12
Qué poco habían cambiado las cosas desde que Wax era joven. Cierto, los asistentes a esta fiesta vestían de forma ligeramente distinta: los opulentos chalecos se habían vuelto más recios y el dobladillo de las faldas había subido hasta la mitad de la pantorrilla al tiempo que los escotes caían en picado, con meros retazos de gasa alrededor del cuello y los hombros.
La gente, sin embargo, era igual. No dejaban de sopesarlo, de calcular su valía, ocultando puñales tras sus congraciantes sonrisas. Mientras correspondía a sus condescendientes saludos con la cabeza, pensó que tampoco echaba de menos sus armas tanto como en un principio se había temido. Esta batalla no se iba a librar con pistolas.
—Antes me ponían nervioso estas cosas —le dijo Wax en voz baja a Steris—. Cuando era pequeño. Supongo que por aquel entonces todavía me importaba lo que pudieran pensar. Antes de aprender el poder sobre cualquier situación que se gana cuando decides que lo que piensen de ti los demás te trae sin cuidado.
Steris echó un vistazo a un par de damas que se cruzaron con ellos, con sus vestidos carentes por completo de encajes.
—No sé si estoy de acuerdo del todo. Cómo te perciben los demás es importante. Yo, por ejemplo, lamento haber elegido este atuendo. Aspiraba a estar a la moda, pero esta aquí es distinta. No me he vestido con estilo, sino de forma vanguardista.
—A mí me gusta —replicó Wax—. Destaca.
—Como una espinilla. ¿Por qué no nos buscas algo de beber mientras yo me doy una vuelta por la sala y averiguo dónde están nuestros objetivos?
Wax mostró su conformidad asintiendo con la cabeza. El suntuoso salón de baile estaba cubierto de alfombras y engalanado con candelabros dorados en los que se habían sustituido las velas por relucientes bombillas. Bajo un techo no muy alto, las paredes se veían decoradas con arcos falsos que enmarcaban murales de vivos colores. Imágenes clásicas, como la de la Guerrero de la Ascensión elevándose sobre una bandada de cuervos; la descripción tradicional de la cólera del lord Legislador, de quien solo quedaba la Muerte misma.
Si bien nadie se acercó a él, tampoco nadie lo evitaba. Antes bien, se obstinaban en bloquearle el paso sin moverse del sitio, negándose a apartarse, y después fingían no haberse percatado de su presencia cuando Wax se desviaba de su camino para rodearlos. Venía de Elendel, su rival en el ámbito de la política, y aquella inmovilidad de la que hacían gala pretendía ser toda una declaración de intenciones.
Herrumbres, cómo odiaba estos juegos.
Atendían el bar, que se extendía a lo largo de casi toda la pared del fondo de la sala, al menos dos docenas de camareros, como si la consigna de la velada fuese que ninguno de aquellos invitados tan importantes debía esperar ni un instante. Pidió vino para Steris y una sencilla copa de ginebra con tónica para él, lo cual le granjeó una ceja enarcada. Aquello no era lo suficientemente sofisticado, por lo visto. Debería haber encargado whiskey, sin más.
Se giró y paseó la mirada por la estancia mientras el camarero preparaba las bebidas. Las delicadas notas de un arpa contribuían a amortiguar el murmullo de las distintas conversaciones. Lo incomodaba saber que algunas de las palabras que tan a la ligera solían pronunciarse en este tipo de actos sociales podían tener un impacto mayor sobre la vida de los habitantes de la Cuenca que el hecho de meter a cualquier maleante, por sanguinario que fuera, entre rejas.
«Marasi siempre está dándole vueltas a este tipo de cosas —pensó—. En el futuro la justicia, según ella, se hará respetar mediante estadísticas en vez de con armas de fuego.» Intentó imaginarse un mundo en el que los asesinatos pudieran evitarse gracias a esmeradas campañas municipales de concienciación, y se descubrió incapaz de visualizarlo. La gente siempre seguiría matando.
En ocasiones, sin embargo, costaba no sentirse como el único candelabro de la habitación que todavía funcionaba con velas.
—Su pedido, mi señor —dijo el camarero, depositando las bebidas encima de unas elegantes servilletas de tela en las que se había bordado la fecha de la fiesta, para que los invitados pudieran llevárselas a casa, de recuerdo.
Wax sacó una moneda del bolsillo para dejársela de propina al hombre y la deslizó en su dirección. Recogió las copas, dispuesto a regresar junto a Steris, pero el camarero carraspeó. Sostenía en alto la moneda, que no era el quintejo que Wax pretendía darle. No se parecía a ninguna moneda que Wax hubiera visto en su vida, de hecho.
—¿Se trata quizá de un error, mi señor? —inquirió el hombre—. No pretendo mostrarme desagradecido, pero odiaría quedarme con algo que parece un recuerdo.
«Los símbolos de esa moneda... —pensó Wax mientras regresaba a la barra—. Son los mismos que salen en las paredes de las imágenes de ReLuur.» A punto estuvo de volcar la copa de vino de otro invitado en su precipitación por recuperar la moneda. La examinó mientras sacaba otra con expresión ausente y se la dejaba de propina al camarero.
Sí que eran los mismos símbolos, o al menos muy parecidos. Y lucía una efigie en el dorso, la de un hombre que miraba directamente al frente, con un ojo atravesado por una púa. La moneda, de gran tamaño, se componía de dos metales distintos, con un anillo exterior y otro interior.
No parecía antigua, sin duda. ¿Sería de nuevo cuño o sencillamente estaría bien conservada? Herrumbre y Ruina... ¿Cómo había llegado eso hasta su bolsillo?
«Me la lanzó el pordiosero», recordó Wax. Pero ¿de dónde la habría sacado él? ¿Habría más como esta en circulación?
Decidió reunirse con Steris, preocupado. Por el camino se cruzó con lady Kelesina, anfitriona de la fiesta y la mujer que era su objetivo final. Madura, se veía radiante con su vestido negro y plateado, presidiendo un concilio en miniatura ante el corrillo de personas interesadas en uno de sus proyectos civiles.
