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capitulo-15

Templeton Fig atusó las plumas del cuervo blanco disecado. Le constaba que el animal era un auténtico albino y no una imitación cualquiera, obra de algún oportunista que hubiese oído hablar de su afición. Había visto criaturas desteñidas de sobra como para reconocer una falsificación.

Había rellenado el ave con sus propias manos, la joya de su colección, y la había colocado mirando por encima del ala con un jirón de piel de conejo prendido en el pico. Qué criatura tan extraordinaria. A todos les parecía asombrosa, puesto que su color era el extremo opuesto de lo que se esperaban. Puesto que había gatos y perros blancos de nacimiento de forma natural, los ejemplares albinos de esas especies no resultaban igual de espectaculares.

Dejó la campana de cristal encima del cuervo, dio un paso atrás y entrelazó los dedos de las manos mientras recorría la fila de animales con la mirada. Petrificados en muerte. Perfectos. Aunque... el jabato. ¿No se veía ligeramente torcido? Más le valía al ama de llaves no haber decidido sacudir el polvo de su colección otra vez.

Se acercó a la cría de jabalí para recolocarlo. El fuego crepitaba en la chimenea a su espalda, aunque no hacía especialmente frío en la calle. Tenía la ventana abierta, incluso. Le gustaba el contraste entre la calidez de las llamas y el frescor que traía la brisa de fuera. La puerta del estudio emitió un chirrido mientras intentaba dejar el jabato en la posición ideal.

—¿Templeton? —sonó una voz meliflua en el umbral. Destra tenía el pelo alborotado y presentaba unas bolsas abultadas bajo los ojos. El camisón amenazaba con devorarla. No dejaba de perder peso. Pronto se quedaría hecha un verdadero esqueleto—. ¿No vienes a la cama?

—Luego —contestó él, girándose de nuevo hacia el jabalí. Así estaba bien.

—Luego, ¿cuándo?

—Luego.

La mujer hizo una mueca ante el tono de su respuesta y volvió a cerrar la puerta al salir. Ya debería haber aprendido que no le gustaba que lo importunaran. Dormir... ¿Cómo iba a conciliar el sueño antes de averiguar qué había ocurrido en el cementerio? Uno no fallaba sin más a las personas con las que él había hecho tratos. Si te encargaban una misión, esperaban resultados.

No tardaría en saberlo. Dio un paso para colocar su ardilla albina al final de la fila. ¿Se veía mejor allí? Se enjugó el sudor de la frente con el dorso de la mano y volvió a dejar la ardilla en su sitio. No, así tampoco estaba bien. ¿Entonces cómo iba a...?

El fuego dejó de crepitar.

Templeton contuvo la respiración. Se giró lentamente sobre los talones mientras buscaba el pañuelo que llevaba en el bolsillo del chaleco. Las llamas todavía estaban allí, pero no se movían. ¡Por el alma de Trell! ¿Qué podría haberlas dejado congeladas?

Algo golpeó la puerta. Templeton retrocedió con los dedos engarfiados en el bolsillo, buscando aún el pañuelo. De nuevo aquel ruido, y su espalda chocó con la balda que contenía su colección. Quiso preguntar quién andaba allí, siquiera en susurros, pero le faltaba el aliento.

La puerta se abrió entonces de golpe, y el sepulturero Dechamp (con los ojos vidriosos abiertos de par en par y la camisa empapada de sangre) se desplomó en el suelo de la habitación.

Templeton profirió un alarido mientras se alejaba de la puerta, trastabillando, y pegaba la espalda a la pared opuesta de su pequeña guarida. Encontró la repisa de la ventana con los dedos y se apoyó en ella para sostenerse en pie mientras contemplaba fijamente el cadáver que yacía en el umbral.

Oyó unos golpecitos en la ventana.

Cerró los ojos con fuerza, resistiéndose a mirar. Fuego congelado. Un muerto en el suelo. Estaba soñando. Era una pesadilla. No podía...

Tap. Tap. Tap.

Encontró el pañuelo, por fin, y lo aferró con la misma firmeza con la que había apretado los párpados.

