Prólogo
HACE VEINTIOCHO AÑOS
Telsin! —siseó Waxillium mientras salía a hurtadillas de la cabaña de entrenamiento.
Telsin miró atrás de reojo, hizo una mueca y se agazapó un poco más. A sus dieciséis años, la hermana de Waxillium contaba uno más que él. Sus largos cabellos oscuros enmarcaban una nariz de botón y unos labios refinados; un colorido patrón de uves estampadas engalanaba la pechera de su tradicional túnica terrisana. El atuendo siempre parecía quedarle mejor que a él. En Telsin, resultaba elegante. Waxillium, en cambio, se sentía como si le hubieran echado un saco por encima.
—Lárgate, Asinthew —replicó la muchacha mientras seguía rodeando el costado de la cabaña, furtiva.
—Te vas a perder la recitación vespertina.
—No se darán cuenta de que me he ido. Nunca se fijan.
Dentro de la cabaña, el maestro Tellingdwar enumeraba con voz monótona las cualidades que se consideraban virtudes en Terris. Sumisión, docilidad y algo denominado «respetuosa dignidad». Se dirigía a los alumnos más jóvenes; los mayores, como Waxillium y su hermana, en teoría deberían estar meditando.
Telsin apretó el paso y continuó alejándose, atravesando el área forestal de Elendel que se conocía sencillamente como la Aldea. Sobresaltado, Waxillium se apresuró a seguir a su hermana.
—Te vas a meter en un lío —le dijo al llegar a su altura. Juntos, rodearon el tronco de un roble inmenso—. Y conseguirás meterme en otro también a mí.
—¿Qué más da? Además, ¿a qué viene esa obsesión con las reglas?
—No es ninguna obsesión. Lo que pasa es que...
La muchacha se adentró en el bosque. Con un suspiro, Waxillium continuó pisándole los talones, y al cabo se reunieron con otros tres jóvenes terrisanos: dos muchachas y un chico muy alto. Una de ellas, Kwashim, morena y espigada, miró a Waxillium de arriba abajo.
—¿Has venido con él?
—Me ha seguido —se defendió Telsin.
Waxillium le dedicó una sonrisita compungida a Kwashim, primero, y después a Idashwy, la otra muchacha. Esta, además de tener la misma edad que él, poseía unos ojos enormes. Armonía... era preciosa. Idashwy se fijó en cómo la observaba, pestañeó varias veces seguidas y apartó la mirada con una sonrisa recatada en los labios.
—Se chivará de nosotros —dijo Kwashim, provocando que su atención se desviara de la otra muchacha—. Lo sabes.
—No voy a chivarme —le espetó Waxillium.
Kwashim lo fulminó con la mirada.
—Te perderás la clase de esta noche. ¿Quién va a responder a todas las preguntas? El aula estará herrumbrosamente tranquila sin nadie que le haga la pelota al maestro.
Forch, el larguirucho, se había quedado guarecido entre las sombras. Waxillium, que no quería cruzar la mirada con él, se esforzaba por no girar la cabeza en su dirección. «No lo sabe, ¿verdad? ¿Cómo podría saberlo?» Forch era el mayor de todos, pero rara vez abría la boca.
Era nacidoble, al igual que Waxillium, aunque ninguno de los dos utilizaba mucho la alomancia en los últimos tiempos. En la Aldea, lo que se elogiaba era su legado terrisano: su feruquimia. A los de Terris les traía sin cuidado el hecho de que tanto Forch como él fuesen lanzamonedas.
—Venga —dijo Telsin—. Se acabó la discusión. Disponemos de poco tiempo, lo más probable. Si a mi hermano le apetece apuntarse, que lo haga.
La siguieron bajo el dosel del ramaje, con las hojas secas crujiendo bajo sus pies. Con semejante abundancia de vegetación, resultaba sencillo olvidar que uno se encontraba en el corazón de una ciudad gigantesca. El humo no se podía ver ni oler desde allí, y tanto la algarabía de voces como el repicar de los cascos herrados contra el empedrado sonaban distantes. Los terrisanos ponían todo su empeño en mantener esa sección de la ciudad plácida, serena y tranquila.
Waxillium debería estar encantado de vivir aquí.
El quinteto de jóvenes no tardó en llegar a la Cabaña del Sínodo, sede de los ancianos más influyentes de Terris. Por señas, Telsin indicó al grupo que la esperase mientras ella se acercaba corriendo a una ventana en concreto para escuchar. Waxillium se descubrió mirando a su alrededor, nervioso. Anochecía, el bosque comenzaba a poblarse de sombras, pero cualquiera podría aparecer de un momento a otro y descubrirlos.
«No te preocupes tanto», se dijo. Necesitaba formar parte de sus travesuras, como hacía su hermana. Así lo considerarían uno de ellos. ¿O no?
Regueros de sudor corrían por sus mejillas. Kwashim se había apoyado en un árbol a escasa distancia, la viva imagen de la despreocupación, con una mueca burlona cincelada en los labios al percatarse de lo nervioso que estaba. Forch se mantenía en la sombra, sin agazaparse del todo, pero... ¡Herrumbres! Su ausencia de emoción era tan absoluta que se mimetizaba a la perfección con los árboles. Waxillium echó un vistazo de reojo a Idashwy, la de ojos inmensos, y la muchacha apartó la mirada, ruborizándose.
Telsin regresó junto a ellos, furtiva.
—Está ahí dentro.
—Ese es el despacho de nuestra abuela —dijo Waxillium.
—Claro que lo es —replicó Telsin—. Y la llamaron para que acudiera porque se había producido una emergencia. ¿Verdad, Idashwy?
La chica, tan reservada como siempre, asintió en silencio con la cabeza.
—La venerable Vwafendal pasó corriendo por delante de mi sala de meditación.
Kwashim sonrió de oreja a oreja.
—Así que no estará vigilando.
—¿Vigilando el qué? —preguntó Waxillium.
—La Puerta de Estaño —respondió Kwashim—. Podemos salir a la ciudad. ¡Esto va a ser todavía más fácil que de costumbre!
—¿Que de costumbre? —repitió Waxillium, mirando horrorizado primero a Kwashim y luego a su hermana—. ¿Ya habéis hecho esto antes?
—Pues claro —admitió Telsin—. En la Aldea es imposible encontrar un trago decente. Dos calles más adelante, sin embargo, hay dos tabernas buenísimas.
