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capitulo-13

Debo aceptar sus reglas —pensó Wax mientras cruzaba la sala en dirección al informador—. Son distintas, diga lo que diga Steris, pero yo sé cuáles son.»

Había decidido quedarse en la cuenca y hacer lo que pudiera allí. Había visto los peligros que asolaban las calles de Elendel y se había esforzado por desterrarlos. Pero esos eran simples rasguños; era como parchear una herida mientras la gangrena se cebaba con el resto del brazo.

Perseguir a los esbirros del Grupo... probablemente eso era lo que querían que hiciese. Tendría que apuntar más alto si de veras quería proteger a la gente. Lo cual conllevaba no perder la calma, bailar al son que tocase en cada momento y poner buena cara. Todo lo que sus padres, e incluso su tío, habían intentado inculcarle.

Detuvo sus pasos junto al hueco de la pared que ocupaba el informador, Devlin. El hombre estaba observando la pecera cercana, situada bajo una reproducción de Tindwyl, Madre de Terris, encaramada a las murallas durante el último asalto de las hordas de la oscuridad. Unos pulpos diminutos surcaban el agua detrás del cristal.

Después de un momento de espera, el informador asintió con la cabeza en su dirección. Wax se acercó y apoyó el brazo en la pecera junto a Devlin, un hombre de corta estatura, pero apuesto, con el labio superior y el mentón recubiertos de pelusilla.

—Esperaba que fuera más arrogante —dijo el informador.

—¿Qué le hace pensar lo contrario?

—Se ha quedado esperando.

—La arrogancia no está reñida con los buenos modales.

Devlin esbozó una sonrisa.

—Supongo que no le falta razón, lord Waxillium. —Uno de los pulpos usó los tentáculos para apresar un pez que pasaba por su lado y se dejó caer de la pared a la que estaba agarrado, sosteniendo con firmeza a su víctima mientras la atraía hacia el pico—. Dejan de alimentarlos aproximadamente una semana antes de cualquier fiesta. Les gusta que den espectáculo —explicó Devlin.

—Me parece una brutalidad —dijo Wax.

—A lady Kelesina le gusta imaginarse que ella es la depredadora y nosotros, el pescado, invitados a nadar en sus aguas y tal vez acabar devorados. —La sonrisa de Devlin se ensanchó—. No se da cuenta, por supuesto, de que también ella está encerrada en la misma pecera.

—¿Sabe usted algo de dicha pecera?

—¡Es la misma en la que nadamos todos, lord Waxillium! Esta cuenca que Armonía creó para nosotros. Tan perfecta, tan... exuberante. Nadie escapa de ella.

—Yo lo hice.

—Y consiguió llegar a los Áridos —repuso Devlin, desdeñoso—. Pero ¿qué hay al otro lado, Waxillium? ¿Más allá del desierto? ¿De los mares? A nadie le importa.

—No es la primera vez que alguien se lo pregunta.

—¿Y alguna vez ha puesto alguien dinero para encontrar la respuesta?

Wax negó con la cabeza.

—Todos podemos hacernos preguntas —dijo Devlin—, pero donde no hay dinero, tampoco hay respuestas.

Wax se descubrió riéndose por lo bajo, a lo que Devlin respondió con un modesto ademán. Había desarrollado un método sutil para explicar que necesitaba cobrar antes de proporcionar información alguna. Curiosamente, pese a la inmediata (y algo grosera) exigencia, Wax se sentía más cómodo en su compañía que junto a lord Gave.

Metió la mano en el bolsillo y sacó la extraña moneda.

—Dinero —dijo—. Me interesa el dinero.

Devlin la cogió y enarcó una ceja.

—Si alguien supiera decirme en qué gastar esto —continuó Wax—, me enriquecería. Todos lo haríamos, en realidad.

Devlin le dio vueltas entre los dedos.

—Aunque no había visto nunca la imagen exacta que sale en esta moneda, me consta que varias como ella cambian de manos con regularidad en las subastas de antigüedades del mercado negro. Me desconcierta bastante el porqué. No hay razón para guardarlas en secreto, puesto que no sería ilegal venderlas a la vista de todos.

La lanzó por los aires para devolvérsela a Wax, que la capturó al vuelo, sorprendido.

—No se imaginaba que fuese a contestarle con tanta franqueza —observó Devlin—. ¿Por qué será que la gente a menudo hace preguntas para las que no espera obtener respuesta?

—¿Sabe algo más?

—Gave empezó a comprar unas cuantas, inmediatamente después dejó de hacerlo, y las piezas que adquirió ya no están expuestas en su hogar.