—Templeton. —La voz, rasposa, atravesó la ventana como un soplo de aire helado.

Se dio la vuelta muy despacio y abrió los ojos.

La muerte lo esperaba en la calle.

Embozada en un manto negro, con las facciones ocultas bajo su capucha. De esta, sin embargo, sobresalían dos largos punzones en los que se reflejaba la luz de las llamas, oscilante sobre sus cabezas.

—Estoy muerto —jadeó Templeton, con un hilo de voz.

—No —susurró la muerte—. Morirás cuando yo lo diga. No antes.

—Ay, Armonía...

—No eres suyo —murmuró la muerte, envuelta en las tinieblas del exterior—. Sino mío.

—¿Qué quieres de mí? ¡Por favor! —Templeton se dejó caer de rodillas. Se obligó a mirar de soslayo en dirección a Dechamp. ¿Se alzaría su cadáver? ¿Se abalanzaría sobre él?

—Tienes algo que me pertenece, Templeton —susurró la muerte—. Una púa. —Levantó los brazos, dejando que la capa se replegara y expusiera su piel, blanca como el mármol. Un punzón le atravesaba un brazo de lado a lado. El otro se veía desnudo, salvo por un agujero sanguinolento.

—¡No fue culpa mía! —gritó Templeton—. ¡Insistieron! ¡Yo no la tengo!

—¿Dónde?

—¡La envié con un emisario! ¡A Dulsing! No sé nada más. Ay, por favor... ¡Por favor! Me exigieron que la recuperase para ellos. ¡Ignoraba que fuese tuya! Solo era un herrumbroso trozo de metal. ¡Soy inocente! Soy...

Dejó la frase inacabada flotando en el aire al percatarse de que el fuego había empezado a crepitar otra vez. Parpadeó, concentrándose de nuevo en la ventana. Estaba desierta. ¿Habría... habría sido un sueño, después de todo? Encontró el cadáver de Dechamp al girarse, desangrándose aún en el suelo.

Gimoteando, Templeton se encogió sobre sí mismo hasta formar un ovillo. El alivio que experimentó fue sincero cuando los alguaciles irrumpieron en la habitación poco después.

 

 

Wayne se sacudió de encima aquella capa tan fea y pesada y levantó el brazo mientras restañaba sus heridas. Su mente de metal comenzaba a agotarse. Tendría que dosificarse después de esto. Las heridas de bala recibidas antes le habían pasado factura.

—No hacía falta que te perforaras el brazo de verdad, Wayne —dijo Marasi al reunirse con él en el jardín; el muchacho había pisoteado unas petunias preciosas para llegar a la ventana.

—Pues claro que sí —replicó Wayne mientras se limpiaba la sangre—. Todo en aras de la autenticidad. —Se rascó la cabeza, descolocando en el proceso los alambres que sujetaban las dos medias púas que flotaban frente a sus ojos.

—Quítate eso, anda. Tienes una pinta ridícula.

—Que se lo pregunten a él. —En el interior de la casa, los alguaciles habían detenido ya a Templeton Fig y comenzaban a escoltarlo fuera del edificio. La información que había encontrado Wayne en el libro de cuentas debería ser más que suficiente para que el hombre pasara una buena temporada entre rejas. Pobre diablo. Lo cierto era que no había cometido ningún delito. No se le puede robar nada a alguien que ya está muerto. Por otra parte, la gente era muy maniática con sus cosas. Wayne había desistido ya de intentar dilucidar los pormenores de todas sus reglas.

Le enviaría fruta a la cárcel. Quizás eso le levantase el ánimo.

—¿Qué te ha parecido el acento?

—Dio resultado.

—No tenía muy claro cómo debería sonar la muerte, ¿sabes? Supuse que debería de darse aires de importancia, como hace Wax cuando me pide que baje los pies de los muebles. Con una mezcla de tonos añejos, como el abuelo de un abuelo. Y rechinante, como la de quien está asfixiándose o algo por el estilo.

—En realidad —dijo Marasi— es bastante elocuente, y no «rechina» en absoluto. Además, su acento es exótico... no se parece a ningún otro que haya oído yo antes.

