21
De pie en el centro del bote, Wax empujaba contra algún tipo de placa instalada a sus pies, evidentemente diseñada a tal efecto. Debía de estar acoplada a la plataforma sobre la que descansaba el vehículo; no era algo que se elevase con él, sino una especie de lanzadera que los alomantes podrían utilizar como punto de apoyo.
La embarcación, pese a lo reducido de su tamaño, debería haber pesado demasiado como para remontar el vuelo. Wax tendría que haber roto las correas a las que estaba agarrado, o haber perecido aplastado por la violencia de su propio empujón. Estaba dando resultado, no obstante. Sujeto a las agarraderas que lo unían a la nave, la elevó junto con todos sus ocupantes desde una plataforma que se extendía desde la embarcación principal.
«Son esos medallones —pensó—. Les permiten a todos hacer lo mismo que yo: volverse más ligeros, casi como el aire.» Lo cual significaba que en realidad solo estaba levantando el bote, más el equipo que transportaba.
El vehículo era pequeño (su manga medía apenas un metro ochenta, aunque debía de tener el doble de eslora) y presentaba unas amplias aberturas, como escotillas, a los costados. Estas, que antes daban a las paredes de la carlinga envolvente de la que habían salido, se encontraban ahora expuestas al exterior.
En su conjunto, el artefacto semejaba el armazón de un motocarro al que le hubieran arrancado las puertas de cuajo. A medida que ganaba altura, unos pequeños pontones montados en brazos extensibles se plegaron y encajaron en posición con un chasquido. Wax entrevió fugazmente a los sorprendidos soldados que los observaban desde la porción intacta de la pasarela, y un abrir y cerrar de ojos después atravesaron el techo abierto del almacén.
El desconocido de la máscara roja se acercó a uno de los agujeros de las paredes para mirar abajo. Con gesto solemne, dedicó un saludo marcial al barco que quedaba ahora a sus pies, agachó la cabeza y susurró algo.
Instantes después, se volvió hacia Wax.
—¡Oh, Divino! ¡Estás haciéndolo de maravilla!
—No seré capaz de empujarlo mucho más alto —dijo Wax con un gruñido—. El punto de apoyo está demasiado lejos.
—Tampoco hará falta. —El enmascarado pasó junto a Marasi (a la que le dio una palmadita en el hombro) y manipuló unos controles que había en la parte frontal de la máquina—. Primero necesitaré el cubo, por favor —dijo, extendiendo la mano hacia Wayne.
—¿Eh? —replicó el muchacho, apartándose de la escotilla a la que estaba sujetándose para mirar abajo. Sonaron unos cuantos disparos lejanos mientras los soldados seguían intentando derribar el vehículo volador—. Ah, ¿esto? —Wayne sacó la granada alomántica.
—Sí —dijo el hombre, arrebatándosela de las manos—. ¡Gracias! —Se giró y la presionó contra el brazo de Wax hasta que (mientras este seguía quemando acero para mantenerlos en el aire) empezó a vibrar.
El enmascarado se dio la vuelta y depositó el cubo bajo la consola de la proa del bote. La máquina se estremeció, y a continuación algo empezó a martillear bajo sus pies. ¿Un ventilador? Sí, y de enormes dimensiones; expulsaba el aire hacia abajo, alimentado por un motor invisible.
—Ya puedes parar, Gran Ser de Metales —dijo el hombre, dirigiéndose a Wax—. Si complace tus divinos deseos.
Wax dejó de empujar. Comenzaron a desplomarse de inmediato.
—¡Reduce tu peso! —exclamó el hombre—. Quiero decir, si es que tal acción coincide con tu espléndida voluntad, oh, Metabólico.
—¿«Metabólico»? —Wax llenó su mente de metal y disminuyó su peso. La nave se estabilizó en el aire.
—Hmm —murmuró el hombre enmascarado mientras se sentaba en la parte delantera—, bueno, se supone que debemos emplear siempre un título distinto, ¿verdad? Nunca se me han dado muy bien estas cosas, Magnificencia. Por favor, no me incrustes ninguna moneda en el cráneo. No es insolencia, solo estupidez. —Empujó una palanca hacia delante, y otros ventiladores más pequeños comenzaron a silbar en los extremos de los pontones.
—No son barcos —murmuró MeLaan—. Ni este ni el grande de abajo. Son naves volantes.
—Por los brazaletes de Armonía —dijo Marasi, con las manos apoyadas en el estómago herido; estaba muy pálida.
Naves volantes que funcionaban con algún tipo de alomancia. Herrumbre y Ruina. Wax sintió como si el mundo estuviera dando vueltas a su alrededor. Después de los cambios tan drásticos que se habían operado en la vida de todos merced a la electricidad, ¿qué podría hacer algo así? Se obligó a salir de su estupor y miró al hombre enmascarado.
