11
Ataviado con una elegante chaqueta y con un pañuelo de vestir anudado en el cuello, Wax no pudo por menos de recordar el primer año que había pasado tras salir de la Aldea. Un año en el que su tío se dedicó a engalanarlo con los arreos propios de un joven perteneciente a la nobleza para presentarlo ante la élite de la ciudad, tan exultante como si la expulsión de su sobrino lejos de aquella sociedad terrisana le hubiera concedido la victoria en algún tipo de guerra.
Wax había regresado al domicilio paterno, por supuesto, pero fue su tío el encargado de supervisar su educación, aleccionándolo específicamente como al heredero de su casa que era. Después de su estancia en la Aldea, la vida de Wax no tardó en alejarse cada vez más de su familia inmediata; apenas si había visto a sus padres durante aquel año, pese a vivir bajo el mismo techo que ellos.
Fue entonces cuando la presa de su tío realmente había empezado a estrangularlo. Wax tamborileó con los dedos sobre el reposabrazos del carruaje mientras rememoraba todas aquellas fiestas de antaño. ¿Hasta qué punto estarían teñidos esos recuerdos por la presencia de su tío?
El vehículo acabó deteniéndose frente a una mansión resplandeciente con ventanas de cristales tintados y candilejas encendidas en el exterior. Un estilo de iluminación clásico, aunque el interior tuviera poco en común con los antiguos torreones de antaño que pretendía evocar (como bien sabía él gracias a los planos que había memorizado antes, mientras los otros dormían).
El diseño abigarrado de sus tejados picudos, diseñados como el perfil de una cordillera montañosa, conseguía que la mansión pareciera más desgarbada que imponente. Una fila de carruajes aguardaba a cruzar el pórtico de acceso para los vehículos y soltar a sus ocupantes.
—Estás nervioso —dijo Steris, apoyándole una mano en el brazo. Había seleccionado unos guantes blancos de encaje, y su vestido (alrededor del cual se había pasado revoloteando una hora, al menos, atenazada por la indecisión) presentaba la misma combinación de múltiples capas vaporosas que tan de moda estaba entre las damas más elegantes de Elendel ese año. Quizá por eso la falda fuera más acampanada y etérea que las que ella, de gustos tradicionales, solía ponerse.
Lo había sorprendido con su elección. La mayoría de su vestuario, sobre todo para este viaje, era de carácter práctico. ¿Por qué ponerse esto ahora?
—No estoy nervioso —respondió Wax—, sino contemplativo.
—¿Quieres que repasemos el plan?
—¿Qué plan?
Los delirios de ReLuur los habían conducido hasta esta fiesta de Kelesina Shores, dama que gozaba de cierto prestigio en Nueva Seran y que, en teoría, guardaba algún tipo de relación con todo este asunto. Era la pista más sólida de la que disponían, aunque en el cuaderno de ReLuur también se enumeraban otras cinco familias que podrían revestir algún interés.
El problema estribaba en que ninguna de aquellas notas mencionaba por qué eran de interés, ni qué era lo que ReLuur pensaba que sabían. ¿Por qué iba a tener un grupo de lores y damas pertenecientes a la élite de las ciudades exteriores nada que ver con una antigua reliquia arqueológica? Cierto, a algunos nobles les gustaba considerarse «intrépidos caballeros», pero esos individuos por lo general se dedicaban a fumar puros y chacharear. Por lo menos el petimetre de Jak realmente salía de su herrumbrosa casa de vez en cuando.
El tiempo continuó desgranándose con parsimonia. Los carruajes avanzaban por el camino de acceso a la velocidad de una yunta de bueyes obligados a tirar del arado bajo un sol de justicia. Al final, Wax abrió la puerta de una patada.
—Vayamos dando un paseo.
—Ay, cielos —suspiró Steris—. ¿Otra vez?
—No me digas que no lo habías previsto.
—Sí, lord Waxillium, pero la cola tampoco es tan larga. ¿No crees que podríamos esperar un poquito más, para variar?