Wax se quedó escuchando un momento, pero aún no le apetecía abordarla. Acabó localizando a Steris de pie junto a una mesa alta y estilizada, cerca de la esquina. En el salón de baile no había ninguna silla. Ni bailarines, tampoco, aunque se había montado una pista elevada un par de centímetros sobre el suelo en el centro de la habitación.
Dejó la moneda encima de la mesa y la empujó hacia Steris, que preguntó:
—¿Qué es esto?
—La moneda que me tiró el mendigo de antes. Esos símbolos se parecen a los de las imágenes de ReLuur.
Steris frunció los labios, le dio la vuelta a la moneda y se fijó en la parte de atrás.
—Una cara con un punzón clavado en el ojo. ¿Significa algo?
—Ni idea. Lo que me interesa de veras es saber cómo llegó a manos del pordiosero... y por qué me la ha dado. Tiene que ser una de las reliquias que encontró ReLuur en aquel templo. ¿Se le perdería en esta ciudad, tal vez? ¿O la utilizaría para comprar algo con ella?
Wax tamborileó sobre la mesa con un dedo, convencido ya de que el misterioso mendigo ocultaba algo más de lo que dejaba translucir su humilde apariencia. Abrigaba, asimismo, la certidumbre de que, si salía ahora en busca de él, descubriría que el hombre se había evaporado sin dejar rastro.
Se guardó la moneda.
—No nos queda más remedio que confiar en que las respuestas estén en esta habitación, en alguna parte. Siempre y cuando Kelesina realmente esté involucrada.
—Va siendo hora de poner manos a la obra, en tal caso.
—Me he cruzado con ella cuando venía hacia aquí. ¿Nos acercamos?
—Todavía no. ¿Ves a esa pareja de ahí? El hombre lleva puesto un chaleco granate.
Wax miró de reojo en la dirección que Steris le señaló con una inclinación de cabeza. La pareja en cuestión era joven, vestían con elegancia y tenían cara de engreídos. Genial.
—Ese es lord Gave Entrone —le informó Steris—. Vuestras casas han mantenido alguna que otra relación comercial de poca monta; trabaja en la industria textil... lo cual debería darte pie a entablar conversación con él.
—Me suena —dijo Wax—. Cortejé a una prima suya una vez. No salió bien.
—Bueno, también aparece en la lista que tu kandra chiflado anotó en su libreta, así que quizá sepa algo. Es joven, le gusta relacionarse y goza de buena consideración... pero no es especialmente importante, así que para romper el hielo nos vendrá de perlas.
—Vale —replicó él sin dejar de observar a Entrone, quien había conseguido rodearse de un corro de jovencitas mientras relataba algún tipo de anécdota con gran profusión de aspavientos. Respiró hondo—. ¿Quieres tomar la iniciativa?
—Deberías hablar tú primero.
—¿Seguro? No logro sacudirme de encima la sospecha de que sería más útil si estuviera con Wayne y Marasi, desenterrando ataúdes y dejando que tú te movieras por aquí como pez en el agua. Sabes desenvolverte en esta clase de situaciones, Steris. Es verdad... y no vuelvas a salirme con más sainetes sobre lo «aburrida» que eres.
—En el caso que nos ocupa —dijo su prometida, adoptando una expresión ausente—, el problema no es que sea aburrida, sino que me siento... desubicada. Por mucho que haya ensayado para fingirme normal, la eficacia de mis listas de comentarios y chistes prefabricados también tiene un límite. La gente se huele que no estoy siendo sincera, que no me gustan las mismas cosas ni pienso como ellos. En ocasiones me maravilla que los sujetos como Wayne, o incluso los kandra, puedan ser tan asombrosamente humanos cuando yo me siento como si viniera de otro planeta.
Wax deseó ser capaz de dilucidar la manera de evitar que Steris dijera ese tipo de cosas. Le faltaban las palabras adecuadas; cada vez que intentaba rebatir sus argumentos, lo único que conseguía era que ella se retrajera más todavía.
Steris le tendió un brazo. Wax lo aceptó, y juntos cruzaron la sala en dirección a lord Gave y la pequeña congregación arracimada a su alrededor. A Wax le preocupaba cómo inmiscuirse en la conversación, pero nada más acercarse, los interlocutores de Gave dieron un paso atrás para hacerle sitio. Su reputación y su estatus lo precedían, al parecer.
—¡Caramba, lord Waxillium! —exclamó Gave, con una sonrisita taimada—. ¡Me sentí entusiasmado al oír que pensaba usted asistir a nuestra humilde reunión! Llevaba años deseando conocerlo en persona.
Wax lo saludó con una inclinación de cabeza, así como a su acompañante y a una pareja con la que Gave había estado conversando. Esos dos no se habían apartado.
—¿Qué le parece Nueva Seran, mi señor? —le preguntó una mujer.
—Un incordio para moverse a pie por sus calles —respondió Wax—. Por lo demás, muy bonita.
Todo el mundo se carcajeó, como si acabara de decir algo ingenioso. Wax frunció el ceño. ¿Se le escapaba algo?
—Mucho me temo que aquí no encontrará usted gran cosa de interés —dijo Gave—. Nueva Seran es un remanso de paz.
—¡Pero qué dice, lord Gave! —intervino el otro muchacho—. No proyecte una imagen equivocada de nuestra ciudad. ¡La vida nocturna aquí es espectacular, lord Waxillium! Y la sinfonía acumula ya dos certificados de excelencia seguidos, concedidos por otros tantos de sus antiguos gobernadores.
—Sí —reconoció Gave—, pero no abundan los tiroteos.
Todos se lo quedaron mirando, desconcertados.
—Fui vigilante —les explicó Wax— en los Áridos.
—Vigilante... —murmuró una de las mujeres—. ¿Dirigía acaso la comisaría de la ciudad?
—No, era un vigilante en el sentido estricto de la palabra —explicó Gave—. De los que montan a caballo y abaten bandidos a tiros. Deberíais leer sus crónicas... Causan furor en los pasquines de Elendel.
Los otros tres lo observaron con expresión divertida.
—Qué... singular —declaró una de las damiselas, al cabo.
