5
Mientras los elementos del paisaje desfilaban ante sus ojos, lo primero que le llamó la atención a Wax fue lo densamente poblados que estaban los territorios al sur de Elendel.
Resultaba sencillo olvidar cuánta gente vivía en otros lugares, aparte de en la capital. Los raíles discurrían paralelos a un río lo bastante ancho como para sumergir poblaciones de los Áridos enteras. Salpicaban la ruta villas, aldeas e incluso pequeñas ciudades, tan frecuentes que el tren apenas si dejaba pasar cinco minutos antes de cruzarse con alguna. Entre una y otra se extendían huertos que llegaban hasta donde alcanzaba la vista. Las espigas de trigo se combaban y danzaban al viento. Todo era verde y vibrante, vigorizado por las noches de bruma.
Wax se apartó de la ventana y hurgó en el paquete que le había enviado Ranette. Dentro, protegida por una funda hecha a medida con revestimiento de felpa, había una voluminosa escopeta de dos cañones, y junto a ella, en sendos compartimentos, tres esferas envueltas en finos cordeles.
Las esferas y los cordeles se los esperaba. La escopeta era de propina.
Experimentando con cargas extrafuertes, se podía leer en la nota que acompañaba al equipo, y cartuchos gigantes, capaces de parar los pies a un violento o a un koloss de pleno derecho. Pruébalos, por favor. Necesitarás aumentar tu peso para disparar. El retroceso debería ser excepcional.
Herrumbre y Ruina, la munición de ese chisme tenía casi el mismo perímetro que la muñeca de un hombre. Era como un cañón. Levantó uno de los cartuchos mientras el tren aminoraba al entrar en otra estación. Todavía no era de noche, pero las ventanas de la ciudad se veían iluminadas ya desde el interior.
Luces eléctricas. Bajó el cartucho, observándolas. ¿Conocían la electricidad en las ciudades de las afueras?
«Pues claro que sí, majadero», se reconvino de súbito. ¿Por qué no iban a conocerla? Había incurrido en el mismo error que en otros tiempos lo habría llevado a burlarse de quienes lo cometieran. Había empezado a dar por sentado que todo lo que fuese importante, moderno o emocionante solo podía ocurrir dentro de los confines de Elendel. Esa era precisamente la clase de actitud que tanto lo había irritado cuando vivía en los Áridos.
El tren soltó un puñado de pasajeros y recogió a unos cuantos menos, lo cual sorprendió a Wax, habida cuenta de lo atestado que estaba el andén. ¿Estarían esperando otro tren? Se inclinó de costado para ver mejor por la ventanilla. No... la gente se agolpaba, escuchando a alguien cuyos gritos no llegaban hasta los oídos de Wax. Mientras se esforzaba por leer la pancarta que sostenía en alto una de aquellas personas, alguien lanzó un huevo que fue a estrellarse justo al lado de su ventana.
Se apartó del cristal. El tren reanudó la marcha, tras aguardar tan solo una fracción del tiempo que solía dedicar a cada parada. Más huevos volaron hacia él mientras salía de la estación. Wax por fin pudo ver la pancarta con claridad.
¡ABAJO LA OPRESIÓN DE ELENDEL!
¿Opresión? Wax arrugó el entrecejo. Volvió a inclinarse con la inercia del tren cuando este describió una curva, lo que le permitía fijarse mejor en el gentío que se arracimaba en el andén. Unos cuantos manifestantes saltaron a las vías, esgrimiendo los puños en alto.
—¿Steris? —preguntó mientras guardaba la caja de Ranette—. ¿Sabes algo de la situación de las ciudades de las afueras?
No obtuvo respuesta. Lanzó una mirada de reojo a su prometida, sentada frente a él en el compartimento, arrebujada con los hombros envueltos en una manta. No daba muestras de haberse fijado ni en la parada ni en la lluvia de huevos; estaba tan absorta en su libro que, si alguien hubiera decidido cerrarlo ahora de golpe, le habría atrapado la nariz entre sus páginas.
