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capitulo-8

Wax se catapultó fuera del tren y se llevó el frasquito a la boca.

Rodando por los aires sobre sí misma, Steris continuaba cayendo en picado hacia el río a sus pies.

Wax descorchó el vial con los dientes, se giró y sorbió el contenido de la redoma. La mezcla de aceite de hígado de bacalao y copos metálicos le llenó la boca. Tardó un valioso momento en tragar.

Nada.

Nada.

Nada.

Poder.

Con un alarido, Wax consumió el acero y empujó contra los raíles sobre su cabeza. Salió propulsado hacia abajo como una exhalación, chocó con Steris, la agarró y empujó contra la escopeta que giraba descontrolada a sus pies.

El arma golpeó el agua.

Frenaron de inmediato. Debido a la viscosidad del líquido elemento, se podía empujar contra un objeto que estuviera hundiéndose. Un abrir y cerrar de ojos después la escopeta golpeó el fondo del río embravecido. Los dos se quedaron colgando a un par de palmos de la superficie del agua. Una tenue y solitaria línea azul comunicaba a Wax con la escopeta.

Jadeante, respirando con bocanadas cortas y desesperadas, Steris se aferró a él, parpadeó y miró abajo, al río.

—¡Pero qué le pasa a esa escopeta! —exclamó.

—Está diseñada para que la dispare yo —dijo Wax—, tras haber incrementado mi peso para contrarrestar la fuerza del retroceso.

Elevó la mirada hacia el tren, que continuaba alejándose. Ya había terminado de cruzar el río, pero ahora tendría que aminorar para descender por la tortuosa ladera que se extendía al otro lado. Una vez superada la antesala de los altiplanos, proseguiría su camino en dirección a Nueva Seran.

—Sujeta esto. —Le entregó el cinto a Steris y sacó las dos esferas—. ¿En qué estabas pensando? Te dije que te quedaras atrás, en el otro vagón.

—En realidad —replicó la muchacha—, no fue eso lo que me dijiste, sino que mantuviera la cabeza agachada.

—¿Y?

—Y precisamente eso fue lo que hice mientras te buscaba, lord Waxillium. La experiencia me dicta que, en caso de que se produzca algún tiroteo, en ninguna parte estaré más a salvo que a tu lado.

—Contén la respiración —refunfuñó Wax.

—¿Qué? ¿Por qué debería...?

A Steris se le escapó un gritito cuando Wax empujó contra los estribos del puente de acero, zambulléndolos de golpe en el río. El agua helada los envolvió mientras Wax seguía empujando, impulsándose hacia abajo hasta alcanzar la escopeta (fácilmente localizable merced a su línea azul), posada en el légamo del fondo. Con los oídos palpitando a causa de la presión, recogió el arma, la sustituyó por una de las esferas de Ranette y empujó.

Volvieron a salir del río dejando tras de sí una estela de agua. Wax se elevó hasta donde se lo permitía su ancla y le pasó la escopeta a Steris para que la sujetara. A continuación, empujó contra uno de los pilares del puente a sus pies, propulsándose hacia arriba y a un lado. Otro empujón desde la dirección opuesta los elevó de rebote en el sentido inverso, y Wax consiguió maniobrar hasta aterrizar en lo alto del puente.

El ángulo de estos últimos empujones los había apartado de los raíles, por desgracia. Al sobrevolar el puente tuvo que sacar la otra esfera de Ranette y engancharla en una pequeña abertura que había entre dos de los estribos. Afianzó los garfios para que el siguiente empujón desde abajo, combinado con la tensión del cordel que sostenía en la mano, imprimiera un arco a su trayectoria.

Aterrizó en las vías, con Steris empapada en un brazo y el cordel en el otro. Podía imaginarse la sonrisa de Ranette cuando le contara lo bien que había funcionado su invento. Desacopló los garfios y dio un tirón para que el artefacto regresara a su mano, aunque hubo de recoger el cabo de forma manual.

A Steris le castañeteaban los dientes. Wax la observó de reojo mientras terminaba de enrollar el cordel, esperando verla temblorosa y angustiada. En vez de eso, a pesar de estar calada hasta los huesos, la mujer lucía una sonrisa bobalicona en los labios y un destello exultante en la mirada.

