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capitulo-18

Marasi atravesó el almacén a hurtadillas, con la correa del rifle incómodamente clavada en el hombro. Se alegraba de haberse puesto los pantalones (eran más sigilosos que su falda, cuyos pliegues no habrían dejado de susurrar con el roce), pero le preocupaba que los científicos y los operarios de la nave detectaran el ruido que hacían sus botas en la tierra prensada.

Temores infundados, seguramente. En el almacén distaba de reinar el silencio. Aunque era de noche y, por consiguiente, había menos actividad, aún seguían trabajando varias personas. Un equipo de carpinteros serraba listones de madera en uno de los laterales; el eco de sus movimientos rebotaba sin cesar contra las paredes. Entre exclamaciones, el grupo de ingenieros comentaba las características de aquella embarcación tan enorme.

«Parecen sorprendidos —pensó Marasi—. Como si no la hubieran diseñado ellos.» ¿Acabarían de incorporarse al proyecto, tal vez?

Había guardias distribuidos por toda la nave, aunque su número no era tan nutrido como en el exterior. MeLaan y ella procuraban atenerse al borde en sombra del almacén, junto a las pilas de embalajes y materiales, pero eso no evitó que tuvieran que pasar incómodamente cerca de una mesita alrededor de la cual había un grupo de soldados jugando a las cartas.

Los guardias no se percataron de su presencia. Al cabo, el kandra y Marasi consiguieron llegar a la pared del lado sur, una de las caras más largas del edificio rectangular. Allí vieron que había una serie de habitaciones adosadas a la estructura principal, más acabadas que el resto; tenían puertas, al menos, y también alguna que otra ventana.

—¿Dormitorios? —susurró Marasi, señalando con el dedo.

—Tal vez —respondió MeLaan, agazapada junto a ella—. Bueno, ¿y cómo vamos a encontrar la púa?

—Supongo que la tendrán guardada en una caja fuerte o algo por el estilo.

—Es posible. O en el cajón de una mesa de cualquiera de esas habitaciones, o en una caja, o... diablos, a lo mejor la han tirado a la basura, sin más. A Elegante solo parecía interesarle porque necesitaba alguna prueba de que el pobre ReLuur había dejado de ser un problema.

Marasi respiró hondo.

—En tal caso, habrá que interrogar a Elegante cuando Waxillium lo encuentre. Aunque me extrañaría que se hubiesen desembarazado de ella. Sabemos que el Grupo está investigando la forma de producir alomantes, como sabemos también que están interesados en la hemalurgia. Estudiarían la púa en vez de deshacerse de ella.

MeLaan asintió con la cabeza, pensativa.

—Pero podría estar prácticamente en cualquier sitio.

A escasa distancia de ellas, los científicos (con un hombre renqueante a la cabeza) subieron por una tabla que hacía las veces de rampa para asomarse al costado abierto del barco. «Es él», pensó Marasi. El mismo del asalto al tren. Estaba enseñándoles el proyecto a los recién llegados.

Entraron en el buque.

—Tengo una idea —dijo Marasi.

—¿Es muy descabellada?

—Menos que la de arrojar a Wayne desde lo alto de un risco.

—No te pones muy alto el listón, pero de acuerdo. ¿Por dónde empezamos?

Marasi señaló con un ademán el boquete en el casco por el que se habían introducido los científicos.

—Por ahí.

 

 

Wax avanzaba tras los palés de suministros en la dirección opuesta a Marasi, sintiéndose como si estuviera atravesando la sombra del progreso. No era la primera vez que reflexionaba acerca de las transformaciones que se habían operado en Elendel en su ausencia: motocarros y luces eléctricas, rascacielos y carreteras asfaltadas con hormigón. Era como si se hubiera ido de un mundo y hubiese vuelto a otro distinto.