—¿Cómo te llamas?
—Allik Nuncalejos, Elevado.
—Pues quédate aquí esperando un momento, Allik.
—Como desees, oh...
Wax saltó del vehículo antes de que el hombre pudiera alabarlo (o insultarlo, no sabía muy bien cómo tomarse todos aquellos apelativos) de nuevo. Una vez fuera de la pequeña aeronave, pudo examinarla mejor. Sí, se parecía más a una cabina de motocarro alargada que a un bote, con el fondo liso. La pequeña distancia que mediaba entre la gigantesca hélice y el vehículo permitía que las aspas capturasen el aire desde arriba. Las escotillas de las paredes carecían de puertas; era una suerte que los asientos estuvieran equipados con correas.
Se dejó caer, temeroso de empujar contra la pequeña aeronave, pero pudo utilizar las plataformas de abajo para aminorar y poner rumbo a los bosques que se extendían al norte del campamento.
Quería darse prisa. La nave no volaba a tanta altura como para poder considerarse a salvo si los soldados disponían de cañones. Aterrizó de golpe en el bosque y sorprendió a Steris, que esperaba sentada en su caballo con los demás ordenados en fila, cargados con sus enseres y listos para partir.
—¡Lord Waxillium! Me imaginaba que vendrías y he preparado...
—Estupendo —dijo Wax, acercándose al caballo—. Desmonta y coge tu mochila y la de Marasi.
Así lo hizo Steris, sin objetar ni preguntar nada; descolgó su pequeño hato de suministros imprescindibles, primero, y después el de Marasi. Wax se encargó de recoger el equipaje de MeLaan y Wayne.
—¿Vamos a dejar los caballos aquí?
Wax soltó a los animales y rodeó con un brazo la cintura de Steris.
—Resulta que hemos encontrado un medio de transporte más rápido. —Desenfundó una de sus viejas pistolas, la dejó caer al suelo (necesitaba un trozo de metal lo bastante grande como para elevarse a la altura requerida) y empujó, propulsándose por los aires desde el piso del bosque.
Le preocupaba ser capaz de maniobrar; no era tarea sencilla a esa altura sin rascacielos contra los que empujar. Allik dirigió la nave hacia él, sin embargo, lo que le permitió a Wax coger uno de los brazales para Steris; la depositó a bordo antes de montar a su vez. El vehículo resistió el peso añadido de los equipajes, aunque Allik tuvo que accionar una palanca para evitar que se hundieran.
—Siete personas —dijo el hombre enmascarado—. Más suministros. Es más peso del que debería transportar la Wilg, pero lo conseguirá. Hasta que se nos agote el metal. La cuestión es, ¿adónde quieres que nos lleve?
—A Elendel —respondió Wax, dirigiéndose hacia la proa de la pequeña embarcación.
—Estupendo. Y... ¿dónde está eso?
—Hacia el norte. —Wax señaló con el dedo. La consola de la parte delantera del vehículo (parecida al salpicadero de un motocarro) tenía una brújula integrada—. Si pones rumbo al oeste primero, sin embargo, y encuentras el río, podremos...
—No. —Telsin agarró a Wax por el brazo—. Tenemos que hablar.
Sonaron disparos abajo, seguidos de una reverberación atronadora. Genial. Sí que tenían cañones.
—Tú sácanos de aquí —le ordenó Wax a Allik mientras dejaba que Telsin tirara de él hacia la popa del bote. Pasaron junto a Wayne, con medio cuerpo asomando aún por fuera de una de las dos escotillas, boquiabierto. Marasi estaba en el suelo, con MeLaan examinando su herida, mientras que Steris había empezado ya a colocar sus mochilas en una práctica pila entre dos de los asientos.
Las hélices zumbaron y la nave comenzó a moverse (no excesivamente deprisa, pero a un ritmo constante), alejándose del campamento enemigo. Wax se instaló con su hermana en uno de los bancos que había en la parte posterior de la nave. Herrumbres... Telsin. Por fin. Hacía un año y medio desde que prometiera detener a su tío y liberarla. Y aquí estaba ella ahora, sentada a su lado.
Ofrecía un aspecto muy moderno con los cabellos ensortijados y el elegante vestido que llevaba puesto, a la moda y sofisticado; de tela muy fina, con el dobladillo justo por debajo de las rodillas, el escote realzaba su largo cuello y las delicadas cadenas que colgaban de él. Si uno no la miraba a los ojos, podría tomarla por una noble dama camino de una fiesta de gala.
Mirándola a los ojos, en cambio, solo encontraría un frío glacial.
—Waxillium —dijo en voz baja—, hay un arma de algún tipo en el sur, oculta en las montañas que separan la cuenca de los Áridos. El tío Edwarn la ha encontrado. Se dirige hacia allí.