—Eres un forastero —declaró Forch mientras se acercaba. Pronunció las palabras despacio, pausadamente, como si cada una de ellas requiriera una atención especial—. ¿Qué más te da que salgamos? Mírate, pero si estás temblando. ¿De qué tienes miedo? Has pasado la mayor parte de tu vida ahí fuera.
«Eres un forastero», decían todos. ¿Cómo se las apañaría su hermana para que la aceptasen en todos los grupos? ¿Por qué tenía que ser siempre él el que se quedara excluido?
—No estoy temblando —le espetó Waxillium a Forch—. Lo que pasa es que no me apetece buscarme problemas.
—Se va a chivar de nosotros —insistió Kwashim—, está clarísimo.
—Que no. —«Por esto no, al menos», matizó para sus adentros Waxillium.
—En marcha —ordenó Telsin, encabezando la comitiva por el bosque en dirección a la Puerta de Estaño, un nombre rimbombante para lo que en realidad no era más que otra calle; aunque, eso sí, con un arco de piedra en el que se habían grabado los antiguos símbolos que representaban los dieciséis metales en Terris.
Al otro lado se extendía un mundo distinto. Refulgentes farolas de gas jalonaban las calles por las que los jóvenes repartidores de periódicos caminaban arrastrando los pies en dirección a sus hogares, terminada ya la jornada, con los pasquines que no habían podido vender bajo el brazo. Los trabajadores buscaban bulliciosas tabernas en las que echar algún trago. Waxillium, que se había criado en una lujosa mansión repleta de elegantes ropajes, vino y caviar, en realidad nunca había conocido ese mundo.
Había algo en aquella vida tan sencilla que lo atraía. Quizás encontrara allí aquello que aún no había encontrado. Algo que todos parecían poseer, aunque él ni siquiera fuese capaz de ponerle nombre.
Los otros cuatro jóvenes se dispersaron con sigilo, pasando junto al edificio de ventanas en sombra donde la abuela de Waxillium y Telsin estaría sentada, leyendo, a esa hora de la noche. Los terrisanos no apostaban guardias en los accesos a su dominio, pero eso no significaba que no fuese a haber nadie vigilando.
Waxillium no los acompañó, todavía no. Bajó la mirada mientras se subía las mangas de la túnica para exponer los brazaletes de mente de metal que llevaba puestos.
—¿Vienes? —lo llamó Telsin.
No respondió.
—Claro que no. Nunca te arriesgas a meterte en problemas.
Telsin reanudó la marcha, seguida de cerca por Forch y Kwashim. Idashwy, sorprendentemente, se demoró. La tímida muchacha se quedó observándolo, interrogándolo con la mirada.
«Puedo hacerlo», se dijo Waxillium. «No es nada.» Con la pulla de su hermana resonando todavía en los oídos, se obligó a caminar y se reunió con Idashwy. Se sentía mareado cuando llegó junto a ella, pero eso no le impidió disfrutar de la recatada sonrisa de la muchacha.
—Bueno, ¿y qué emergencia era esa? —le preguntó a Idashwy.
—¿Eh?
—La emergencia por la que habían llamado a la abuela.
Idashwy se encogió de hombros mientras se quitaba la túnica terrisana, escandalizándolo por un instante, hasta que Waxillium vio que llevaba puestas una falda y una blusa convencionales debajo. La muchacha dejó la túnica tirada entre los arbustos.
—No sé gran cosa. Vi que tu madre llegaba corriendo a la Cabaña del Sínodo y oí que Tathed le preguntaba algo al respecto. No sé qué de una crisis. Planeábamos escaquearnos esta noche de todas formas, así que supuse, ya sabes, que podríamos aprovechar la ocasión.
—Pero la emergencia... —dijo Waxillium, mirando atrás por encima del hombro.
—Algo relacionado con un capitán de los alguaciles que había venido para interrogarla.
¿Un alguacil?
—Vamos, Asinthew. —La muchacha lo cogió de la mano—. Seguro que tu abuela despacha al forastero enseguida. ¡A lo mejor se dirige ya incluso hacia aquí!
Waxillium se había quedado petrificado en el sitio.
Idashwy lo miró. Aquellos ojos castaños, tan expresivos, le impedían pensar con claridad.
—Vamos —insistió la joven—. Escaquearse un rato ni siquiera debería contar como infracción. ¿No has vivido catorce años ahí fuera?
Herrumbres.
—Me tengo que ir. —Waxillium giró sobre los talones y volvió a internarse en el bosque, a la carrera.
Idashwy se quedó observándolo mientras la abandonaba. Waxillium sorteó los árboles a toda velocidad, en dirección a la Cabaña del Sínodo. «Sabes que ahora va a pensar que eres un cobarde», observó una parte de él. «Como todos los demás.»
Frenó en seco frente a la ventana del despacho de su abuela, con el corazón martilleando en el pecho. Se pegó a la pared; en efecto, podía oírse algo a través de la ventana abierta.
—Nos encargamos de mantener el orden sin ayuda de nadie, alguacil —estaba diciendo la abuela Vwafendal dentro del edificio—. Eso usted ya lo sabe.
Waxillium se atrevió a incorporarse un poco para asomarse a la ventana, desde donde vio a la abuela sentada a su escritorio, la viva imagen de la rectitud terrisana, con el cabello recogido en una trenza y ataviada con una túnica inmaculada.
El hombre que estaba sentado frente a ella al otro lado de la mesa sujetaba su sombrero de alguacil bajo el brazo en señal de respeto. Se trataba de un hombre mayor, con el bigote lacio; la insignia que lucía en el pecho lo señalaba como capitán y detective. Un oficial de alta graduación. Alguien importante.
«¡Sí!», pensó Waxillium mientras hurgaba en el bolsillo en busca de sus apuntes.
—Los terrisanos se encargan de mantener el orden sin ayuda de nadie —replicó el alguacil— porque rara vez ocurre algo que lo altere.
—Tampoco ahora se ha producido ninguna alteración
—Según mi informador...
—De modo que tiene usted un informador —lo interrumpió la abuela—. Pensaba que habían recibido un mensaje anónimo.
—Anónimo, sí —dijo el aguacil mientras dejaba una hoja de papel encima de la mesa—. Aunque el «mensaje» no deja de ser menos preocupante por ello.
