7
Las bodas de Chabili
La muchacha tenía poco tiempo para prepararse para ese gran cambio.Tantia Dikshit emprendió la tarea de educarla.
En primer lugar, cambiaría de nombre. Manikarnika desaparecería. Nadie conocía de antemano su nuevo nombre, que elegiría su esposo.
–Podría ser Lakshmi –sugirió el astrólogo–.A Jhansi le complacería tener como soberana a una reina que llevara el nombre de la diosa de la prosperidad.
En segundo lugar, la futura reina no partiría a caballo, sino en un palanquín cerrado con cortinas. De hecho, era incuestionable: la esposa de un rajá no montaba a caballo.Ya nunca más montaría a caballo.Y ni hablar tampoco de practicar artes marciales. Ni de llevar pantalones.
–Faldas largas, saris –insistió el astrólogo–. Que sea una verdadera esposa discreta y sumisa. Lo esencial es que sea femenina.
Pero, habiéndose informado también sobre la novia,Tantia Dikshit no tardó en descubrir que tenía gustos de varón. «Un rajá femenino casado con un virago, qué cosas», pensaba Tantia Dikshit. «¿Por qué no, después de todo? En nuestras epopeyas abundan las muchachas que se convierten en hombres y los héroes vestidos de mujer, como el hermoso Arjuna en el último año de su exilio. Como estaba obligado a vivir de incógnito, los dioses le ordenaron vestir un disfraz de eunuco bajo el que se convirtió en maestro de danza para damas, ¡él, el guerrero más grande! Vamos, no debemos albergar dudas. ¡Los astros los bendicen, escuchémoslos!»
Manu preguntó si podía montar por última vez. No se lo permitieron.
Quería a su criada, Mandar, a su lado.
Mandar la protegía, la adoraba, sin ella, Manu estaría perdida. ¿Quién había calmado su terror de niña cuando la primera sangre manó de entre sus muslos? ¿Quién le enjugaba el sudor de la frente después de disparar con su arco? ¿Quién le había enseñado el sentido de la vida, quién sabía acunarla por la noche, quién sino Mandar, el espejo de Manu?
No se lo permitieron. Sus criadas las escogería todas el soberano.
Entonces exigió que su queridísimo Chakra, el soberbio caballo tordo regalo del peshwa, la siguiera a Jhansi.Tantia Dikshit se disponía a decir que no, pero, al ver la mirada furibunda de Chabili, Baji Rao se inquietó.
–¡No irá a privar a esta niña de todas sus alegrías! –protestó el peshwa–. Déjele al menos el caballo.
–¡No lo montará! –bramó Tantia Dikshit.
–De acuerdo –dijo el peshwa–. Pero no nos interesa contrariar a la pequeña. ¿Quiere que esté triste desde el principio? Necesita una novia risueña, ¿verdad?
El peshwa conocía la execrable reputación de Gangadar Rao, aunque se había cuidado mucho de compartir con Moropant esos rumores.
El viejo astrólogo cedió. Manu obtuvo su caballo y también a Mandar.
La muchacha entró por última vez en la habitación de su abuela, que dormía con un ojo abierto en una noche tenebrosa, velada por una sirviente que le limpiaba la boca desdentada. La anciana la miró fijamente sin verla. Entonces, al acariciarle Manu las manos, recobró la conciencia.
–¡Bhagirati, hija mía! ¿Has vuelto? Qué bien. Te vas a quedar, ¿verdad? Hace tanto tiempo, pequeña, tanto tiempo… ¿Cuándo tendrás un hijo?
Manu no tuvo valor para sacarla de su error. Hacía ya algunos años que su abuela había perdido la cabeza.
En el momento de la despedida, el peshwa abrazó largo rato a la niña.
–Chabili, Chabili, te portarás bien, ¿verdad? No digas nada, no llores. Una reina no derrama una lágrima, ¿entendido, beta?
La llamaba «beta», como llama un padre a su hija querida.
Pero Manikarnika no lloraba. Ebria de excitación, esperaba el día que cambiaría su vida.
Los muchachos estaban ahí, vestidos de gran ceremonia, uno al lado del otro, aguardando a Manu.
Esta apareció entonces, con el rostro cubierto por el sari, envuelta en el tejido rosa, de pronto inaccesible.
La saludaron juntando las manos. Ella se inclinó sin mostrar el rostro y avanzó con paso firme hasta el palanquín. Las cortinas se cerraron. Cuando los bueyes echaron a andar, una manita morena salió por una rendija y se agitó largo rato.