—¿Cuánta información posees? —preguntó Wax, tomándola de la mano—. Telsin, ¿sabes cuál es su plan? ¿Se trata de una revolución?
—Nunca me cuenta gran cosa. —La voz de su hermana sonaba mucho más fría y serena que antes. Siempre había sido apasionada, incluso cuando lo empujaba a hacer lo que no debería. Era como si los meses de cautiverio le hubieran drenado la vitalidad—. Cenamos juntos la mayoría de las noches cuando está aquí, pero se enfada si le pregunto por su trabajo. Me quería para uno de sus... proyectos, en principio, pero mi edad hace que eso ya sea imposible. Ahora solo soy un peón. Para utilizarme contra ti, creo.
—Ya no —dijo Wax, apretándole la mano—. Eso se acabó, Telsin.
—¿Y si encuentra esa arma? Parece convencido de que está allí, y le dará a su grupo la fuerza necesaria para controlar la cuenca. Waxillium, no podemos permitir que caiga en sus manos. —Sus ojos recuperaron una chispa de pasión, un atisbo de la Telsin que él recordaba—. Si se adueña de la cuenca, me secuestrará de nuevo. Primero te matará a ti, y después volverá a capturarme.
—Llegaremos a Elendel, informaremos al gobernador y organizaremos una expedición.
—¿Y si tardamos demasiado? ¿Sabes de qué arma se trata? ¿Qué es lo que busca?
Wax bajó la mirada al medallón que llevaba anudado en el brazo.
—Feruquimia y alomancia al alcance de cualquiera.
—El poder del mismísimo lord Legislador, Waxillium —dijo Telsin, vehemente—. Los Brazales de Duelo. Podríamos buscarlos por nuestra cuenta, adelantarnos a él. Tiene que viajar a pie por un terreno abrupto y traicionero. Los he oído hablar de los preparativos. Nosotros, en cambio... —Dejó vagar la mirada por el paisaje que se deslizaba al otro lado de la escotilla. Esta era una vista al alcance de muy pocos. Una vista que antes estaba reservada en exclusiva para los lanzamonedas.
—Déjame hablar con Marasi —replicó Wax—, y entonces lo decidiremos.
Marasi sobrevolaba el mundo, contemplando un paisaje bañado por la luz de las estrellas. Los árboles parecían arbustos; los ríos, arroyos; las montañas, meras colinas. La tierra era el jardín de Armonía. ¿Era así como la veía Él, con la perspectiva de Dios?
Las enseñanzas del Camino predicaban que estaba en todas partes, que su cuerpo era las brumas; que lo veía y lo era todo. La niebla era omnipresente, pero solo se manifestaba cuando él así lo deseaba. A Marasi siempre le había gustado esta idea, pues le hacía sentir Su proximidad. Otros aspectos del Camino, sin embargo, la molestaban. Carecía de estructura, y a causa de ello todo el mundo defendía su versión particular sobre cómo seguirlo.
Los supervivencialistas, entre los que se contaba Marasi, veían de otra forma a Armonía. Era Dios, sí, pero para ellos era una «fuerza» más que una deidad benévola. Estaba allí, pero tenía las mismas probabilidades de ayudar a una cucaracha que a una persona, pues ambas eran iguales para él. Si querías resultados, rezabas al Superviviente, que para algo había sobrevivido (de alguna manera) incluso a la muerte.
Marasi hizo una mueca de dolor mientras MeLaan continuaba atendiéndola.
—Hmm, sí —murmuró el kandra—. Muy interesante.
Marasi yacía tendida en el suelo del vehículo, junto a la puerta, con la cabeza apoyada en un cojín improvisado con una chaqueta doblada. El viento no era excesivo, en contra de lo que Marasi esperaba, puesto que no avanzaban excesivamente deprisa, aunque las hélices sí que hacían muchísimo ruido.
MeLaan le había abierto el uniforme de par en par, de forma harto indecorosa, dejando cubiertos apenas los detalles más importantes. A nadie parecía importarle, no obstante, por lo que la muchacha optó por no armar revuelo. Además, eso era menos desconcertante que lo que estaba haciéndole el kandra. Tras arrodillarse a su lado, el kandra había apoyado una mano en su costado y había dejado que su piel se licuara, fundiéndose con la herida.
Se parecía inquietantemente a lo que había ocurrido cuando forzó aquella cerradura, como si Marasi no fuese más que otro rompecabezas susceptible de que MeLaan lo manipulara a su antojo. Herrumbres, podía sentir perfectamente cómo el kandra tanteaba por su interior con unos filamentos de tejido que parecían tentáculos.
—Voy a morirme, ¿verdad? —preguntó Marasi en voz baja.