La abuela levantó la hoja. Waxillium sabía lo que ponía en ella, pues él era el que se la había enviado a los alguaciles, acompañada de una misiva.
Una camisa que huele a humo, colgada detrás de su puerta.
Botas manchadas de barro cuya talla encaja con las huellas encontradas alrededor del edificio incendiado.
Redomas de aceite escondidas en el baúl que hay debajo de su cama.
La lista desgranaba una docena de pistas que apuntaban a Forch como el responsable de haber arrasado la cabaña comedor hasta los cimientos a principios de mes. Waxillium experimentó una oleada de emoción al ver que los alguaciles se habían tomado en serio sus descubrimientos.
—Perturbador —dijo la abuela—, pero no veo nada en esta lista que lo autorice a entrometerse en nuestro dominio, capitán.
El alguacil se agachó hasta apoyar las manos en el canto de la mesa, desafiándola con la mirada.
—No recuerdo que se apresurase usted tanto a rechazar nuestra ayuda cuando enviamos una brigada de bomberos para sofocar aquella conflagración.
—Siempre aceptaré cualquier ayuda destinada a salvar vidas —replicó la abuela—, pero no para meter a nadie entre rejas. Gracias.
—¿Es porque Forch es un nacidoble? ¿La asustan sus poderes?
La abuela le lanzó una mirada cargada de desdén.
—Venerable —dijo el hombre, tras llenarse los pulmones de aire—. Tienen un delincuente entre sus...
—Si lo tuviéramos —lo interrumpió ella—, nos encargaríamos nosotros mismos de él. He visitado las casas de destrucción y pesar que ustedes, los forasteros, denominan prisiones, capitán. Me niego a ver a uno de los míos encerrado allí sin más fundamento que un montón de habladurías y fabulaciones anónimas remitidas por correo.
El alguacil exhaló un suspiro y enderezó la espalda de nuevo. Con un sonoro golpetazo, depositó otro objeto encima de la mesa. Waxillium entornó los párpados, esforzándose por ver de qué se trataba, pero quedaba oculto bajo la mano del hombre.
—¿Sabe usted algo sobre los incendios provocados, venerable? —preguntó el alguacil con voz meliflua—. Suelen calificarse como delitos accesorios. A menudo se utilizan para encubrir algún robo, perpetrar algún fraude o como acto de agresión inicial. En casos como el que nos ocupa, el incendio es, por lo general, tan solo un presagio. En el mejor de los casos, se enfrentan a un amante de las llamas que únicamente espera la ocasión de volver a prender fuego a cualquier otra cosa. En el peor... en fin, se avecina algo más grave, venerable. Algo que lamentarán todos ustedes.
La abuela apretó los labios hasta convertirlos en una fina línea. El alguacil levantó la mano, desvelando así lo que había plantado encima de la mesa. Una bala.
—¿Qué es esto?
—Un recordatorio.
La abuela la barrió del escritorio de un manotazo, estrellándola contra la pared con un estampido, cerca del parapeto de Waxillium. El muchacho dio un salto hacia atrás y se agachó un poco más, desbocadas sus pulsaciones.
—No se atreva a traer sus instrumentos de muerte a este sitio —siseó la abuela.
Waxillium regresó a la ventana a tiempo de ver cómo el alguacil volvía a ponerse el sombrero.
—Avíseme cuando el chico ese queme algo más —murmuró—. Con suerte, no será demasiado tarde. Buenas noches.
Se fue sin pronunciar otra palabra. Waxillium se acurrucó contra el costado del edificio, temeroso de que el alguacil volviera la vista atrás y lo descubriera. No fue así. Con paso airado, el hombre se alejó por el sendero hasta desvanecerse entre las sombras del anochecer.
Pero la abuela... no se lo había creído. ¿Acaso no lo veía? Forch había cometido un delito. ¿Iban a dejarlo tranquilo? ¿Por qué...?
—Asinthew —dijo la abuela, llamándolo por su nombre terrisano, como hacía siempre—. ¿Te importaría hacerme el favor de entrar ahora mismo?
Waxillium sintió de súbito un alfilerazo de alarma, seguido de una punzada de vergüenza. Se levantó.
—¿Cómo te has dado cuenta? —preguntó a través de la ventana.
—Te he visto reflejado en el espejo, muchacho —respondió ella, sin mirarlo, sosteniendo una taza de té en las manos—. Obedece. Si eres tan amable.
A regañadientes, Waxillium rodeó el edificio arrastrando los pies y traspuso la puerta principal de la cabaña de madera, impregnada por completo por el olor del barniz que él mismo había ayudado a aplicar recientemente. Todavía le quedaban restos de aquella sustancia bajo las uñas.
Entró en la habitación y cerró la puerta.
—¿Por qué has...?
—Por favor, Asinthew —lo interrumpió con delicadeza la abuela—. Siéntate.
El muchacho se acercó al escritorio, pero permaneció de pie en vez de tomar el asiento de los invitados, justo donde había estado el alguacil hacía apenas unos instantes.
—Tu letra —comenzó la abuela, indicando con un ademán el papel que le había entregado el alguacil—. ¿No te había dicho que el asunto de Forch estaba bajo control?
—Dices muchas cosas, abuela. Me las creeré cuando vea con mis propios ojos algo que lo demuestre.
Vwafendal se inclinó hacia delante. La taza humeaba aún en sus manos.
—Ay, Asinthew —murmuró—. Creía que estabas decidido a encajar aquí.
—Y lo estoy.
—Entonces, ¿qué haces espiando junto a mi ventana en vez de asistir a las meditaciones nocturnas?
El muchacho apartó la mirada, ruborizándose.
—En Terris aspiramos al orden, muchacho —dijo la abuela—. Respetamos las normas por una razón.
—¿E incendiar edificios no va contra las normas?
—Por supuesto que sí. Pero Forch no es responsabilidad tuya. Ya hemos hablado con él. Se arrepiente de lo que hizo. Su delito fue algo propio de un joven desorientado que se pasa demasiado tiempo solo. Les he pedido a algunas personas que entablen amistad con él. Cumplirá la pena correspondiente a su crimen, a nuestra manera. ¿O preferirías que se pudriera en la cárcel?
Waxillium no respondió de inmediato. Con un suspiro, al cabo, se dejó caer de golpe en la silla frente a la mesa de su abuela.
