró Chabili.
–Es por tu bien –contestó Moropant secamente.
Y se preguntaba si su hija, su querida hija, sabría tomar la decisión adecuada cuando llegara el momento.
Surgió entonces una consigna mágica.
«Todo se ha vuelto rojo» se murmuraba en la penumbra de las callejuelas, en las casas cerradas a cal y canto, en los patios de las mezquitas, en el interior de los templos, en los barracones de los soldados indígenas. «Todo se ha vuelto rojo» aparecía escrito en las paredes sin que nadie supiera por qué ni cómo, pero nadie dudaba de que así ocurriría. Un día, todo se volvería rojo.
Los oficiales ingleses conocían bien a sus tropas.
Nada había más hermoso que el espectáculo de los cipayos trayendo las grandes banderas ante los brahmanes semidesnudos que colgaban piadosamente guirnaldas de claveles amarillos en las astas humildemente postradas ante ellos. El humo fragrante de una pequeña hoguera de madera de sándalo se elevaba hacia la Union Jack, celebrando la armonía entre los soldados de piel oscura y sus superiores de piel blanca. Con frecuencia, a los oficiales ingleses se les empañaban los ojos de emoción.
La mayoría de ellos hablaba hindi y velaba por el bienestar de sus soldados, sus «bebés», como los llamaban a veces. «Son niños, buenos niños, por su sencillez, su ingenuidad y su dulzura inofensiva, se muestran complacientes y afectuosos en cuanto se los trata con un mínimo de bondad», decía a quien quisiera escucharle el conde Édouard de Warren, un francés que combatía en las filas del ejército británico. Con sus soldados indígenas, los viejos oficiales de la Compañía mostraban una amabilidad desbordante. No desdeñaban visitarlos en sus barracones y compartían su rancho, con mil precauciones para no cometer la más mínima impureza.
Algunas noches, los oficiales de antes invitaban a sus cipayos a algunas nautch, esas famosas bailarinas de faldas de vuelo y pulseras tintineantes, chicas ligeras de cascos que dejaban sus ojos al descubierto. Querían a sus soldados, sí, y los mimaban. ¿Y estos a ellos?
Los cipayos se consideraban bien tratados, sí, sobre eso no tenían nada que decir. Pero ya no era lo mismo, bueno, no del todo. Los oficiales ingleses de antes eran mejores que los de ahora, compartían su rancho, se casaban con indias, vivían como ellos y con ellos. Ahora, los superiores eran oficiales más jóvenes que venían a la India para hacer fortuna, eran unos muertos de hambre a los que no les gustaba el país y que comían carne asada entre ellos.
Seguía sin haber oficiales indios; suboficiales, sí, pero oficiales, nunca. Los amos eran los amos, los sahibs; sus mem-sahibs, las señoras venidas de Inglaterra, eran de verdad extrañas, se vestían de lana en pleno calor asfixiante, devoraban con apetito carne de ternera casi cruda, cenaban elegantemente con un mantel sobre el que corrían las cucarachas, se lavaban poco y despedían un hediondo olor.
Los cipayos empezaban a llamar «pieles amarillas» a sus jóvenes amos por las ingentes cantidades de alcohol que tomaban. Esos amos de tez cúrcuma y aire satisfecho eran gente codiciosa e interesada. ¡Ah!, no, las cosas ya no eran como antes.
Es cierto que los viejos oficiales estaban satisfechos. Tenían en sus cipayos una confianza ciega. Ninguno de sus «bebés» era capaz de creerse la historia de los chapatis o la estúpida leyenda del centenario de Plassey, ¡por todos los diablos, hemos educado a estos campesinos, llevan nuestro uniforme, piensan como nosotros! Puesto que son nuestros soldados y les pagamos.
En cuanto a las soldadas de los cipayos, las cosas habían empeorado mucho desde la anexión del reino del Punyab.
Ayer aún, en el Punyab, antes de la anexión cobraban una prima, pues combatían en tierra extranjera. Después de la anexión, la prima había sido anulada, puesto que el Punyab era ahora territorio inglés. Pero eso no fue todo. Los cipayos que ya habían cobrado su prima tuvieron que devolverla, lo que era intolerable.
El 66.º Regimiento se amotinó casi en su totalidad, y aunque esos acontecimientos habían ocurrido hacía casi diez años, el alistamiento de los sijs en los ejércitos de la Compañía había enfurecido a los cipayos hindúes, pues los sijs eran impuros, con ese largo cabello y esas barbas pobladas que nunca se cortaban. ¡Gente que adoraba un libro como si fuera un dios! ¡Que llevaba siempre un calzón de combate! ¡Soldados que se negaban a quitarse el turbante con el pretexto de esconder el moño que llevaban en la cabeza!