—Sí —dijo MeLaan, con el rostro iluminado por la luz de una pequeña linterna que había sacado de su petate—. No puedo hacer nada al respecto.
Marasi cerró los ojos con fuerza. Le estaba bien empleado, por corretear por ahí como un forajido de los Áridos, metiéndose en tiroteos y creyéndose invencible.
—¿Es grave? —sonó la voz de Waxillium. Marasi abrió los ojos para verlo inclinado sobre ella, y se descubrió ruborizándose ante su estado de semidesnudez. Por supuesto. La última emoción que experimentaría en su vida tendría que ser de vergüenza por culpa del condenado Waxillium Ladrian.
—¿Hmm? —La carne volvió a recomponerse sobre sus huesos cristalinos cuando MeLaan retiró el brazo—. Ah. He encontrado una perforación en los intestinos, como dedujiste. La he cosido bien usando como hilo de sutura unas tripas de repuesto que tenía en el horno y le he injertado un trozo de mi propia piel a modo de parche.
—Rechazará el tejido.
—Nah. Le pegué un bocado a su piel para replicarla. Su cuerpo pensará que es suya.
—¿¡Te has comido un trozo de mí!?
—Guau —murmuró Waxillium—. Eso es... guau.
—Sí, ya lo sé, soy increíble —dijo MeLaan—. Con vuestro permiso. —Sacó la mano por la escotilla abierta del vehículo volador y expulsó un chorro de aspecto nauseabundo—. He tenido que absorber alguna que otra cosa que tenías ahí dentro para limpiarlo bien todo. Era lo más seguro. —Miró a Marasi—. Me debes una.
—¿Eso era la parte de mí que te habías... esto... que te habías comido?
—No, solo las supuraciones. El injerto que recubre la herida debería aguantar hasta que sanes por tus propios medios. Te lo he soldado a las venas y los vasos sanguíneos. Notarás un picor, pero no te rasques, y avísame si ves que se empieza a necrosar.
Titubeante, Marasi deslizó los dedos sobre la herida, palpándola con cuidado. Encontró el orificio cubierto por una pequeña franja de piel tirante, como la de una cicatriz. Apenas si le dolía; era como una magulladura, más bien. Se sentó en el suelo, asombrada.
—¡Dijiste que me iba a morir!
—Porque es verdad, claro —replicó MeLaan, ladeando la cabeza—. Eres mortal. No vas a convertirte en un kandra tan solo porque te... Ah, que tú te referías a «hoy». Diablos, niña. Pero si el disparo ese no hizo más que rozarte.
—Eres un ser despreciable —dijo Marasi—, y lo sabes.
MeLaan sonrió de oreja a oreja y asintió con la cabeza para Waxillium, que se dispuso a ayudar a levantarse a Marasi. La muchacha se apresuró a arreglarse el uniforme, aunque los cortes practicados por el kandra dificultaban recuperar el recato. Tendría que hurgar en la mochila para buscar otro atuendo, pero ¿cómo iba a cambiarse en los abarrotados confines de la nave?
Con un suspiro de resignación, aceptó la mano que le tendía Waxillium y dejó que este la pusiera de pie. Por el momento se conformó con evitar que se le cayeran los pantalones. Waxillium le ofreció su gabán de bruma y, tras un instante de vacilación, se lo puso.
—Gracias —dijo Marasi, fijándose en que él había ocultado su propio vendaje bajo el abrigo, en el brazo izquierdo, justo por debajo del hombro. ¿También habría recibido algún impacto durante el tiroteo? En ningún momento había dicho nada al respecto, lo que hizo que se sintiera aún más tonta.
Waxillium inclinó la cabeza en dirección a la parte delantera del vehículo, donde Allik se había repantigado con los pies encima del panel de control. La máscara imposibilitaba interpretar su expresión, pero a Marasi le pareció que su postura era de reflexión.
—¿Te sientes con fuerzas para hablar con él? —preguntó Waxillium.
—Supongo que sí —dijo Marasi—. Me siento un poco mareada y muy humillada, pero, aparte de eso, estoy bien.
Waxillium sonrió mientras la tomaba del brazo.
—¿Tienes la púa de ReLuur?
—Sí. —Marasi rebuscó en el bolso para cerciorarse; para tocarla con los dedos, por si acaso. La sacó.
—Se deterioran fuera del cuerpo, ¿verdad? —Waxillium lanzó una mirada de reojo a MeLaan, que se había acomodado en el suelo con las piernas fuera de la puerta, despreciando la comodidad de los asientos.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó el kandra.
—El libro que me dio Ojos de Hierro.
—Ah, claro. —La expresión de Marasi se ensombreció—. Eso. ¿Sabes?, el lord Legislador obró mal escribiéndolo.
—Me lo he leído, de todas formas.
MeLaan suspiró mientras dejaba vagar la vista por el exterior.