—La herrumbrosa puerta principal se ve ya desde aquí —replicó Wax, señalando con el dedo—. Llegaremos en treinta segundos si vamos andando. Aunque también podemos quedarnos aquí sentados y seguir esperando a que a este hatajo de pollinos grandilocuentes al fin les dé por despegar las posaderas del asiento, no sin antes recomponerse el nudo del pañuelo por enésima vez.
—Me da que la noche promete —dijo Steris. Wax desmontó de un salto, haciendo como si no hubiera visto la mano que le tendía uno de los lacayos. Indicó al hombre por señas que se echara hacia atrás y ayudó personalmente a Steris a bajar del vehículo—. Tú sigue y aparca en la cochera —instruyó al conductor—. Te avisaremos cuando hayamos terminado. —Titubeó—. Si oyes disparos, vuelve al hotel. Ya regresaremos nosotros por nuestros propios medios.
El hombre dio un respingo en el pescante, sobresaltado, pero asintió con la cabeza. Wax le ofreció el brazo a Steris, y los dos siguieron el camino de acceso para internarse en los jardines de la mansión, dejando atrás carruajes repletos de personas que parecían intentar fulminarlos con la mirada sin dignarse girar la cabeza en su dirección.
—Te he preparado una lista —dijo Steris.
—Menuda sorpresa.
—No te quejes ahora, Waxillium. Te servirá de ayuda. La he puesto aquí —le explicó Steris, sacando una libreta del tamaño de la palma de su mano— para que puedas consultarla más fácilmente. Cada página contiene una forma distinta de romper el hielo, catalogada según la persona con quien es más probable que dé el mejor resultado. Las notas al pie enumeran distintos métodos de conducir la conversación hacia terrenos más prácticos que podrían permitirte averiguar qué se proponen nuestros objetivos y cuál es su relación con los Brazales de Duelo.
—Mi incompetencia social no llega a tanto, Steris. Sé hablar con la gente.
—Me consta, pero preferiría evitar incidentes como el de la fiesta de los Cett...
—¿Qué fiesta de los Cett?
—Aquella en la que acabaste pegándole un testarazo a alguien.
Wax ladeó la cabeza.
—Ah, cierto. El adulador aquel, un fulano que lucía un bigotito ridículo.
—Lord Westweather Cett, sí —le recordó Steris—. Heredero de la fortuna de su familia.
—Correcto, eso es... Dichosos Cett. En mi descargo, debo decir que me provocó. Pretendía batirse en duelo con un lanzamonedas. Probablemente le salvé la vida.
—Rompiéndole la nariz en el proceso. —Steris levantó una mano—. No espero justificaciones ni explicaciones por tu parte, lord Waxillium. Quería hacer lo que pudiera por ayudar, eso es todo.
A regañadientes, Wax cogió la libreta y la hojeó a la luz de las farolas mientras cruzaban los jardines. La parte de atrás contenía la descripción de varios de los posibles asistentes a la fiesta. Había memorizado algunas de las definiciones que les había enviado VenDell, pero esta lista era mucho más pormenorizada.
El trabajo de documentación de Steris había sido exhaustivo, como de costumbre. Sonrió mientras se guardaba el cuaderno en el bolsillo de la chaqueta. ¿De dónde sacaba el tiempo esa mujer? Continuaron recorriendo el camino de acceso, pero Wax se quedó petrificado al oír unos ruidos extraños, procedentes de los arbustos cercanos. Al detectar unos puntos de metal que se movían, quemó acero de inmediato y acercó la mano a la pistola que llevaba oculta bajo la chaqueta.
Entre la vegetación se asomó un rostro mugriento en el que resplandecía una sonrisa de oreja a oreja. Los ojos eran de un blanco lechoso.
—Un recorte, mi señor, por caridad —dijo el mendigo, con la mano extendida, exhibiendo unas uñas tan largas como estropeadas y una camisa andrajosa.