Aquello parecía ser tan solo el principio. Gigantescos buques de guerra. Tecnología que potenciaba la alomancia. Brazaletes cargados por un feruquimista para que los utilizase otro. No podía por menos de sentirse intimidado, como si ese barco tan monstruoso fuese un guerrero que hubiera surgido de otra época con el objetivo de aplastar las polvorientas reliquias del pasado, como él mismo.

Wayne se reunió con él cuando se detuvo junto al último montón de tablas de la fila y sacó la cantimplora, de recio cuero curtido y con forma de botella. El muchacho le pegó un trago y se la ofreció a Wax, que la aceptó y bebió a su vez.

Le dio un pequeño ataque de tos.

—¿Zumo de manzana?

—Es bueno para el organismo. —Wayne volvió a guardar la cantimplora.

—No me lo esperaba.

—Hay que tener al estómago en vilo, compañero —dijo Wayne—. De lo contrario, se confía y acaba volviéndose comodón. ¿Cómo vamos a encontrar a tu tío?

—¿Perspectiva? —Wax inclinó la cabeza en dirección a los confines centrales del almacén, donde un complejo entramado de pasarelas de construcción temporales ribeteaba el interior del edificio. Al ser de noche, la zona se veía desierta—. Disfrutaríamos de una vista de toda la zona, pero sería difícil que nos detectaran desde abajo.

—Me parece bien. Pero ¿te sientes capaz? Tendrás que escalar como una persona normal. Nada de empujones de acero.

No llevaba ni rastro de metal en su interior; sería demasiado fácil recurrir a él en un acto reflejo. Los viales aguardaban en su cinturón, intactos.

—No te preocupes por mí —replicó Wax, sucinto. Esperó a que los guardias y los operarios de los alrededores pasaran de largo y abrió la marcha, corriendo agazapado en paralelo a las sombras del edificio. Las luces apuntaban al barco, lejos de las paredes. Cruzó los dedos para que los escasos trabajadores que deambulaban por allí no estuvieran concentrados en los recovecos más oscuros de la gran nave.

Dos pasarelas ascendían extendiéndose a lo largo de toda la pared; conducía hasta ellas una serie de escalerillas y planchas más pequeñas, a modo de rellanos, cargadas de materiales de construcción. Wax se encaramó a la escalera del fondo y comenzó a subir un nivel tras otro. Empezaron a dolerle los brazos antes de llegar al tercero. Disminuyó su peso, lo cual contribuyó a facilitarle el ascenso, pero así y todo tuvo que parar a recuperar el aliento en el quinto nivel. Del mismo modo que volver su cuerpo más pesado le confería la fuerza necesaria para accionar sus músculos agrandados, aligerarse siempre parecía reducir su energía.

—Estás haciéndote viejo —dijo Wayne con una sonrisa mientras lo adelantaba y empezaba a subir por la siguiente escalera.

—No seas obtuso. —Wax se agarró a los peldaños y trepó tras él—. Intento dosificarme, eso es todo. ¿Y si llegamos a lo alto y hay que luchar?

—Siempre puedes atizarle a tu rival con la dentadura postiza —replicó Wayne, por encima de él—. O pegarle con la cachava. Si nos damos prisa, a lo mejor hasta te da tiempo a irte prontito a la cama y todo.

Wax masculló una invectiva entre dientes mientras se encaramaba al siguiente nivel, pero lo cierto era que le faltaba el resuello hasta tal punto que incluso discutir se le antojaba agotador en exceso. El muchacho pareció percatarse de ello; en sus labios se dibujaba una sonrisa de oreja a oreja cuando terminaron de escalar otros dos tramos de escaleras y llegaron a una nueva pasarela.

—Te saltaría los dientes de un trompazo —refunfuñó Wax al llegar a la altura de Wayne—, pero sé que no te costaría nada recomponerte la boca.

—Qué va. Me echaría a rodar por los suelos, gimoteando como un condenado. A tu edad es importante fomentar la impresión de que uno ha hecho algo productivo a lo largo de la jornada.