Landre, la doncella, se había ido a preparar la cama de su señora, y Wayne estaría haciendo quién sabía qué. De modo que los dos estaban a solas en la habitación.
—¿Steris?
Nada. Wax ladeó la cabeza, esforzándose por leer el lomo del libro y averiguar qué era lo que tanto la fascinaba, pero Steris había protegido el volumen con una cubierta de tela. Se deslizó ligeramente a un costado y vio que tenía los ojos abiertos de par en par mientras leía. Pasó de golpe la página que acababa de terminar.
Wax frunció el ceño de nuevo, se levantó y se cernió sobre ella para asomarse a las hojas. Al verlo, Steris dio un respingo y cerró el libro con un estampido.
—¡Oh! —exclamó—. ¿Me has dicho algo?
—¿Qué lees?
—La historia de Nueva Seran —respondió Steris, guardándose el libro debajo del brazo.
—Parecías atónita.
—Bueno, es que no sé si lo sabes, pero el nombre de Seran tiene una historia perturbadora. ¿Qué querías preguntarme?
Wax regresó a su asiento.
—Había una manifestación en el andén. Protestaban contra Elendel.
—Ah, hmm, sí. Veamos. Ciudades exteriores... situación política. —Pareció necesitar un momento para centrarse. ¿Qué habría leído en ese libro de historia para mostrarse tan desconcertada?—. En fin, no me sorprende. Es evidente que no están nada contentos.
—¿Te refieres al tema de los impuestos? ¿Tan molestos están por eso? —Miró por la ventana, pero la multitud ya se había perdido de vista en la lejanía—. Los tributos que pagan son mínimos, lo justo para mantener las infraestructuras y el gobierno.
—Bueno, lo que alegan ellos es que no necesitan nuestro gobierno, puesto que cuentan con sus propias administraciones municipales. Waxillium, la opinión generalizada en la cuenca es que Elendel se comporta como si nuestro gobernador fuese una especie de emperador... algo que supuestamente había tocado a su fin cuando el lord Nacido de la Bruma claudicó tras un siglo ostentando la autoridad.
—Pero nuestros impuestos no son para el gobernador Aradel —dijo Wax—, sino para pagar a los alguaciles que patrullan los muelles y costear el mantenimiento de los tendidos ferroviarios.
—Eso es correcto, en teoría. Sin embargo, a todos los productos que entran en Elendel por esas mismas vías y rutas fluviales se les impone un gravamen. ¿Te has fijado en que apenas hay ferrocarriles que unan directamente una ciudad con otra aparte de Elendel? Aparte de la estación de transbordo de Doriel, quien desee viajar de una ciudad exterior a otra tiene que pasar por Elendel. ¿Que quieres transportar algo de Elmsdel a Rashekin? Deberás cruzar Elendel. ¿Que quieres vender metales en Tathingdwel? Deberás cruzar Elendel.
—Se trata de un sistema práctico y centralizado —replicó Wax.
—Que nos permite gravar prácticamente todas las mercancías que transitan a lo largo y ancho de la cuenca —dijo Steris—. Desde el punto de vista de las ciudades exteriores, eso significa que les estamos cobrando los impuestos dos veces. Primero las levas para mantener los tendidos ferroviarios, y después obligándoles a transportarlo todo a través de nosotros. Llevan años reclamando la construcción de rutas que rodeen la cuenca, pero todas sus solicitudes se ven denegadas.
—Vaya —dijo Wax, arrellanándose en el asiento.