Wax siguió empuñando el arma, sin desenfundarla, mientras observaba con atención al desconocido.
Steris ladeó la cabeza.
—¿Es colonia eso que huelo, buen hombre?
Wax asintió en silencio; también él había detectado una tenue vaharada.
El mendigo dio un respingo, sorprendido, pero su sonrisa no tardó en ensancharse de nuevo.
—Me gusta la pegada que tiene, mi señora.
—¿¡Has estado bebiendo colonia!? Cielos, eso no puede ser saludable.
—Deberías irte de aquí, mendigo —dijo Wax, observando de reojo a los invitados y los cocheros que formaban un corrillo cerca de la entrada del edificio—. Esto es propiedad privada.
—Ah, mi señor, ya lo sé. Vaya que sí. —El hombre se carcajeó—. El propietario soy yo, técnicamente hablando. Y ahora, en cuanto a esas monedas para el viejo Hoid, buen señor... —Extendió la mano un poco más hacia delante, fija en el vacío su mirada de invidente.
Wax rebuscó en el bolsillo.
—Toma. —Le lanzó un billete al pordiosero—. Sal de aquí y búscate una bebida decente.
—¡Sois muy generoso! —exclamó el hombre, arrodillándose para tantear el suelo en pos del dinero—. ¡Demasiado! ¡En exceso!
Wax tomó a Steris del brazo y la condujo hacia las imponentes puertas de la mansión.
—¡Mi señor! —chilló con voz estridente el mendigo—. ¡Vuestro cambio!
Vio la línea azul que se movía hacia él y reaccionó de inmediato, girando sobre los talones para atrapar al vuelo la moneda, arrojada contra su cabeza con una puntería infalible. Así que no estaba ciego, después de todo. Wax resopló mientras se guardaba la moneda en el bolsillo, al tiempo que un vigilante que pasaba por allí reparaba en la presencia del pordiosero y gritaba:
—¡Otra vez tú!
Riéndose por lo bajo, el mendigo se perdió de vista entre los arbustos.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó Steris.
—Que me aspen si lo sé —dijo Wax—. ¿Seguimos?
Avanzaron junto a la fila de carruajes aún a la espera. La cola se había reducido mientras ellos daban aquel breve paseo, pero así y todo llegaron a la entrada antes que si se hubieran quedado aguardando su turno. Tras saludar con una inclinación de cabeza a una mujer tan corpulenta que apenas si cabía por la puerta de su carruaje, Wax subió los escalones con Steris del brazo.
Presentó la invitación en la puerta, aunque debían de estar esperándolo. Esta no era una simple recepción; se trataba de un acontecimiento político. Aunque solo se pronunciara un discurso oficial (el de bienvenida por parte del anfitrión a sus invitados), todos sabían para qué estaban allí: para relacionarse, intercambiar ideas y, casi con toda seguridad, ser instados a contribuir con algún donativo a cualquiera de las innumerables causas que velaban por los intereses de las ciudades exteriores.
Cuando Wax hizo ademán de pasar sin detenerse por delante del portero, este carraspeó y apuntó con el dedo hacia el ropero instalado en uno de los laterales del recibidor, donde los criados estaban recogiendo sombreros, abrigos y chales.
—No tenemos nada que depositar —dijo Wax—, gracias.
El hombre, muy alto, apoyó una mano con delicadeza en su brazo cuando intentó reanudar la marcha.
—La señora de la casa ha dejado encargado que todos los asistentes se descarguen de cualquier artículo de naturaleza vulgar, mi señor. Por la seguridad de todos los invitados a la fiesta.
Wax pestañeó varias veces seguidas, hasta que por fin lo entendió.
—¿Tenemos que dejar las armas aquí? Me tomas el pelo.
El hombre guardó silencio.
—No tiene cara de bromista —observó Steris.
—Por si no lo sabes —dijo Wax—, soy lanzamonedas. Podría matar a una docena de personas con los gemelos que llevas en los puños.