—Las crónicas exageran —se apresuró a decir Steris—. Lord Waxillium solo ha sido el responsable directo de un centenar de muertes, no más. A menos que se incluya en el cómputo a los que fallecieron por culpa de la infección tras recibir alguno de sus disparos... Sigo sin saber muy bien qué hacer con ellos.
—Fue una vida complicada —dijo Wax con la mirada puesta en Gave, cuya sonrisa quedaba medio oculta por la copa de vino, al igual que el destellar de sus ojos. Para alguien como él, estaba claro que Steris y Wax eran un blanco fácil—. Pero todo eso ya es agua pasada. Lord Gave, quería darle las gracias por todos estos años en los que hemos llevado a cabo intercambios mercantiles mutuamente beneficiosos.
—¡Por favor, lord Waxillium, no saquemos los negocios a colación ahora! —replicó Gave, inclinando la copa—. Esto es una fiesta.
Los demás se rieron. De nuevo, Wax ignoraba por qué.
«Maldición —pensó mientras los observaba de hito en hito—. Sí que estoy oxidado.» Pese a todas sus protestas y su enfurruñamiento, no esperaba sentirse así de torpe.
Concentración. Gave sabía algo acerca de los Brazales de Duelo, o al menos así lo creía ReLuur.
—¿Tiene usted alguna afición, lord Gave? —preguntó Wax, cuyo comentario fue celebrado por Steris con un vehemente asentimiento de cabeza.
—Nada reseñable —contestó el aludido.
—¡Le apasiona la arqueología! —inquirió al mismo tiempo su acompañante. Gave le lanzó una mirada desabrida.
—¡La arqueología! —repitió Wax—. Me parece un pasatiempo de lo más reseñable, lord Gave.
—¡Le entusiasman las reliquias! —añadió la damisela—. Se pasa horas en la casa de subastas, adquiriendo todo lo que...
—Me gusta la historia —matizó Gave—. Las obras de arte de épocas pretéritas son una fuente de inspiración para mí. Pero tú, querida, estás haciéndome quedar como si fuese uno de esos intrépidos caballeros. —Pronunció el término con una mueca—. Seguro que se encontró usted con alguno de ellos en los Áridos, lord Waxillium. Hombres que, tras vivir toda su existencia en sociedad, de un día para otro decidieron partir en busca de emociones a escenarios en los que no podrían encajar jamás.
Steris se crispó junto a Wax, que sostuvo la mirada del hombre. Su insulto, aun velado, era similar a los que ya había tenido que tolerar en las altas esferas de Elendel.
—Mejor probar algo nuevo —dijo Wax—, que malgastar su vida con las mismas actividades de siempre.
—¡Lord Waxillium! —repuso Gave—. ¡Decepcionar a la familia no tiene nada de original! La gente lleva haciéndolo desde los tiempos del Último Emperador.
Wax apretó el puño contra su muslo. Estaba acostumbrado a las ofensas, pero había conseguido escocerle de todas maneras. Quizá por tener los nervios de punta, o quizá debido a la preocupación que sentía por su hermana.
Ante el apretón en el brazo que le propinó Steris, reprimió su ira e intentó cambiar de estrategia.
—¿Su prima está bien?
—¿Valette? Como una rosa. Su reciente matrimonio nos ha complacido lo indecible a todos. Lamento que su relación con ella no llegara a buen puerto, porque el hombre que la cortejó después de usted era un espanto. Cuando hay títulos de por medio en una unión, siempre resulta desagradable ver qué sale arrastrándose de entre la bruma buscando algún hueso que roer.
No miró a Steris mientras hablaba. No le hacía falta. Mientras probaba un sorbo de vino, sus labios esgrimieron de nuevo aquella sonrisita insufrible que denotaba lo pagado de sí mismo que se sentía.
—Rata miserable —gruñó Wax—. Herrumbroso, cobarde... —Su mano voló hacia la pistola que, afortunadamente, no estaba allí.
Los otros tres jóvenes nobles lo miraron fijamente, consternados. Gave sonrió con petulancia antes de adoptar una expresión indignada.
—Con permiso —dijo, tomando a su acompañante del brazo y alejándose dando zancadas. Los demás se desbandaron poco después.
Wax suspiró mientras bajaba el brazo, todavía enfadado.
—Lo ha hecho a propósito, ¿verdad? —masculló—. Buscaba una excusa para acabar con la conversación, de modo que me insultó. Al ver que eso no funcionaba, se metió contigo a sabiendas de que así conseguiría hacerme perder los estribos.
—Hmmm... —dijo Steris, asintiendo con la cabeza—. Sí, lo has resumido a la perfección. —Seguía habiendo corrillos a su alrededor, pero todos los invitados conversaban manteniendo una distancia prudencial con respecto a ellos.
—Lo siento —se disculpó Wax—. He dejado que me desquiciara.
—Por eso hemos probado primero con él. Como ensayo, no ha estado mal. Además, sí que hemos aprendido algo. El comentario acerca de la arqueología pasó rozando algo sobre lo que no le apetecía abundar. Recurrió a los insultos velados para distraernos.
Wax se llenó los pulmones de aire mientras procuraba reprimir la cólera que le producía toda la situación.
—¿Y ahora? ¿Probamos con otro?
—No —replicó Steris, pensativa—. Sería contraproducente que nuestros objetivos se dieran cuenta de que estamos abordándolos específicamente a ellos. Si interactúas con alguien al azar entremedias, les resultará más difícil descubrir nuestra pauta.
—De acuerdo. —Wax escudriñó el bullicioso salón mientras la arpista se retiraba y una orquesta al completo, con sección de viento incluida (algo que no se vería jamás en ninguna fiesta de Elendel), comenzaba a colocar los instrumentos en su lugar.
Steris y él probaron sus respectivas bebidas mientras sonaban los primeros acordes. Aunque la música era lo bastante lenta como para animar a bailar en pareja, poseía un brío que a Wax le resultó inesperado. Descubrió que le gustaba. Parecía ser capaz de mitigar la frustración que sentía, transformándola en algo más animado.