Nada iba bien, ni la pureza ni la propiedad. En la época de Dalhousie, la Compañía no se contentaba con anexionar los reinos. Anexionaba las grandes propiedades y, paulatinamente, también las medianas, y, al final, simples campos. Como tantos otros, numerosos cipayos habían sido expropiados. Al descenso de las primas se añadía la amenaza de una vejez en la miseria, puesto que las tierras que los alimentaban pertenecían ahora a John Company.
John Company, como se llamaría a un amo difícil; John Company, apodo de la Compañía Británica de las Indias Orientales. Un superior colectivo intratable. John Company era el jefe del soldado indígena, al que los jovenzuelos ingleses llamaban Jack Cipayo. Jack, un apodo inglés desdeñoso y vil.
Porque desaprobaba el trato que la Compañía reservaba a sus fieles cipayos, sir Charles Napier, comandante jefe de los ejércitos, dimitió de su cargo tras la anexión del Punyab. James Andrew Dalhousie manifestó su enojo y su reprobación abandonando la India, a la que había sumido en el caos.
Los cipayos de Bengala temían por encima de todo que se les enviara a Madrás en barco. Pero ya estaba decidido.Y el descontento, aunque soterrado, era grande en los barracones cuando estalló el asunto de los fusiles.
Los nuevos fusiles anunciados por el mayor Ellis cuando aún era gobernador de Jhansi acababan de llegar a su destino. La marca Enfield había encontrado la manera de fabricar un fusil más rápido de cargar, y que, cosa admirable, conseguía también un mayor alcance.
Era un auténtico hallazgo, ese fusil. Para cargarlo había que rasgar con los dientes un envoltorio de papel que protegía la grasa que a su vez protegía el cartucho. Como disponían de poca información, los cipayos no se preocupaban.
Pero un día todo cambió.
El arsenal del ejército de Bengala se encontraba en Dum Dum, muy cerca de Calcuta. Allí, una hermosa mañana de enero del año 1857, un sediento marinero hindú, de aquellos a los que llamaban lascars, pidió de beber a un cipayo que llevaba su jarro ritual lleno de agua.
El cipayo era un brahmán. Las reglas de las castas superiores prohibían compartir los alimentos con las castas inferiores, sobre todo el agua, que perdería su pureza. El lascar formaba parte de los impuros, y lo sabía bien.
El cipayo brahmán le contestó furioso:
–¡Pues claro que no! ¡Si te dejo beber de mi jarro, ya no podré utilizarlo y mi casta entera quedará degradada, bien lo sabes!
El lascar se echó a reír.
–¿Ah, sí? ¡Ya veremos qué cara ponéis cuando mordáis esos cartuchos protegidos por grasa de vaca y tocino de cerdo! ¡Morderéis los cartuchos con los dientes! ¿Y vuestra casta, dónde quedará vuestra casta, eh?
Atónito, el cipayo brahmán lo hostigó a preguntas, y el lascar le explicó el método del fusil Enfield. Rasgar el papel con los dientes, tocar con los labios la grasa, impura tanto para los hindúes como para los musulmanes, coger el cartucho, colocarlo en el cañón, cargar, apuntar y disparar.
Todos los cipayos se mancillarían. Hindúes, musulmanes, todos convertidos.
–¿Y eso tú cómo lo sabes? –preguntó el brahmán.
–Trabajo en el arsenal, ¡lo he visto todo!
Lo peor era que esto fue así en los primeros ensayos del nuevo modelo de fusil. Pero las autoridades inglesas no tardaron en comprender que las dos grasas impuras del cartucho Enfield podían provocar un desastre. Se sustituyó la grasa de vaca y de cerdo por cera de abejas.
–Tengo que hablarte de los cartuchos de su nuevo fusil –dijo Moropant–. ¿Estás al corriente?
–Vagamente –dijo Chabili–. Prudence Parks me ha dicho que los cipayos de la guarnición están inquietos, pero no sabe más.
–Pues enseguida lo vas a entender. Para cargar los fusiles, los cipayos mascarán grasa de nuestra vaca sagrada mezclada con grasa de cerdo, prohibida para los musulmanes. ¡Los angrez están perdidos, hija mía!
Chabili se encogió de hombros. Desde que se había convertido en Mama Sahib, su padre le contaba patrañas todos los días.
Moropant ya no era el consejero atento que tranquilizaba a su niña querida todos los días, no.Ya no se ocupaba de los derechos de la reina destronada, ya no le interesaban las batallas jurídicas, nada en absoluto. El Mama Sahib escuchaba los comadreos, desaparecía a menudo y adoptaba aires misteriosos.