—Le agradeceríamos que no lo hiciera —repuso el portero—. Con el debido respeto, lord Ladrian, esta regla no admite excepciones. ¿Será preciso avisar al atraedor de la casa para asegurarnos de su colaboración?
—No. —Wax zafó el brazo de la mano del hombre—. Pero, como algo salga mal esta noche, deseará que esta conversación no haya tenido lugar. —Se acercó con Steris al guardarropa, donde unos criados con las manos enfundadas en guantes blancos estaban repartiendo tickets a cambio de sombreros y otros accesorios. A regañadientes, sacó a Vindicación de la funda que llevaba bajo la axila y la depositó encima del mostrador.
—¿Eso es todo, mi señor? —preguntó la mujer que lo estaba atendiendo.
Tras un instante de vacilación, Wax suspiró y se puso de rodillas para extraer su arma de emergencia (diminuta, de tan solo dos disparos) de la funda que llevaba sujeta a la pantorrilla. Dejó caer el revólver encima del mostrador.
—¿Le importa que eche un vistazo al bolso de la señora? —preguntó la sirvienta.
Steris no opuso ninguna objeción.
—Como sabe —dijo Wax—, soy un alguacil en funciones. Si alguien debería ir armado, ese soy yo.
Los criados guardaron silencio, aunque parecían algo azorados cuando le devolvieron el bolso a Steris y le entregaron un ticket a Wax a cambio de su armamento.
—En marcha —dijo, guardándose la tarjeta de cartulina y esforzándose, sin éxito, por disimular el enfado. Se encaminaron juntos hacia el salón de baile.
A Wayne le gustaba cómo funcionaban los bancos. Tenían estilo. Mucha gente guardaba su dinero donde nadie pudiera verlo, debajo del colchón y cosas por el estilo. ¿Qué gracia tenía eso? Un banco, en cambio..., un banco era un objetivo. Construir un sitio así, para luego llenarlo de dinero hasta los topes, era como subir a lo alto de una montaña y desafiar a cualquiera que pasase por allí a intentar bajarte a pedradas.
Pensó que ese debía de ser el quid de la cuestión. Lo que le daba emoción al asunto. ¿Por qué, si no, querría poner nadie tantas cosas de valor en un mismo sitio? Seguro que se trataba de enviar un mensaje, de demostrarle a la gente de a pie que había personas tan ricas que podían emplear su dinero en construir un sitio donde guardarlo y llenarlo después con todo lo que les había sobrado.
Atracar semejante lugar era un suicidio. Así que lo único que podía hacer cualquier ladrón en potencia era apostarse a las puertas y salivar, soñando con todas las cosas que había allí dentro. En serio, construir un banco era como erigir un cartel gigantesco en el que se pudiese leer el mensaje: «¡a la herrumbre!», dirigido a todo el que pasara por delante de él.
Lo cual a Wayne le parecía maravilloso.
Marasi y él se detuvieron en la majestuosa escalinata de la fachada, decorada con estandartes y vidrieras de colores, según los estándares clásicos de la arquitectura castrense. La muchacha quería pasar por aquí antes de ir a los cementerios. No sé qué de que los registros bancarios podrían orientarlos en la dirección adecuada.
—Vale, escucha —dijo Wayne—, lo tengo todo planeado. Soy un ricachón. Me he forrado con el sudor y la sangre de mis inferiores. Solo que dicho con otras palabras, claro, porque para eso estaré metido en la piel de mi personaje.
—¿Ah, sí? —Marasi reanudó el ascenso de las escaleras.
—Pues sí —respondió Wayne, alcanzándola—. Hasta me he traído un sombrero de lo más elegante y todo. —Le enseñó la chistera que llevaba mientras la hacía girar sobre un dedo.
—Te recuerdo que ese sombrero es de Waxillium.
—No, ya no —dijo Wayne, poniéndoselo en la cabeza—. Se lo he cambiado por una rata.