—¿Por qué no te diriges ahí a continuación? —preguntó Steris, inclinando la cabeza hacia una distinguida señora mayor que llevaba el pelo gris recogido en un moño—. Se trata de lady Felise Demoux, acompañada de su sobrino. Has cerrado algunos acuerdos comerciales con ella. Es la clase de persona cuya compañía cabría esperar que buscaras. Nos pediré otro trago mientras tanto.
—Pídeme un agua carbonatada —dijo Wax—. Necesitaré tener la cabeza despejada para esto.
Steris asintió y se perdió de vista entre la muchedumbre, que había dejado un espacio libre para los bailarines en el centro de la sala. Wax se acercó a lady Demoux y se presentó dándole una tarjeta al sobrino antes de solicitar un baile, al cual la mujer accedió.
Una charla sin mayor trascendencia. Podía hacerlo, seguro. «¿Cuál es tu problema, Wax? —se reconvino mientras salía a la pista de baile con lady Demoux—. Interrogar a un delincuente no te supone ningún esfuerzo. ¿Por qué te cuesta tanto mantener una mera conversación?»
A una parte de él le gustaría achacárselo a la simple pereza, pero esa era su respuesta a todo lo que no le apetecía hacer, un pretexto. ¿A qué se debía realmente? ¿Por qué se sentía tan remiso?
«Porque estas son sus reglas. Si me rijo por ellas, estaré aceptando su juego.» Era como consentir que le pusieran un collar para domesticarlo.
Se giró y levantó la mano al costado, esperando que lady Demoux la cogiera. Sin embargo, fue otra mujer la que se adelantó a la anciana y tiró de él hacia el interior de la sala, alejándolo del perímetro de la pista de baile. La sorpresa de Wax fue tal que tardó en reaccionar.
—¿Perdone?
—No hace falta disculparse por nada —dijo la desconocida—, solo le robaré una fracción de su tiempo. —Parecía terrisana, a juzgar por el moreno de su piel, si bien su bronceado era más oscuro que la mayoría de los que Wax había visto. Llevaba el pelo recogido en apretadas trenzas veteadas de gris, y agraciaban su rostro unos seductores labios carnosos. Tomó la iniciativa del baile, provocando que Wax diera un traspié—. Es usted un espécimen muy raro, ¿sabe? Chocador: la combinación de lanzamonedas y ajustador.
—Por lo que a los nacidos del metal respecta —replicó Wax—, no tiene nada de insólito.
—Ah, pero es que cualquier combinación de nacidoble es poco frecuente. Los brumosos son uno entre mil; la mayoría de los ferrins son todavía más raros, y sus linajes están sujetos a restricciones. Conseguir una combinación específica de dos cualesquiera es sumamente improbable. Usted es uno de los tres únicos chocadores que hayan nacido jamás, lord Waxillium.
—¿Qué? ¿De verdad?
—No puedo ratificar esa cifra sin sombra de duda, claro. Las cifras de mortalidad infantil no son tan altas en Scadrial como en otras regiones, pero sigue siendo alarmantemente elevada. Dígame, ¿alguna vez ha probado a incrementar su peso estando en el aire?
—¿Quién es usted? —preguntó Wax, recuperando el compás y tomando la iniciativa para lanzarla a su derecha con una vuelta.
—Nadie importante.
—¿La envía mi tío?
—Sus políticas locales me interesan muy poco, lord Waxillium —fue la respuesta de la desconocida—. Si tiene la bondad de contestar a mis preguntas, lo dejaré en paz enseguida.
Wax giró con ella al son de la música. Bailaban más deprisa de lo que él estaba acostumbrado, aunque los pasos le resultaban familiares. La constante intromisión de aquellos instrumentos de viento daba alas a la canción, imprimiendo un brío inusitado a sus movimientos. ¿Por qué había tenido que mencionar a su tío? Descuidado.
—He incrementado mi peso en movimiento —dijo despacio—. No cambia nada... todas las cosas caen a la misma velocidad, con independencia de lo que pesen.
—Sí, la uniformidad de la gravedad —replicó la mujer—. No es eso lo que suscita mi curiosidad. Imagínese que estuviera surcando los aires con un empujón de acero y se volviera más pesado de repente. ¿Qué ocurriría?
—Me ralentizaría. Pesaría demasiado como para seguir impulsándome hacia delante.
—Ahh... —murmuró la desconocida—. De modo que es cierto.
—¿El qué?
—La conservación de la inercia. Lord Waxillium, cuando incrementa su peso, ¿está almacenando masa o cambiando la capacidad del planeta para reconocerlo como algo susceptible de ser atraído? ¿Hay alguna diferencia? Su respuesta me da una pista. Si frena al aumentar de peso en pleno vuelo no es porque le cueste seguir empujando, sino debido a las leyes de la física.
Se apartó de él en pleno baile, soltándole las manos y esquivando a otra pareja, que los miró con enfado por perturbar la fluidez de sus movimientos. Sacó una tarjeta y se la ofreció.
—Siga experimentando y avíseme, por favor. Gracias. Y, ahora, si consiguiera dilucidar por qué la creación de burbujas de velocidad no conlleva ningún desplazamiento hacia el rojo...
Dicho lo cual la mujer salió de la pista de baile, dejándolo patidifuso. Consciente de súbito de la cantidad de miradas puestas en él, Wax levantó la barbilla y se marchó tan discretamente como le fue posible en busca de lady Demoux, a quien presentó sus más sinceras disculpas por la interrupción. La dama accedió a concederle el baile siguiente, que transcurrió sin más percances que la pormenorizada descripción a la que la buena señora tuvo a bien someterlo sobre sus perros de competición, ganadores al parecer de innumerables medallas.
Una vez superado ese trance intentó localizar de nuevo a la desconocida de las trenzas, llegando incluso al extremo de abordar al portero y preguntarle por ella. La tarjeta que le había dejado contenía una dirección de Elendel, pero sin nombre.
El recepcionista de la fiesta afirmaba no haber dejado pasar a nadie que coincidiera con esa descripción, lo cual dejó a Wax todavía más preocupado. Su tío intentaba diseñar alomantes. Que aquella mujer hubiera aparecido de repente para interrogarlo acerca de los pormenores de las facultades alománticas no podía ser ninguna casualidad, ¿o sí?