Wax no pudo por menos de sonreír a su vez mientras terminaba de recoger la esfera de Ranette y la sujetaba en su cinto antes de volver a enfundar la escopeta.

—Recuerda, Steris, que este tipo de cosas no deberían gustarte. Antes bien, deberían parecerte aburridas. Lo sé de buena tinta porque me lo ha contado una que yo me sé.

—Hasta alguien que esté sordo como una tapia —replicó ella— puede disfrutar de la actuación de un buen coro, aunque no le dejen cantar en él.

—No me lo trago, cariño —dijo Wax—. Ya no. Acabas de encaramarte al techo de un tren en marcha para descerrajarle un tiro a un salteador y rescatar a tu prometido.

—Es de esperar que una mujer demuestre siquiera cierto interés por las aficiones de su señor esposo. Aunque supongo que debería sentirme ofendida, lord Waxillium, puesto que este ya es el segundo remojón que me das en muy poco tiempo.

—¿No habíamos quedado en que el primero no fue culpa mía?

—Sí, pero este ha sido el doble de frío, así que la balanza queda igualada.

Wax sonrió.

—¿Prefieres esperar aquí o te vienes conmigo?

—Hmm... ¿Adónde?

Wax apuntó con la cabeza a su izquierda. A lo lejos, el tren estaba llegando al final del abrupto trazado de la ladera y se disponía a enfilar el último recodo antes de proseguir su camino hacia el sur. Steris abrió mucho los ojos y se sujetó a él con más fuerza.

—Cuando aterricemos —dijo Wax—, mantén la cabeza agachada y ponte a cubierto.

—Entendido.

Wax se llenó los pulmones de aire y los propulsó a gran altura en una poderosa parábola por el firmamento nocturno. Tras sobrevolar el río, se precipitaron como un ave de presa sobre la parte delantera del tren.

Ensayó un delicado empujón contra la locomotora para aminorar su descenso y se posó en el vagón carbonero. En el interior de la cabina, frente a ellos, una de las bandidas apuntaba a la cabeza del maquinista con una pistola. Wax soltó a Steris, giró sobre los talones y cargó la escopeta. Empujó contra los cartuchos vacíos cuando estos saltaron por los aires, proyectándolos a través de la pared del fondo de la cabina hasta impactar de lleno contra la cabeza de la mujer. La salteadora se desplomó sobre los controles de la máquina.

El tren aminoró de súbito, con un violento vaivén que a punto estuvo de provocar que Wax perdiera el equilibrio. Volvió a girarse y agarró a Steris del brazo. A su derecha, el sobresaltado maquinista accionó una palanca para suavizar la desaceleración. Estrechando a Steris contra él, Wax saltó de un pequeño empujón hacia la plataforma posterior de la locomotora, donde aterrizaron junto al conductor y el cadáver de la salteadora.

—¿Qué se proponen? —preguntó, soltando a Steris para arrodillarse y recoger la pistola de la mujer abatida.

—Tienen algún tipo de artilugio —balbuceó el maquinista, nervioso, señalando con el dedo—. Van a instalarlo entre el vagón carbonero y el primer coche de pasajeros. ¡Dispararon contra el fogonero cuando intentó defenderme, los muy malnacidos!

—¿Cuál es la ciudad más próxima?

—¡Pie de Hierro! Ya estamos muy cerca. Solo faltan unos minutos.

—Llévenos hasta allí cuanto antes y dé aviso para que los alguaciles de la localidad y algún cirujano nos estén esperando cuando lleguemos.

El hombre asintió desesperadamente con la cabeza. Wax cerró los ojos y respiró hondo mientras se orientaba.

«El último empujón. Vamos allá.»

 

 

En el centro del tren, Marasi tenía motivos para maldecir a Waxillium Ladrian. Más motivos todavía, mejor dicho. Los añadió a la lista.

Aunque debería estar buscando a Steris, se le escurría el tiempo entre los dedos apaciguando a los desconsolados pasajeros que no paraban de acosarla. Los bandidos, al parecer, habían pasado como una estampida por los vagones de segunda y tercera, amedrentando a todo el que se cruzaba en su camino para que les entregaran cuanto llevasen encima, por poco que fuera. La gente estaba aterrorizada, alterada y necesitada de alguien con un mínimo de autoridad que la socorriera.