Wax asintió en silencio, pensativo, y hurgó en uno de sus bolsillos para darle algo de dinero al informador.

—Aquí no —lo detuvo Devlin, poniendo los ojos en blanco—. Cien. Hable con su banco y dígales que transfieran esa suma a mi cuenta.

—¿Va a fiarse de mí?

—Lord Waxillium, saber en quién confiar forma parte de mi trabajo.

—Así lo haré, entonces. Siempre y cuando tenga algo más que ofrecerme.

—Sea lo que sea que se está encubriendo —dijo Devlin, contemplando la pecera de nuevo—, más de una cuarta parte de la nobleza de la ciudad está metida en el ajo. Al principio me sentía intrigado; ahora, aterrado. Está relacionado con un gigantesco proyecto de construcción al noreste de aquí.

—¿En qué consiste ese proyecto? —preguntó Wax.

—No tengo forma de averiguarlo. Algunos granjeros lo han visto. Había alomantes involucrados, según su testimonio. La noticia murió antes de llegar aquí. Aniquilada. Arrasada hasta los cimientos. Todo se ha vuelto muy raro en Nueva Seran de un tiempo a esta parte. Primero aparece un asesino de los Áridos que se dedica a asaltar los hogares de nacidos del metal adinerados, después usted acude a una fiesta...

—Ese proyecto del noreste... —dijo Wax—. ¿Alomantes?

—No sé nada más al respecto. —Devlin dio unos golpecitos en la pecera, intentando que uno de los pequeños pulpos se asustara.

—¿Qué hay de la explosión de hace unas semanas? ¿La que se produjo en la ciudad?

—Obra del antedicho asesino de los Áridos, se rumorea.

—¿Se cree usted esos rumores?

—Ningún nacido del metal perdió la vida en la explosión —respondió Devlin.

«Ninguno que usted sepa», pensó Wax. ¿Dónde encajaba la hemalurgia en todo eso?

Devlin se irguió e inclinó la cabeza en dirección a Wax, tendiéndole la mano como si quisiera despedirse.

—¿Eso es todo?

—Sí.

—Poco, para lo que cuesta —dijo Wax mientras le estrechaba la mano.

Devlin se acercó un poco más y le susurró al oído:

—Permita que le ofrezca algo más: se ha metido en algo más peligroso de lo que sospecha. Lárguese de aquí. Es lo que pienso hacer yo.

—No puedo —replicó Wax mientras Devlin se retiraba.

—Lo conozco, vigilante. Y puedo asegurarle que no hace falta que se preocupe por el grupo al que está persiguiendo. Pasarán décadas, siglos quizá, antes de que se conviertan en un verdadero peligro. Ignora usted la mayor amenaza de todas.

—¿Que es...?

—El resto de las personas que hay en esta sala —respondió Devlin—, las que no están envueltas en su pequeña conspiración... a las que solo les importa el trato que están recibiendo sus ciudades.

—Disculpe —dijo Wax—, pero no me parece que este problema sea comparable.

—Entonces es que no está prestando atención. Personalmente, siento curiosidad por ver cuántas vidas se cobra la primera guerra civil de la cuenca. Que pase usted un buen día, lord Ladrian.

Devlin se alejó, chasqueando los dedos al cruzarse con un corrillo de invitados. Uno de ellos se separó del resto para seguirlo.

Wax se descubrió reprimiendo un gruñido gutural. Primero aquella mujer durante los bailes y ahora este sujeto. Se sentía como si estuviera dando tumbos, sacudido por el tirón de unos hilos que manejaba alguien desconocido. ¿Qué había logrado, además? ¿Confirmar que se estaban vendiendo los artefactos? ¿Que alguien más había encontrado el lugar que figuraba en los evanotipos de ReLuur?

«Un proyecto de construcción —pensó—. Alomantes.»

Guerra civil.

Con un escalofrío, Wax volvió a internarse en la multitud. Tras dar un rodeo para sortear a un grupo de personas, descubrió que Steris ya no estaba en su mesa; aunque se había terminado la copa de gaseosa edulcorada antes de irse. Se giró y volvió a deambular entre los demás invitados, buscándola.

Así, por casualidad, acabó topándose de bruces con una mujer escultural que llevaba el cabello recogido en un moño y un anillo en cada dedo.

—Por fin, lord Waxillium —dijo Kelesina, indicando por señas a sus acompañantes que se retiraran y la dejasen a solas con Wax—. Estaba esperando que se me presentara la oportunidad de hablar con usted.