—Lo que me gustaría es saber qué es lo correcto —murmuró— y hacerlo. ¿Por qué tiene que ser tan difícil?
La abuela arrugó el entrecejo.
—Saber qué está bien y qué está mal es lo más fácil del mundo, muchacho. Reconozco que elegir actuar siempre como sabes que deberías es...
—No. —Waxillium hizo una mueca. No era recomendable interrumpir a la abuela. Vwafendal nunca levantaba la voz, pero su desaprobación se dejaba sentir con tanta claridad como la inminencia de una tormenta. Suavizando el tono, añadió—: No, abuela. Saber qué está bien y qué está mal no tiene nada de fácil.
—Está escrito en nuestras costumbres. Lo aprendéis a diario en vuestras lecciones.
—Esa es una sola voz —protestó Waxillium—, una sola filosofía. Pero hay tantas...
La abuela estiró los brazos sobre la mesa y apoyó una mano en las suyas. Su piel aún conservaba el calor de la taza.
—Ay, Asinthew —dijo—. Comprendo lo difícil que debe de ser para ti, como hijo de dos mundos distintos que eres.
«Dos mundos —pensó él de inmediato— pero ningún hogar.»
—Sin embargo —continuó la abuela—, tienes que hacer lo que se te enseña. Me prometiste que obedecerías nuestras normas mientras estuvieras aquí.
—Lo intento.
—Lo sé. Tellingdwar y los demás instructores me han hablado muy bien de ti. Dicen que aprendes las materias mejor que nadie... ¡Que es como si llevaras aquí toda la vida! Me enorgullece que te esfuerces tanto.
—Los demás chicos no me aceptan. Procuro hacerte caso..., ser más terrisano que nadie, demostrarles cuál es la sangre que corre por mis venas. Pero los otros... Nunca seré uno de ellos, abuela.
—«Nunca» es una palabra que los jóvenes utilizáis a menudo. —La abuela probó un sorbo de té—. Sin comprender del todo su significado, por lo general. Deja que las normas te guíen. En ellas encontrarás la paz. Que no te afecte si tu fervor suscita el resentimiento de algunos. Tarde o temprano, a través de la meditación, aprenderán a reconciliarse con sus emociones.
—¿No podrías... ordenarles a algunos de los otros que se hagan amigos míos? —se descubrió preguntando Waxillium, avergonzado por la debilidad que denotaban semejantes palabras—. ¿Como hiciste con Forch?
—Me lo pensaré —dijo la abuela—. Y ahora, largo de aquí. No voy a dar parte de esta indiscreción, Asinthew, pero prométeme, por favor, que te olvidarás de esta obsesión que tienes con Forch y dejarás su castigo en manos de los demás miembros del sínodo.
Waxillium resbaló con algo cuando intentó ponerse de pie. Se agachó. «La bala.»
—¿Asinthew? —preguntó la abuela.
El muchacho se guardó el proyectil en el puño mientras se incorporaba, terminó de levantarse y se apresuró a salir de la habitación.
—El metal es vuestra vida —recitó Tellingdwar delante de la cabaña, abordando los últimos compases de la recitación vespertina.
Waxillium meditaba arrodillado, atento a cada una de las palabras. Lo rodeaban varias hileras de terrisanos igualmente plácidos, con la cabeza agachada en señal de veneración, rindiendo tributo a Conservación, la antigua deidad de su fe.
—El metal es vuestra alma —declaró Tellingdwar.
La serenidad de este mundo rozaba la perfección. ¿Por qué se sentía a veces Waxillium como si estuviese mancillándolo con su mera presencia? ¿Como si todos formaran parte de un gran lienzo blanco y él no fuese más que una mancha en la esquina?
—Velas por nosotros —dijo Tellingdwar—, por eso te pertenecemos.
«Una bala —pensó Waxillium, aún con el trocito de metal aplastado con firmeza contra la palma de su mano— ¿Por qué dejaría una bala a modo de recordatorio? ¿Cuál será su significado?» Como símbolo, se le antojaba demasiado enigmático.
Completada ya la recitación, jóvenes, niños y adultos por igual se incorporaron y se desperezaron. Se entablaron unas cuantas conversaciones distendidas, pero faltaba poco para el toque de queda, lo que significaba que los más pequeños deberían estar dirigiéndose ya a sus hogares... o, en el caso de Waxillium, a los dormitorios. Se quedó de rodillas, no obstante.
Tellingdwar empezó a recoger las esterillas en las que habían estado apoyados los fieles. Era menudo y llevaba siempre la cabeza afeitada; su manto era naranja y amarillo, resplandeciente. Cargado con una brazada de esterillas, se interrumpió al ver que Waxillium no se había marchado con los demás.
—¿Asinthew? ¿Estás bien?
Waxillium asintió en silencio y se puso de pie con movimientos cansados, entumecidas las piernas tras llevar tanto tiempo de rodillas. Arrastró los pies hasta la salida, donde se detuvo.
—¿Tellingdwar?
—¿Sí, Asinthew?
—¿Alguna vez se ha producido un crimen violento en la Aldea?
El asistente se quedó congelado. Sus brazos se crisparon sobre el cargamento de esterillas que acarreaba.
—¿Por qué lo preguntas?
—Por curiosidad.
—No te preocupes. De eso hace ya mucho tiempo.
—¿Qué es «eso» de lo que hace ya mucho tiempo?
Tellingdwar terminó de recoger las esterillas que faltaban, dándose ahora más prisa que antes. Otra persona podría haber esquivado la pregunta, pero Tellingdwar era la franqueza encarnada. Una clásica virtud terrisana: a sus ojos, evitar una pregunta era tan grave como mentir.
—No me extraña que todavía circulen rumores al respecto —comenzó el hombrecillo—. Supongo que quince años no bastan para lavar toda esa sangre. Las habladurías se equivocan, sin embargo. Solo hubo una víctima mortal. Una mujer, muerta a manos de su marido. Ambos de Terris. —Tellingdwar titubeó antes de añadir—: Los conocía.
—¿Cómo la asesinó?
—¿Necesitas esa información?
—Bueno, los rumores...