—Cuanto más tiempo pase lejos de ReLuur, más se debilitará su bendición. Pero son poderosas y pueden resistir algún tiempo... además, aunque se degrade la bendición, la púa restaurará su mente de todas maneras. Con alguna... pérdida de memoria. —Se le truncó la voz al pronunciar las últimas palabras; desvió la mirada.
—Bueno, la hemos recuperado gracias a ti —dijo Waxillium, mirando a Marasi—. Y también he encontrado a mi hermana. Así que deberíamos regresar a Elendel y averiguar qué sabe Allik.
—Deberíamos —convino Marasi—, pero tu tío...
—¿Has escuchado mi conversación con Telsin?
—Un poco. —«Cuando no estaba distraída por el miedo a morir. Estúpido kandra.»
—¿Y qué te parece?
—No sé, Waxillium. ¿Vinimos aquí por la púa, realmente? ¿O por tu hermana?
—No —respondió él, con voz queda—. Vinimos para detener a Elegante.
Marasi asintió con la cabeza, hurgó de nuevo en el bolso y sacó la libreta que había sustraído del estudio de Irich. Buscó la página con el mapa y lo sostuvo en alto para que tanto Waxillium como ella pudieran echarle un vistazo.
Contenía un punto marcado claramente como «segundo escenario», algún tipo de campamento base en las montañas. Y a cierta distancia de él, algo elevado entre otros picos, señalado como peligrosamente alto. Los apuntes de Irich decían: «Según los informes, el templo está aquí.»
—El arma —murmuró Waxillium, acariciando el mapa con los dedos—. Los Brazales de Duelo.
—Son reales.
—Así lo cree mi tío. —Waxillium titubeó antes de añadir—: Y yo.
—¿Te lo imaginas como nacido de la bruma y feruquimista de pleno derecho? Inmortal... como Miles, solo que mucho peor. Poseería la fuerza de todos los metales. Sería como si el lord Legislador viviera de nuevo.
—Mi tío dijo que iba a visitar el segundo escenario —observó Waxillium mientras estudiaba el mapa—. Sin embargo, cabe la posibilidad de que su expedición todavía no haya llegado hasta el templo. Conocen su ubicación, tras tantos interrogatorios, pero todavía están planeando el viaje. Con esta máquina, podríamos adelantarnos a él.
Respiró hondo e inclinó la cabeza hacia Allik, reclinado en su asiento.
—¿Hablarás con él? Pregúntale cuánto sabe.
—Ese hombre ha sufrido muchísimo, Waxillium —afirmó en voz baja Marasi—. Sospecho que asesinaron a sus amigos después de torturarlos. No se merece un interrogatorio ahora mismo.
—No nos merecemos muchas de las cosas que nos pasan, Marasi. Habla con él, por favor. Lo haría yo, pero el modo en que me trata..., en fin, creo que las respuestas que obtengas tú serán más fiables.
La muchacha exhaló un suspiro, pero asintió con la cabeza y pasó por encima de Wayne, que se había arrumbado en un asiento y estaba (para sorpresa de nadie) roncando plácidamente. Steris se había acomodado con las manos recogidas en el regazo, tan tranquila como si montar en una máquina voladora fuese algo que le ocurriera a diario. Telsin se había sentado al fondo de la nave.
Marasi se tambaleó. Herrumbres, sí que estaba mareada. Por suerte, la parte delantera del vehículo contaba con dos sillas: la que ocupaba Allik y un taburete adyacente, algo más pequeño. Allik la observó de reojo, y Marasi comprendió que había malinterpretado su pose. No estaba reflexionando, sino aterido. Tenía los brazos envueltos a su alrededor, e incluso tiritaba un poquito.
Aquello la sorprendió. Hacía más frío aquí arriba que en tierra firme, cierto, pero ella no se sentía especialmente incómoda. Por otra parte, ahora llevaba puesto el abrigo de Waxillium.
Allik volvió a concentrarse en el parabrisas mientras Marasi se sentaba en el taburete.
—Pensaba —dijo el hombre— que aquí, en la tierra del Soberano, solo había bárbaros. Nadie usa máscara, y lo que hizo tu gente con mis compañeros de tripulación...
Volvió a estremecerse. No a causa del frío, en esta ocasión.
—Pero entonces me liberaste —continuó—. Y te acompañaba uno de ellos, un gran Nacido del Metal de las artes preciosas. Así que me siento desconcertado.
—No me considero una bárbara —dijo Marasi—, aunque sospecho que nadie salvo las personas menos civilizadas se tiene por tal. Lamento lo que les pasó a tus amigos. Tuvieron la desgracia de tropezarse con unos seres perversos.
