17
Marasi había leído mucho de pequeña acerca de la vida en los Áridos y sabía qué esperar de un viaje en diligencia: tedio, polvo e incomodidad.
Era maravilloso.
Debía contenerse para no sacar medio cuerpo por la ventana, como hacía Wayne a veces, para ver pasar el paisaje. Aún no habían llegado a los Áridos, pero ya se encontraban muy cerca. El olor de los caballos, los baches de la carretera, el chirrido de la madera y los muelles... Había presenciado y hecho muchas cosas notables en el tiempo que llevaba con Waxillium, pero ahora sí que se sentía realmente como si estuviera viviendo una aventura.
Waxillium estaba reclinado frente a ella, con los pies apoyados en el asiento a su lado, con los ojos cubiertos por el ala de su sombrero y las mejillas hirsutas tras una jornada sin afeitarse. Se había quitado las botas, que descansaban en el suelo junto a su escopeta.
Se le antojaba surrealista rememorar cómo había contemplado la posibilidad de mantener una relación con él, ahora que llevaban tanto tiempo trabajando juntos. No, ya no le interesaba. Pero sí que admiraba la estampa tan perfecta que constituía, con su pistola, sus botas y su sombrero.
Aunque debía reconocer que la imagen quedaba un poco distorsionada por la figura de Steris acurrucada en el asiento junto a él, roncando suavemente con la cabeza apoyada en su hombro. ¿Cómo de extraño tenía que haberse vuelto el mundo para que la escrupulosa hermanastra de Marasi hubiera terminado embarcándose con ellos en aquella aventura? El lugar de Steris estaba en una salita, acompañada de una taza de té y un mamotreto sobre horticultura, y no viajando en diligencia campo a través con rumbo a un potencial ejército de alomantes. Hela allí, no obstante, acaramelada con Disparo al Amanecer en persona.
Marasi sacudió la cabeza. No sentía celos de Steris, lo cual era francamente asombroso, habida cuenta de sus respectivos pasados. Costaba mucho odiar a Steris. Una podía aburrirse con ella y sentirse desconcertada o frustrada, pero... ¿odiarla? Imposible.
Marasi sacó la libreta a fin de retomar su informe para VenDell y el comisario Reddi, el cual esperaba enviar antes de llegar a Dulsing.
Waxillium se revolvió y levantó el ala de su sombrero, observándola.
—Deberías dormir un poco.
—Descansaré en la primera parada.
—¿Parada?
Marasi titubeó. Llevaban ya medio día de viaje, evitando las carreteras principales para dar esquinazo a cualquier perseguidor que pudiera haber salido de Nueva Seran tras su pista. Tras atravesar varios sembrados, se habían pasado toda una hora traqueteando por colinas abruptas para sortear las granjas de los alrededores dejando el menor rastro posible de su paso.
El camino que seguían discurría hacia el noreste de Nueva Seran, bordeando las montañas que se elevaban a su derecha; se abrazaba a las estribaciones, con los inevitables altibajos del terreno que eso conllevaba, pero esas seguían siendo buenas tierras de cultivo. Toda la cuenca lo era, incluso allí en la periferia, donde el clima era más árido que en el interior.
—Pensaba que tras la carrera de anoche... —murmuró Marasi—. Cielos. ¿Pretendes ir directamente hasta allí?
—«Directamente» quizá sea exagerado —dijo Waxillium—, teniendo en cuenta los rodeos que está dando MeLaan para evitar que nos intercepten. Pero sí, en efecto. No deberíamos tardar más de cuatro horas o así.
El tren los habría llevado a su destino en una fracción de ese tiempo, con comodidad. Quizá las ciudades exteriores tuvieran razones fundadas para protestar por la flagrante desigualdad de medios que existía entre ambas regiones.
—¿Waxillium? —lo llamó Marasi cuando vio que volvía a rebullirse en su asiento.
—¿Mmm?
—¿Crees que son reales? ¿Los Brazales de Duelo?
Wax se levantó del todo el sombrero.
—¿Alguna vez te he contado por qué me fui a los Áridos?
—¿De joven? Porque detestabas los politiqueos, las expectativas... los tejemanejes de una sociedad que de noble solo tenía el nombre.
—Por eso me fui de Elendel —dijo Waxillium—. Pero ¿por qué a los Áridos? Podría haber elegido como destino una cualquiera de las ciudades exteriores, podría haber buscado una plantación en la que dedicarme a leer y llevar una vida tranquila.
—Bueno... —Marasi arrugó el entrecejo—. Me imagino que siempre quisiste ser un vigilante.
Waxillium sonrió.
—Ojalá hubiera encontrado mi vocación con tanta facilidad. Podría haberme pasado toda mi infancia regañando a los demás chiquillos por cualquier cosa que hicieran.
—Entonces, ¿cuál fue el motivo?
Waxillium se arrellanó en el asiento y cerró los ojos.
—Perseguía una leyenda, Marasi. Quería encontrar el oro del Superviviente, desenterrar tesoros, que contaran historias sobre mí...
—¿Tú? —preguntó Marasi—. ¿Querías ser un intrépido caballero?
Waxillium hizo una mueca ostensible al escuchar aquel término.
—Lo dices como si me compararas con ese necio de los pasquines. Créeme, Marasi, aquellos primeros meses fueron muy duros. Las minas estaban cerrando y una oleada de personas sin empleo desbordaba todas las ciudades. No podía entrar en ninguna cantina sin tropezarme con algún cretino imberbe como yo, recién llegado de la cuenca con la cabeza llena de sueños de gloria y riquezas.
—Y te convertiste en cazarrecompensas. Ya me has contado esa parte. Algo relacionado con no sé qué botas.
—A la larga, sí —replicó con una sonrisa Waxillium—. Pasé muchas penurias allí antes de recurrir a las recompensas. Al principio, sin embargo, solo pensaba en el oro. Tardé en quitarme aquellas fantasías de la cabeza, pero incluso después, si me convertí en vigilante lo hice movido por la codicia. Empecé a perseguir proscritos por el dinero. Además..., en fin, siempre había tenido algo en mi interior que se rebelaba al presenciar alguna injusticia. Acabé en Erosión. Otra ciudad de los Áridos, decrépita y olvidada, que no le importaba a nadie. Aún habrían de transcurrir otros seis años antes de que alguien me entregase mis credenciales y mi nombramiento se hiciera oficial.
La caja de la diligencia se mecía sobre sus ballestas. Marasi podía oír a Wayne y MeLaan conversando sobre sus cabezas. Mientras no intentasen enrollarse y conducir a la vez...