Le sobrevino un fulgurante ataque de pánico... que Wax se apresuró a abatir de un tiro en la cabeza para luego enterrar su cadáver en el fondo de un lago. No pensaba dejarse intimidar por ningún lacayo de Elegante, por mucho dinero e influencia que poseyera.

—Lady Shores —dijo, tomando la mano de la mujer y estrechándosela en vez de besarla. Quizá no estuviera en los Áridos, pero eso no significaba que tuviera la menor intención de perder de vista a su contrincante.

—Espero que se lo esté pasando bien en la fiesta. La atracción principal comenzará dentro de media hora; quizá le resulte de interés. Hemos invitado al alcalde de Bilming en persona para que pronuncie unas palabras. Me aseguraré de conseguirle una transcripción para que se la enseñe al rústico de su gobernador, así no hará falta que memorice usted los detalles.

—Muy gentil por su parte.

—Me...

Herrumbres, qué harto estaba de dejar que fueran los demás quienes llevasen la voz cantante esta noche.

—¿Ha visto a lord Gave? —la interrumpió Wax—. Lo insulté sin proponérmelo hace un rato. Me gustaría pedirle disculpas.

—¿Gave? —dijo Kelesina—. No se preocupe por él, Waxillium. No merece la pena.

—Aun así. ¡Me siento como si me hubiera calzado unos zapatos de cemento y estuviera intentando bailar! A cada paso que doy, le machaco los dedos a alguien. Herrumbres, no me imaginaba que los habitantes de este lugar fuesen tan tiquismiquis como los de Elendel.

La mujer sonrió. Las palabras de Wax parecían haberla tranquilizado, como si estuviera obteniendo de él exactamente lo que esperaba.

«Aprovéchalo», se dijo Wax. Pero ¿cómo? Esta mujer tenía décadas de experiencia desenvolviéndose en círculos sociales. Steris podía opinar lo que quisiera de sus virtudes, pero lo cierto era que se había pasado años practicando el tiro al blanco en vez de frecuentando este tipo de actos. ¿Cómo iba a ser rival para estas personas en su terreno?

—Me apena ver que no se ha traído a su socio —dijo Kelesina.

—¿Wayne? —preguntó Wax con genuina incredulidad.

—Sí. Tengo amigos en Elendel que me hablan de él en sus cartas. ¡Me parece tan pintoresco!

—Por decirlo de alguna manera —murmuró Wax—. Con el debido respeto, lady Kelesina, antes traería mi caballo a una fiesta. Tiene mejores modales.

La mujer se rio.

—Es usted encantador, lord Waxillium.

Esta señora era culpable sin remisión, y Wax lo sabía. Podía notarlo. Decidió dejarse guiar por el instinto. Se sacó la moneda del bolsillo y la sostuvo en alto ante él.

—Quizá me pueda resolver una duda que tengo —dijo, y se dio cuenta de que había empezado a imprimir un sutil acento de los Áridos a su entonación. «Gracias por eso, Wayne»—. Me la han dado fuera, creo que por equivocación. Les he preguntado al respecto a unos cuantos de los invitados, y algunos se pusieron tan pálidos que temí que les hubieran pegado un balazo.

Kelesina se había quedado petrificada.

—Personalmente —continuó Wax, haciendo girar a la moneda entre sus dedos—, sospecho que debe de tener algo que ver con esos rumores sobre lo que está sucediendo en el noreste. Algo acerca de unas excavaciones tremendas, ¿no es cierto? En fin, me imagino que será algo de eso. Una reliquia del pasado. De lo más interesante, ¿verdad?

—No se fíe usted de los rumores, lord Waxillium. Cuando comenzaron a circular todas esas habladurías, la gente se puso a acuñar monedas como esa en la ciudad para vendérselas a los incautos.

—¿En serio? —se extrañó Wax, esforzándose por sonar desilusionado—. Qué lástima. La historia me parecía de lo más fascinante. —Volvió a guardarse la moneda en el bolsillo mientras la orquesta iniciaba otro tema—. ¿Me concede este baile?

—Lo cierto es que ya me había comprometido con otra persona. ¿Lo veré más tarde, lord Waxillium?

—Desde luego que sí, por supuesto —respondió Wax, inclinando la cabeza en su dirección mientras lady Kelesina se retiraba. Regresó a su mesa para observar cómo la mujer atravesaba vigorosamente el gentío, con expresión atemorizada.

—¿Era esa lady Kelesina? —preguntó Steris al reunirse con él, sosteniendo otra copa de la dulce bebida amarilla.

—En efecto.