—Con una pistola —suspiró Tellingdwar—. Un arma del exterior. Ignoramos de dónde la sacó. —Sacudió la cabeza mientras soltaba las esterillas en un montón contra una de las paredes del cuarto—. Supongo que no debería sorprendernos. Los hombres son iguales en todas partes, Asinthew. Recuérdalo bien. No te consideres mejor que nadie tan solo por llevar puesto ese hábito.
Típico de Tellingdwar, convertir cualquier conversación en una lección. Waxillium asintió con la cabeza, en silencio, y salió a la noche. El cielo reverberaba en lo alto, presagiando lluvia, pero aún no se había levantado la niebla.
«Los hombres son iguales en todas partes, Asinthew...» ¿Qué sentido tenía, entonces, todo lo que les enseñaban allí? ¿Cuando nada podía evitar que las personas se comportasen como monstruos?
Llegó al dormitorio masculino, que estaba en calma. Acababan de dar el toque de queda, por lo que Waxillium tuvo que disculparse agachando la cabeza ante el encargado del dormitorio antes de cruzar el pasillo corriendo y entrar en su habitación, ubicada en la planta baja. Su padre había insistido en que se le diera un cuarto para él solo, debido a su linaje noble. Lo cual solo había servido para aislarlo todavía más de los demás.
Se quitó el hábito y abrió la puerta del armario de par en par. Allí estaba su antiguo atuendo. La lluvia empezó a tamborilear contra la ventana mientras se ponía los pantalones y se abotonaba la camisa, prendas que le resultaban mucho más cómodas que aquel herrumbroso manto. Ajustó la intensidad de su lamparilla, se sentó en el catre y abrió un libro, dispuesto a leer algo antes de quedarse dormido.
En el exterior, el firmamento rugía como un estómago vacío. Waxillium pasó varios minutos esforzándose por concentrarse en la lectura, en vano, antes de tirar el libro a un lado (a punto estuvo de volcar la lámpara con su impetuosidad) y volver a levantarse de un salto. Se acercó a la ventana, detrás de la cual había comenzado a caer una verdadera tromba de agua que el tupido follaje dividía en telones y columnas. Estiró el brazo y apagó la lámpara.
Los pensamientos se agolparon en su cabeza mientras contemplaba fijamente la lluvia. No podía seguir posponiendo la decisión que debía tomar. El acuerdo al que habían llegado su abuela y sus padres requería que Waxillium viviera durante un año en la Aldea, y solo faltaba un mes para que venciera ese plazo. Después, marcharse o seguir allí dependería por completo de él.
¿Qué lo aguardaba en el exterior? Manteles blancos, petimetres de acento nasal y politiqueos.
¿Y aquí? Habitaciones en silencio, meditación y tedio.
Una vida que aborrecía u otra de embotadora repetición. Un día tras otro, tras otro, tras...
¿Había alguien moviéndose entre los árboles?
Alertado, Waxillium se pegó al frío cristal. Había alguien caminando por el bosque empapado, sin duda, una figura alta cuyo porte le resultaba familiar incluso a pesar de las sombras, encorvada y con un saco colgado del hombro. Forch lanzó una mirada de reojo al dormitorio y continuó adentrándose en la noche.
Así que habían vuelto, y antes de lo esperado. ¿Cuál sería el plan de Telsin para colarse en las habitaciones? ¿Entrar por alguna ventana, alegar que habían llegado a casa antes del toque de queda y asegurar que el celador no los había visto?
Waxillium se quedó esperando, preguntándose si divisaría también a las tres chicas, pero no vio a nadie más. Solo a Forch, desvaneciéndose entre las sombras. ¿Adónde iría?
«Otro fuego», pensó de inmediato. Aunque a nadie se le ocurriría incendiar nada con la que estaba cayendo, ¿verdad?
Consultó de soslayo el reloj que marcaba discretamente el paso del tiempo en la pared de su cuarto. Había transcurrido una hora desde que se decretara el toque de queda. Le sorprendió descubrir que llevaba tanto rato absorto en la lluvia.
«Lo que haga Forch no es de mi incumbencia», se reconvino con firmeza. Volvió a tumbarse en la cama, pero no tardó en levantarse de nuevo y empezar a deambular con paso inquieto de un lado a otro de la habitación. Escuchando el golpeteo de las gotas de agua, nervioso, incapaz de evitar que su cuerpo continuara moviéndose.
El toque de queda...
«Deja que las normas te guíen. En ellas encontrarás la paz.»
Se detuvo junto a la ventana. La abrió de golpe y salió de un salto. Sus pies descalzos se hundieron en el terreno, embarrado y viscoso. Al avanzar, titubeante, una cortina de agua le salpicó la cabeza y se deslizó en regueros por la espalda de su camisa. ¿En qué dirección se había ido Forch?
Se confió a la suerte y dejó atrás unos árboles gigantescos, como monolitos tallados. El estruendo de la tormenta ahogaba cualquier otro sonido. La huella de una bota en el fango, junto a uno de los troncos, le sugirió que su intuición era acertada. Tuvo que agacharse para verla mejor. ¡Herrumbres! La oscuridad era prácticamente impenetrable.
¿Y ahora adónde? Waxillium giró sobre los talones. «Allí», se dijo. «El almacén.» Un antiguo dormitorio, ahora desocupado, donde los terrisanos guardaban las alfombras y los muebles que no utilizaban. El objetivo perfecto para un incendio provocado, ¿verdad? Dentro había material inflamable de sobra, y nadie se esperaría algo así en esta noche de lluvia.
«Pero la abuela ya ha hablado con él —pensó Waxillium mientras avanzaba bajo el aguacero, aplastando las hojas caídas y el musgo bajo sus pies congelados— Sabrán que ha sido él.» ¿Acaso no le importaba? ¿Querría meterse en un lío a sabiendas?
Se acercó al antiguo dormitorio, una mole de tres pisos cuya sombra se recortaba en la oscuridad de la noche, con grandes telones de agua descolgándose de sus aleros. Probó a abrir la puerta... y descubrió que no estaba cerrada con llave, por supuesto; aquello era la Aldea. Se coló dentro.
Ahí. Un charco de agua en el suelo. Alguien había pasado por allí hacía poco. Siguió avanzando en cuclillas, tocando una pisada tras otra, hasta llegar al hueco de la escalera. Un tramo conducía arriba; el otro, hacia abajo. ¿Qué habría en lo alto? Una vez en el piso superior, vio una luz frente a él. Sigiloso, Waxillium recorrió el pasillo, por cuyo centro se extendía una alfombra, hasta llegar a lo que resultó ser una vela cuya llama oscilaba sobre una mesa situada en un cuarto minúsculo, atestado de muebles, con las paredes cubiertas por recias cortinas oscuras.