—Cuando VenDell nos habló de esto, deseé que los brazaletes no fuesen reales —continuó Waxillium, mirando por la ventana—. Me enfurecía la idea de que un sueño estúpido pudiera capturarme de nuevo, cuando por fin había encontrado la estabilidad en Elendel. No necesitaba sentir de nuevo la tentación de la aventura, el recordatorio de un mundo del que había terminado encariñándome aquí fuera, en medio del polvo.
—Así que crees que son reales.
—La cuestión es la siguiente. —Wax se inclinó hacia delante, obligando a Steris a cambiar de postura mientras seguía durmiendo—. Mi tío no ha tenido tiempo de crear ningún alomante, como sospecho que se propone. Los planes que hayan ideado el Grupo y él son proyectos a largo plazo. Pero le había prometido algo a Kelesina, y me dio la impresión de que está convencido de poder cumplir con su parte del trato. ¿Tienes el artefacto?
Marasi extrajo el pequeño cubo de metal de su bolso. Waxillium rebuscó en su bolsillo y sacó la moneda que le había dado aquel pordiosero. Colocó ambos objetos uno junto al otro; la luz del sol que entraba por la ventana se reflejaba en el cubo y ponía de relieve los extraños símbolos que exhibían sus caras.
—Está ocurriendo algo extraño, Marasi —dijo Waxillium—. Algo lo suficientemente importante como para despertar el interés de mi tío. Todavía no tengo ninguna respuesta. Antes debo buscarlas.
La muchacha se descubrió sonriendo ante la intensidad que veía en sus ojos.
—No es el cazador de tesoros que hay en ti el que ha decidido ir a Dulsing, sino el detective.
Wax sonrió.
—¿Estabas escuchando lo que me dijo MeLaan anoche?
Marasi asintió con la cabeza.
—Tendrías que haber estado durmiendo. —Waxillium lanzó la moneda al aire, la recogió al vuelo y le devolvió el cubo a la joven—. Acudir a Aradel habría sido lo más sensato y maduro, pero tengo que encontrar esas respuestas. Además, ¿quién sabe? Quizá los brazaletes sean reales. En tal caso, arrebatárselos a Elegante sería por lo menos igual de importante que informar al gobernador de lo ocurrido en Nueva Seran.
—Crees que tu tío intenta crear alomantes por medios tecnológicos en vez de biológicos.
—Un poder aterrador en las manos de alguien como él —dijo Waxillium, acomodándose de nuevo en su asiento—. Duerme un poco. Cuando lleguemos a Dulsing, lo más probable es que aprovechemos la oscuridad para infiltrarnos en ese proyecto de construcción.
Volvió a taparse los ojos con el ala del sombrero. A Marasi le pareció buena idea imitar su ejemplo e intentó conciliar el sueño. Lamentablemente, los pensamientos que se agolpaban en su cabeza eran demasiados como para permitirle dormir.
Desistió de su empeño, al cabo, y retomó la misiva. En ella explicaba lo que habían hecho y qué habían averiguado. Debería enviarla cuanto antes. Quizá pudiera encontrar una estafeta de telégrafos cuando cambiaran los caballos, así no tendría que preocuparse de que la carta llegara o no a tiempo.
Una vez redactado el informe, pasó a sus notas sobre la desaparecida púa de kandra. Kelesina, actuando por orden del Grupo, había intentado matar a ReLuur y creía haberlo conseguido. Cuando Elegante le exigió pruebas, ordenó desenterrar la púa y enviársela a Dulsing. Pero ¿la guardarían allí? En tal caso, cabía suponer que estaría a buen recaudo. ¿Cómo diablos iba a encontrarla?
Contempló el cubo. Elegante había mostrado interés en él. ¿Podría utilizarlo de alguna manera?
Marasi frunció el ceño mientras lo hacía girar entre los dedos. Las caras estaban separadas por unos pequeños surcos. Al fijarse mejor, a la luz del sol, detectó algo que hasta entonces se le había pasado por alto. Una protuberancia diminuta, oculta en una de aquellas estrías. Parecía... en fin, un interruptor. Disimulado de tal manera que nadie pudiese oprimirlo por accidente.
Se valió de una horquilla para el pelo a fin de accionar la pequeña palanca. Se movió, tal y como esperaba.
«Un interruptor.» Parecía algo tan... burdo. Esto era o bien una reliquia mística, o bien algún tipo de tecnología secreta. No se le acoplaba un interruptor a algo así; lo más lógico sería que hubiese que exponerlo a la luz de las estrellas, o pronunciar una orden específica, o ejecutar cualquier clase de danza exótica el último día del mes mientras alguien se comía un kumquat.
La palanquita, en cualquier caso, no daba la impresión de haber hecho nada. De modo que Marasi tragó saliva y quemó una pizca de cadmio.
El cubo empezó a vibrar en sus dedos.
El carruaje entero se estremeció, tambaleándose como si acabara de recibir un fuerte impacto. Marasi se golpeó la cabeza contra el techo y, acto seguido, se vio arrojada de nuevo contra su asiento.
Los caballos relincharon, asustados, pero MeLaan consiguió controlarlos. La diligencia se detuvo por completo instantes después.
—¿Qué demonios ha sido eso? —preguntó Waxillium mientras se levantaba del suelo, adonde había ido a parar, enredándose con Steris.
Marasi gimió, enderezándose en su asiento con la cabeza apoyada en las manos.
—He hecho una tontería.
—¿Qué tontería?
—Estaba investigando el artefacto y usé la alomancia.
Wayne asomó la cabeza por la puerta un instante después, colgando bocabajo.
—¿Has creado una burbuja de velocidad? —preguntó.
—Sí.
—Esa sacudida no se ha cargado a los caballos por poco.
—Perdón, perdón.
Waxillium ayudó a Steris a sentarse.
—¿Qué... qué ha ocurrido? —preguntó la muchacha, desconcertada.
—Marasi ha creado una burbuja de velocidad mientras nos movíamos —le explicó Waxillium—. Rebasamos su límite y la sacamos de ella, provocando que estallara y nos arrojara de un marco temporal al siguiente.
—Pero —se extrañó Steris—, ya utilizó una en el tren.
—Las burbujas de velocidad se desplazan contigo si viajas a bordo de algo lo suficientemente grande —explicó Waxillium—. De lo contrario, la traslación del planeta te sacaría de todas las que hicieras. El tren era veloz y pesado. La diligencia es pequeña y no lo bastante rápida. Así que...
—Así que debería habérmelo pensado mejor antes de actuar —concluyó Marasi, ruborizándose—. No cometía ese error desde que era pequeña. Pero, Waxillium... vibraba.