Wayne gruñó mientras se quitaba los punzones de la cabeza.

—¿Lo puedes imitar para mí?

—¿Qué? ¿El acento?

El muchacho asintió vigorosamente con la cabeza.

—No. Ni en sueños.

—Bueno, la próxima vez que la veas, dile que me busque y hable conmigo. Tengo que oír cómo suena.

—¿Qué más da?

—Tengo que oírlo —insistió Wayne—. Para la próxima.

—¿Qué «próxima»? ¿Cuántas veces esperas imitar a la muerte?

Wayne se encogió de hombros.

—Esta ya es la cuarta hasta la fecha, así que... Nunca se sabe. —Le pegó un último trago al brandi de Dechamp, se echó la capa al hombro y encaminó sus pasos hacia la carretera a través de la bruma.

—Dulsing —dijo Marasi.

—¿Lo conoces?

—Es un pequeño asentamiento rural. A unos ochenta kilómetros al noreste de Nueva Seran. He leído algo sobre él en mis libros de texto... Hubo un caso sonado sobre derechos del agua... pero está aislado y es diminuto, indigno de la atención de nadie. ¿Qué rayos buscará el Grupo allí?

—A lo mejor es que les gustan los tomates recién cogidos del huerto —sugirió Wayne—. Como a mí.

Marasi se quedó callada, visiblemente absorta en sus pensamientos, preocupada por el motivo que fuese. Wayne la dejó tranquila mientras sacaba su latita de goma de mascar, la sacudía, abría la tapa y seleccionaba una de las esponjosas pellas recubiertas de azúcar antes de metérsela en la boca. Cartuchos de dinamita, porrazos, brandi gratis y darle el susto de su vida a un fulano.

El secreto de la felicidad estaba en las cosas sencillas de la vida.

 

 

La suerte no había acompañado a Wax en el primer conjunto de habitaciones que registró. Aunque pertenecían a Kelesina, en teoría, resultaron estar vacías. Se sintió tentado de ponerlas patas arriba en busca de información, pero decidió que eso le llevaría demasiado tiempo... y resultaría incriminatorio en exceso, dadas las circunstancias. Que lo encontraran a uno vagando por los pasillos tras haberse extraviado aún se podía justificar; que lo descubrieran revolviendo los cajones de una dama era harina de otro costal.

Tras regresar al atrio, furtivo, agitó la mano para que Steris lo viera y se internó en otro pasillo. Este bordeaba la pared exterior y estaba jalonado de ventanas abiertas a las brumas, las cuales penetraban en el edificio formando sus propias cascadas en miniatura. Seguro que había algún lacayo encargado de cerrar aquellas ventanas en noches como esa, pero el ajetreo de la fiesta debía de mantenerlo ocupado.

Aguzó el oído al llegar a una puerta, pero solo escuchó la voz que entraba por las ventanas: lord Severington, que seguía desgranando su plúmbeo discurso en la sala de baile. Gracias a los artefactos para amplificar el sonido, Wax podía distinguir alguna que otra palabra suelta.

—... tolerar el gobierno... ¿nuevo lord Legislador?... impuestos injustos... debe llegar a su fin...

«Tendré que prestar más atención a esos asuntos», pensó Wax mientras cruzaba con discreción el pasillo hasta llegar al siguiente conjunto de habitaciones. Severington era el alcalde de Bilming, una ciudad portuaria ubicada al oeste de Elendel. La segunda más poblada de la cuenca después de la capital y un importante enclave industrial. Si estallaba el conflicto, sus habitantes serían la punta de lanza.

«Ya lo son», recapituló conforme los fragmentos aislados de aquella arenga continuaban llegando hasta él.

Siguió avanzando, escuchando frente a las puertas que le salían al paso. Se disponía ya a dar media vuelta cuando le llamó la atención una voz. Había alguien dentro. Wax se agazapó y pegó la oreja a la puerta, lamentando no ir acompañado de un ojo de estaño que pudiera ayudarle a espiar la conversación. Aquella voz...

Era la de su tío.