Había desaparecido su compañera, su hermana, la muchacha casi varón a la que nunca volverían a ver. Era lo que creían, lo que decían los astros, pero los astros saben fingir, y ninguno imaginaba que volvería a ver a su Manu a lomos de un caballo.
Moropant la seguía, a la cabeza de un grupo poco numeroso formado por criados y soldados. El viaje duraría cerca de diez días, al paso lento de los grandes bueyes de cuernos pintados de azul y adornados con pompones de oro.
Fue agotador. El calor de mayo se hizo opresivo, los mosquitos pululaban, el agua no estaba nunca fresca, las noches eran tórridas y los días, asfixiantes. Con la creciente humedad del monzón, mayo y junio eran los peores meses en el centro de la India. Moropant se esforzó por hacerle los días más llevaderos a su Manu, tan poco acostumbrada a vivir encerrada entre las cuatro paredes de un palanquín. Por la noche, al menos, la muchacha dormía.
A la entrada de Jhansi, la multitud la esperaba en silencio, aunque todos sabían que no verían a la nueva reina. Entonaban himnos, se oían murmullos benévolos. ¡Cuánto habían esperado a esa nueva soberana, la rani* de Jhansi!
Manu se moría de ganas de descorrer las cortinas, pero estaba prohibido. Con el corazón desbocado, escuchó el susurro sordo.
Desengancharon a los bueyes y dejaron el palanquín en el suelo. Descorrieron las cortinas, y Manu apareció.
–¡Por fin! ¡Me estaba muriendo de calor aquí dentro! –exclamó–. ¿Dónde estamos?
El soberano los había acomodado en unos amplios aposentos donde se celebraría la ceremonia. Una intendente la saludó y la guio. Encerraron a Manu en la penumbra de una habitación con las persianas totalmente bajadas para evitar el calor asfixiante.
Las criadas la desvistieron y la abanicaron en silencio. La intendente dio una palmada y apareció una colación ligera acompañada de agua.Arroz al azafrán, puré de berenjenas y suero de mantequilla con aroma de rosas. Una vez terminado el almuerzo, la intendente saludó a la muchacha con respeto y salió, sin darle la espalda en ningún momento, dejándola encerrada en sus aposentos. Su padre estaba en otra parte, Manu no sabía dónde.
La novia debía estar a salvo, lejos de los hombres.
Mandar no se encontraba con ella. ¿Dónde podía estar?
Moropant había tratado de advertirle valerosamente sobre su destino de esposa, pero no era la costumbre y, de hecho, hasta las madres guardaban silencio al respecto. Lo que Manu comprendió no era nada nuevo: había que obedecer y portarse bien, sin llorar.
Por haber hablado a menudo de ello con Mandar, no tenía ninguna duda sobre lo que se disponía a vivir. El semental monta a la yegua; un hombre, a su mujer; y un rajá, a su rani.
Una vez que todo ha terminado, la yegua se libera.
La noche fue asfixiante, Manu oía risas y gritos. Jhansi iba a vivir una fiesta asombrosa, símbolo de su soberanía recuperada. El marajá iba a tomar esposa, y ya, en las calles, se cantaba y se bailaba sin cesar. Manu no consiguió conciliar el sueño.
El alba la encontró de pie, escuchando los gongs de las primeras oraciones y las caracolas sagradas que resonaban en los templos. Eran muy numerosos, todos esos sonidos daban fe de ello. Manu contó diez, entre ellos el más cercano, el de Ganesh, donde se iba a casar.
Hicieron falta varias horas para prepararla.
Bajo la autoridad de la intendente, las criadas la desnudaron. Untaron toda la superficie de su cuerpo con una fragrante pasta de sándalo que dejó una tonalidad anaranjada sobre la piel negra. La intendente dio una palmada, y las criadas se dedicaron a las otras operaciones. Adornaron con henna sus pies y sus manos, una tarea muy larga, pues las volutas dibujadas con el bastoncillo de pasta verde oscuro tardaban en secarse, y más se tardaba aún en despegarla bien. Cuando todo terminó, Manu tenía las manos cubiertas de bordados color azafrán.
La intendente dio una palmada. Cubrir de aceite su largo cabello llevó menos tiempo. Volvió a resonar otra palmada. Por fin, una vez terminado todo, las criadas se afanaron en ponerle la falda, ancha como el océano y cubierta de perlas, una falda roja con bordados de oro. Cerraron con cuidado el corsé que le ceñía el pecho, y en el ombligo le depositaron un minúsculo diamante. Sonó otra palmada…
Las criadas le prendieron en la frente la gran joya, a continuación los pendientes que colgaban hasta los hombros y, por último, le colocaron el anillo de la nariz, grande y tintineante. Adornaron sus brazos y tobillos con ajorcas. Dispusieron las joyas de los pies y de las manos. Por fin, la intendente hizo el último gesto: ponerle al cuello con largos lazos las joyas de la dinastía Newalkar, siete hileras de grandes diamantes engastados en oro y esmalte. Un gesto excepcional.