—¿Cómo?
—El cubo se... —Marasi se interrumpió al darse cuenta de que se le había caído el artefacto en medio de la confusión. Tras echar un vistazo a su alrededor, desesperada, lo localizó junto al pie de Waxillium. Lo recogió con una expresión triunfal en el rostro—. Tiene un interruptor.
—¿Un interruptor?
La muchacha lo giró para enseñarle la pequeña palanca.
—Hay que introducir algo por la ranura para pulsarlo —dijo—, pero funciona.
Wax se quedó mirándolo, perplejo, y se lo mostró a Steris, que entornó los párpados para observarlo con detenimiento y murmuró:
—¿Qué clase de artilugio arcano utiliza un interruptor?
—Tiene su lógica, supongo —dijo Waxillium—. A nadie le gusta que sus artilugios arcanos se activen por accidente.
—Podrías desnucar sin querer a los conductores de tu diligencia —refunfuñó Wayne.
—¿No te impidió usar la alomancia? —le preguntó Wax a Marasi, acariciándose la barbilla.
La muchacha negó con la cabeza. Todavía podía sentir sus reservas de metal.
—Creo que no hizo nada.
—Hmm. —Waxillium lo sostuvo ante sus ojos—. Podría ser peligroso.
—¿Vamos a probarlo? —preguntó Wayne, agarrado aún a la ventanilla.
—Por supuesto que sí —respondió Wax—. Pero lejos del vehículo.
Wax sostenía el cubo vibrante en la mano. Respondía a la combustión del metal, pero no parecía hacer nada más.
Se habían detenido cerca de un bosquecillo de grandes nogales. Wayne estaba aprovechando para llenarse los bolsillos de frutos secos mientras Marasi asistía a los experimentos de Wax desde una distancia prudencial. MeLaan se había llevado los caballos para que abrevaran en un arroyo que discurría algo más adelante. No muy lejos de su ubicación se extendía un campo de zanahorias cubierto de tallos verdes, sin tocar por la mano del hombre. El aire olía a frescor, a vitalidad natural.
Wax dejó que sus metales se apagaran. El cubo dejó de vibrar. Los quemó otra vez, y el artefacto reaccionó; despacio, al principio, pero aumentando de intensidad transcurridos un par de segundos. Pero ¿qué hacía? ¿Por qué no bloqueaba su alomancia, como había ocurrido en el tren?
«A lo mejor no afecta a la persona que lo active», pensó. Eso tendría sentido, en cierto modo, aunque ignoraba cómo podría detectarlo el artefacto.
—Oye, Wayne —dijo.
—¿Qué pasa, compañero?
—Atrápalo.
Le lanzó el cubo. Wayne lo cogió al vuelo y dio un respingo cuando las hebillas de seguridad de su cinturón, en el que transportaba sus viales de metal y todas las monedas que llevaba encima, se abrieron de golpe y la correa se separó volando de él. Se giró para verlo caer al suelo a unos seis metros de él, colina abajo; cuando dio un paso en su dirección, el cinturón volvió a alejarse.
Wax corrió hacia él; mientras lo hacía, la escopeta que llevaba en la funda de la pierna empezó a tirar de él hacia atrás, como si alguien estuviera empujando contra ella. El efecto desapareció instantes después; para cuando hubo llegado a la altura de Wayne, el cubo había dejado ya de vibrar.
Wayne levantó el artefacto.
—¿Qué ha sido eso?
Wax se lo quitó de las manos mientras Marasi se apresuraba a reunirse con ellos.
—No roba la alomancia, Wayne. Nunca lo ha hecho.
—Pero...
—Captura el metal que estás quemando y de alguna manera... lo extiende. Acabas de verlo. Empujó tu metal lejos de ti, como si tuvieras un lanzamonedas al lado. El cubo utiliza alomancia.
Los tres se quedaron atónitos, contemplando fijamente el pequeño artefacto.
—Tenemos que probarlo otra vez —dijo Wax—. Wayne, sostenlo y quema bendaleo. Marasi, tú ponte allí. Wayne, cuando estés preparado, lánzale el cubo.
Así lo hicieron. Wax se apartó unos pasos. Cuando Wayne quemó sus metales, de repente se transformó en una mancha borrosa dentro de su burbuja de velocidad. El cubo salió disparado en un abrir y cerrar de ojos y surcó el aire hacia Marasi, ligeramente desviado pero en la dirección correcta.
Se activó justo antes de alcanzarla, y la muchacha se convirtió en una mancha borrosa a su vez. Recogió el cubo y regresó a su posición original como una exhalación. Le dio tiempo a contar hasta diez antes de que el artefacto dejase de funcionar y la devolviera a su tiempo normal.
—¿Habéis visto eso? —preguntó Marasi, asombrada, sosteniendo el cubo en las manos—. Ha creado una burbuja de velocidad para mí. ¡Se alimentó de la alomancia de Wayne y la replicó!
—¿Es lo que buscábamos, entonces? —Wayne se había reunido con ellos tras deshacer su burbuja.
—No exactamente —dijo Wax mientras recuperaba el artefacto—. Pero es alentador, sin duda. Parece que hace falta ser alomante para usar esto. No te concede nuevos poderes, pero extiende los que ya posees. Es como... como una granada alomántica.
Marasi asintió vigorosamente con la cabeza.
—Lo que significa que el hombre del tren, el que empleó esto contra nosotros, es una sanguijuela. Puede eliminar la alomancia de los demás y le confirió ese poder al cubo antes de lanzártelo.
—Se activa un par de segundos después de arrojarlo —asintió Wax—. Muy práctico.
—Esto demuestra que Elegante dispone de tecnología secreta —añadió la muchacha.
—Ya lo sabíamos —dijo Wax—, tras haber visto el aparato de comunicación. Pero sí, esto es aún más curioso. Me siento tentado de pensar que todos estos rumores acerca de los Brazales de Duelo provienen de esta tecnología que estaba desarrollando el Grupo.
—¿Y los símbolos?
—Ni idea. ¿Algún tipo de código en clave? —Wax tamborileó con los dedos sobre el artefacto y se lo entregó a Marasi.
—¿Por qué yo?
—Porque es tuyo. Tú lo encontraste; tú has descubierto cómo se activa. Además, tengo la corazonada de que será más eficaz en tus manos.
Tras quedarse pensativa un momento, la muchacha abrió mucho los ojos. Ser una pulsadora no era muy útil cuando estabas atrapada dentro de una burbuja en la que te movías comparativamente más despacio que los demás. Sin embargo, si se pudiera atrapar a otro en esa burbuja...