Se cruzó con MeLaan. El kandra lucía un mentón cuadrado, medía más de metro ochenta y exhibía una figura viril cuyos músculos llamaban la atención incluso disimulados como estaban bajo su esmoquin, todo lo cual había atraído a una jauría de jovencitas curiosas. Le guiñó el ojo cuando pasó junto a él, pero Wax no se dio por aludido.
Steris tenía una bebida esperándolo encima de la mesa, donde estaba pasando las páginas de su libreta y murmurando para sí misma. Al aproximarse, Wax vio que un joven la abordaba e intentaba entablar conversación, pero ella lo ahuyentó agitando la mano, sin levantar la cabeza siquiera. El hombre se batió en retirada, desalentado.
—¿No te apetece bailar? —preguntó Wax cuando hubo llegado a la mesa.
—¿Qué sentido tendría?
—Bueno, yo estoy socializando y danzando, así que a lo mejor tú podrías hacerlo también.
—Tú eres el señor de tu casa —replicó distraídamente Steris, sin interrumpir su lectura—. Tienes obligaciones políticas y económicas. Quien intentara congraciarse conmigo solo estaría intentando acercarse a ti, algo para lo que no tengo tiempo ahora mismo.
—Podría tratarse de eso —dijo Wax—, o quizá estaría pensando que eres bonita.
Steris apartó la mirada de sus apuntes y ladeó la cabeza, desconcertada, como si esa posibilidad ni siquiera se le hubiera ocurrido.
—Estoy prometida.
—Somos nuevos aquí, anónimos en gran medida, salvo para los que siguen de cerca la actualidad política de Elendel. Ese muchacho seguramente no sabía quién eres.
Steris pestañeó varias veces seguidas. Parecía preocuparle la idea de que un desconocido pudiera considerarla atractiva. Wax sonrió mientras cogía la copa que ella le había pedido.
—¿Qué es esto?
—Soda.
Wax examinó la bebida al trasluz.
—Pero si es amarilla.
—Aquí es el último grito, por lo visto —le explicó Steris—. Y sabe a limón.
Wax estuvo a punto de atragantarse cuando probó el primer el sorbo.
—¿Qué ocurre? —preguntó Steris, alarmada—. ¿Veneno?
—Azúcar —dijo Wax—. Siete tazas, por lo menos.
Steris se mojó la punta de la lengua en la bebida y apartó la cabeza de golpe.
—Qué raro. Parece champán, pero... sin serlo.
Wax sacudió la cabeza. Qué ideas más extrañas se les ocurrían a los habitantes de esta ciudad.
—Ya he decidido cuál va a ser nuestro próximo objetivo —dijo Steris, señalando con el dedo en dirección a un hombre que estaba en la otra punta de la habitación, apoyado en un arco junto a unos tanques llenos de peces exóticos. Treintañero, llevaba puesta una chaqueta desabotonada en una suerte de desaliño calculado. De vez en cuando alguien se le acercaba e intercambiaba unas breves palabras con él para, acto seguido, volver a perderse de vista entre la multitud.
—¿Están presentándole informes? —preguntó Wax.
—Devlin Airs —respondió Steris, asintiendo con la cabeza—. Informador. En todas las fiestas hay alguien como él. Una de las personas menos importantes de toda la sala o la que más, dependiendo de los secretos que te interese descubrir. También aparece en la lista de ReLuur.
Wax dedicó unos instantes a fijarse en el hombre; cuando volvió a mirar a Steris, la mitad de su burbujeante bebida amarilla se había esfumado. Steris giró la cabeza con expresión inocente:
—Probablemente sea mejor que lo abordes tú solo —dijo—. A los de su clase no les gusta tener mucho público.
—De acuerdo. —Wax respiró hondo.
—Puedes hacerlo, lord Waxillium.
Wax asintió en silencio.
—Hablo en serio —insistió Steris, apoyando una mano en la suya—. Lord Waxillium, esto es lo mismo que has hecho durante los últimos veinte años, en los Áridos.
—Allí podía disparar a la gente, Steris.
—¿De verdad? ¿Así resolvías los casos? ¿La emprendías a tiros cuando no obtenías las respuestas que buscabas?
—Bueno, me conformaba con emprenderla a puñetazos, por lo general.
Steris enarcó una ceja.
—Con franqueza, no, no tenía que emprenderla a tiros... ni a puñetazos... demasiado a menudo. Pero las reglas eran distintas. Diablos, podía dictarlas yo si era preciso.
—Aquí sucede lo mismo —dijo Steris—. Estas personas saben cosas que tú necesitas saber. Para obtener esa información deberás engatusarlas u ofrecerles algo a cambio. Como has hecho siempre.
—Quizá tengas razón.
—Gracias. Además, ¿quién sabe? A lo mejor desenfunda un cuchillo y te proporciona la excusa perfecta para atizarle un porrazo de todas maneras.
—No me pongas la miel en los labios —suspiró Wax, despidiéndose de ella con una inclinación de cabeza antes de disponerse a cruzar el salón.
Vigilaba las puertas del cementerio del distrito de Nueva Seran una estatua del Superviviente, con las alas cubiertas de cicatrices desplegadas en toda su envergadura, sujetando el armazón metálico del arco a ambos lados. Marasi se sintió empequeñecida por la sombría majestuosidad de la figura: los faldones de su capa de bronce se extendían en una llamarada radial a su espalda, mientras que su escrutinio metálico parecía seguir a todos los que cruzaban el pórtico. La punta bruñida de la lanza que le atravesaba la espalda hasta descollar en su pecho sobresalía un palmo bajo el centro del arco.
Cuando Wayne y ella pasaron por debajo, la aprensión hizo temer a Marasi que en cualquier momento pudiera caerle encima alguna gota de sangre. Se estremeció, pero no aminoró el paso. Se negaba a dejarse intimidar por la iracunda mirada del Superviviente. La educación que había recibido seguía los dictados del supervivencialismo, por lo que las truculentas imágenes asociadas con la religión no le resultaban desconocidas.