–Está bien –dijo la intendente–. Su alteza está muy hermosa.
Manu se doblaba bajo el peso de las joyas. Jadeaba y le sudaban las manos. Solo deseaba saltar sobre el caballo a pelo y galopar… No. Debía mantenerse de pie sin gritar.
Faltaba ponerle el velo de gasa del color de las bodas. Al mirarse en el espejo que le tendían las criadas, Manu vio una diosa roja cubierta de oro.
Le sacó la lengua a su reflejo.
–Será Kali –exclamó una criada–. Kali la sangrienta, la madre vengadora que saca la lengua…
–¡Suplico a su alteza que no haga eso! –se indignó la intendente–. Es el día más grande en la vida de una esposa, tiene el deber de no arruinarlo, ¿entendido?
Manu retiró la lengua, y el velo la cubrió.
Con cuidado, la intendente ordenó que la llevaran en volandas por la escalera para no arrugar el velo ni la falda. Un palanquín dorado esperaba en la calle. El templo de Ganesh estaba a unos pasos, pero la novia no tenía derecho a descorrer las cortinas para mirarlo, ni a dejarse ver por el pueblo.
Cegada por el velo, Manu oía murmullos confusos. Unas manos la empujaban, otras tiraban de ella; no caminaba, la transportaban. La depositaron sobre la piedra tibia como un paquete. Por los murmullos que oyó entonces, supo que el novio acababa de entrar.
Olía a almizcle y a un aroma dulce, una mezcla de aceite perfumado y sudor.
La esposa debía mantener la cabeza gacha.
Se sentó a su lado en un frufrú de gasa, pero Manu no tenía derecho ni a mirarse de refilón sus propios pies, mucho menos los del novio. Este respiraba fuerte. El brahmán encargado de la ceremonia prendió la pequeña hoguera de madera de sándalo cuyo fragrante aroma la sorprendió. El oficiante masculló las oraciones en sánscrito, pero ella no oyó nada bajo su sedosa prisión. Entonces llegó el momento.
Por primera vez, los novios iban a descubrir sus rostros en un espejito colocado sobre el regazo de la novia.
Unas manos morenas dejaron el espejo en su regazo. Él se inclinó, ella se inclinó, ella miró, él miró. Manu vio unos ojos tristes y que no eran negros, unos ojos marrones sin vida, pintados con kohl.Vio unos labios finos bajo un bigote de puntas curvadas hacia arriba. El novio era guapo.
Manu no tenía miedo. Él, en cambio, parecía aterrado. Entonces, bajo su velo, ella le sonrió, y él recibió la negra luz de los ojos de su esposa.
Se llevó con presteza la mano a los párpados y retiraron el espejo. Él se incorporó para ponerle a la novia en la frente la marca de polvo rojo que la convertiría en esposa.Al levantar el velo, el novio apartó la cabeza.
Manu sonreía.
Había llegado el momento de rodear con paso lento la hoguera donde se consumían los leños de sándalo. Él delante, ella detrás, siete vueltas a la hoguera.
El oficiante tomó la punta del velo de Manu y se dispuso a atarla al extremo del turbante del esposo. Manu contuvo el aliento.
¿Se atrevería?
Hablaré. Sí. Haré lo que ninguna muchacha ha osado hacer jamás. Les dejaré oír mi voz.
Entonces, con su voz ronca, exclamó muy fuerte para que todo el mundo lo oyera:
–¡Un nudo bien apretado, para que no se desate jamás! –Y oyó murmullos estupefactos, dominados por una tos incómoda que identificó como la de su padre.
Gangadar se detuvo, sorprendido por la audacia de su prometida. ¿Era ella o su padre quien acababa de hablar? Una voz muy rara para una muchacha.
El oficiante los ató el uno al otro.
Ella giró dócilmente sobre sí misma seis veces, rezando en voz baja. Por una vida noble, por la fuerza de la pareja, por su compromiso, por una larga vida, por todos los vivos, por todas las estaciones… Y cuando él iniciaba la última de las siete vueltas, la de la fidelidad, ella tiró del nudo, en un gesto desafiante.