Wayne emitió un silbidito.
—Procuraré no perderlo —dijo Marasi, guardándose el artefacto—. Deberíamos seguir investigándolo más adelante, desentrañar su funcionamiento.
«Me pregunto...», pensó Wax, acordándose de algo más. Se dejó llevar por la intuición, rebuscó en el bolsillo y sacó el brazalete dorado de Kelesina.
Se lo lanzó a Wayne.
—¿Qué es esto? —preguntó el joven, sosteniéndolo en alto—. Una bonita argolla de oro macizo, eso es lo que es. ¿A cambio de qué te lo han dado? Me vendría de perlas, compañero. Sería una mente de metal estupenda.
—Sospecho que ya lo es —replicó Wax, desinflándose. Sabía desde el principio que la idea era absurda.
Wayne jadeó, sorprendido.
—¿Cómo? —dijo Marasi.
—Una mente de metal... —musitó Wayne—. Que me aspen, ya lo creo que lo es. La percibo. Wax, ¿llevas encima el cuchillo?
Wax asintió con la cabeza y desenfundó el arma de su cinturón. Cuando Wayne extendió la mano en su dirección, le practicó un pequeño corte en el dorso. La herida se cerró de inmediato.
—Haaalaaa —susurró Wayne—. Es la mente de metal de otra persona, pero la puedo usar yo.
—Tal y como dijo VenDell —declaró Wax, recuperando el brazalete de entre los dedos de Wayne—. Una mente de metal sin Identidad. Herrumbres. Tengo que consumir mi metal para obtener siquiera una línea sutil que apunte hacia ella. Este chisme debe de estar lleno a reventar de poder.
Más que ninguna otra mente de metal que hubiera percibido en su vida, de hecho. Contra las demás podía empujar sin demasiados problemas, por lo general. Esta apenas si sería capaz de moverla.
—¿Por qué no me di cuenta inmediatamente de lo que era? —se lamentó Wayne—. Han tenido que explicármelo. Además... ¡ay, herrumbres! Esta es la prueba que demuestra la existencia de los Brazales de Duelo, ¿verdad?
—No —dijo Wax—. Yo no puedo percibir ni rastro de reservas en el brazalete. No puedo usarlo, puesto que no soy hacedor de sangre. No es una mente de metal que pueda utilizar cualquiera, solo quienes posean los poderes adecuados.
—Sigue siendo un artefacto notable —observó Marasi.
—Y perturbador —añadió Wax, contemplando fijamente aquella argolla de aspecto inofensivo. Para crear algo así habría hecho falta un feruquimista con dos poderes. De modo que, o bien el Grupo tenía acceso a feruquimistas de pleno derecho, o bien sus temores se estaban cumpliendo. Habían descubierto cómo usar la hemalurgia.
«O bien se trata de una reliquia —pensó—. Cabe esa posibilidad.» Quizá la caja y esto fuesen artefactos de otra época.
Le devolvió el brazalete a Wayne.
—¿Cuánto hay dentro?
—Un montón. Pero no es inagotable. Cerrar ese corte ha mermado sus reservas.
—Entonces quédate tú con él. —Wax se giró al oír su nombre. MeLaan estaba llamándolo desde la linde del bosquecillo, agitando los brazos. Dejó a Wayne y a Marasi y encaminó sus largas zancadas hacia la alta y esbelta figura femenina del kandra, preocupado aún por el posible significado de sus últimos descubrimientos. ¿Qué indicaba el brazalete? ¿Encontrarían aún más sorpresas? ¿Mentes de metal que conferían poderes increíbles a quienes las tocaran, quizá? Por primera vez, se descubrió contemplando la posibilidad de que los Brazales de Duelo existieran realmente. ¿Cuál sería el impacto sobre la sociedad si los poderes de los nacidos del metal se convirtieran en algo que cualquiera pudiese conseguir con dinero?
—Creo que deberías ver esto —le dijo MeLaan cuando hubo llegado a su altura, indicándole por señas que la siguiera en su ascenso por una empinada ladera cubierta de vegetación. Una vez en lo alto, la vista se extendía hasta los territorios del noreste. Una porción del terreno aparecía cultivada, compartimentada en hileras y anillos, pero en su mayor parte era igual que el paisaje que habían dejado atrás esa jornada: inhóspito, salpicado al azar de hortalizas y árboles frutales. Soplaba una brisa fresca, suficiente apenas para atemperar los embates del sol que resplandecía sobre sus cabezas.
Contemplando aquello mientras se deleitaba con las caricias del viento, Wax comprendió qué era lo que tanto le irritaba de los problemas entre Elendel y las ciudades exteriores. ¿No se daban cuenta esas personas de lo dura que era la vida en los Áridos, donde plantar cualquier semilla era una apuesta sin garantías de éxito? ¿Donde el peligro de morirse de hambre era una amenaza real?
«Toman por insensatos a quienes deciden vivir en los Áridos —pensó Wax mientras cogía el anticuado catalejo que le ofreció MeLaan—. No entienden lo que es pasarse generaciones enteras atrapado aquí, demasiado pobre o testarudo para volver a la cuenca.»
En los Áridos, la libertad tenía un precio. Se mirara como se mirase, la cuenca era literalmente un paraíso, diseñado para el ser humano por una deidad deseosa de recompensar al mundo tras un milenio de cenizas y escombros. Pero, al parecer, incluso en el paraíso encontraban l os hombres pretextos para enemistarse y luchar.
Levantó el catalejo.
—¿Qué estoy buscando?
—Apunta hacia la carretera, a unos mil quinientos metros o así —dijo MeLaan—. Junto al puente que cruza un arroyo.
Wax divisó a un par de hombres descansado en el campo, armados con hachas. Tenían toda la pinta de haber estado cortando el tronco de un árbol caído. Había otro de estos atravesado en la carretera.
—¿Qué ves?
—Una barrera que quiere parecer otra cosa. Ese árbol cruzado en medio del camino está colocado para que parezca que se desplomó de ese modo, pero los surcos del suelo indican que alguien lo ha arrastrado intencionadamente hasta allí. Además, ya lo han reubicado un par de veces, al menos.
—Buen ojo —dijo MeLaan.
—No voy a dártelo. —Wax apuntó el catalejo hacia las granjas de la zona—. Soldados estacionados en esa hacienda de ahí, me imagino. No hay ninguna chimenea encendida en los demás edificios. Abandonados, seguramente. A esta hora del día es difícil encontrar una granja sin comida en el horno.
—¿No están esperando?