—No había previsto hablar con ella hasta después del discurso —resopló Steris—. Me has puesto el programa entero patas arriba.

—Lo siento.

—Habrá que conformarse. ¿Qué le has sonsacado?

—Nada —dijo Wax, sin perder de vista a lady Kelesina, que acababa de reunirse con un grupo de hombres trajeados. Pese a la serenidad de sus facciones, lo sincopado de sus ademanes... sí, era indudable que estaba alterada—. Le he contado lo que había descubierto.

—¿¡Que has hecho qué!?

—Le he confesado que estaba siguiéndoles la pista —prosiguió Wax—, aunque procuré hacerme el tonto. No sé si se habrá tragado esa parte. A Wayne se le da mucho mejor que a mí. Tiene un don especial, ¿sabes?

—¿Lo has estropeado todo, entonces?

—Es posible. Por otra parte, si esto fuesen los Áridos y yo estuviera enfrentándome a un sospechoso, sin pruebas concluyentes que lo incriminaran, es lo que haría. Dejaría caer que ando tras su pista y observaría cuál es el siguiente paso que dan.

Lady Kelesina abandonó el salón caminando a zancadas, dejando que uno de los hombres se disculpara por ella. Wax prácticamente podía escuchar la conversación. «La señora tiene asuntos urgentes que atender en estos momentos. Regresará enseguida.»

Steris siguió la dirección de su mirada.

—Diez billetes a que ha ido a ponerse en contacto con Elegante —dijo Wax—, para avisarle de que los tengo en el punto de mira.

—Ah —murmuró Steris.

Wax asintió con la cabeza.

—Supuse que no sería capaz de tirarle de la lengua por mucho que lo intentara, pero no está acostumbrada a que la persiga la justicia. Cometerá algún error tonto, deslices en los que no incurriría ni el salteador de caminos más novato del mundo.

—Habrá que apañárselas para seguirla, en tal caso.

—Esa sería la segunda parte del plan, sí. —Wax tamborileó con los dedos encima de la mesa—. Tendré que empezar una pelea y conseguir que me echen.

—¡Lord Waxillium! —exclamó Steris, que empezó a rebuscar en su bolso.

—Lo siento, pero me cuesta imaginarme otra solución. —Como plan, sin embargo, era endeble. Su expulsión seguramente alertaría a Kelesina—. Necesitamos una distracción, una excusa para ausentarnos. Algo creíble, pero no demasiado desconcertante... ¿Qué es eso?

Steris había sacado un frasquito del bolso.

—Jarabe de ipecacuana y raíz salobreña, un emético para provocar el vómito.

Wax parpadeó varias veces seguidas, estupefacto.

—Pero ¿por qué...?

—Daba por sentado que alguien intentaría envenenarnos —le explicó Steris—. Por pequeña que fuese la posibilidad, merece la pena estar preparados. —Una risita incómoda brotó de sus labios.

Y, a continuación, se tomó el vial entero de golpe.

Wax quiso detenerla, pero reaccionó demasiado tarde. Horrorizado, la vio tapar de nuevo el frasquito vacío y guardarlo en el bolso.

—Deberías apartarte del «radio de acción», por decirlo finamente.

—Pero... ¡Steris! Te acabarás humillando tú sola.

La muchacha cerró los ojos.

—Querido lord Waxillium. Antes has mencionado el poder inherente a que a uno no le importe lo que los demás piensen de él. ¿Te acuerdas?

—Sí.

—Bueno, verás —concluyó Steris, abriendo los ojos mientras una sonrisa afloraba a sus labios—. Estoy practicando esa habilidad.

Dicho lo cual, procedió a vomitar violentamente hasta dejar toda la mesa cubierta.

 

 

La excavación seguía su curso, de modo que Marasi se dedicó a matar el tiempo leyendo las inscripciones de las lápidas. Wayne, por su parte, se había acomodado encima de una tumba con la espalda apoyada en la piedra, como si fuese la cosa más natural del mundo. Cuando la joven se acercó para comprobar cómo iba la faena, lo encontró rebuscando en uno de sus bolsillos. Instantes después, Wayne sacó un sándwich y empezó a zampárselo. Al ver a Marasi contemplándolo fijamente, lo extendió en su dirección, agitándolo en el aire para invitarla a pegarle un bocado.

Mareada, la muchacha le dio la espalda y continuó buscando inscripciones. Esta era, a todas luces, la sección más pobre del cementerio; las tumbas estaban muy cerca unas de otras, y las lápidas eran sencillas y de pequeño tamaño. La niebla serpenteaba entre ellas, arremolinándose a su alrededor cuando se arrodilló junto a una de las piedras, barrió el musgo con la mano y leyó el epitafio de la niña que allí yacía enterrada. Eliza Marin. 308-310. Asciende y sé libre.