—Con los ríos pasa otro tanto —continuó Steris—. No controlamos su ubicación, claro, pero todos fluyen hacia Elendel, por lo que controlamos el tráfico fluvial. Hay carreteras entre las ciudades, pero son escandalosamente ineficientes comparadas con el transporte por agua o en tren, de modo que las tarifas de la capital dictan los precios a lo largo y ancho de la cuenca. Podemos estar seguros de que el precio de cualquier producto que se origine en Elendel será siempre imbatible, y con los incentivos que ofrecemos se garantiza que nada de lo que no produzcamos nosotros mismos pueda beneficiarse de ningún descuento en la ciudad.
Wax asintió con la cabeza, meditabundo. Ya tenía antes alguna noción básica de lo que sucedía, y había oído hablar de las quejas de las ciudades limítrofes. Pero su única fuente de información eran los pasquines de Elendel; escuchar la pormenorizada explicación de Steris hacía que se maravillara ante su propia miopía.
—Debería haber prestado más atención. Creo que tendría que hablar de esto con Aradel.
—Bueno, Elendel tiene motivos para actuar como lo hace. —Steris dejó el libro a un lado y se levantó para bajar una de las maletas. Wax se fijó en que había dejado señalada una página. Alargó el brazo, pero un brusco vaivén provocó que Steris volviera a sentarse de golpe, depositando la maleta encima del libro—. ¿Lord Waxillium?
—Disculpa. Continúa.
—Veamos, el gobernador y el Senado procuran mantener una sola nación unificada en la cuenca, evitando que se fracture en un puñado de ciudades-estado. Utilizan la economía para obligar a las ciudades exteriores a aceptar un gobierno centralizado a cambio de ventajas fiscales. Incluso Aradel, como liberal moderado que es, acepta que la situación actual redunda en beneficio de toda la cuenca en su conjunto. A las casas nobles, por su parte, no les importa tanto la unidad como cosechar los beneficios consustanciales al monopolio comercial actual.
—Deduzco que se aprovechan de estas políticas, por tanto.
—¿Aprovecharse? Prácticamente viven de ellas, lord Waxillium. La industria textil y la metalurgia sufrirían drásticos recortes sin estos aranceles. Tú mismo has votado en dos ocasiones a favor de mantenerlas como están, y una incluso a favor de aumentarlas.
—Que yo... ¿Sí?
—A través de mí —dijo Steris—. Recuerda que me pediste que velara por los intereses de tu casa cuando se celebrase alguna asamblea.
—Cierto, tienes razón —suspiró Wax.
El tren se mecía sobre los raíles, traqueteando rítmicamente a sus pies. Wax se volvió hacia la ventanilla, pero no estaban cruzando ninguna ciudad en esos momentos, y la oscuridad comenzaba a apoderarse de todo. No había niebla esa noche.
—¿Ocurre algo, lord Waxillium? —preguntó Steris—. Cada vez que hablamos de política o de finanzas domésticas te vuelves distante.
—Eso es porque a veces soy como un niño, Steris. Por favor, continúa con la instrucción. Debo aprender estas cosas. No permitas que te desanime mi ineptitud.
Steris se inclinó hacia delante y le apoyó una mano en el brazo.
—Los últimos seis meses han sido muy complicados. Es comprensible que tu interés por la política sufra altibajos.
Wax siguió mirando por la ventana. Había perdido el norte tras la primera muerte de Lessie. Decidido a no volver a reaccionar del mismo modo, había volcado toda su atención en colaborar con los alguaciles. Cualquier cosa con tal de mantenerse ocupado y no recaer en la misma apatía melancólica que se había apoderado de él al perderla.
—Nada excusa mi estupidez. Y quizás haya algo más, Steris. Nunca he tenido cabeza para la política, ni siquiera cuando me esforzaba por cumplir con mi deber. Es muy posible que mis aptitudes no estén a la altura.
—En los meses que llevamos juntos he aprendido a reconocer tu feroz intelecto. Los rompecabezas que te he visto resolver, las respuestas que te he visto desentrañar... Eres una persona asombrosa. Más que capaz de gobernar tu casa, eso sin duda. Con el debido permiso, me parece que el problema no está en lo que te preocupa, sino en todo lo que te ocupa.