—No, esta región es demasiado grande para eso. Están formando un perímetro. Intentan disimular para evitar que se corra la voz, pero ya deben de haber acordonado toda la zona. ¿Qué diablos se traerán entre manos?
MeLaan sacudió la cabeza, desconcertada.
—En fin, tendremos que dejar la diligencia aquí —dijo Wax, devolviéndole el catalejo—. ¿Tienes experiencia con las monturas sin silla?
—Bueno, hace tiempo que no tiro a ningún jinete, pero tampoco se me presentan muchas oportunidades de ser un caballo, así que no sabría decirte lo que va a pasar hoy.
Wax parpadeó varias veces seguidas.
—Ah, te refieres a que monte yo a pelo, no a dejar que me monten —dijo MeLaan—. Sí, tengo algo de experiencia. Sospecho que la mayor de tus preocupaciones no debería ser yo.
El kandra inclinó la cabeza en dirección a Steris, que caminaba por el calvero seguida de Wayne. El muchacho acarreaba su sombrero como si fuera un capazo, lleno hasta los topes de nueces.
—Ya —murmuró Wax.
Con suerte, alguno de los caballos resultaría ser dócil.
El crepúsculo se asentó sobre el páramo por etapas, batiendo como unos párpados cansados que pugnaran por mantenerse abiertos. Otra característica del terreno allí abajo, en el sur, pensó Wax. Tan pronto podía estar uno cabalgando entre los árboles de una hondonada, envuelto en un manto de sombras, como coronaba un cerro colindante con una pradera para descubrir que el sol aún no había terminado de ponerse sobre el horizonte.
La oscuridad llegó, a pesar de todo, aunque no lo hizo acompañada de bruma. Solo entonces se percató Wax de cuánto anhelaba sentir su abrazo otra vez.
Steris lo sorprendió. Se las arreglaba sin problemas, aun a pesar de la falda. Había metido en la maleta una lo bastante recia como para poder recogérsela debajo y montar a pelo sin desvelar demasiado. Cabalgaba sin rechistar, como hacía prácticamente con todo desde que empezara este viaje.
Las pocas granjas y campamentos de cazadores con los que se habían cruzado estaban desiertos. El desasosiego de Wax iba en aumento. Se encontraban en una pequeña región escasamente poblada de los confines más recónditos de la cuenca, cierto, pero seguía pareciéndole profundamente inquietante que el control que ejercía el Grupo sobre ella fuese tan férreo.
Cuando llegaron a la última línea de árboles de un soto que limitaba con una aldea, MeLaan se adelantó para reconocer el terreno, regresó y le indicó por señas que la siguiera. Wax se reunió con ella para inspeccionar el poblado desde la linde del bosque.
Unos brillantes focos eléctricos iluminaban el perímetro alrededor de una estructura enorme que se erigía en lo que alguna vez debía de haber sido el centro de la aldea de Dulsing. De madera, sin ventanas e inmensa, la construcción aún no estaba acabada, a juzgar por los andamios que se ceñían a sus laterales y el tejado abierto en lo alto. Los demás edificios del pueblo se habían derruido, en su mayoría; tan solo unos cuantos se veían intactos aún en la periferia.
Una luz cálida emanaba del tejado abierto de la estructura. ¿De dónde obtendrían tanta electricidad? MeLaan le pasó el catalejo, y Wax lo usó para inspeccionar el perímetro. Aquellos eran soldados, sin duda; sus uniformes rojos lucían algún tipo de distintivo en el pecho que resultaba indistinguible a esa distancia. Portaban rifles apoyados en el hombro, y los focos trazaban un anillo brillante alrededor del lugar. Apuntaban hacia fuera, no hacia el edificio, lo que dejaba multitud de zonas en sombra dentro de aquel anillo. Podrían ponerse a cubierto cuando consiguieran traspasar el perímetro.
—¿Qué opinas? —le preguntó Wax al kandra—. ¿Será alguna clase de búnker?
—No se asemeja a ninguno de los fuertes que yo haya visto —susurró MeLaan—. ¿Con esas paredes tan endebles? Parece más bien un almacén gigantesco.
Un almacén tan grande como una pequeña ciudad. Wax sacudió la cabeza, desconcertado; en el extremo más alejado de la aldea divisó algo que le llamó la atención. ¿Una cascada? Quedaba fuera del alcance de los focos, pero le pareció ver una neblina que se levantaba allí donde el agua chocaba con el suelo, y un pequeño riachuelo discurría a través del poblado.
—Hay terreno elevado en esa dirección —observó.
—Sí —dijo MeLaan—. En los mapas se menciona ese salto de agua de ahí. Pequeño pero bonito, en teoría.
—Debe de haber una turbina acoplada. De allí extraen la energía. Volvamos con los demás.
Desanduvieron sigilosamente el camino entre la maleza, hasta las sombras del bosquecillo donde los aguardaban Wayne, Marasi y Steris.
—Este es el sitio, sin duda —susurró Wax—. Tenemos que encontrar la manera de entrar. Hay un montón de soldados. El perímetro está bien vigilado.
—Volando —sugirió Steris.
—No funcionaría —dijo Wayne—. Tenían un buscador en la fiesta. ¿Crees que no habrá otro aquí? En cuanto alguno de nosotros queme cualquier metal, los secuaces de Elegante acudirán corriendo a darnos la bienvenida con un efusivo apretón de manos y no pocas ganas de aplastarnos la cabeza.
—¿Entonces? —preguntó Marasi.
—Antes tendría que echar un vistazo —replicó el muchacho.
—Me parece que la posición es mejor desde el otro lado. —Wax señaló con el dedo y MeLaan abrió la marcha en la oscuridad, guiando a su caballo entre los inmensos árboles que se cernían sobre ellos. Wax se situó junto a Steris en la retaguardia del grupo, rezagándose ligeramente a propósito para hablar con ella en privado—. Steris —susurró—, he estado sopesando cuál sería la mejor manera de proceder cuando hayamos decidido cómo infiltrarnos. Pensaba pedirte que nos acompañaras, pero no lo veo factible. Creo que deberías quedarte y vigilar los caballos.
—Muy bien.
—No, en serio. Nos enfrentamos a soldados armados. No quiero ni imaginarme cómo me sentiría si te metieras ahí y te pasara algo. Te tienes que quedar aquí.
—Muy bien.
—Esto no admite discusión po... —Wax dejó la frase a medias, desconcertado—. Espera un momento. ¿No me vas a llevar la contraria?