El incesante golpeteo de la pala del sepulturero la acompañó mientras deambulaba entre las tumbas. No tardó en alejarse demasiado de la claridad de la lámpara como para distinguir las inscripciones. Dio media vuelta, suspirando... y descubrió que había alguien de pie cerca de ella, medio oculto por las brumas.

Despegó casi literalmente los pies del suelo, tal fue el respingo que dio, pero el movimiento de los jirones de niebla (más el porte de la figura, demasiado rígido) enseguida le revelaron que solo era una estatua. Marasi se acercó a ella con el ceño fruncido. ¿Quién habría pagado por algo así para adornar la sección de los indigentes en el cementerio? La escultura, antigua, se veía escorada tras haberse hundido aproximadamente un palmo en el suelo con los movimientos del terreno. También era una obra de arte, una figura extraordinaria cincelada en majestuoso mármol negro que se erguía hasta los dos metros y medio de altura, resplandeciente con el vaporoso manto de bruma que la envolvía.

Al rodearla, a la muchacha no le sorprendió descubrir una representación femenina de cabellos cortos y delicado rostro acorazonado. Se hallaba ante la Guerrero de la Ascensión, instalada entre las tumbas de los olvidados y los desfavorecidos. Al contrario que la estatua de Kelsier, que se cernía sobre quienes pasaban por debajo de su mirada, esta parecía estar a punto de emprender el vuelo, con una pierna levantada y los ojos vueltos hacia el firmamento.

—Durante años —musitó Marasi— quise ser como tú. Todas las niñas sueñan con lo mismo, supongo. ¿Quién no lo haría tras escuchar las historias? —Había llegado incluso a apuntarse al club de tiro para señoritas porque pensó que, ya que no podía empujar el metal, disparar con un arma de fuego era lo más parecido a lo que podía aspirar—. ¿Te sentirías insegura alguna vez? ¿O sabías siempre cómo actuar? ¿No te asaltaban nunca los celos? ¿El miedo? ¿La ira?

Si Vin alguna vez había sido una persona corriente, las leyendas y las canciones habían olvidado esa parte. La proclamaban Guerrero de la Ascensión, la mujer que había acabado con el lord Legislador. Nacida del metal y mito que había sostenido el mundo entero en sus brazos mientras Armonía se preparaba para la divinidad. Capaz de matar con una sola mirada, de desentrañar secretos inalcanzables para los demás y de repeler ejércitos de koloss enfurecidos sin ayuda de nadie.

Extraordinaria en todos los sentidos. Para bien, probablemente, o de lo contrario el mundo no habría sobrevivido a la Guerra de Ceniza. Pero, herrumbres... a las demás les había legado una reputación de mil demonios a cuya altura jamás podrían llegar.

Le dio la espalda a la estatua y encaminó sus pasos por el terreno esponjoso en dirección a Wayne y Dechamp. Al llegar a su altura, el enterrador salió de la fosa, dejó la pala clavada en la tierra y le pegó un buen trago a la petaca que había sacado de su mochila.

Marasi se asomó a la tumba. Dechamp se había dado prisa; la montaña de tierra acumulada junto al agujero medía más de un metro de alto.

—¿No va a compartir eso con un camarada? —le preguntó Wayne al sepulturero, poniéndose en pie.

Dechamp negó con la cabeza mientras enroscaba el tapón de la petaca.

—Como le gustaba decir a mi abuelo, no compartas nunca la bebida con quien no la haya compartido contigo.

—¡Pero entonces nadie compartiría la bebida con nadie!

—No —dijo Dechamp—. Lo único que pasa es que a mí me toca doble ración. —Apoyó la mano en la pala, con la mirada fija en la fosa. Sin el cadencioso golpeteo de su trabajo, el silencio había vuelto a adueñarse del cementerio.

Ya debían de estar cerca de los cadáveres. El paso siguiente sería desagradable: rebuscar entre los cuerpos hasta encontrar uno que estuviera descuartizado y comprobar que contuviera alguna púa. La idea le revolvió el estómago a Marasi. Wayne le pegó otro mordisco al sándwich, titubeó y ladeó la cabeza.

De improviso, agarró a la muchacha por debajo del brazo y empujó con fuerza, arrojándola a la sepultura. El impacto la dejó sin aliento.

El primer disparo atronó sobre su cabeza un segundo después.