Wax meneó la cabeza, se giró y empezó a andar por la pasarela. Las tablas emitieron un crujido bajo sus pies de inmediato. Se le coló la pierna por el boquete, y aunque se sujetó a tiempo y consiguió liberar el pie, por primera vez en siglos experimentó una punzada de lo que debían sentir los demás cuando se encontraban a tanta altura: que el suelo estaba muy muy lejos de él. Y no portaba metales en su interior en ese momento.

Rodeó el boquete con un gruñido.

—Eso no ha sido culpa mía. Las tablas son muy endebles.

—Claro que sí, compañero —dijo Wayne—. No pasa nada. La mayoría de la gente echa unos kilitos al rebasar cierta edad. Es ley de vida, ya sabes.

—Si te pegase un tiro, nadie me culparía por ello. Antes bien, seguramente dirían: «Hala, pero ¿cómo pudiste aguantar tanto tiempo? Yo le habría disparado hace años.» Y después me invitarían a todas las pintas que quisiera.

—Oye, eso me ha dolido, ¿eh? Que lo...

—¿Quiénes sois vosotros?

Wax se quedó paralizado. A continuación, Wayne y él miraron arriba, hacia la persona que los observaba fijamente desde la barandilla de la última pasarela. Ingeniero, a juzgar por su aspecto, vestido como iba con una bata blanca sobre el chaleco con corbata. Frunció el ceño, pareció reconocer a Wax y abrió desmesuradamente los ojos.

—Herrumbres —masculló Wax, levantando las manos mientras Wayne se apresuraba a entrar en acción y se impulsaba de un salto hacia arriba. Wax formó un estribo con las manos, que el muchacho aprovechó para agarrarse a la barandilla de la pasarela superior. El ingeniero empezó a dar la voz de alarma, pero Wayne lo derribó pegándole un tirón del tobillo y terminó de encaramarse.

Instantes después sonó otro golpazo. Wax se quedó esperando, nervioso. El tiempo pasaba sin que ocurriera nada más.

—¿Wayne? —siseó—. ¿Estás ahí?

El rostro inconsciente del ingeniero se materializó sobre el borde de la pasarela momentos después, con los ojos cerrados.

—¿Dónde iba a estar si no? —dijo Wayne desde arriba, imitando la voz del desventurado ingeniero mientras le movía la cabeza como si de una marioneta se tratase—. ¡Acabas de mandarlo aquí arriba de un empujón, compañero! ¿Ya te has olvidado? Pérdida de memoria. Debes de estar haciéndote viejo de verdad.

 

 

Estrictamente hablando, todas las personas que había en el mundo estaban muriéndose, solo que muy poco a poco. La maldición de Irich no era que se estuviese muriendo, sino que podía sentir cómo ocurría.

Mientras recorría los pasillos de la gigantesca embarcación de madera debía prestar atención al suelo, puesto que el menor obstáculo o desnivel podría llevarlo a tropezar y caerse. Cuando señaló la pared donde habían encontrado los mapas quemados (explicándoselo a los otros científicos), sintió como si tuviera un lastre de veinte kilos amarrado al brazo.

Apenas si conservaba un ápice de movilidad en la mano izquierda; podía sujetar el bastón, pero no evitar que el gesto le produjera violentos temblores, y prácticamente arrastraba la pierna izquierda a cada paso que daba. Comenzaba a faltarle el resuello. El médico le había dicho que, tarde o temprano, le fallarían las fuerzas y sería incapaz de seguir respirando.

Cuando llegara ese momento, Irich moriría solo, asfixiado e incapaz de moverse. Y podía sentir cómo se avecinaba ese día. Un agonizante paso tras otro.

—¿Qué es esto, profesor Irich? —preguntó Stanoux, apuntando hacia el techo—. ¡Qué dibujo tan fascinante!