—¿Por qué? Apenas sabría adónde apuntar con una pistola, y mis dotes para el subterfugio son prácticamente nulas... Bien pensado, lord Waxillium, poseer semejante talento me parecería indecoroso. Si bien defiendo el hecho de que la gente suele estar más segura en tu compañía, cargar contra un bastión infestado de adversarios se me antoja forzar ligeramente las cosas. Me quedaré aquí.
Wax sonrió de oreja a oreja en la oscuridad.
—Steris, eres una joya.
—¿Por qué? ¿Por tener un saludable instinto de conservación?
—Digamos que aquí, en los Áridos, me acostumbré a que la gente se empeñara en acometer empresas que excedían sus capacidades. Y siempre parecían decididos a hacerlo justo cuando mayor era el riesgo.
—Bueno, pues yo haré todo lo posible para que nadie me vea —dijo Steris— y no me capturen.
—Dudo que necesites preocuparte por eso si te quedas aquí.
—No, si estoy de acuerdo. Pero esa es precisamente la clase de anomalía estadística que me hace la vida imposible, así que procuraré estar preparada de todas formas, por si acaso.
Obstaculizados por los desniveles del terreno, se dirigieron al límite oriental de la aldea, donde dejaron a Steris con los caballos. Wax cogió algunos enseres de la bestia de carga: redomas de metal, munición extra y armas de sobra, incluida la pistola de aluminio que había sacado de la mansión de Kelesina. Además del último de los artilugios esféricos de Ranette, el cual se guardó en la bolsa que llevaba colgada del cinto.
Tras remontar unos cuantos peñascos, consiguieron instalarse en una cresta rocosa que se elevaba sobre la cascada (la cual distaba de ser tan espectacular como se había imaginado) para inspeccionar el poblado. O lo que quedaba del mismo, al menos.
—Ojalá pudiéramos ver qué hay dentro de ese edificio —dijo Marasi, pasándole el catalejo.
Wax asintió con un gruñido. Se encontraban casi lo bastante arriba como para asomarse al interior de la misteriosa estructura. Todos aquellos destellos oscilantes denotaban una actividad frenética, eso era indudable: había muchas personas deambulando de un lado para otro allí abajo, pasando frente a las luces de la gran cámara. Pero ¿qué estarían haciendo? ¿Y por qué trabajaban a esas horas tan intempestivas de la noche?
—Colarse ahí dentro va a ser bastante complicado —murmuró Wayne.
—Podríais matar a uno de los guardias —sugirió MeLaan mientras se sentaba en un risco—. Me lo comería, adoptaría su forma y os dejaría pasar.
Wax parpadeó varias veces seguidas y miró de reojo a Marasi, que había palidecido.
—En serio —protestó MeLaan—, os agradecería que dejaseis de poner esa cara cada vez que os ofrezco alguna propuesta pragmática.
—No es pragmatismo —dijo Marasi—, sino canibalismo.
—Técnicamente, no, puesto que pertenecemos a especies distintas. La verdad, si os fijáis en nuestra fisiología, poseo menos rasgos en común con los seres humanos que vosotros con cualquier vaca... y nadie se lleva las manos a la cabeza cuando os zampáis un buen chuletón. Con la guardaespaldas de Innate no tuvisteis tantos remilgos.
—Ya estaba muerta —matizó Wax—. Gracias por la sugerencia, MeLaan, pero introducirte en el cuerpo de un guardia no es una opción.
—No nos gusta matar a la gente —terció Wayne—. A no ser que nos disparen primero, al menos. Esos muchachos se limitan a hacer su trabajo. —Se volvió hacia Marasi, como si esperase que lo respaldara.
—A mí no me mires —dijo la muchacha—. Todavía no me he recuperado de ver cómo intentas erigirte en paladín de la rectitud y los principios morales.
—Concéntrate, Wayne —ordenó Wax—. ¿Cómo vamos a entrar? ¿Probamos con un Cinturón Gordo?
—Nah, demasiado ruidoso. Creo que deberíamos hacer un Tomate Despachurrado.
—Arriesgado —replicó Wax, negando con la cabeza—. Habría que calcular la colocación al milímetro, entre el perímetro iluminado y la parte en sombra junto a las paredes.
—Tú podrías conseguirlo. Realizas disparos así a todas horas. Además, contamos con esta flamante mente de metal rebosante de salud, esperando a que alguien la rebañe.
—Un solo error bastaría para echar por tierra toda la operación, con poder curativo o sin él. Creo que deberíamos hacer un A Cubierto Bajo las Nubes.
—¿Me tomas el pelo? ¿No recibiste un balazo la última vez que lo intentamos?
—Más o menos.
MeLaan se quedó mirándolos fijamente, estupefacta.
—¿«A Cubierto Bajo las Nubes»?
—Ni caso —dijo Marasi, dándole una palmadita en el hombro—. Cuando se ponen en este plan, no hay quien los aguante.
—Cañería Rota —sugirió Wayne.
—No tenemos adhesivo.
—¿Arrasacampos?
—Demasiado oscuro.
—El Doble Salto de la Guardia Negra.
Wax titubeó.
—¿Qué narices es eso?
—No sé, me lo acabo de inventar —reconoció Wayne con una sonrisa—. Pero como nombre en clave tiene gancho, ¿verdad?
—No está mal —dijo Wax—. ¿Y en qué consistiría ese plan?
—Lo mismo que el Tomate Despachurrado.
—Ya te he dicho que el riesgo es demasiado grande.
—Ningún otro dará resultado —insistió Wayne, poniéndose en pie—. Mira, ¿nos quedamos aquí discutiendo o vamos a hacer algo?
Wax se quedó pensativo un momento, inspeccionando el terreno con la mirada. ¿Sería capaz de acertar con la colocación?
Por otra parte, ¿tenía algún plan mejor? El perímetro estaba bien vigilado, pero la noche era muy oscura. Si el tiempo pasado en los Áridos le había enseñado algo era a confiar en su instinto. Instinto que en ese momento, por desgracia, estaba de acuerdo con Wayne.
De modo que, antes de poder convencerse a sí mismo de lo contrario, desenfundó la escopeta y se la lanzó al muchacho, que la atrapó al vuelo con cara de asco. Las armas de fuego y Wayne no hacían buenas migas. Empezaron a temblarle los brazos de inmediato.
—Procura sujetarte bien —dijo Wax—. Practica una abertura en la cara norte, si puedes.
Incrementó su peso, quemó metal y empujó contra el arma, usándola a modo de ancla para impulsar a Wayne por los aires desde lo alto del promontorio rocoso. El muchacho sobrevoló el campamento antes de precipitarse al vacío en la oscuridad; el suelo quedaba a unos quince metros por debajo de él.
Marasi jadeó, asustada.