Cada vez que veía una efigie del Superviviente, sin embargo, su actitud se le antojaba demasiado exigente. Era como si quisiera que la gente se diera cuenta de lo contradictorios que eran sus dictados. Ordenaba sobrevivir a sus fieles, pero la sórdida imaginería asociada con él les recordaba cruelmente que, tarde o temprano, su empresa estaba abocada al fracaso. El objetivo del supervivencialismo, por tanto, no era la victoria, sino aplazar la derrota durante el mayor tiempo posible.
El Superviviente en sí, por supuesto, incumplía las normas. Siempre lo había hecho. La doctrina explicaba que no había perecido, sino sobrevivido, y que planeaba regresar cuando sus fieles más lo necesitaran. Pero, si ni siquiera el fin del mundo había sido suficiente para restaurarlo en todo su esplendor, ¿qué haría falta para conseguirlo?
Recorrieron los sinuosos senderos del camposanto en busca de la casa del sepulturero. Había oscurecido ya, y las brumas habían decidido levantarse esa noche. Marasi se esforzó por no tomárselo como un presagio, pero lo cierto era que contribuían a aumentar la atmósfera siniestra del lugar. Había ocasiones en las que la niebla le parecía juguetona, incluso, pero esta noche el carácter impredecible de sus movimientos le sugería más bien una horda de espíritus fluctuantes que estuvieran observándolos a Wayne y a ella, furiosos por su intromisión.
Wayne empezó a silbar, provocando que un nuevo escalofrío se deslizara por la espalda de la muchacha. El edificio que buscaban, por suerte, ya no quedaba muy lejos; podía ver la difusa esfera macilenta que generaban sus luces entre la bruma.
Se pegó a Wayne, pero no porque se sintiera más cómoda teniéndolo junto a ella.
—Nuestro objetivo se llama Dechamp —dijo—. Debería ser el vigilante nocturno, y los libros de cuentas reflejan picos de actividad frecuentes en sus ingresos. Se dedica a profanar tumbas, seguro. Este cementerio mostraba los índices más elevados en ese sentido, de hecho, y los cuadernos lo reseñan como el lugar por el que la ciudad paga para acoger a los cadáveres inidentificados. Abrigo la fundada sospecha de que los restos del kandra acabaron aquí. Solo tenemos que encontrar a este hombre y pedirle que los desentierre para nosotros.
Wayne asintió con la cabeza.
—No será como con el banquero —añadió Marasi—, que terminó cooperando pese a todas sus reticencias iniciales.
—¿En serio? Porque a mí me pareció un capullo...
—Concéntrate, Wayne. Deberemos aplicar todo el peso de la ley para convencer a este hombre. Sospecho que habrá que ofrecerle algún aliciente si queremos que nos ayude.
—Espera, espera —dijo Wayne, deteniéndose en mitad del sendero, con la frente envuelta en tentáculos neblinosos—, ¿qué vas a hacer, enseñarle la mercancía?
—Preferiría que lo hubieras formulado de otra manera, la verdad.
—Veamos, escucha —continuó Wayne, bajando la voz—, tenías razón con lo del banquero. Hiciste un trabajo fabuloso con él, Marasi, no soy tan orgulloso como para no saber apreciarlo. Pero la autoridad funciona de otra forma aquí fuera, en el mundo de la gente normal. Enséñale tus credenciales a este fulano y te garantizo que saldrá corriendo como una liebre asustada. Buscará la madriguera más próxima, se esconderá en lo más profundo de su hoyo y no soltará prenda.
—Las técnicas de interrogatorio adecuadas...
—No valen un pimiento cuando el tiempo apremia —la atajó Wayne—, como sucede en este caso. Yo pienso apretarle bien las clavijas. —Tras unos instantes de vacilación, añadió—: Además, ya te he soplado las credenciales.
—Que me... —Sobresaltada, Marasi hurgó en su bolso y descubrió que la pequeña placa grabada que la identificaba como alguacil había desaparecido, reemplazada por una botella vacía de Syles—. Ay, por favor. Esto no vale ni de lejos lo mismo que mis credenciales.
—Me consta que el trato es sobradamente justo —se defendió Wayne—. Porque lo tuyo no era más que un trozo de chatarra inservible... por lo menos aquí, en este cementerio.
—Me las devolverás en cuanto hayamos acabado con esto.
—Claro que sí. Siempre y cuando tú me rellenes esa botella.
—Pero si acabas de decir que...
—Gastos de gestión, ya sabes. —Wayne dirigió la mirada al frente, hacia la casa del enterrador. Se quitó la chistera y la pisoteó.
Marasi dio un paso atrás, con la mano en el pecho, mientras Wayne aplastaba el sombrero con los talones antes de recogerlo y volverlo del revés. A continuación, tras inspeccionarlo con expresión calculadora, sacó un cuchillo de su cinturón de metales y practicó un agujero en el lateral de la chistera. Tiró el guardapolvo a un lado y cortó una de las correas de sus tirantes.
Cuando el sombrero regresó a su cabeza, su aspecto recordaba poderosamente al de un vagabundo. Cierto era que siempre parecía estar al borde de la indigencia, pero así y todo seguía resultando asombroso comprobar la diferencia que podían llegar a marcar un par de cambios de nada. Hizo girar el cuchillo en la mano y miró a Marasi con ojo crítico. El sol se había puesto ya por completo, pero con las luces de la ciudad propagándose difusas a través de la niebla, en noches como aquella la claridad era mucho mayor que si el cielo estuviera despejado.
—¿Qué? —preguntó Marasi, incómoda.
—Tu aspecto es demasiado elegante —respondió Wayne.
La muchacha echó un vistazo a su atuendo. Llevaba puesto un sencillo vestido de color azul celeste cuyo dobladillo le llegaba hasta la mitad de la pantorrilla, con ribetes de encaje en las mangas y el cuello.
—Esto es de lo más normal, Wayne.
—No para lo que estamos haciendo.
—Podría hacerme pasar por tu jefa o algo por el estilo.
—Los hombres como este no le abren la puerta a la gente respetable. —El muchacho hizo girar de nuevo el cuchillo con una mano y alargó la otra hacia el pecho de Marasi.
—¡Wayne!
—No seas tan mojigata. ¿Quieres que lo hagamos en condiciones o no?