Se aplastó contra la puerta, sin importarle lo que pudiese pensar cualquiera que apareciese ahora en el pasillo. Herrumbres... no lograba discernir gran cosa. Media palabra aquí y allá. Pero se trataba de Edwarn, sin duda. Y la otra voz que lo acompañaba, casi con toda seguridad, pertenecía a Kelesina.

No despuntaba claridad alguna bajo el resquicio que mediaba entre la puerta y el suelo. Wax metió la mano en el bolsillo, empuñó la pequeña pistola que ocultaba en él y giró el pomo de la puerta para entreabrirla. Tras ella se extendía una especie de estudio, completamente a oscuras salvo por la fina franja de luz que escapaba bajo la puerta del fondo. Wax se coló dentro, cerró la puerta a su espalda y se adentró furtivo en la estancia; contuvo una maldición cuando se golpeó el brazo contra una mesita auxiliar. Con el corazón martilleándole en el pecho, aplastó la espalda contra la pared junto a la otra puerta.

—Eso da igual —estaba diciendo su tío. La voz sonaba amortiguada, como si estuviera hablando a través de un pañuelo de tela, una máscara o algo—. ¿Por qué me has interrumpido? Ya sabes lo importante que es mi trabajo.

—Waxillium está al corriente del proyecto —replicó Kelesina—. Y ha encontrado una de las monedas. Se hace el tonto, pero lo sabe.

—¿Y las distracciones?

—No ha picado el anzuelo.

—Eso es que no estás esforzándote lo suficiente —dijo Elegante—. Secuestra a alguno de sus amigos y déjale una nota, como si la firmase cualquiera de sus enemigos acérrimos. Desafía su ingenio, oblígale a iniciar una investigación. Waxillium no podrá resistirse a saldar una cuenta personal. Dará resultado.

—El asalto al tren no lo dio —protestó Kelesina—. ¿Qué hay de eso, Elegante? Malgastamos unos recursos cruciales, contactos importantes que tardé años en cultivar, con aquel ataque. Prometiste que, si atacábamos mientras él estuviera a bordo, sería incapaz de resistirse a investigar. Pero no hizo ni caso. Salió de Pie de Hierro aquella misma noche.

Wax sintió un escalofrío mientras en su cabeza se desplegaba un nuevo abanico de conjeturas. El asalto al tren... ¿había sido una estratagema orquestada para distraer su atención y evitar que persiguiera al Grupo?

—Valió la pena correr ese riesgo —adujo Elegante— con tal de recuperar el artefacto.

—¿Te refieres al mismo que perdió Irich acto seguido? —inquirió Kelesina—. No se le debería confiar ninguna misión importante. Es demasiado impulsivo. Tendrías que haber dejado que me encargara yo de recuperar el artefacto cuando Waxillium bajó del tren.

—Todo apuntaba a que picaría el anzuelo —dijo Edwarn—. Conozco a mi sobrino. Seguro que arde en deseos de perseguir a esos bandidos. Si está en tu fiesta, no obstante, eso significa que no estás haciendo bien tu trabajo. No tengo tiempo para guiarte de la mano en esta ocasión, Kelesina. Debo partir hacia el segundo escenario.

Wax arrugó el entrecejo. Lo del tren no había sido una mera distracción, por lo visto. Pero las palabras de su tío le infundían un profundo desasosiego. Había seguido media docena de pistas en el transcurso del último año, dando por sentado que le estaba pisando los talones a Edwarn. ¿Cuántas de ellas habrían sido simples señuelos? ¿Cuántos de sus demás casos habrían sido distracciones premeditadas? ¿Y Ape Manton? ¿Estaría realmente en Nueva Seran? Lo más probable era que no.

Edwarn había dicho una verdad, al menos. Conocía bien a Wax. Demasiado bien para tratarse de alguien con quien apenas se había cruzado en los últimos veinte años.

—Bueno —continuó Elegante—, ahora tienes tu oportunidad de recuperar el artefacto, como prometiste que podrías hacer. ¿Qué tal va eso?