—No estamos seguros —respondió Irich, apoyándose en el bastón mientras miraba hacia arriba; una proeza extraordinariamente difícil. Herrumbres. Antes no le costaba tanto inclinar la cabeza hacia atrás, ¿verdad?

«Paso a paso.»

—Parece un barco —dijo Stansi, ladeando la cabeza.

En efecto, el dibujo dorado del pasillo se asemejaba a algo parecido a un barco de pequeñas dimensiones. ¿Por qué pintar aquí algo así? Sospechaba que tardarían años en desentrañar todos los secretos de esta embarcación. Hubo una época en la que Irich se habría conformado con dedicar toda su vida a examinar estas curiosidades, escribiendo pormenorizadamente acerca de cada una de ellas.

Hoy, sin embargo, «toda su vida» se le antojaba un margen de tiempo demasiado estrecho como para invertirlo en semejantes empresas. Elegante y Secuencia querían sus armas y podían quedarse con ellas, porque Irich solo deseaba una cosa.

Un milagro.

—Por favor, síganme —dijo Irich, reanudando la visita guiada por el pasillo con el último de sus contoneos. Llevaba tiempo desarrollando uno nuevo cada pocos meses, a medida que aumentaba el número de sus músculos que se volvían demasiado débiles o directamente se negaban a funcionar. Paso, bastón, arrastrar el pie, respirar. Paso, bastón, arrastrar el pie, respirar.

—¡Qué madera tan extraordinaria! —exclamó Stanoux, ajustándose las gafas—. Tía, ¿te suena esta variedad?

Stansi se situó a su altura y llamó por señas al guardia que portaba la lámpara a fin de poder admirar mejor la extraña madera. Al principio Irich había mostrado un interés similar en los detalles del barco, pero cada día que pasaba se sentía más impaciente.

—Por favor —dijo Irich—. Dispondrán de todo el tiempo que deseen para estudiar, analizar y elaborar sus teorías. Pero solo después de haber resuelto el problema principal.

—¿Que es...? —preguntó Stansi.

Irich hizo un gesto en dirección al portal arqueado que se erguía ante ellos, vigilado por una soldado con otra lámpara. La mujer se cuadró para saludarlo, puesto que, técnicamente, ostentaba el rango de colector dentro del Grupo. Elegante y sus secuaces tenían el pensamiento científico en muy alta estima. Para él, sin embargo, el poder y el prestigio eran insignificantes. Ninguno de los dos podría prolongar las bocanadas de aire que le quedaban por aspirar en su vida.

Una vez traspuesto el umbral, indicó con un gesto al quinteto de científicos que contemplase la impresionante maquinaria que abarrotaba la bodega de aquella embarcación tan extraña. Sin cables ni engranajes, no se parecía a nada que él hubiera visto antes. Su aspecto recordaba más bien al de un horno, solo que construido a partir de un material ultraligero con las paredes estriadas de líneas formadas por otros metales. Como una tela de araña.

—Esta nave —dijo Irich— está repleta de enigmas. Ya han visto los misteriosos dibujos del techo, pero ese tipo de interrogantes no son más que el principio. ¿Cuál es la función de ese cuarto en el que cuelgan decenas de capuchas negras, como las que usaría un verdugo para cubrirse la cabeza? También hemos encontrado lo que parecen ser instrumentos musicales, solo que incapaces de emitir el menor sonido. El barco cuenta con un ingenioso sistema de canalización y hemos identificado dependencias diseñadas tanto para hombres como para mujeres, pero hay un tercer conjunto de habitaciones cuyas puertas lucen una marca indescifrable. ¿Para quién se construyeron? ¿Personas de clase inferior? ¿Familias? ¿Un tercer sexo? Tenemos tantas preguntas...

»Una de ellas, sin embargo, se impone a todas las demás, y sospechamos que la clave de todo está en su respuesta. Por eso los he convocado aquí a ustedes, las mentes más brillantes de las ciudades exteriores. Si consiguen resolver esta incógnita, obtendremos la ventaja tecnológica necesaria para liberarnos de la opresión de Elendel de una vez por todas.