—Vale —suspiró Marasi—. Pero ata corto esos dedos.
—Antes me propasaría con una leona que contigo, Mara. Te lo aseguro.
Cortó la ventana opaca de encaje de su corpiño, dejándola con un escote vertiginoso. A continuación, les tocó a las mangas, recortadas hasta un palmo por encima del codo. Cogió las tiras de encaje y las anudó como una cinta alrededor del vestido, justo por debajo de los senos, y después tiró para sujetarlas a su espalda, ciñéndolas con firmeza. Aquello levantó y proyectó escandalosamente hacia delante el busto de la muchacha.
Una vez hecho eso, practicó una serie de rasgaduras calculadas en su falda antes de embadurnar de tierra la parte inferior. Dio un paso atrás, se dio unos golpecitos con el dedo en la mejilla, contemplativo, y asintió con la cabeza.
Al bajar la mirada para examinar su trabajo, Marasi se sintió impresionada. Aparte de realzarle el pecho, Wayne había roto y deshilachado algunas costuras, consiguiendo un efecto más desgastado que estropeado.
—Todo el mundo se fija primero en el torso —dijo el muchacho—, incluso las mujeres, lo cual no deja de resultar extraño, pero así están las cosas. De este modo nadie se dará cuenta de que las manchas son demasiado recientes, ni de que el resto de tu atuendo no está igual de raído.
—Wayne, me dejas de piedra. Eres un sastre excelente.
—Jugar con la ropa es divertido. No veo por qué no deberíamos poder hacerlo los hombres. —Sus ojos se recrearon en el escote de la joven.
—Wayne.
—Lo siento, perdona. Estoy metiéndome en mi papel, eso es todo. —Le indicó que lo siguiera, por señas, y continuaron recorriendo el sendero. Mientras caminaban, Marasi cayó en la cuenta de algo.
No se había ruborizado.
«Vaya, para todo hay una primera vez», pensó, sintiéndose curiosamente reafirmada en su confianza.
—Procura no abrir mucho la boca —le aconsejó Wayne cuando ya estaban cerca de la cabaña—. Suenas demasiado inteligente, por lo general.
—Haré lo que pueda.
El muchacho partió una rama sobre la marcha, la hizo girar alrededor de su dedo y la sostuvo ante él, apuntando hacia abajo, a modo de cayado nudoso. Llegaron al edificio iluminado: una pequeña estructura con el techo de paja en cuyo patio cubierto de musgo se erguían unas cuantas estatuas de espectros de la bruma, deterioradas por los elementos. Las esculturas (representadas como esqueletos con la piel atirantada sobre la osamenta) constituían una protección tradicional frente a sus contrapartidas de carne y hueso, ferozmente territoriales. Marasi sospechaba que aquellos seres sabrían distinguir entre un genuino ejemplar de su especie y una burda imitación de piedra... aunque, por otra parte, los científicos aseguraban que los espectros de la bruma ni siquiera habían salido con vida del Catacendro, por lo que cualquier duda que se pudiese abrigar al respecto en realidad era ociosa.
Había un individuo menudo, con el pelo rubio recogido en una coleta grasienta, silbando para sí junto a la cabaña, afilando una pala con una piedra de amolar. «¿Desde cuándo se afilan las palas?», pensó Marasi mientras Wayne se presentaba, sacando pecho, esgrimiendo su improvisado bastón ante él como si se tratase del invitado de honor a una fiesta de gala.
—¿Es usted —preguntó Wayne— el llamado Dezchamp?
—Dechamp —lo corrigió el hombrecillo, levantando la cabeza con parsimonia—. A ver, ¿acaso he vuelto a dejarme abierta la reja? Porque se supone que debería dejarla cerrada todas las noches. Voy a tener que pedirle que salga de esta propiedad, caballero.
—Enseguida me voy —dijo Wayne, apuntando con el bastón pero sin moverse del sitio—, pero antes me gustaría hacerle partícipe de una insólita propuesta comercial que nos incumbe a usted y a mí.
El muchacho había exagerado su acento hasta tal punto que Marasi debía prestar estricta atención a lo que estaba diciendo para entenderlo. Aparte de eso, la cadencia de sus palabras era ahora más brusca, con más sílabas acentuadas, lo que imprimía un ritmo especial a las frases. Comprendió que estaba imitando el acento del sepulturero.
—Soy una persona honrada, la rectitud encarnada —replicó Dechamp mientras deslizaba la piedra a lo largo del filo de la pala—. No veo necesidad alguna de ponerse a hablar de quién sabe qué turbios negocios, y menos con la hora que es y la noche que hace.
—Ah, la fama de su integridad lo precede —dijo Wayne, meciéndose sobre los talones, con las manos apoyadas en el bastón ante él—. No hay calle en la que no se hable de ella. Unos y otros ponen su honradez por las nubes, Dechamp. Está en boca de todos.
—Puesto que tantas conversaciones suscita, sabrá ya que la comparto con muchas personas. Soy muy... generoso con ella.
—Circunstancia que no nos afecta en lo más mínimo.
—Fíjese que diría yo lo contrario.
—En absoluto, antes bien —insistió Wayne—, puesto que mis necesidades se ciñen a un solo artículo, el cual no tiene por qué suscitar el interés de ningún otro particular.
Dechamp miró al muchacho de arriba abajo, primero, y después a Marasi, en la que su escrutinio se demoró tal y como Wayne había predicho. Transcurridos unos instantes sonrió, enderezó el espinazo y se volvió hacia la cabaña.
—¿Niño? —voceó—. ¡Niño!
Un chiquillo surgió atropelladamente de entre las brumas, legañoso, vestido con un guardapolvo y unos pantalones mugrientos.
—¿Señor?
—Date una vuelta por el cementerio, hazme el favor —dijo Dechamp—. Asegúrate de que no nos moleste nadie.
El pequeño abrió los ojos de par en par, asintió con la cabeza y volvió a perderse de vista en la niebla. Dechamp se echó la pala al hombro mientras se guardaba la piedra de amolar en un bolsillo.
—A ver, ¿en qué le puedo ayudar, caballero?