Desataron el nudo. En un gesto solemne, cada uno de los esposos puso entre los labios del otro un pedacito de torta de miel. Dos ancianas los rodearon con unas velas encendidas para conjurar la mala suerte, y eso fue todo.
Empezó la fiesta. La esposa ya no tenía ninguna importancia.
De la misma manera que la habían depositado sobre el mármol, la sacaron del templo de Ganesh, la devolvieron al palanquín ante las aclamaciones de la multitud y la llevaron hasta la muralla de la ciudadela, donde la hicieron bajar. Una vez allí, la levantaron en volandas para subir unos peldaños y la transportaron detrás de una persiana bajada sin que ella pudiera moverse ni levantarse el velo.
Alguien –¿quién, la intendente?– le puso unos dulces en las manos y ella los mordisqueó, con un nudo en el estómago semejante al de su velo. Le tendieron agua en un vasito de plata, se la bebió de un trago y pidió más. Pasaron las horas al son de las orquestas en las que las gaitas de los ingleses se mezclaban con los oboes de la India, acompañados por todos los tambores, los sonidos impacientes de las tablas, el martilleo de los tamboriles, las grandes vasijas sonoras, y Manu pedía más y más agua.
«Él» estaba ahí, separado de ella según la ley del purdah, la cortina corrida que impide que las mujeres se muestren a los hombres. «Él es mi señor y mi dios», se repetía Manu con una alegría sin límites, «le honro y le serviré, mi señor y mi dios, soy tu sierva».
Era reina.
Manu no pudo ver el rostro del capitán Ross cuando vino a presentarle sus respetos, pero oyó el sonido de sus talones al entrechocarse y los rítmicos silbidos de la lengua que hablaba.
Manu había visto de lejos, en la corte de Bithur, oficiales ingleses que servían en los ejércitos de la Compañía de las Indias Orientales, con sus ceñidas casacas rojas y sus botas negras, la nuca cubierta por una tela de algodón blanco que caía del quepis de charol. Manu siempre los había encontrado atractivos, y Baji Rao solía mencionar la cualidad principal de los ingleses. «No son más fuertes que nosotros», decía el príncipe vencido. «No son más valientes. Lo que tienen es que son disciplinados.»
El capitán Ross era el primer inglés de Manu. Olía muy fuerte a cuero y a sudor, pues tenía muchísimo calor. Ella no pudo contenerse, deslizó la mano al otro lado de la cortina y le tendió su vasito de agua.
–Milady –murmuró el capitán Ross, turbado–. Your Highness, I don’t think that this is relevant. I am terribly sorry.
Ella no hablaba inglés.
Hacia el final del día, las trompetas resonaron en las cuatro esquinas del palacio… ¡Escuchad todos!
Un heraldo proclamó con voz fuerte que la rani de Jhansi se llamaría Lakshmi, el nombre de la diosa de la prosperidad, y que todos debían llamarla Lakshmi Bai, señora Lakshmi.
Y el eco de los clamores repitió el nuevo nombre de la antigua Manu. En ese momento se oyeron las salvas de disparos y un cañonazo que resonó mucho tiempo.
Su padre se acercó y se postró de hinojos.
–Mi reina, nos veremos mañana, tengo cosas que deciros. –A continuación salió haciendo una reverencia, sin darle la espalda.
La había llamado de vos por primera vez, y Manu sintió un escalofrío.
Llegó el momento en que, por fin, se quedó sola, liberada de la falda, los diamantes Newalkar, las joyas y el gran anillo de la nariz, que fue sustituido por una estrella de oro.
Sobriamente decorada, la cámara nupcial constaba de una cama alta de importación inglesa con un dosel de muselina, alfombras afganas y numerosos cojines, así como vasijas, una de ellas, inmensa, llena de nardos de perfume embriagador. De su atuendo de novia no quedaba más que el naranja de la henna sobre sus manos y sus pies, el polvillo carmesí en la raya que separaba su cabello y el carmín que la intendente había vuelto a aplicarle en los labios.
–Alteza, debéis tenderos –dijo la intendente–. Os presento mis respetos.
Pero Manu se levantó en cuanto la mujer salió de la habitación y estiró los músculos largo rato, de pie sobre sus piececitos descalzos. ¿Esperar tumbada? No. Su cuerpo necesitaba moverse. Como cada mañana en Bithur, empezó a ejercitarse levantando vasijas pesadas, uno, dos, uno, dos, tres, luego dobló la espalda hacia atrás, tocando el suelo con las manos, y, para terminar, ¡una voltereta lateral! El sol.