—¿Una... rata?
—Sin rabo —matizó Wayne—. No veas la de polvo que tenía encima este sombrero cuando lo cogí. Me haré pasar por un fulano adinerado, en cualquier caso. Y tú serás la hija del menor de mis hermanos.
—No soy tan joven como para hacerme pasar por tu sobrina —le advirtió Marasi—. Al menos no por una que... —Dejó la frase inacabada flotando en el aire mientras Wayne hacía un mohín para encoger sus facciones, enfatizando las arrugas, y sacaba un bigote postizo—. Vale. Se me había olvidado.
—Y ahora, querida —dijo Wayne—, mientras yo distraigo a los empleados de este distinguido establecimiento con la solicitud de realizar un depósito, tú te cuelas en la sala de los archivos y buscas la información necesaria. No debería suponerte el menor desafío, puesto que estaré regalándoles los oídos con prolijas descripciones de mi acaudalado prestigio, las cuales deberían acaparar la atención de casi todos los que sigan trabajando a esta hora tan intempestiva.
—Fabuloso.
—Al margen de todo lo cual, querida —añadió Wayne—, permíteme expresar la desaprobación que me producen tus coqueteos con el labriego ese que se encarga de nuestros terrenos. No solo está su posición social muy por debajo de la tuya, sino que tamaña indiscreción constituirá, sin la menor duda, una mácula para nuestro buen nombre.
—Ay, por favor.
—Además, tiene muchas verrugas —sentenció Wayne mientras coronaban la escalinata—. Y padece unos desaforados ataques de flatulencia. Y...
—¿Vas a pasarte todo el rato hablándome así?
—¡Por supuesto! Los empleados del banco necesitan saber del esfuerzo que me cuesta educar a la próxima generación y bregar con su atrozmente inadecuada capacidad a la hora de tomar decisiones que, para la mía, eran tan sencillas como evidentes.
—Genial —dijo Marasi, empujando las grandes puertas de cristal del banco.
Uno de los gerentes salió de inmediato a su encuentro.
—Lo siento. Nos disponíamos a cerrar ya.
—¡Buen hombre! —comenzó Wayne—. Estoy seguro de que sabrá encontrar un momento para escuchar la oportunidad de inversión que muy pronto habrá de materializarse ante sus...
—Somos de la comisaría de Elendel —lo interrumpió Marasi, sacando su placa con las credenciales correspondientes grabadas y sosteniéndola en alto—. Capitana Marasi Colms. Me gustaría echar un vistazo a sus archivos para consultar unos registros de ingresos. Tardaré apenas unos minutos y dejaré de molestarlo enseguida.
Wayne se quedó boquiabierto mientras el banquero (un tipo moreno y achaparrado cuya cabeza hacía juego con su panza, que parecía una bala de cañón) cogía su placa y la examinaba. Eso... ¡eso era trampa!
—¿Qué registros necesita? —preguntó el hombre, aún con reservas.
—¿Alguna de estas personas tiene cuenta abierta con ustedes? —Marasi le entregó una hoja de papel.
—Supongo que podría mirarlo... —El banquero exhaló un suspiro y se adentró en el edificio, donde otra empleada estaba repasando varios libros de cuentas. Se perdió de vista cruzando una puerta que había tras el mostrador, y Wayne lo oyó murmurar para sí desde el interior de la habitación.
—Debo decir —empezó el muchacho, quitándose la chistera— que ese ha sido el peor ejemplo de actuación que haya visto en mi vida. ¿Quién iba a creerse que el tío rico tiene una alguacil por sobrina?
—No hace falta mentir cuando la verdad puede dar el mismo resultado, Wayne.
—Que no hace falta... ¡Pues claro que hace falta! A ver, ¿qué pasará cuando tengamos que dejar sin conocimiento a toda esta gente y salir corriendo con sus cuadernos? Sabrán que hemos sido nosotros. La multa le va a salir a Wax por un ojo de la cara.