A principios de febrero, en Barrackpur, una ciudad de guarnición no muy lejos de Calcuta, el 2.º Regimiento de infantería indígena mostró su desaprobación ante los nuevos fusiles.
–¡Pero, demonios, podéis rasgar el envoltorio con los dientes, ahora lo que tiene es cera!
–Quizá, pero está el papel. Ese papel me hace temer por mi casta.
–¿Por qué?
–No es el papel de antes. En el bazar cuentan que tenía grasa impura. Por eso no me fío.
La desaprobación era demasiado acusada. John Company debía intervenir. Hearsey, el general al mando de la plaza, hizo un discurso a las tropas especificando en hindi que iba absolutamente en contra del cristianismo convertir a nadie a la fuerza.
Eso fue peor. Las sospechas de los cipayos se vieron confirmadas.
El 29 de marzo, el general se preparaba para los ejercicios vespertinos cuando, en el campo de tiro, apareció uno de sus cipayos con un mosquete cargado.
Mangal Pandey llevaba abierta la casaca roja que, según el reglamento, debería haber llevado abotonada. En lugar de los anchos pantalones blancos que exigía la Compañía, llevaba, como en la intimidad, un largo taparrabos enrollado alrededor de cada pierna. En lugar de estar recogido a la espalda, el cabello negro le caía sobre los hombros y, el colmo de la insolencia, Mangal Pandey iba descalzo.
–¡Descalzo! ¡Con la casaca abierta y el cabello suelto! ¡Por todos los diablos, debe de estar drogado! –se dijeron los oficiales ingleses que lo vieron llegar.
Antes de que tuvieran tiempo de reaccionar, Mangal Pandey se lanzó sobre la corneta para llamar a las tropas y se puso a gritar:
–¡Vamos, los sahibs están aquí! ¿Cómo, no estáis preparados? ¡Si mordemos sus cartuchos seremos infieles! ¡Es por nuestra fe! ¡Amotinaos! ¿A qué esperáis? ¿Qué ocurre, me habéis empujado a hacer esto y ahora no me seguís?
Un suboficial inglés dio una orden que nadie obedeció. Un teniente inglés llegó a caballo y Mangal Pandey disparó.
El caballo cayó, pero el teniente se puso en pie. Mangal Pandey se precipitó sobre él con su sable, hiriéndole en el cuello y en el hombro.
Un cipayo musulmán logró retener al rebelde, que se zafó y escapó, loco de rabia. Apareció un coronel, que dio orden de detenerlo, pero ningún cipayo obedeció, pues era imposible. Mangal Pandey era un brahmán, nadie tenía derecho a tocarlo, pues matar a un brahmán se castigaba con la muerte según la ley hindú.
El general Hearsey llegó, armó su pistola y amenazó a los cipayos:
–Escúchenme bien. El que se niegue a avanzar es hombre muerto. ¡Adelante!
Obedecieron. Hearsey no se andaba con bromas.
Cuando el cipayo rebelde vio avanzar a sus compañeros, dirigió el fusil contra sí mismo, colocó el cañón sobre su corazón y apretó el gatillo con un dedo del pie.
Mangal Pandey cayó, pero solo estaba herido. La bala le había arañado los músculos del pecho, el cuello y los hombros, pero eso no bastaba para matar a un cipayo aguerrido. Era un buen muchacho que llevaba siete años en el regimiento y que nunca había causado ningún problema.
El juicio se celebró una semana más tarde.
Mangal Pandey admitió que había ingerido la bebida tradicional elaborada con jugo de hachís mezclado con leche azucarada, a la que había añadido opio. Se negó a responder a las preguntas sobre los otros cipayos que supuestamente le habían incitado a sublevarse.
Había actuado solo, por voluntad propia, sí. No, no sabía a quién había herido, ni lo que había hecho. «¿Qué más puedo decir?», preguntó orgulloso.
Mangal Pandey fue ahorcado ante sus compañeros, y todo se volvió rojo en Indostán.
–¡Soldados de tropa, cipayos, miren el castigo que reciben los que se amotinan! –exclamó el general Hearsey en el momento de la ejecución.
«Mangal Pandey» se convirtió en el apodo genérico que los ingleses dieron a los sublevados que destruyeron la poderosa Compañía. Su casaca roja abierta de arriba abajo, su taparrabos y su cabello suelto pasaron a ser el uniforme de los cipayos rebeldes.
Mangal Pandey, de veintiséis años, cipayo del 34.º Regimiento de infantería indígena del ejército de Bengala puso en marcha la primera guerra en pos de la independencia de la India.