—No estaba entre los efectos que llevaba encima cuando llegó a la fiesta —respondió Kelesina—. La espía que tenemos infiltrada entre el personal del hotel se ocupará de registrar su habitación. Insisto en que Irich...

—Irich ya ha recibido su castigo —la interrumpió Elegante. ¿Por qué sonaba tan apagada su voz, comparada con la de Kelesina?—. Eso es lo único que necesitas saber. Recupera el artefacto y cualquier otro error podría ser perdonado. Es solo cuestión de tiempo antes de que practiquen la alomancia por accidente cerca de él.

—¿Y entonces seremos testigos de ese «milagro» que no dejas de prometernos, Elegante? Otro par de discursos como el de hoy y Severington habrá conseguido enfervorizar a toda la cuenca. Obviando por entero el hecho de que Elendel nos supera tanto en número como en potencia de fuego.

—¡Paciencia! —exclamó Elegante, con un dejo de diversión en la voz.

—Tenla tú, si quieres. Como esto siga así, nos exprimirán hasta la última gota. Prometiste arrasar esa ciudad, proporcionarnos un ejército y...

—Paciencia —repitió Elegante, conciliador—. Pararle los pies a Waxillium: esa es ahora tu parte del trato. Que no salga de la ciudad. Distráelo como sea.

—No dará resultado, Elegante —insistió Kelesina—. Ya sabe demasiado. Ese condenado cambiaformas debe de haberle contado...

—¿Permitiste que escapara?

Kelesina guardó silencio.

—Creía —prosiguió con voz glacial Elegante— que habías eliminado a esa criatura. Me enseñaste su púa y me aseguraste que la otra había sido destruida.

—Es posible que... nos precipitáramos al extraer conclusiones.

—Ya veo.

Los dos se quedaron callados durante un incómodo instante. Wax levantó la pistola junto a su cabeza, con la frente perlada de sudor en la oscuridad imperante en la habitación. Acarició la idea de sorprenderlos en ese momento. El kandra herido y su propio testimonio serían pruebas suficientes para inculpar a Kelesina. Varias personas habían perdido la vida en aquella explosión. Era una asesina.

Pero ¿bastaría para incriminar a Edwarn? ¿O volvería a escurrírsele entre los dedos su tío? Herrumbres... ¿un ejército? Hablaban de destruir Elendel. ¿Se atrevería a esperar? Si los apresaba ahora, quizás ella se derrumbaría y testificaría en contra de él...

Pasos.

Procedentes del pasillo. Cuando llegaron a la altura de la puerta, tomó una decisión impulsiva, dejó caer una moneda (no la especial, que guardaba en otro bolsillo) y empujó contra ella.

La claridad del pasillo entró a raudales en la habitación al abrirse la puerta, revelando a la misma doncella de antes. La mujer cruzó la estancia apresuradamente y, por suerte, no encendió ninguna lámpara; en vez de eso, se encaminó directamente a la puerta ante la que se había apostado Wax para espiar la conversación entre Edwarn y Kelesina.

Si hubiera levantado la cabeza habría visto a Wax aplastado contra el techo por encima de ella, empujando contra la moneda, pero no dio muestras de haberlo descubierto mientras llamaba a la puerta golpeando con los nudillos. Kelesina la invitó a entrar.

—Mi señora —dijo la criada, apremiante—. Burl ordenó que me avisaran mientras vigilaba la fiesta en busca de alomantes. Ha detectado que alguien estaba quemando metales en esta dirección.

—¿Dónde está Waxillium?

—Su prometida se encontraba indispuesta —explicó la doncella—. La llevamos a uno de los cuartos de invitados para que se recuperara.

—Interesante —dijo el tío Edwarn—. ¿Y dónde está ahora?

Wax se dejó caer al suelo con un topetazo y apuntó la pistola hacia los ocupantes de la habitación.

—Aquí mismo.

La criada se giró en redondo, sobresaltada. Kelesina se levantó de su asiento, con los ojos abiertos de par en par. Y el tío Edwarn...

El tío Edwarn no estaba allí. Además de ambas mujeres, lo único que había en la estancia era un artilugio parecido a una caja encima de la mesa que Kelesina tenía delante.