Se acercó a la vela. Su luz titilaba frágil y solitaria. ¿Por qué la habría dejado allí Forch? ¿Qué pre...?
Algo pesado se estrelló contra la espalda de Waxillium. Jadeó de dolor mientras el impacto lo arrojaba contra un par de sillas apiladas una encima de otra. Oyó el martilleo de unas botas contra el suelo tras él. Consiguió impulsarse a un lado y rodó por el piso mientras Forch golpeaba las sillas con un viejo poste de madera, astillándolas.
Se puso en pie con dificultad. Le dolían los hombros. Forch se giró hacia él, embozado por las sombras su rostro.
Waxillium retrocedió un poco más.
—¡Forch! No pasa nada. Solo quería hablar. —Se le escapó un gesto de dolor al chocar contra la pared con la espalda—. No hace falta que...
Forch se abalanzó sobre él, amenazador. Waxillium contuvo un gemido y salió al pasillo.
—¡Socorro! —gritó mientras Forch lo seguía—. ¡Que alguien me ayude!
Su intención era correr en dirección a las escaleras, pero se había desorientado y descubrió que estaba alejándose de ellas. Utilizó el hombro para embestir contra la puerta que había al final del pasillo. Debía de conducir a la sala de reuniones de la planta de arriba, si la distribución de este antiguo dormitorio era igual que la del suyo. ¿Y a otro tramo de escalones, quizá?
Waxillium abrió la puerta de golpe y entró en una habitación más luminosa. Varios montones de mesas viejas rodeaban un espacio despejado en medio del cuarto, como espectadores ante un escenario.
Allí, en el centro e iluminado por una docena de velas, había un niño de unos cinco años amarrado a un tablón que se extendía entre dos de las mesas. Su camisa, desgarrada, yacía tirada en el suelo. Una mordaza sofocaba sus gritos mientras forcejeaba con las ligaduras, sin fuerza.
Waxillium se detuvo de golpe al tiempo que reparaba en el chico, en la hilera de cuchillos resplandecientes desplegados sobre otra mesa cercana y en los regueros de sangre que manaban de los cortes que presentaba el pequeño en el pecho.
—Ay, rayos —murmuró.
Forch entró detrás de él y cerró la puerta con un chasquido.
—Ay, rayos —repitió Waxillium mientras se daba la vuelta, con la mirada desorbitada—. Forch, pero ¿a ti qué te pasa?
—No lo sé —respondió el muchacho en voz baja—. Tengo que ver lo que hay dentro, ¿sabes? Eso es todo.
—Te fuiste con las chicas —dijo Waxillium— para tener una coartada. Si ven tu cuarto vacío, dirás que estabas con ellas. Una infracción sin importancia con la que encubrir el auténtico crimen. ¡Herrumbres! Mi hermana y las otras no saben que has vuelto a hurtadillas, ¿verdad? Andarán por ahí fuera, borrachas. Ni siquiera recordarán exactamente cuándo te fuiste. Jurarán que estabas con...
Dejó la frase inacabada, flotando en el aire, cuando Forch levantó la cabeza y el resplandor de las velas se reflejó en sus ojos, iluminando sus facciones inexpresivas. Sostenía un puñado de clavos.
«Claro. Forch es un...»
Con un alarido, Waxillium se lanzó de un salto sobre una montaña de muebles al tiempo que los clavos salían disparados de la mano de Forch, empujados por su alomancia. Impactaron como una granizada, incrustándose en las mesas de madera, las patas de las sillas y el suelo. Wax sintió un fogonazo de dolor en el brazo mientras gateaba de espaldas.
Se le escapó un grito y se agarró el brazo mientras se ponía a cubierto. Uno de los proyectiles le había arrancado un pedazo de carne a la altura del codo.
Metal. Necesitaba metal.
Llevaba meses sin quemar nada de acero. La abuela quería que abrazara su naturaleza terrisana. Levantó los brazos, pero los encontró desnudos. Sus brazaletes...
«Se han quedado en la habitación, memo», pensó Waxillium. Rebuscó en uno de los bolsillos de su pantalón. Siempre llevaba encima...
Un puñado de virutas metálicas. Las sacó mientras huía de Forch, que lo perseguía apartando todas las mesas y las sillas que se interponían en su camino. El estruendo amortiguó los sollozos que emitía el chiquillo maniatado.
A Waxillium le temblaban los dedos cuando intentó abrir el paquete de virutas metálicas. De improviso, el envoltorio escapó de sus manos y voló hasta la otra punta del cuarto. Se volvió hacia Forch, desesperado, a tiempo de ver cómo agarraba una barra metálica que había encima de una de las mesas y se la lanzaba.
Intentó esquivarla. Demasiado lento. Empujado por el acero, el barrote impactó en su pecho y lo derribó de espaldas. Forch profirió un gruñido, tambaleándose. Aún no dominaba su alomancia y no se había preparado lo suficiente. El empujón lo había lanzado hacia atrás tanto como a Waxillium.
Este, sin embargo, se golpeó contra la pared y sintió que algo se fracturaba dentro de él. Se le nubló la vista mientras caía de rodillas al suelo, jadeante. La habitación entera oscilaba ante sus ojos.
«La bolsa... ¡Recoge la bolsa!»
Tanteó a ciegas a su alrededor, presa de la desesperación, incapaz de pensar con claridad. ¡Necesitaba el metal! Sus dedos ensangrentados rozaron el envoltorio. Frenético, agarró la bolsita de tela y la abrió de un tirón. Echó la cabeza hacia atrás para verterse el contenido en la boca.
Una sombra atronó sobre él y le propinó una patada en el estómago. Waxillium profirió un alarido cuando el hueso que se le había roto dentro cedió. Solo había conseguido meterse una pizca de metal en la boca. Forch le arrebató la bolsa de un manotazo, desperdigando las virutas, y lo levantó en volandas.
El muchacho parecía más corpulento de lo habitual. Debía de estar sondeando una mente de metal. Una parte desesperada del cerebro de Wax intentó empujar contra los brazaletes de su adversario, pero las mentes de metal feruquímicas eran tristemente célebres por su resistencia a la alomancia. El empujón no fue lo bastante fuerte.