—¿Y cuál sería entonces esa pregunta? —inquirió el profesor Javie.

Irich se giró hacia ellos.

—Evidentemente, cómo se mueve esta cosa.

—¿No lo saben?

Irich sacudió la cabeza.

—Desafía todos los conocimientos científicos que tenemos a nuestro alcance. Es evidente que algunos mecanismos resultaron dañados en el accidente, pero, como verán, el vehículo se encuentra principalmente intacto. Deberíamos haber sido capaces de dilucidar ya su método de propulsión, pero hasta la fecha se nos escapa.

—¿Qué hay de los navegantes? —preguntó Stanoux—. La tripulación. ¿No hubo supervivientes?

—De momento se muestran poco cooperativos —respondió Irich. «Y bastante frágiles», añadió para sus adentros—. Aparte de eso, la barrera lingüística está demostrando ser insuperable. Por eso lo he invitado a usted, lord Stanoux, uno de los mayores expertos del mundo en idiomas antiguos, antevergeles. Quizás usted sea capaz de descifrar los libros que hemos encontrado a bordo del barco. Lady Stansi, usted y el profesor Javie se pondrán al frente de nuestros ingenieros. Imaginen el poder que nos conferiría una flota de navíos como este. ¡Controlaríamos la cuenca!

Los científicos intercambiaron varias miradas.

—No sé si me gusta la idea de que un solo colectivo, sea cual sea, tenga acceso a semejante poder, profesor —dijo lady Stansi, al cabo.

Ah, claro. Estos no eran políticos. Debería cambiar el discurso que empleó cuando Elegante lo envió a recaudar fondos entre las clases adineradas.

—Sí —reconoció Irich—, será una carga tremenda. Pero ¿dónde preferiría usted ver estos conocimientos, en nuestras manos o en las de Elendel? Además, imagínese cuánta información podríamos adquirir, todo lo que aprenderíamos.

La reacción fue más positiva ante aquellas últimas palabras; todos los científicos asintieron con la cabeza. Irich tendría que hablar con Elegante y explicarle que estas personas no deberían llevarse la impresión de estar trabajando al servicio de un ejército totalitario, sino de un bondadoso movimiento de liberación con los conocimientos y la paz por todo objetivo. Labor harto complicada, con aquellos herrumbrosos soldados cuadrándose cada dos por tres y deambulando de aquí para allá con aire marcial.

Se preparó para explicarles lo que sabían, dispuesto a distraer a los científicos con promesas del conocimiento que podrían acumular, cuando oyó una voz que resonaba al fondo del pasillo.

—¿Profesor Irich?

Suspiró. ¿Y ahora qué?

—Con su permiso —dijo—. Lady Stansi, quizá desee inspeccionar esta instalación, la cual parece proporcionar algún tipo de energía a la nave. Carece de electricidad, que nosotros sepamos. Les agradecería que me dieran una opinión imparcial antes de exponerles nuestras conclusiones. Debo atender a un asunto.

Se tomaron sus palabras de buen grado; con entusiasmo, incluso. Los dejó atrás y se alejó renqueando por el pasillo. «Demasiado lento, demasiado lento», pensó, refiriéndose tanto a su propia velocidad como a la posibilidad de obtener progreso alguno por parte de los científicos. No podía esperar a que concluyeran todas sus investigaciones y experimentos. Necesitaba respuestas ahora. Había pensado que en el tren podrían encontrar...

Pero no, claro que no. Vana esperanza. Nunca debería haber abandonado el proyecto. Una vez al final del pasillo, no vio ni rastro de la persona que lo había llamado. Frustrado, terminó de cubrir la distancia que lo separaba de la puerta y se asomó a uno de los corredores secundarios. ¡Ya tendrían que saber que solo debían llamarlo si se trataba de algo importante! ¿No veían el esfuerzo que le costaba desplazarse?