—Había quince máscaras en la pared, pero a bordo de la Brunstell viajaban casi cien tripulantes, ¿verdad? Sé que algunos perdieron la vida en el accidente, pero el resto... ¿Sabes dónde podrían estar? —Allik la miró, y Marasi pudo ver el dolor que anidaba en sus ojos detrás de la máscara.
—Quizá —respondió la muchacha, sorprendida al comprender de repente que podía ser cierto. Le dio la vuelta a la libreta para enseñarle el mapa—. ¿Esto te suena de algo?
Allik lo contempló fijamente.
—¿De dónde lo has sacado?
—Lo encontré en el escritorio de uno de tus captores.
—No podían comunicarse con nosotros —murmuró Allik mientras cogía la libreta—. ¿Cómo consiguieron sonsacarnos esta información?
Marasi hizo una mueca. Si bien la tortura era un método de interrogación extremadamente ineficaz, al menos en aquellos casos que se atenían a la legalidad, supuso que debía de ser un poderoso motivador para superar cualquier posible barrera lingüística.
—Crees que están aquí —dijo Allik, señalando el mapa—. Crees que los hombres que los capturaron, esos seres perversos, quieren que mis compañeros de tripulación les ayuden a encontrar el templo del Soberano.
—Me imagino perfectamente a Elegante haciendo algo así. —Marasi observó de soslayo a Waxillium, que había ocupado una silla detrás de ella y se había inclinado hacia delante para escuchar la conversación—. Se acompañará de guías o expertos, por si acaso. El líder de los asesinos de tus amigos se dirige hacia aquí.
—En tal caso, ese tiene que ser mi destino. —Allik se enderezó en la silla y cambió el rumbo de la nave—. La Wilg y yo os dejaremos donde me digáis, si ese es vuestro deseo, pues no quiero que él se enfade. —Usó el pulgar para apuntar a Waxillium por encima del hombro—. Pero yo tengo que encontrar a mis compañeros.
—¿Quién es el Soberano? —preguntó Wax, a su espalda.
Allik hizo una mueca.
—Nadie tan grande como tú, oh, Notable.
Waxillium no dijo nada.
—Está mirándome fijamente, ¿verdad? —susurró Allik para Marasi.
La muchacha asintió con la cabeza.
—Sus ojos, como témpanos de hielo, me taladran la nuca. —Ya en voz más alta, Allik añadió—: El Soberano fue nuestro rey hace tres siglos. Nos contó que antes había sido vuestro monarca. Y vuestro dios.
—¿El lord Legislador? —dijo Waxillium—. Murió.
—Sí. Eso también nos lo había contado.
—Hace trescientos años... ¿Exactos?
—Trescientos treinta, oh, Persistente.
Waxillium sacudió la cabeza.
—Armonía ya había ascendido. ¿Estás seguro de que esas fechas son correctas?
—Por supuesto que sí. Pero si deseas que revise mis creencias para...
—No —lo interrumpió Waxillium—. Me conformo con la verdad.
Allik suspiró y puso los ojos en blanco, una expresión curiosa en alguien que ocultaba su rostro detrás de una máscara.
—Dioses —volvió a susurrarle a Marasi—. Es muy temperamental. En cualquier caso, el Soberano llegó diez años después de la Muerte de Hielo, ¿sí? Ya sé que es un nombre ridículo, pero había que llamarla de alguna manera. La tierra era cálida y hermosa, y de repente se congeló.
Marasi arrugó el entrecejo y miró de reojo a Waxillium, que se encogió de hombros.
—¿Se congeló? —dijo la muchacha—. No recuerdo haber oído hablar de ninguna glaciación.
—¡Sigue estando congelada! —exclamó Allik, estremeciéndose—. También pasó aquí, seguro. La Muerte de Hielo se produjo hace más de tres siglos.
—¿El Catacendro? —aventuró Waxillium—. Armonía reconstruyó el mundo. Lo salvó.
—Lo congeló —insistió Allik, sacudiendo la cabeza—. La tierra era cálida y apacible, y ahora es un páramo agreste y glacial.
—Armonía... —murmuró Marasi—. Allik es del sur, Waxillium. ¿No has leído los libros antiguos? El pueblo del Imperio Final no fue nunca en esa dirección. Los océanos hervían, supuestamente, si te acercabas demasiado al ecuador.
—Los habitantes del sur se adaptaron —dijo Wax en voz baja—. No había Montes de Ceniza que inundaran el cielo de polvo, provocando el descenso de las temperaturas...
—El mundo estuvo a punto de ser destruido —prosiguió Allik—, pero apareció el Soberano para salvarnos. Nos enseñó esto. —Indicó con un gesto el brazalete que llevaba puesto, con el medallón, e hizo una pausa—. Bueno, no me refiero a este en particular, sino a esto. —Buscó en la mesa y sacó el otro medallón que lucía antes, el que había rescatado de la caja fuerte en el almacén. Se lo puso, cambiándolo por el de los idiomas, y exhaló un suspiro de satisfacción.