Forch lo envió al otro lado de la ventana abierta de un empujón, sujetándolo por el cuello. El agua que seguía cayendo bañó a Waxillium mientras se esforzaba por respirar.
—Por favor... Forch...
Forch lo soltó.
Waxillium se precipitó al vacío, junto con la lluvia.
Tres pisos de altura, entre las ramas de un arce, proyectando hojas empapadas en todas direcciones.
El acero cobró vida con un fogonazo dentro de él, y de su pecho brotó un abanico de líneas azules en dirección a las fuentes de metal más cercanas. Todas estaban en lo alto, abajo no había ninguna. No podía empujar contra nada para salvarse.
Salvo por el resto que conservaba en el bolsillo del pantalón.
Waxillium empujó contra él, desesperado, sin dejar de rodar por los aires. La pieza desgarró la tela al salir disparada del bolsillo para deslizarse a lo largo de su pierna, trazando una línea en el lateral de la bota antes de que su peso la proyectara hacia abajo. Waxillium comenzó a frenar en el aire con una sacudida, aminorando su caída en cuanto el trozo de metal hubo tocado el suelo.
Una dolorosa conmoción le dejó las piernas entumecidas cuando impactó en el sendero embarrado con los pies por delante. Una vez que se hubo dejado caer por completo en el suelo comprobó que estaba aturdido, pero con vida. El empujón lo había salvado.
La lluvia caía sobre su rostro. Esperó, pero Forch no acudió a su encuentro para rematarlo. El muchacho había cerrado los postigos de golpe, temeroso tal vez de que alguien viera la luz de las velas.
A Waxillium le dolía todo el cuerpo. Los hombros después del asalto inicial, las piernas a causa de la caída, el pecho tras haber recibido el impacto de aquel barrote... ¿Cuántas costillas se habría roto? Se quedó tendido bajo la lluvia, tosiendo, antes de rodar de costado para buscar el trozo de metal que le había salvado la vida. No le costó encontrarlo siguiendo su línea alomántica. Lo extrajo del fango y lo sostuvo ante sus ojos.
La bala del alguacil. La lluvia le bañó la mano, limpiando el metal. Ni siquiera recordaba habérsela guardado en el bolsillo.
«En casos como el que nos ocupa, el incendio es, por lo general, tan solo un presagio...»
Debería ir a pedir ayuda. Pero recordó al niño prisionero allí arriba, que empezaba ya a desangrarse, rodeado de cuchillos desenfundados.
«Se avecina algo más grave, venerable. Algo que lamentarán todos ustedes.»
Waxillium odió de repente a su compañero. Este lugar era perfecto, un remanso de belleza y serenidad. Aquí las tinieblas no tenían cabida. Si él no era más que una mancha en la esquina de aquel gran lienzo blanco, Forch era un pozo de oscuridad absoluta.
Se levantó con un grito, se abalanzó sobre la puerta trasera del viejo edificio y regresó al interior. Remontó los dos tramos de escalones a trompicones, medio aturdido por el dolor, y embistió contra la puerta de la sala de reuniones. Forch se cernía sobre el chiquillo gimoteante, con un cuchillo ensangrentado en la mano. Giró la cabeza despacio hasta quedar de perfil, enseñándole tan solo un ojo a Waxillium, la mitad de su cara.
Waxillium arrojó la bala al espacio que mediaba entre ambos, rutilante el casquillo a la luz de las velas, y empujó con todas sus fuerzas. Forch se volvió y contraatacó empujando a su vez.
La reacción fue instantánea. La bala se detuvo en el aire, a escasos milímetros del rostro de Forch. Los dos contrincantes se vieron lanzados hacia atrás, pero Forch logró conservar el equilibrio apoyándose en una pila de mesas. En cambio, Waxillium se estrelló contra la pared, junto al marco de la puerta.
Forch sonrió mientras se le abultaban los músculos, extrayendo fuerzas de su mente de metal. Recogió la barra de la mesa de los cuchillos y se la lanzó a Waxillium, al que se le escapó un grito mientras empujaba contra ella para evitar que le golpeara.
No era lo bastante fuerte. Forch continuaba empujando, y Waxillium tenía muy poco acero al que recurrir. El barrote surcó el aire, deslizándose, hasta presionar contra el pecho de Wax y oprimirlo contra la pared.
El tiempo se detuvo. La bala flotaba todavía en el aire ante Forch, pero el auténtico duelo tenía como objetivo la barra metálica que, inexorable, amenazaba con aplastar a Waxillium. Una llamarada de dolor se extendió por su pecho al tiempo que de sus labios escapaba otro grito.
Iba a morir aquí.
«Solo quiero hacer lo correcto, eso es todo. ¿Por qué tiene que ser tan difícil?»
La sonrisa de Forch se ensanchó mientras daba un paso adelante.
Waxillium clavó la mirada en aquella bala dorada, resplandeciente. Le costaba respirar. Pero la bala...
«El metal es vuestra vida.»
Una bala. Tres segmentos metálicos. La punta.
«El metal es vuestra alma.»
El casquillo.
«Velas por nosotros...»
Y la espoleta de la parte inferior. El punto donde impactaba el percutor.
En ese momento, a ojos de Waxillium, se dividieron en tres líneas, tres partes distintas. Las recogió todas. Y, a continuación, mientras el barrote continuaba aplastándolo, soltó dos de ellas.
Y empujó contra la base del proyectil.
La bala explotó. El casquillo voló hacia atrás por los aires, empujado por la alomancia de Forch, mientras la punta del proyectil salía propulsada hacia delante como una exhalación, sin impedimento alguno, hasta perforarle el cráneo al muchacho.
Waxillium se cayó de súbito, repelido el barrote lejos de él. Se desplomó hecho un ovillo, jadeando sin aliento. El agua de lluvia que chorreaba de su rostro formó un charco en el suelo.
Aturdido, oyó voces procedentes de la planta de abajo. La gente acudía por fin, atraída por los gritos y la detonación. Se obligó a incorporarse y cruzó la habitación, renqueante, desoyendo las voces de los terrisanos que empezaban a subir por la escalera. Llegó hasta el pequeño y desgarró sus ligaduras, liberándolo. En vez de huir aterrado, sin embargo, el niño se aferró a la pierna de Waxillium y la abrazó con todas sus fuerzas, sollozando.