—¿Tomate Despachurrado? —preguntó.
—Sí —dijo Wax—. El aterrizaje, por lo visto, a veces no es todo lo limpio que cabría desear.
«Herrumbres, Wax», pensó Wayne mientras caía en picado hacia el suelo, perdiendo el sombrero por el camino. «Mira que lanzarme esa escopeta sin avisar. Menuda cana...»
Se estrelló.
Despeñarse tenía su misterio. Los cuerpos hacían ruido al chocar con el suelo. Mucho más ruido de lo que se imaginaba la gente.
Lo solucionó en parte aterrizando con los pies por delante (ambas piernas se le partieron en el acto) y colocándose de costado, haciéndose añicos el hombro pero amortiguando ligeramente el estruendo al rodar con el impacto. Sondeó su coqueta mente de metal nueva justo antes de que se le estampase la cabeza contra el suelo, dejándolo conmocionado.
Acabó hecho un amasijo de huesos rotos junto a una pila de rocas. Cómo no iba a lanzarlo Wax contra una pila de rocas, claro que sí. Intentó echar un vistazo a sus piernas cuando se le despejó la visión, pero no podía moverse. No sentía nada, de hecho, lo cual era bastante agradable. Siempre venían bien esas cosas cuando uno se destrozaba la columna; ayudaba a sobrellevar la agonía.
Tampoco es que el dolor se desvaneciera por completo, claro, pero el dolor y él eran viejos amigos a los que de vez en cuando les gustaba quedar para tomarse una cerveza y contarse su vida. No se caían especialmente bien, pero su relación funcionaba. La sensibilidad y la agonía regresaron a él de súbito cuando la mente de metal le restauró la columna, concentrándose primero en las heridas más graves. Respiró hondo. Uno podía asfixiarse si se partía el espinazo. La gente no lo sabía. O, en fin, quienes lo sabían se habían asfixiado ya hacía tiempo.
En cuanto fue capaz de moverse (mientras continuaban recomponiéndose sus piernas), se escorzó y utilizó el brazo sano para mover una de las grandes rocas de la pila. Las piedras daban la impresión de estar allí con la intención de servir de dique para la orilla del arroyo; para formar un camino por el que cruzarlo, tal vez. Wayne las aprovechó, extendiendo la otra mano cuando se le curó el hombro. Wax lo había ubicado bien, justo en la zona oscura que mediaba entre las garitas del perímetro y el edificio. Pero eso no significaba que estuviera a salvo.
Wayne se puso en pie, tambaleante, arrastrando la escopeta de Wax; su pierna no dejaba de retorcerse a medida que se le soldaban los huesos. Ese brazalete dorado era una mente de metal impresionante. Un proceso curativo tan exhaustivo como este le habría costado meses de reservas, pero la argolla esta seguía estando aún prácticamente llena.
Se alejó tan sigilosamente como le fue posible, dejando una roca de buen tamaño en equilibrio sobre las demás mientras se adentraba en las sombras; dejó el arma oculta cerca del edificio para que cesaran los temblores de su puñetera mano.
Justo a tiempo. Un par de soldados se encaminaban hacia allí, procedentes del perímetro.
—Ha sido por aquí —dijo uno de ellos. Mientras se aproximaban, uno de los focos apuntó en su dirección e iluminó la zona, permitiéndoles ver mejor y prácticamente exponiendo la posición de Wayne. El muchacho se quedó petrificado en las sombras junto a un montón de herramientas, sudando con cada chasquido que emitían los dedos de sus pies; los huesos rechinaban los unos contra los otros al volver a encajar en el lugar que les correspondía.
Los guardias no oyeron nada. Llegaron a su punto de aterrizaje (esta vez no había dejado ninguna mancha de sangre, por suerte; nada de «tomate despachurrado») y miraron en rededor. Uno de ellos golpeó la piedra por accidente; se cayó del pico donde la había dejado Wayne, rodando por el costado del pequeño montón abajo y repiqueteando contra las demás rocas. Al verla, los hombres asintieron con la cabeza y se limitaron a barrer someramente la zona antes de regresar a sus puestos. El foco no tardó en apuntar de nuevo hacia su área de efecto original. El ruido que habían oído era obra de un puñado de rocas sueltas. Allí no había nada que reportar.
Wayne se irguió en la oscuridad y dejó de sondear la mente de metal del brazalete. Se sentía bien. Renovado, como le ocurría siempre que superaba un proceso curativo de estas dimensiones. Se sentía capaz de acometer cualquier proeza, como escalar una montaña entera corriendo o comerse él solo una bandeja de jabalí con patatas de las que ponían en la taberna de Findley.
Salió de las sombras a rastras, con un objetivo importante. Encontró su sombrero casi de inmediato, por suerte, junto a otra pila de rocas. Una vez hecho eso se dispuso a realizar otras tareas menos prioritarias, como facilitar el acceso de los demás al interior del complejo.
Wax había dicho algo acerca de la cara norte. «Veamos...» Se mantuvo pegado al edificio, e incluso resistió la tentación de colarse él solo para averiguar qué narices había allí dentro.
Había llegado el momento de pensar como un guardia. Cuestión complicada, puesto que no llevaba puesto el sombrero adecuado. Se ocultó entre las sombras y aguzó el oído mientras una pareja de ellos pasaba junto a él, de patrulla; devoró sus acentos como si de un cuenco de panecillos salados con mostaza se tratara.
Tras aproximadamente quince minutos de espera, seleccionó a un posible candidato y lo siguió mientras el hombre hacía la ronda, aunque sin separarse de las sombras. El tipo era desgarbado y tenía cara de conejo, pero era tan alto que seguramente podría haber cogido todas las nueces que quisiera sin necesidad de escalera.
«Heme aquí —pensó Wayne—, en medio de la nada. Vigilando un viejo granero. Yo no me alisté para esto. Llevo ocho meses sin ver a mi hija. ¡Ocho meses! Ya debe de haber pronunciado sus primeras palabras y todo. Herrumbres. Qué vida, esta.»
Cuando el hombre se disponía ya a dar media vuelta, alguien le espetó algo desde una de las garitas de los focos. Aunque Wayne no pudo distinguir lo que le decían, el tono era inconfundible.
«Y mis superiores —pensó mientras se giraba a su vez y volvía a seguir al hombre desde las sombras, igualando su paso—. ¡Qué caña me meten! De todo hacen un grano de arena. Todo son gritos. A eso se reduce ahora mi existencia. Venga a recibir reprimendas, un día sí y el otro también.»