Wax la miró con una sonrisa.
—Steris, eres un encanto. ¿Cómo podría aburrirse nunca nadie a tu lado?
—Es que soy muy aburrida.
—Bobadas.
—¿Y cuando te pedí que me ayudaras a repasar la lista de preparativos para el viaje?
Una «lista» de veinte páginas.
—Sigue costándome creer que consiguieras meter todo aquello en las maletas.
—Todo... —Steris pestañeó varias veces seguidas—. Lord Waxillium, no me he traído «todo aquello».
—Pero si estaba en la lista.
—Para pensar en todo lo que nos podría hacer falta. Cuando algo sale mal, me siento mejor si ya había contemplado la posibilidad de que sucediera. Al menos así, si nos encontramos con algo que se nos haya olvidado, me consolaré pensando que sabía que podríamos necesitarlo.
—Pero, si no has traído todo lo que había en la lista, ¿qué hay en esas cajas? Vi a Herve acarreando unas cuantas para subirlas al tren.
—Oh —dijo Steris mientras abría la maleta que había bajado antes—. Bueno, nuestras finanzas domésticas, por supuesto.
Y, efectivamente, dentro había una montaña de libros de contabilidad.
—Este viaje ha sido algo espontáneo —continuó explicándole Steris—, y debo preparar un informe de contabilidad para presentárselo a los bancos el mes que viene. La Casa Ladrian se ha recuperado casi por completo de los gastos de tu tío, pero es preciso que llevemos las cuentas al día si queremos convencer a los prestamistas de que somos solventes. De lo contrario, nadie querrá trabajar con nosotros.
—Tenemos contables, Steris.
—Sí, y este es su trabajo. Pero necesito corroborarlo. No se pueden presentar los resultados de otra persona sin haberse cerciorado antes de que todo esté en regla. Además, el balance de este trimestre arroja una discrepancia de tres recortes.
—¿Tres recortes? ¿A cuánto asciende el total?
—Cinco millones.
—Una discrepancia de tres centésimas partes de arquilla —calculó Wax— tras contabilizar cinco millones. No está mal, diría yo.
—Bueno, entra dentro de los límites fijados por los bancos, pero sigue siendo una chapuza. Estos informes son nuestra tarjeta de presentación ante el mundo, lord Waxillium. Si quieres que la gente cambie de opinión acerca de la Casa Ladrian y sus indulgencias, estarás de acuerdo con que tenemos la responsabilidad de... Lo estás haciendo otra vez.
Wax enderezó la espalda, sobresaltado.
—Perdona.
—La misma mirada ausente de antes —observó Steris—. ¿No eres tú el que siempre está hablando de que todos los ciudadanos tenemos la obligación de respetar la ley?
—Son dos cosas completamente distintas.
—Pero tu responsabilidad se detiene en tu casa...
—Es el motivo de que esté en este tren, Steris —la interrumpió Wax—. Es lo que me empujó a regresar a Elendel. Reconozco esa responsabilidad. Y la asumo.
—Solo que no te hace gracia.
—Que a uno le guste su deber o no es irrelevante. Lo que cuenta es que cumpla con él.
Steris entrelazó las manos en su regazo, estudiándolo.
—Mira, deja que te enseñe una cosa. —Se puso de pie y bajó otra de las maletas apiladas en el portaequipajes que había sobre su asiento.
Wax aprovechó que estaba distraída para sacar de su escondite el libro que había estado leyendo. Buscó directamente la página señalada, deseoso de descubrir qué era lo que tanto la fascinaba de Nueva Seran.
Le sorprendió ver que la hoja en cuestión no contenía ninguna descripción histórica, sino bocetos de anatomía... ¿acompañados de prolijas descripciones sobre el sistema reproductor humano?