Varias personas entraron en tromba en la habitación. Waxillium se agachó, recogió el casquillo de bala del suelo mojado, enderezó la espalda y se enfrentó a los recién llegados. Tellingdwar. Su abuela. Los ancianos. Al fijarse en sus facciones horrorizadas, supo sin lugar a dudas que lo odiarían siempre por haber llevado la violencia a su aldea.
Lo odiarían por haber tenido razón.
En pie junto al cadáver de Forch, cerró el puño alrededor del casquillo mientras apoyaba la otra mano en la cabeza del niño, que continuaba temblando.
—Encontraré mi propio camino —murmuró.
VEINTIOCHO AÑOS DESPUÉS
La puerta del escondrijo levantó una nube de polvo al estamparse contra la pared. Un muro de niebla envolvió al hombre que acababa de abrirla de una patada, recortando su silueta: los faldones de su gabán de bruma ondeaban a su alrededor, acariciando la escopeta de combate que empuñaba a un costado.
—¡Fuego! —ordenó Migs.
Los muchachos obedecieron. Ocho hombres armados hasta los dientes dispararon contra la figura, parapetados tras una barricada improvisada en el interior de la vieja taberna. Las balas formaron un enjambre en el aire, como insectos, pero se dispersaron en todas direcciones al llegar a la altura del individuo embozado en el largo abrigo. Acribillaron la pared, perforando la hoja de la puerta y reduciendo su marco a un amasijo de astillas. Abrieron surcos en la niebla condensada, pero el vigilante, una sombra más oscura que el resto en medio de la penumbra, ni siquiera pestañeó.
Migs apretó el gatillo una y otra vez, desesperado. Vació el cargador de una pistola, primero, y después el de la segunda; se apoyó la culata del rifle en el hombro y disparó tan deprisa como era capaz de amartillarlo. ¿Cómo se habían metido en ese atolladero? Herrumbres, ¿cómo había podido ocurrir? Esto se alejaba por completo de lo planeado.
—¡No sirve de nada! —exclamó uno de los chicos—. ¡Va a matarnos a todos, Migs!
—¿Por qué te quedas ahí plantado? —le espetó Migs al alguacil—. ¡Acaba de una vez! —Disparó dos veces más—. ¿Qué te pasa?
—A lo mejor está intentando distraernos —aventuró otro de los muchachos— para que su compañero nos pueda sorprender por la espalda.
—Oye, pues ahora que... —Migs vaciló mientras observaba al hombre que acababa de hablar. Tenía las facciones rechonchas y llevaba un sencillo sombrero de cochero en la cabeza, redondeado como un bombín, aunque más plano en lo alto. ¿Quién era ese hombre? Pasó revista a sus filas.
¿Nueve?
El muchacho que estaba a su lado sonrió, se ladeó el sombrero y le arreó un golpe en la cara.
Todo acabó en un vertiginoso abrir y cerrar de ojos. El desconocido del bombín dejó fuera de combate a Slink y a Guillian, sin esfuerzo aparente, y acto seguido se situó junto a los dos que estaban más lejos de él, a los que derribó esgrimiendo un par de bastones de duelo. Mientras Migs se giraba, tanteando en busca del arma que se le había caído, los faldones del abrigo del vigilante se desplegaron cuando este sorteó la barricada de un salto y conectó un puntapié con la barbilla de Drawers. Se volvió sin perder tiempo y apuntó con la escopeta a los hombres que quedaban conscientes tras el parapeto.
Soltaron las armas. Empapado de sudor, Migs se arrodilló junto a una mesa volcada. Esperó a que sonaran las detonaciones.
No se produjo ninguna.
—¡Ya pueden pasar, capitán! —anunció el vigilante. Las brumas se arremolinaron cuando un tropel de alguaciles cruzó la puerta corriendo. En el exterior, la luz del amanecer comenzaba a despejar los jirones de niebla. Herrumbres. ¿En serio se habían pasado la noche entera encerrados allí?
La escopeta del vigilante trazó un arco en el aire para apuntar a Migs.
—Te aconsejo que sueltes ese rifle, amigo —dijo plácidamente.
Migs titubeó.
—Pégame un tiro y acabemos con esto, vigilante. Estoy metido en esto hasta el cuello.
—Disparaste contra dos alguaciles —dijo el hombre, con el dedo apoyado en el gatillo—. Pero sobrevivirán, hijo. No te ahorcarán, si me salgo con la mía. Suelta el arma.
Eran las mismas palabras que le habían dirigido antes, desde el exterior. En esta ocasión, a Migs le sorprendió descubrir que ya no le costaba tanto creérselas.
—¿Por qué? —preguntó—. Podrías habernos aniquilado a todos sin arrugarte la camisa siquiera. ¿Por qué?
—Porque —respondió el vigilante—, la verdad, mataros no vale la pena. —Esbozó una sonrisa amigable—. Bastantes cosas pesan ya sobre mi conciencia. Suelta el rifle. Vamos a arreglar este embrollo.
Migs obedeció al fin, se puso de pie y apaciguó con un gesto a Drawers, que había empezado a incorporarse con una pistola en la mano. También él dejó caer el arma, a regañadientes.
El vigilante se dio la vuelta, empleó la alomancia para sortear la barricada de un salto y encajó su escopeta recortada en la funda que llevaba sujeta a la pierna. El joven del sombrero se reunió con él, silbando tranquilamente. A juzgar por la empuñadura de marfil que sobresalía de uno de sus bolsillos, se diría que había requisado el cuchillo favorito de Guillian.
—Todo suyos, capitán.
—¿No vas a quedarte hasta que les hayamos hecho la ficha, Wax? —preguntó el capitán de los alguaciles, girándose.
—No me es posible —se disculpó el vigilante—. Tengo una boda.
—¿Quién se casa?
—Me temo que yo.
—¿Tenías que apuntarte a una redada precisamente el día de tu boda?
El vigilante, Waxillium Ladrian, se detuvo en la puerta.
—En mi defensa diré que la idea no ha sido mía. —Se despidió del colectivo de alguaciles y delincuentes con una última inclinación de cabeza, traspuso el umbral de una zancada y se perdió de vista en la bruma.