Marasi hacía cuanto estaba en su mano, acomodándolos en los bancos y comprobando quiénes habían sufrido las heridas más graves. Ayudó a vendar a un joven que le había plantado cara a uno de los bandidos y, de resultas de ello, había recibido un balazo en el costado. Quizá consiguiera salir con vida de esta.

Los pasajeros habían visto a Steris pasar por allí. Marasi reprimió una punzada de preocupación y se asomó al vagón adyacente, desierto salvo por un hombre plácidamente instalado en la plataforma de atrás, bastón en mano, bloqueando el paso.

Marasi inspeccionó todos los compartimentos que le salían al paso, con el rifle cargado y amartillado, pero no divisó más bandidos. Este era el último coche de pasajeros antes de llegar a los vagones de mercancías, los cuales, curiosamente, en este tren se encontraban delante. El interior lucía una bonita colección de agujeros de bala en todas las superficies de madera, lo cual sugería que Waxillium había estado allí.

—¿Caballero? —preguntó Marasi, acercándose al hombre solitario. Era esbelto y más joven de lo que le había parecido de espaldas, teniendo en cuenta lo encorvado de su postura y el modo en que confiaba en aquel bastón para sostenerse derecho—. Señor, aquí no está a salvo. Debería trasladarse a los vagones de atrás.

El hombre se volvió hacia ella enarcando las cejas.

—Siempre me siento inclinado a obedecer los deseos de una muchacha bonita —dijo. Marasi vio que mantenía una mano crispada al costado, apretados los dedos, como si estuviera ocultando algo—. Pero ¿qué hay de usted, señorita? ¿Usted no corre peligro?

—Sé cuidar de mí misma. —Marasi se fijó en que el vagón adyacente estaba sembrado de cadáveres. Se le revolvió el estómago.

—¡Seguro que sí! Parece usted más que capaz, ya lo creo. —Se ladeó hacia ella—. ¿No será más de lo que cabría deducir a simple vista? ¿Una nacida del metal, tal vez?

Marasi frunció el ceño ante la inusitada pregunta. Había ingerido una dosis de cadmio, por supuesto, aunque no fuera a servirle de mucho. Su alomancia, por lo general, era algo risible; podía ralentizar el tiempo dentro de una burbuja a su alrededor, lo que conllevaba acelerarlo para todos los demás.

Un poder extraordinario para quien estuviera aburrido y quisiera matar el rato hasta que comenzara la acción. Pero no servía de mucho en combate, cuando estarías paralizado en el sitio mientras tus adversarios huían o sencillamente se apostaban para acribillarte a balazos en cuanto estallase la burbuja. Esta podía ser de un tamaño considerable, cierto, y albergar dentro a más de una persona; pero eso seguiría dejándola atrapada en su interior y, para colmo de males, probablemente con elementos hostiles.

El hombre esbozó una sonrisa y levantó de repente la mano en la que parecía estar sosteniendo algo. Marasi reaccionó de inmediato, levantando el rifle. Pero, en ese momento, el tren sufrió un vaivén inesperado, aminorando como si alguien se hubiera dejado caer sobre el freno. Con una maldición, el hombre trastabilló y chocó con la pared antes de caerse al suelo. Marasi recuperó el equilibrio a tiempo, pero soltó el rifle.

Miró al hombre, que la observó con los ojos abiertos de par en par antes de incorporarse con esfuerzo (una de sus piernas no se movía con naturalidad) y salir del vagón a la plataforma, cerrando de golpe la puerta a su espalda.

Marasi se quedó petrificada en el sitio, desconcertada. Había dado por sentado que el hombre se disponía a desenfundar una pistola, pero no podía ser ese el caso en absoluto. El objeto era demasiado pequeño. Al agacharse para recoger su arma le sorprendió descubrir junto a ella, en el suelo, un cubo metálico cubierto de símbolos extraños.

Sonaron disparos al frente. Marasi dejó aparcada su curiosidad y se colgó el rifle del hombro, decidida a encontrar a Waxillium y, con suerte, a la estúpida de su hermana.