Marasi extendió una mano, como si quisiera tocarlo, y el hombre mostró su conformidad asintiendo con la cabeza. Su piel empezó a caldearse enseguida.
—Calor —murmuró Marasi, mirando de reojo a Waxillium—. Este medallón almacena calor. Esa es una de las propiedades de la feruquimia, ¿verdad?
Waxillium asintió en silencio.
—La más arquetípica. En la antigüedad, mis antepasados de Terris vivían en los altiplanos y a menudo debían cruzar pasos de montaña cubiertos de nieve. La habilidad de almacenar el calor para recurrir a él más adelante les permitió sobrevivir donde nadie más habría sido capaz.
Allik se quedó sentado, disfrutando de la calidez, antes de (con visible reticencia) quitarse el medallón y sustituirlo por el que, de alguna manera, le permitía hablar con ellos.
—Sin estos —dijo, sosteniendo en alto el primer medallón—, estaríamos muertos. Habríamos desaparecido. Los cinco pueblos se habrían extinguido, ¿verdad?
Marasi asintió con la cabeza.
—¿Y esto os lo enseñó él? ¿El Soberano?
—Claro que sí. Nos salvó, bendito sea. Nos enseñó que los nacidos del metal eran fragmentos de Dios, todos y cada uno de ellos, aunque al principio no teníamos ninguno de esos. Nos dio unos artefactos y creamos los Padres y Madres del Fuego, que viven para recargar estos medallones y permitirnos así a los demás salir de nuestros hogares y sobrevivir en este mundo helado. Cuando se marchó, utilizamos sus dones para inventar el resto, como estos que nos ayudan a volar.
—El lord Legislador —murmuró Marasi—, buscando redimirse por lo que hizo aquí salvando a los habitantes de allí abajo.
—Estaba muerto —dijo Waxillium—. Los informes...
—No sería la primera vez que se equivocan. Tuvo que ser él, Waxillium. Y eso significa que los brazaletes...
Waxillium se situó al otro lado de Allik. El hombre enmascarado lo observó con el rabillo del ojo, como si su proximidad lo incomodara.
—Estos —dijo Waxillium, levantando el medallón calefactor del panel de control—. ¿Podéis crearlos a voluntad?
—Si tenemos el nacido del metal necesario para ello y los supresores adecuados, sí. Los supresores son los dones que el Soberano hizo para nosotros.
—Entonces, con uno de esos artefactos, ¿un nacido del metal podría crear un medallón como este? ¿Uno para cualquier habilidad feruquímica o alomántica?
—Santas palabras —replicó Allik—. Pero si alguien tiene permiso para pronunciarlas, oh, Blasfemo, ese eres tú. Sí. Cualquiera.
—¿Existe alguno de estos medallones que confiera todos los poderes?
Allik se carcajeó.
—¿De qué te ríes? —preguntó Marasi, con el ceño fruncido.
—¿Nos tomáis por dioses? —respondió Allik, sacudiendo la cabeza—. ¿Ves eso? ¿El que tienes en la mano? Es muy complejo. Está cargado con la facultad de concederte una esquirla de santidad.
—Investidura —dijo Waxillium—. Este anillo interior es nicrosil. Si lo sondeas, te concederá Investidura... transformándote temporalmente en un feruquimista con la habilidad de llenar de peso una mente de metal. —Sostuvo el medallón en alto—. El hierro que contiene es por comodidad, ¿cierto? Podéis llenarlo, pero mientras sondees la Investidura, podrías tocar cualquier fuente de hierro y convertirla en una mente de metal.
—Sabes mucho de esto, oh, Misterioso. Eres sabio y...
—Aprendo rápido. —Waxillium miró de reojo a Marasi, que lo animó a continuar asintiendo con la cabeza. Esto era fascinante, pero las artes metálicas no se contaban entre sus especialidades. Waxillium, en cambio, era un apasionado de la materia—. ¿Qué es este otro anillo incrustado en el medallón?
—De él se desprende el calor —respondió Allik—. Se trata de una combinación extraordinaria: dos atributos, de anillos distintos. Tardamos mucho en conseguir que funcionaran, ¿verdad? El que llevo puesto ahora también tiene dos. Peso y Conexión. He visto medallones con tres. Solo dos veces en toda mi vida. Todos los intentos por conseguir cuatro han sido infructuosos.
—Ponte múltiples medallones —dijo Waxillium—. Amárrate treinta y dos al cuerpo y tendrás todas las habilidades.
—Lo siento, gran Sabio. Es evidente que sabes mucho de esto... Sabes cosas que a ninguno de nosotros se le ocurriría intentar siquiera. ¿Cómo pudimos ser tan ingenuos como para no darnos cuenta de que bastaba con...?