—Por suerte, no vamos a dejar a nadie sin conocimiento.
—Pero...
—A nadie.
Wayne se dio por vencido con un suspiro. Menudo latazo de misión iba a ser esta.
—Les informo de que nos tomamos muy en serio la intimidad de nuestros clientes —explicó el banquero, con una mano apoyada en actitud protectora sobre los libros de cuentas que había sacado de los archivos. Se encontraban ahora sentados en su despacho, donde la placa que había encima de su mesa lo identificaba como SR. ERIOLA. Ni él ni Marasi parecían entender a qué venían las risitas que se le escapaban a Wayne cada vez que leía ese nombre.
—Me hago cargo —dijo Marasi—, pero tengo la fundada sospecha de que uno de estos hombres es un delincuente. No querrá ser cómplice de sus actividades.
—No, pero tampoco quiero traicionar la confianza depositada en mí. ¿Por qué está tan segura de que estas personas han cometido algún crimen? ¿Tiene alguna prueba?
—La prueba —replicó Marasi— estará en los números. —Se inclinó hacia delante—. ¿Sabe usted cuántos delitos pueden demostrarse apelando a la estadística?
—Habida cuenta del modo en que formula usted su pregunta, asumiré que la cifra no es desdeñable. —El banquero se repantigó en la silla y entrelazó los dedos sobre su abultado vientre.
—Er... sí —dijo Marasi—. La mayoría de los delitos son de origen pasional o monetario. Cuando de dinero se trata, hay números en juego... y donde haya números en juego, la contabilidad forense nos proporcionará todas las respuestas que necesitemos.
El banquero no parecía muy convencido; por otra parte, a juicio de Wayne, ni siquiera parecía completamente humano tampoco. Por lo menos tenía una parte de delfín, eso seguro. El hombre no dejaba de acribillar a preguntas a Marasi, esforzándose a todas luces por ganar tiempo, fuera por el motivo que fuese. Aquello a Wayne lo ponía nervioso. Por lo general, cuando la gente se iba tanto por las ramas era para que a sus compinches les diese tiempo a presentarse sin previo aviso, con el consiguiente reparto de tundas a discreción.
Mató el rato jugueteando con los objetos que había encima del escritorio, probando a construir una torre con ellos, pero sin perder de vista la puerta. Si de veras aparecía alguien dispuesto a agredirlos, tendría que tirar a Marasi por la ventana para escapar.
La puerta se abrió de golpe un instante después. Wayne agarró a Marasi con una mano mientras buscaba sus bastones de duelo con la otra, pero solo era la misma empleada de antes. Se acercó con paso vivo al banquero (contoneando las caderas con un garbo que Wayne se dedicó a admirar sin que lo asaltara ni la menor punzada de remordimiento) y le entregó una cuartilla.
—¿Qué es eso? —preguntó Marasi cuando la mujer hubo salido de nuevo.
—Un telegrama —aventuró Wayne, relajándose—. Corroborando nuestra historia, ¿verdad?
El banquero titubeó antes de darle la vuelta a la hoja. Esta contenía la descripción de Wayne y Marasi, seguida de las palabras: Son alguaciles que trabajan a mis órdenes, en efecto. Tenga la bondad de dispensarles toda la cortesía y colaboración de su establecimiento. No pierda de vista al bajito, eso sí, y compruebe que no falta nada cuando se vaya.
—Eh, a ver —protestó Wayne—. Me parece totalmente injusto. Enviar esas cosas cuesta un recorte por cada cinco palabras, si lo sabré yo. El viejo Reddi ha despilfarrado un montón de dinero con ese libelo.
—Técnicamente —matizó Marasi—, se trataría de una difamación.
—Eso —dijo Wayne—. Defecación pura y dura.
—«Difamación», no... Bah, déjalo. —Marasi miró al banquero a los ojos—. ¿Satisfecho?
—Supongo que sí. —El hombre deslizó los libros de cuentas en su dirección por encima de la mesa.