 

 

Con los ojos cerrados, Wax sintió cómo ardía el metal. Aquel fuego era familiar y acogedor. El metal era su alma. Comparado con él, el helor del río no era más que una gota de lluvia sobre una hoguera.

Acarició el arma con los dedos. La pistola de un bandido, desconocida para él, y, sin embargo, la conocía; la conocía por las líneas que apuntaban a su cañón, el gatillo, las palancas y las balas del interior. Le quedaban cinco disparos. Podía verlos incluso con los ojos cerrados.

«Adelante.»

Abrió los ojos y salió de la locomotora de un salto, impulsándose a la velocidad del rayo con un empujón. Pasó por encima del vagón carbonero e irrumpió en el primer coche de mercancías, repleto de sacas de correo, para atravesarlo como un vendaval. Frenó de golpe en la plataforma de la parte de atrás y empujó a ambos lados, lanzando a los salteadores de guardia hacia arriba y hacia fuera, uno en cada dirección.

El tren circulaba paralelo al río en esta parte del trayecto. Los árboles se sucedían en vertiginosa sucesión a la izquierda; el agua, a la derecha. Wax se catapultó hacia arriba, hasta el techo del segundo vagón de mercancías, donde había visto a los bandidos con su artefacto. Otro grupo, más numeroso, se había congregado en lo alto del coche contiguo, el que habían desvalijado.

Abatió a tres de los salteadores disparando con precisa frialdad y se acercó al «artilugio» que había mencionado el maquinista, el cual no era más que una gran caja de dinamita con un detonador acoplado a un reloj. Wax arrancó el detonador de cuajo, lo tiró a un lado y empujó contra la caja para asegurarse de que se hundiera en el río.

La pistola salió disparada de su mano. Se giró y vio al gigantesco bandido de antes, que se abalanzaba sobre él cruzando el techo del tren. Se había separado del grupo de salteadores más nutrido, dejando a sus compinches en el vagón adyacente.

«Otra vez tú», pensó Wax con un gruñido, desabrochándose el cinto pero sujetándolo con un pie para evitar que el viento se lo llevara. El hombre cargó contra él a la carrera. Cuando ya lo tenía encima, Wax se arrodilló y sacó una de las esferas de Ranette.

El bruto empujó contra ella, como cabía esperar, provocando que el artefacto saliera disparado hacia atrás. Wax sujetó con fuerza el cordel y, de un brusco tirón, envolvió con él una de las piernas del bandido.

Este se quedó mirando fijamente la cuerda, desconcertado.

Wax empujó para proyectar la esfera en dirección a unos árboles, donde los garfios encontraron asidero sin dificultad.

—Me parece que esta es tu parada.

El gigantón salió volando violentamente del tren, arrastrado por el cordel. Wax recogió su cinto y echó a andar en dirección al grupo de salteadores, azotado por el viento sobre el techo del tren.

Se enfrentaba al menos a una docena de ellos y estaba desarmado. Por suerte, los bandidos estaban atareados arrojando a uno de los suyos fuera del tren.

Wax pestañeó varias veces seguidas, sorprendido. Pero eso era lo que estaban haciendo, no cabía duda; acababan de tirar al vacío a uno de los suyos. Se trataba del hombre del bastón, que golpeó el agua junto a los raíles con un chapuzón. Los demás empezaron a seguir su ejemplo, lanzándose al río. Uno de ellos había divisado a Wax, sin embargo, y le apuntaba con el dedo. Seis de los salteadores que quedaban levantaron sus armas.

Y se quedaron paralizados.

Wax titubeó, empujado por el viento a su espalda. Los hombres no se movían. Ni parpadeaban siquiera. Wax llegó a su vagón de un salto, sacó un tapón de corcho de su bolsillo (de uno de sus viales) y se lo tiró a los bandidos.

El tapón golpeó algún tipo de barrera invisible y se quedó congelado a su vez, suspendido en el aire. Con una sonrisa de oreja a oreja, Wax se dejó caer entre los vagones y empujó contra el que servía de plataforma a los salteadores. Allí encontró a Marasi, encaramada a una montaña de maletas, con los hombros pegados al techo justo a la altura de los hombres que estaban arriba. La burbuja de velocidad que había generado los mantenía clavados en el sitio.