En el compartimento se había hecho el silencio. Wax miró de reojo para descubrir a Steris observándolo fijamente, horrorizada. Roja como una amapola, se dejó caer en el asiento, se tapó la cara con las manos y emitió un estruendoso lamento.
—Esto... —balbució Wax—. Supongo que... hmm...
—Me parece que estoy a punto de vomitar.
—No era mi intención pecar de indiscreto, Steris. Pero te comportabas de una forma tan extraña, y parecías tan fascinada por lo que ponía en el libro...
Otro lamento.
Wax se rebulló incómodo, zarandeado por los vaivenes del tren, intentando encontrar las palabras adecuadas.
—Así que... no tienes ninguna... experiencia en estos menesteres, deduzco.
—No dejo de preguntar por los detalles. —Arrumbada en su asiento, Steris apoyó la cabeza en el respaldo y clavó la mirada en el techo—. Pero nadie quiere contarme nada. «Ya lo averiguarás por ti misma», me dicen con una sonrisita, guiñándome el ojo. «El cuerpo sabe lo que tiene que hacer.» Pero ¿y si resulta que el mío no sabe nada? ¿Y si lo hago... mal?
—Podrías haberlo consultado conmigo.
—Me habría muerto de vergüenza —dijo Steris, cerrando los ojos—. Además, conozco lo más básico, no soy idiota. Pero necesito darte un heredero. Es crucial. ¿Cómo se supone que voy a hacerlo correctamente sin información? Me he entrevistado con algunas prostitutas para interrogarlas al respecto...
—Espera. ¿En serio?
—Sí. Un trío de jovencitas encantadoras. Nos reunimos para tomar el té, pero se cerraron en banda en cuanto averiguaron quién era... Incluso llegaron a ponerse a la defensiva y se negaron a proporcionarme ningún detalle. Me da la impresión de que les parecí muy graciosa. ¿Qué tiene de gracioso ser una solterona? ¿Te das cuenta de que ya casi he cumplido los treinta?
—Tienes un pie en la tumba, está claro —bromeó Wax.
—Qué fácil es hacer chistes cuando eres un hombre —le espetó Steris—. Tú no tienes ninguna fecha límite para aportar algo de provecho a nuestra relación.
—Tu valía no se mide exclusivamente por tu capacidad para tener hijos, Steris.
—Cierto. También está mi dinero.
—Y lo único que aporto yo a nuestra relación es mi título —dijo Wax—. Se puede enfocar desde los dos ángulos, ya lo ves.
Steris se sentó, respirando entre los dientes durante unos instantes. Entreabrió un ojo, al cabo.
—También sabes disparar.
—Lo que toda dama necesita de un hombre.
—Asesinar es una tradición de lo más asentada. Se remonta a tiempos inmemoriales.
Wax esbozó una sonrisa.
—En realidad, si nos ponemos estrictamente tradicionales y pensamos en la Pareja Imperial, era la mujer la que se encargaba de los asesinatos.
—En cualquier caso, me disculpo por mi salida de tono. Ha estado fuera de lugar. Prometo ser más estricta conmigo misma cuando nuestra unión se haya consolidado.
—No seas tonta —dijo Wax—. Me gusta verte así a veces.
—¿Te gusta que las damas pierdan los papeles?
—Me gusta que me enseñes cosas nuevas de ti. Está bien recordar que las personas tenemos numerosas facetas.
—Bueno —replicó Steris, cogiendo el libro—, proseguiré con la investigación en otro momento. Nuestra boda se ha retrasado, después de todo.
«Este iba a ser el momento —comprendió Wax—. Nuestra noche de bodas.» Lo sabía ya, por supuesto, pero pensar en ello le hacía sentir... ¿qué? ¿Aliviado? ¿Triste? ¿O ambas cosas?
—Por si te tranquiliza saberlo —dijo Wax mientras Steris guardaba el libro en la maleta—, no hará falta que nos... relacionemos con excesiva frecuencia ni nada por el estilo, sobre todo cuando haya un niño ya de por medio. Calculo que tu intervención no será necesaria más que una docena de veces o así.