Empezó a desandar sus pasos, pero titubeó al fijarse en un pequeño compartimento de carga que se había abierto en la pared. Había cientos de ellos repartidos por toda la nave, repletos de cuerdas, armas u otros objetos. Pero de este se había caído algo en el suelo. Un cubo plateado.

Se le aceleró el pulso por la emoción. ¿Otro artilugio de aquellos? ¡Qué suerte! Pensaba que ya habían registrado todos los compartimentos. Se agachó con dificultad para recogerlo, apoyando la rodilla sana en el suelo, y se volvió a incorporar con movimientos anquilosados.

En su mente comenzaba a gestarse ya un plan. Le diría a Elegante que lo había recuperado alguno de sus espías en Nueva Seran. Quizá así le levantara el castigo y le permitiera trasladarse al segundo escenario, quizás incluso unirse a la expedición.

Exultante, dejó un soldado controlando a los científicos y salió cojeando de la nave, celebrando que la suerte hubiera decidido sonreírle de nuevo por fin.

 

 

Marasi entreabrió la puerta de uno de los armarios que había en el extraño barco y vio cómo se alejaba el hombre llamado Irich, que atravesó renqueando el boquete abierto en la pared. MeLaan salió de la taquilla que tenía frente a ella, le indicó que guardara silencio con un ademán y siguió discretamente los pasos de Irich.

Marasi se quedó esperando, nerviosa. Aunque sus obligaciones como alguacil solían estar relacionadas con el análisis y la investigación, en Elendel había participado ya en unas cuantas redadas. Se preciaba de haberse curtido en esas operaciones, pero, Armonía, esta misión empezaba a sacarla de quicio. Pocas horas de sueño y demasiadas intentando pasar inadvertida, ocultándose, sabiendo que en cualquier momento alguien podría doblar la esquina y encontrarte allí plantada, con las manos en la masa.

Por fin MeLaan le hizo una seña para que avanzara; salió de su escondite y se agazapó junto al kandra en la entrada.

—Se ha metido en esa habitación —dijo MeLaan, señalando una puerta que había en la pared—. ¿Y ahora qué?

—Esperaremos un poco más —respondió Marasi—, a ver si vuelve a salir.

 

 

Wax avanzó, furtivo, por las planchas de madera del andamio interior. El catalejo de MeLaan le permitía controlar lo que ocurría abajo, en el suelo, aunque habría preferido unos binoculares. Rastreó toda la zona, fijándose con atención en la aparición en el barco de Marasi y MeLaan.

Aquella nave... había algo en ella que lo incomodaba. Había estado a bordo de muchas embarcaciones, pero las cubiertas superiores de aquel artefacto inmenso le resultaban desconcertantes. ¿Dónde estaban los mástiles? Había dado por sentado que rotos, pero, ahora que estaba arriba, no se veía ni rastro de los desperfectos que cabría esperar. ¿Surcaría este barco las aguas impulsado por alguna clase de motor a vapor? ¿De gasolina, tal vez?

Tras rodear el edificio entero siguiendo la pasarela, su tío seguía sin dar señales de vida.

—¿Nada todavía? —le preguntó Wayne cuando hubo bajado el catalejo, dándose por vencido.

Wax sacudió la cabeza.

—En la cara norte de la estructura hay una especie de habitaciones. Podría estar allí. O dentro del barco.

—Entonces, ¿cuál es el paso siguiente?

Wax se dio unos golpecitos en la palma de la mano con el borde del catalejo. Esa misma pregunta llevaba ya un rato atormentándolo. ¿Cómo encontrar a su presa sin alertar a los guardias apostados afuera?

Wayne le dio un codazo. Abajo, el hombre renqueante estaba saliendo de nuevo del barco. Wax concentró el catalejo sobre él, siguiéndolo con la mirada mientras se dirigía a una de las habitaciones cercanas.

—¿A ti también te ha dado la impresión de que hay algo que le preocupa? —preguntó Wayne.