—Cifras —dijo Marasi, rebuscando en el bolso un momento. Sacó una libreta de pequeñas dimensiones y usó un dedo para darle unos golpecitos—. Esto contiene una lista con las tarifas habituales que cobran los empleados de las empresas fúnebres, según la actividad específica a la que se dediquen. —Abrió los cuadernos—. Ahora, si consultamos los depósitos efectuados por las personas que nos interesan, podremos encontrar una pauta. ¿Quién está ingresando en el banco más dinero del que cabría esperar que le reportara su nómina?
—Dudo que esto sea suficiente para inculpar a nadie.
—Es que no es esa nuestra intención —replicó Marasi mientras ojeaba el primer documento—. Solo necesitamos un poquito de orientación...
Wayne dedicó los minutos siguientes a equilibrar su torre con seis artículos distintos, entre ellos la grapadora, lo cual supuso para él un motivo de orgullo especial. Marasi, al cabo, tamborileó con los dedos sobre uno de los libros.
—¿Y bien? —preguntó el banquero—. ¿Ha averiguado ya quién es el culpable?
—Sí —respondió Marasi, con cara de preocupación—. Todos.
—... Todos.
—Manzanas podridas —insistió Marasi—, hasta el último de ellos. —Respiró hondo y cerró el cuaderno de golpe—. Supongo que podría haber elegido uno al azar, señor Eriola. Pero, así y todo, está bien saberlo.
—¿Saber qué?
—Que son todos unos corruptos. —La joven rebuscó en su bolso de nuevo—. Debería haberme dado cuenta antes. Casi todos los difuntos se entierran con algo de valor, aunque solo sea su atuendo. Es absurdo dejar que todo eso sea pasto de los gusanos.
El banquero palideció.
—Están vendiendo la ropa de los cadáveres...
—Eso —dijo Marasi, sacando una botellita de brandi Syles del bolso y dejándola encima de la mesa—, y posiblemente también las joyas y otros efectos personales enterrados con sus propietarios.
—Anda —terció Wayne—, qué bien, con lo seco que empezaba a tener el gaznate. Eso me va a sentar de bien como... no sé, como la primera meada mañanera después de haber trasegado nueve pintas la noche anterior.
—¡Espantoso!
—Sí —dijo Marasi—, pero, si lo piensa, no demasiado. Los únicos crímenes perpetrados aquí atentan contra los muertos, cuyos derechos legales están en tela de juicio.
Wayne rebuscó en uno de sus bolsillos un momento y sacó un abrecartas de plata. ¿Cuándo se habría hecho con eso? Lo dejó en la mesa, agarró la botella y la vació de un solo trago.
—Gracias por su tiempo, señor Eriola —continuó Marasi, empujando el abrecartas hacia el banquero—. Su ayuda ha sido inestimable.
El banquero se quedó mirando el abrecartas, sobresaltado, antes de fijarse mejor en el resto de su escritorio.
—Eh, pero si eso era mío —dijo, estirando el brazo para coger lo que daba la impresión de ser un trozo de cable—. ¿Y esto es una... cola de rata?
—La más larga que haya visto en mi vida —corroboró Wayne—. Todo un trofeo. Es usted una persona con suerte.
—¿Cómo diablos...? —El banquero miró a Wayne, primero, a continuación a Marasi, y se masajeó la frente—. ¿Hemos terminado ya?
—Sí. —Marasi se puso de pie—. Vámonos, Wayne.
—¿A arrestar a alguien? —preguntó el banquero mientras tiraba el rabo a la papelera, lo cual sí que debería estar tipificado como delito. ¡Pero si medía por lo menos dos palmos!
—¿Arrestar? Tonterías, señor Eriola. No estamos aquí para efectuar ninguna detención.
—Entonces, ¿por qué se ha tomado tantas molestias?
—Porque —respondió Marasi— tenía que saber a quién contratar, por supuesto. En marcha, Wayne.