Fue como si Steris comenzara a marchitarse mientras él hablaba, agachando la cabeza y encorvando los hombros. Rehuía aún su mirada, escarbando en la maleta, pero Wax se percató de inmediato.
Maldición. Había dicho una estupidez, ¿verdad? Si Lessie estuviera aquí, le pegaría un pisotón por idiota. Carraspeó, sintiéndose como un miserable.
—Eso ha sido una descortesía por mi parte, Steris. Perdona.
—Nadie debería tener que disculparse por decir la verdad, lord Waxillium. —Enderezó la espalda y lo miró de frente, recuperada la compostura de nuevo—. Estas eran las condiciones de nuestro acuerdo, como sé perfectamente. No en vano, la que redactó el contrato fui yo.
Wax cruzó el compartimento y se sentó junto a ella, apoyando una mano en la suya.
—No me gusta que hables así. Ni quiero yo hablar así tampoco. Se ha convertido en una costumbre fingir que nuestra relación solo se sustenta sobre los títulos y el dinero. Pero, Steris, cuando falleció Lessie... —Se le truncó la voz, y hubo de respirar hondo antes de continuar—. Todo el mundo quería hablar conmigo. Hablaban y hablaban sin cesar, asegurándome que sabían cómo me sentía. Pero tú te limitaste a dejarme llorar. Lo que necesitaba más que nada en el mundo. Gracias.
Steris lo miró a los ojos y le dio un apretón en la mano.
—Lo que somos juntos —prosiguió Wax— y lo que hagamos con nuestro futuro no va a dictarlo ninguna hoja de papel. —O ninguna montaña de ellas, más bien—. El contrato no tiene por qué imponernos ninguna limitación.
—Disculpa, pero creía que esa precisamente era la función del contrato. Definir y fijar nuestros límites.
—Y la función de la vida es empujar contra ellos —replicó Wax—, romperlos y dejarlos atrás.
—Curioso punto de vista —dijo Steris, ladeando la cabeza—, viniendo de un vigilante.
—Es menos contradictorio de lo que pueda parecer. —Wax se quedó pensativo un momento, regresó a su lado del compartimento y rebuscó en la caja de Ranette, de la que sacó una de las esferas metálicas envuelta en cordel—. ¿Sabes qué es esto?
—Te vi examinándolo antes.
Wax asintió con la cabeza.
—Es la tercera versión de su mecanismo de garfios, como el que utilizamos para escalar la Torre ZoBell. Fíjate.
Quemó acero y empujó contra la esfera. Esta saltó de sus dedos y voló hasta la barra del portaequipajes, arrastrando tras ella el cordel, que Wax sujetaba en su mano. Cuando la esfera hubo llegado a la balda, Wax empujó contra una de las delicadas líneas azules que se revelaban a sus sentidos alománticos. La línea apuntaba a un pestillo oculto en el interior de la esfera, similar al que liberaba el seguro dentro de Vindicación.
Se desplegó un juego de garfios ocultos en la esfera. Wax tiró del cordel y le complació comprobar que se afianzaba en su sitio, enganchado a la balda del portaequipajes.
«Mucho más práctico que los otros diseños», pensó, impresionado. Empujó contra el pestillo por segunda vez, los garfios se retrajeron con un chasquido y el mecanismo se desenganchó. La bola cayó encima del asiento, junto a Steris, y Wax tiró del cordel para devolverla a su mano.
—Ingenioso —dijo Steris—. ¿Y qué tiene que ver esto con nuestra conversación?
Wax empujó otra vez contra la esfera, pero en esta ocasión no accionó el mecanismo. Sujetando el cordel con firmeza, dejó que se desenrollara durante aproximadamente un metro. La bola se detuvo de repente en el aire, flotando. Wax siguió empujando hacia arriba y en ángulo, sin soltar el cordel, impidiendo que se cayese la esfera.