—Sí. —Wax bajó el catalejo—. ¿Qué estarían haciendo ahí dentro esas dos?

—A lo mejor se...

—No digas nada —lo interrumpió—. De verdad.

—Como quieras.

—Vamos, en marcha. —Wax emprendió el camino de regreso hacia las escalerillas, ateniéndose a las pasarelas en sombra.

—¿Tienes algún plan?

—Una corazonada, más bien. A Elegante no le gusta hablar cara a cara con los subalternos. Todos los casos que conocemos apuntan a lo mismo: elige a uno de sus secuaces, alguien con la suficiente influencia y reputación, y deja que sea él quien se encargue de ese tipo de cosas. Miles, el Tirador... Mi tío no soporta que lo molesten con trivialidades.

—Así que...

—Así que —continuó Wax— no me extrañaría que aquí ese papel recayese sobre el hombre de la cojera. Es alomante, y oí cómo se referían a él en la mansión de lady Kelesina; se trata de un esbirro importante, aunque sospecho que en estos momentos ha caído en desgracia. En cualquier caso, responde directamente ante mi tío.

—De modo que, si lo seguimos...

—... nos conducirá hasta Elegante.

—Me parece bien —dijo Wayne—. A menos que presente sus informes por la tarde a la hora del té, en cuyo caso tendremos que esperar un buen rato.

Wax se detuvo junto a la escalera, sorprendido; el hombre de la cojera había salido ya de las habitaciones. El inmenso barco le impedía ver bien, pero lo atisbó renqueando alrededor de la proa de la nave, caminando con paso decidido esta vez.

Indicó a Wayne con un ademán que aguardara y se agachó con el catalejo. El hombre cruzó el almacén hasta una habitación solitaria, con aspecto de ser una cámara para los guardias, sita en la esquina suroccidental. Allí, un soldado se hizo a un lado para franquearle el paso. Cuando la puerta se abrió, Wax pudo ver con toda claridad el interior de la estancia.

Allí estaba su hermana.

A punto estuvo de caérsele el catalejo. La puerta se cerró enseguida, impidiéndole mirar otra vez, pero estaba seguro de que la había visto. Sentada a una mesita, vigilada por el fornido gigantón lanzamonedas al que Wax se había enfrentado en el tren.

—¿Qué ocurre?

—Es Telsin —susurró Wax—. La tienen encerrada en esa habitación. —Se descubrió buscando uno de sus viales de metal mientras se incorporaba.

—Oye, oye, compañero —dijo Wayne, sujetándole el brazo—. Siempre estoy a favor de irrumpir temerariamente en los sitios y cosas por el estilo, pero ¿no crees que deberíamos hablarlo un poco? Ya sabes, antes de ponernos en plan «que salte todo por los aires» y ya está.

—Está aquí, Wayne. Este es el motivo de que haya venido. —Una calma glacial se había apoderado de Wax—. Poseerá información sobre nuestro tío. Ella es la clave. Voy a sacarla de ahí.

—Vale, de acuerdo. Pero, Wax, ¿no te parece un pelín preocupante que, en este caso, tenga que ser precisamente yo la voz de la razón?

Wax miró a su amigo.

—Probablemente, sí.

—Y tanto que sí. Mira, se me ocurre una idea.

—¿Es muy mala?

—Comparada con la alternativa de quemar alomancia, presentarnos pegando tiros sin ton ni son y atraer inevitablemente la atención de todos esos guardias, por no hablar de los escuadrones asesinos de Elegante, yo diría que es una idea herrumbrosamente buena.

—Dime.

—Bueno, veamos. —Wayne dejó un pegote de goma de mascar pegado en uno de los soportes de la pasarela—. El fulano inconsciente de ahí atrás lleva puesto un bonito uniforme de ingeniero, y después de lo que pasó en la fiesta aquella, hace ya medio año, no he dejado de pulir mi acento de cerebrito.