—Llámeme señor Monedas —dijo Wayne—, y yo lo llamaré a usted señor Tipo Listo, por lo acertado de la decisión que acaba usted de tomar.
Estaba alterando su acento. El cambio era sutil, pero Marasi se percató de que le había imprimido una modificación casi imperceptible.
—Todavía no hay nada decidido —replicó Dechamp—. Me gusta que el chico haga ejercicio de vez en cuando, eso es todo. Velo por su salud.
—Por supuesto. Y soy consciente de que aún no hemos llegado a ningún compromiso. Pero le garantizo que esto que busco es algo por lo que nadie más estaría dispuesto a darle un recorte.
—¿A qué viene tanto interés por su parte, en tal caso?
—Valor sentimental —dijo Wayne—. Pertenecía a una de mis amistades, y le supuso un duro golpe separarse de ello.
Marasi resopló, sorprendida por el comentario, atrayendo la atención de Dechamp.
—¿Es usted la amistad en cuestión?
—No hablo skaa —respondió Marasi en la antigua lengua de Terris—. ¿Podría repetírmelo en terrisano, por favor?
Wayne le guiñó un ojo.
—No se moleste, Dechamp. Soy incapaz de conseguir que hable como las personas normales, y mire usted que lo intento. Pero es mona, ¿a que sí?
El enterrador asintió en silencio, despacio.
—Y si, por algún casual, el artículo en cuestión estuviera bajo mi esmerada tutela, ¿dónde podría encontrarlo?
—Se produjo un trágico accidente en la ciudad hace unas semanas —dijo Wayne—. Explosivos. Víctimas mortales. Tengo entendido que le trajeron los restos a usted.
—Los recogió Bilmy, el encargado del turno de día. Los cadáveres que no reclama nadie, la ciudad los mete en una bonita fosa común. Es donde suelen ir a parar las prostitutas y los mendigos.
—Siempre injusta su muerte —dijo Wayne, quitándose el sombrero y colocándoselo sobre el pecho—. Vayamos a verlos.
—¿Quiere ir esta noche?
—Si no es demasiada molestia.
—Molestia, ninguna, señor Monedas —dijo Dechamp—, pero más le vale que su nombre esté en consonancia con sus intenciones.
Ni corto ni perezoso, Wayne sacó un puñado de billetes y los agitó en el aire. Dechamp los agarró, los olisqueó (por el motivo que fuera) y se los guardó en el bolsillo.
—Bueno, no son monedas, pero valdrán. Arreando.
Cogió una lámpara de aceite y se internó en la bruma.
—Has cambiado tu acento —le susurró Marasi a Wayne mientras lo seguían a escasa distancia.
—Lo he envejecido un poquito —replicó el muchacho, hablando en voz baja a su vez—. Una generación, más o menos.
—¿Hay alguna diferencia?
—Pues claro que la hay, mujer —se escandalizó Wayne—. Así parezco mayor, como sus padres. Me confiere más autoridad. —Meneó la cabeza como si le costase creer que Marasi no hubiera sabido darse cuenta de algo tan evidente.
La luz de la lámpara de Dechamp se reflejaba en el banco de niebla mientras caminaban, empeorando la visibilidad en la noche, pero seguramente la necesitaría cuando empezase a cavar. El efecto no contribuía en nada a aligerar el tétrico ambiente de las tumbas intercaladas entre los grotescos espectros de la bruma cincelados en piedra. Ateniéndose a la lógica, Marasi entendía que aquella tradición se hubiera extendido: si había un sitio del que uno querría ahuyentar a los monstruos que se alimentaban de carroña, ese era el cementerio. Solo que este lugar contaba con sus propias manadas de rapiñadores humanos, por lo que las estatuas no daban ningún resultado.
—Bueno —dijo Dechamp, y Wayne se situó a su altura para escucharlo—, ya hemos convenido que soy una persona honrada.
—Desde luego.
—Pero también soy frugal y ahorrativo.
—Como todos. Yo, por mi parte, nunca pido la cerveza más cara, ni siquiera cuando la taberna está a punto de cerrar y el dueño rebaja el precio a la mitad para apurar el barril.
—Es usted de los míos, entonces. Frugal y ahorrativo. Siempre he dicho que dejar que las cosas se estropeen y se echen a perder es una lástima. El Superviviente tampoco era nada derrochador.
—Salvo con sus nobles —replicó Wayne—. Esos le duraban muy poco.
—No cuenta —dijo Dechamp con una risita—. Eran ensayos armamentísticos. Hay que cerciorarse de que los cuchillos de uno no tengan el filo embotado.
—¡Sin la menor duda! Yo pongo a prueba constantemente la punta del mío, no sea que se me vaya a partir en plena faena.
Se carcajearon juntos mientras Marasi sacudía la cabeza. Wayne estaba en su salsa; podía pasarse el día entero hablando de apuñalar ricachones. Como si él mismo no tuviera más dinero ahora que la mitad de Elendel.
No le apetecía seguir escuchando sus chanzas y sus risotadas, pero, por desgracia, tampoco quería quedarse rezagada en la oscuridad. Cierto, se suponía que las brumas pertenecían al Superviviente, pero, herrumbres, una de cada dos lápidas parecía una figura que intentara abalanzarse sobre ella al amparo de la noche.
Al cabo, el sepulturero los condujo hasta una tumba cubierta recientemente, oculta tras un par de mausoleos de mayor tamaño. Carecía de distintivos salvo por la señal de la lanza, grabada en piedra y encajada en la tierra. Cerca de ella, unas cuantas fosas más (estas abiertas) aguardaban a sus cadáveres.
—Quizá le convenga sentarse —dijo Dechamp, sopesando la pala—. Iré rápido, puesto que la tierra está recién removida, pero tampoco tanto. Además, la señorita debería apartar la mirada. Quién sabe qué partes podrían salir de aquí.
—Sentarme... —Wayne paseó la mirada por el campo de tumbas—. ¿Dónde, buen hombre?
—Donde más rabia le dé. —Dechamp empezó a cavar—. Aquí nadie se queja. Ese es el lema de los enterradores, ¿sabe? «No pasa nada, recuerda que aquí nadie se queja.»
Y, con esas palabras, puso manos a la obra.