—Las personas, Steris, somos como este cordel. Nos extendemos serpenteando, zigzagueantes, buscando siempre algo nuevo. Descubrir lo que esté oculto forma parte de la naturaleza humana. Las cosas que podemos hacer, los sitios a los que podemos viajar... son innumerables.
Cambió de postura en su asiento, alterando su centro de gravedad y provocando que la esfera rotase hacia arriba sobre su cabo de sujeción.
—Pero sin límites —continuó— nos enredaríamos. Imagínate un millar de cordeles como este, surcando la habitación de un lado a otro. La ley existe para impedirnos estropear la capacidad de explorar de los demás. Sin ella, no hay libertad. Por eso soy lo que soy.
—¿Y la caza? —preguntó Steris, con genuina curiosidad—. ¿Eso no te interesa?
—Claro que sí —respondió Wax, sonriendo—. Forma parte del descubrimiento, de la búsqueda. Averiguar quién lo hizo. Sacar a la luz los secretos, encontrar las respuestas.
Había otra parte, por supuesto; la parte que Miles le había obligado a aceptar. Los vigilantes descargaban una especie de ira perversa, algo parecido a los celos, sobre quienes quebrantaban la ley. ¿Cómo osaban escapar esas personas? ¿Cómo se atrevían a visitar aquellos lugares a los que nadie más tenía permiso para acceder?
Dejó caer la esfera, y Steris la recogió, observándola con meticuloso detenimiento.
—Hablas de respuestas, secretos y búsquedas. ¿Por qué odias tanto la política?
—Bueno, quizá se deba a que sentarse en una sala atestada de gente para escuchar sus quejas me parece el polo opuesto del descubrimiento.
—¡Qué va! —dijo Steris—. Cada reunión es un nuevo misterio, lord Waxillium. ¿Cuáles son sus motivaciones? ¿Qué mentiras intentan colarte, y qué verdades serás capaz de sacar a la luz? —Le lanzó de vuelta la esfera, cogió su maleta y la dejó encima de la mesita que había en el centro del compartimento—. Con las finanzas domésticas ocurre lo mismo.
—Finanzas domésticas —repitió Wax, impasible.
—En serio. —Steris revolvió en la maleta hasta dar con el cuaderno que buscaba—. Ya lo verás, mira. —Lo abrió de golpe y señaló unas cifras con el dedo.
Wax contempló fijamente la página, primero, y después a ella. «Menuda emoción», pensó. Un libro de cuentas...
—Tres recortes —dijo—. En las tablas hay tres recortes de diferencia. Lo siento, Steris, me parece una cantidad absurda. No entiendo...
—No tiene nada de absurdo. —Steris se deslizó en el asiento hasta pegarse a su lado—. ¿No lo ves? La respuesta está aquí, en alguna parte, en este libro. ¿No te pica la curiosidad? ¿No te intriga saber adónde han ido a parar? —Inclinó la cabeza hacia él, agitada.
—Bueno, supongo que podrías enseñarme a buscar. —La mera idea le provocaba escalofríos, pero se la veía tan contenta...
—Toma. —Steris le pasó el volumen y cogió otro—. Fíjate en los bienes percibidos. ¡Compara las fechas y los pagos con el libro de cuentas! Yo voy a estudiar las cifras de mantenimiento.
Wax lanzó una mirada de reojo a la puerta del compartimento, medio esperando que Wayne estuviera en el pasillo, desternillándose de risa en silencio ante el éxito de lo que solo podía ser una broma planeada por él. Pero no vio ni rastro de Wayne. Esto no era ninguna broma. Steris agarró un puñado de cuadernos y se enfrascó en ellos con la voracidad de quien ataca un buen filete tras varios días de ayuno.
Con un suspiro, Wax se arrellanó en el asiento y empezó a contrastar cifras.