Wayne sonrió y se adelantó al hombre, buscando algo por encima de lo que había pasado antes. Un montón de cables de color negro, cada uno de ellos tan grueso como su índice, acoplados a una caja de gran tamaño que había cerca del edificio. Cuando el guardia llegó a su altura, distraído, Wayne tiró de los cables con cuidado.
Al guardia se le enganchó el pie con ellos, momento que Wayne aprovechó para desenchufarlos de un tirón.
Los focos que tenía más cerca se apagaron de golpe.
De inmediato se desencadenó un griterío. Al guardia le entró el pánico en la oscuridad.
—¡Perdón! —exclamó—. Ha sido sin querer. ¡No he visto por dónde iban mis pies!
Wayne salió de su escondite, furtivo, y se instaló en un cómodo hueco entre dos montones de sacos de arena mientras los guardias se desgañitaban y vociferaban, tomándola con el pobre diablo. Alguien fue a enchufar los cables de nuevo, pero Wayne los había tirado a un lado, por lo que perdieron un buen rato rastreando la zona a oscuras hasta dar con ellos y conseguir conectarlos.
Volvieron a encenderse las luces. Wayne estaba pegándole un buen trago a su cantimplora de cuero cuando Wax, Marasi y MeLaan se reunieron con él en las sombras.
—Precioso —susurró Wax.
—Todo lo contrario, en realidad —replicó Wayne—. Ha sido bastante desagradable. El pobre guardia no ha hecho nada malo, y todo el mundo está venga a gritarle.
Wax tomó la iniciativa a partir de ahí, caminando sigilosamente junto al lateral del enorme edificio que parecía un granero. El tejado no era lo único que estaba sin terminar; los accesos estaban abiertos por completo, carentes de puertas. Se detuvieron junto a uno de ellos; Wayne señaló con el dedo y, en susurros, informó a Wax de dónde podría encontrar la escopeta.
Wax la recogió y cruzó la entrada, furtivo. Lo siguieron, con Wayne cerrando la comitiva. Iluminaban el interior cavernoso unas cuantas lámparas eléctricas desperdigadas, y pasaron frente a un largo entramado de luces que tenía toda la pinta de ir a instalarse en el techo una vez que estuviera terminado el tejado. La claridad era mayor que en el exterior, pero no por mucho, y había montones de cajas y suministros ordenados en hileras que les permitieron infiltrarse entre ellos y permanecer ocultos. Cuando llegaron al final de la fila de cajas, Wax titubeó, y las dos mujeres se asomaron para mirar por encima de su hombro. Nadie se tomó la molestia de invitar a Wayne a echar un vistazo a su vez, para variar. Primero le echaban la bronca en el trabajo y ahora esto.
Se metió entre ellos, clavándole el codo con ganas en el costado a Marasi, que lo fulminó con la mirada; como si no supiese que la correcta etiqueta para la convivencia en condiciones de hacinamiento conllevaba familiarizarse con las extremidades ajenas. Consiguió colarse entre Wax y MeLaan, y por fin pudo ver lo que había hecho que se detuvieran.
Un barco.
Aunque el término común «barco» en realidad no le hacía justicia. Ante los ojos de Wayne se erigía una construcción gigantesca, a falta de otra descripción más adecuada. Una descripción que capturara la majestuosa esencia, la descomunal escala, de lo que estaba viendo.
—Eso es un barco grande de narices —susurró, transcurridos unos instantes.
Mucho mejor.
¿Por qué estarían construyendo algo así aquí, a tantísimos kilómetros del océano? No debía de ser fácil mover aquel trasto. Ocupaba el edificio casi por completo, con su quilla curvada y una proa (a medio terminar en uno de los costados) que mediría fácilmente tres pisos de altura. Dos extensiones alargadas, como brazos, sobresalían de sus laterales. ¿Pontones? Eran inmensos. Uno de ellos, inacabado todavía, terminaba en una línea de construcción aserrada.
¿Aserrada? Wayne arrugó el entrecejo. Aquella no daba la impresión de ser la mejor manera de construir nada. De hecho, ahora que se fijaba, la proa parecía más «arrugada» que «sin terminar».
—Alguien lo ha roto —murmuró, señalando con el dedo—. Estaban intentando moverlo y partieron uno de los pontones.
—Debe de ser un buque de combate —dijo Marasi—. Están preparándose para la guerra.
—Creo que Wayne tiene razón —terció Wax—. Fijaos en esos surcos que hay en el suelo, los desperfectos del casco... Estaban transportando esa cosa, camino de aquí, se soltó y se rompió. De modo que el Grupo ha levantado esta construcción a su alrededor para que nadie lo vea mientras lo reparan.
—Ingenieros —dijo Wayne, apuntando a un grupo de hombres y mujeres con pinta de inteligentes que caminaban alrededor del barco señalando con el dedo, portando carpetas sujetapapeles, vestidos con trajes y faldas de color marrón oscuro. La clase de atuendo que elegiría un maestro de escuela, imaginándose que era el colmo de la elegancia.
—No se parece a ningún barco que yo haya visto antes —replicó Marasi, colgándose el bolso del hombro y empuñando su rifle.
—¿Te has traído el bolso —preguntó Wayne— a una operación de infiltración en territorio enemigo?
—¿Por qué no? Los bolsos son muy prácticos. En cualquier caso, si el Grupo posee tecnología tan avanzada como ese telégrafo parlante, ¿qué podría instalar en un barco como este? ¿Y por qué querrían construirlo tan lejos del mar, ya puestos?
—Elegante tendrá las respuestas —dijo Wax, entornando los párpados—. Marasi, supongo que todavía querrás ir tras la púa.
—Sí —le confirmó con decisión ella.
—Yo voy a buscar a mi tío. ¿Con quién te quedas? ¿Wayne o MeLaan?
—Con MeLaan esta vez.
Wax asintió con la cabeza.
—Procurad que no os vean, pero si nos descubren a Wayne y a mí, ayudadnos. Nosotros haremos lo mismo por vosotras. Si encontráis esa púa, regresad aquí y escondeos. Si todo sale bien, nos largaremos juntos de aquí.
—¿Y si no sale bien?
—Que no va a salir —añadió Wayne.
—Reagrupaos donde dejamos a Steris con los caballos —respondió Wax mientras desenfundaba una pistola. MeLaan lo imitó, solo que su pierna era la funda; la piel se desgajó, introdujo la mano por una raja que tenía en los pantalones y sacó el arma, estilizada y con el cañón muy largo.
Wayne soltó un silbidito. El kandra sonrió y le dio un beso.
—Procura que no te peguen muchos tiros.
—Lo mismo digo —replicó el muchacho.
Se separaron.