—Cierra el pico —gruñó Waxillium.
Allik se encogió en el asiento.
—¿No da resultado?
Allik negó con la cabeza.
—Interfieren los unos con los otros.
—Pues cread uno con múltiples poderes...
—Habría que ser muy diestro —dijo Allik—. Más que ningún hombre que haya vivido entre nosotros. O... —Se rio por lo bajo—. O tendrías que poseer todos los poderes, en vez de añadir los tuyos al medallón y pasárselo a otro para que se sumaran a los suyos. En tal caso serías un gran dios, en verdad. Tan poderoso como el Soberano.
—Él creo uno de esos —murmuró Waxillium mientras acariciaba el medallón con el pulgar—. Uno con todas las habilidades. Un brazalete, o un juego de ellos, que confería a su portador las dieciséis destrezas alománticas más las dieciséis feruquímicas.
Allik se encogió un poco más.
—Por eso estás aquí, ¿no es cierto, Allik? —preguntó Waxillium, mirando al hombre a los ojos.
Marasi se inclinó hacia delante. Waxillium decía que no se le daba bien entender a la gente, pero se equivocaba. Se le daba de maravilla, aunque para ello antes tuviera que intimidarla.
—Sí —susurró Allik.
—Abandonaste tu tierra en pos de los Brazales de Duelo. ¿Qué hacen aquí?
—Están escondidos. Cuando nos dejó, el Soberano se los llevó consigo, junto con sus sacerdotes y los sirvientes más cercanos a él. Pues bien, algunos regresaron al cabo, ¿verdad? Con historias que contar. Los había embarcado en un largo viaje y les había pedido que erigieran un templo para él en una cordillera remota. Allí se quedaron los sacerdotes, con el cometido de proteger los brazaletes hasta que él volviera a buscarlos. Solo que... eso fue un poco tonto, ¿verdad? Porque nos vendrían de perlas para hacer frente a los Negadores de Máscaras.
—¿«Negadores de Máscaras»? ¿Como nosotros?
—No, no —replicó Allik, riéndose—. Vosotros solo sois bárbaros. Los Negadores entrañan verdadero peligro.
—Oye —dijo Wayne detrás de ellos, con el pelo alborotado por el viento y el sombrero en las manos. ¿Cuándo se había despertado?—. Derribamos tu barco gigante del cielo, ¿no?
—¿Vosotros? —A Allik se le escapó otra carcajada—. No, no. Vosotros no podríais haberle hecho nada a la Brunstell. La abatió una fuerte tormenta. Es la mayor amenaza a la que se enfrentan nuestras naves... tan ligeras, tan vulnerables a las inclemencias del tiempo. Podríamos haber realizado un aterrizaje de emergencia, pero sobrevolábamos las montañas, rastreándolas. Estábamos tan cerca del templo, y entonces..., en fin, salimos disparados de las montañas hacia vuestras tierras. Nos estrellamos en aquella pobre aldea... Los bárbaros que la habitaban se mostraron amables con nosotros, al principio. Después llegaron los otros.
Se dejó hundir en su silla.
Waxillium le dio una palmadita en el hombro.
—Gracias, oh, Maravilloso. —Allik exhaló un hondo suspiro—. En fin, llevamos buscando los brazaletes desde que la élite del Soberano nos contó todas esas historias.
—¿Buscando? Has dicho que los dejó allí para él solo.
—Bueno, sí, pero todo el mundo lo interpreta como un desafío. Una prueba dictada por el Soberano... Era muy aficionado a ellas. ¿Por qué dejar que los sacerdotes nos hablaran de ellos si no quería que viniéramos a reclamarlos?
»Solo que, tras años de búsqueda, todo el mundo empieza a sospechar que el templo no es más que una bonita leyenda cuyos orígenes ya se han perdido en el tiempo. Salen mapas hasta de debajo de las piedras, ¿verdad? Con menos valor que el papel en el que están dibujados. Hasta que, recientemente, comenzaron a circular unos rumores interesantes sobre estas tierras del norte y unas montañas inexploradas. Enviamos varias naves cargadas de exploradores que regresaron con historias sobre tu pueblo, en este lugar.
»Y así, hace cinco o seis años, los Cazadores prepararon un gran barco con la misión de encontrar el templo por fin. Creemos que tuvieron éxito. Uno de los exploradores regresó con un mapa del lugar en el que habían estado. Los demás habían perecido congelados; una tormenta de nieve demostró ser superior al poder de sus medallones en las montañas.
El viento meció la pequeña embarcación mientras Allik guarda silencio.
—Vamos a buscar ese templo, ¿a que sí? —preguntó Marasi, mirando a Waxillium.
—No lo dudes ni por un puñetero instante.