EPÍLOGO PRESCINDIBLE

Escribo versos desde pequeño. Desde que en la escuela, con apenas 8 o 9 años, me convertí en lector voraz de poesía española, de Gonzalo de Berceo a Antonio Machado, de Garcilaso o fray Luis a Góngora, Quevedo, Lope o Calderón. Y Samaniego y Bécquer y Lorca y Miguel Hernández. En la escuela de aquellos años no se memorizaban sólo los reyes godos o los ríos de la Península y sus afluentes por la izquierda y por la derecha. También las «Coplas», de Jorge Manrique; o el «Guarte, guarte, rey don Sancho» del romancero; o «La cena jocosa», de Baltasar de Alcázar; o el «Oigo, patria, tu aflicción», de Bernardo López García; o la «Canción del pirata» de Espronceda; o escenas completas del Tenorio. Aún me sé muchos de esos poemas casi de corrido, sin titubeos.

No tengo oído musical, soy un perfecto zote en esa materia, pero creo que sí tengo oído para la música de la poesía, para los versos sutiles y para los contundentes; para la lírica y para la épica; para la métrica, para el ritmo y para la rima. Comencé a escribir imitando estilos, impostando voces, la de Delibes de El camino o Las ratas en prosa, la de Machado en poesía. Con un poema a la Virgen probablemente inspirado en la poesía religiosa de Lope de Vega gané un premio en el internado donde estudié de adolescente, el Seminario diocesano de Burgos. Yo tenía 12 o 13 años, me dieron unos libros y, en una cajita muy barroca, una pluma y un bolígrafo del modesto lujo de entonces. El cura que organizaba el concurso me dijo a solas, acabada la ceremonia de entrega: «No te voy a quitar el premio, pero confiesa que tu poesía la has copiado, y dime de dónde». No se había inventado Google, evidentemente, y no pudo el cura comprobar que aquellas redondillas eran mías y sólo mías.

Aquel no fue mi único premio de poesía. En los años siguientes gané unos cuantos. Alguno de ellos me sacó de apuros económicos. En el otoño de 1975, yo tenía 18 años y estudiaba segundo de Periodismo en Madrid, pero no iba a clase, no podía ir porque trabajaba de peón seis días por semana en una fábrica de Burgos. Me había casado unos meses antes, Montse y yo esperábamos nuestro primer hijo. Llevábamos una vida casi menesterosa, de economía muy estrecha, e intentaba completar nuestros pocos ingresos concursando en cuanto certamen literario se convocaba. Un día envié unos poemas entre románticos y existencialistas a los Juegos Florales de Lorca (Murcia), y para mi sorpresa gané. Con las 5.000 pesetas del premio, un dineral entonces, al menos para nuestra escala, compramos un cochecito de paseo y un oso de peluche para el inminente bebé, y aún llegó para una gorra a cuadros para mí, para los fríos madrugones burgaleses camino de la fábrica, e incluso nos sobraron unas 200 pesetas.

A la poesía satírica, como lector y como autor, llegué poco después, en la Facultad de Filología. Un grupo de amigos intercambiábamos ripios con tanta profusión que alcanzamos cierta pericia técnica, incluso con alardes: recuerdo aún de memoria un soneto que le envié por carta un verano a mi amigo y compañero de estudios Juanjo Calvo, de mi pueblo al suyo, en el que incluí un acróstico con un mensaje políticamente incorrecto ¡en la quinta letra de cada endecasílabo!

Todo aquel pasado de juntaversos me ha vuelto ahora al concebir y parir este libro. Y lo ha hecho, además, entreverado con mi actividad profesional como periodista.

La sátira política en verso es un clásico de nuestra literatura. La han cultivado muchísimos escritores: de Pedro López de Ayala en el siglo XIV a Álvarez de Villasandino en el XV o Baltasar de Alcázar en el XVI; de Quevedo y Góngora en el XVII a Leandro Fernández Moratín, Samaniego o Iriarte en el XVIII y Zorrilla, Campoamor o Bretón de los Herreros en el XIX. Pero también lo es de nuestro periodismo. Muchas de las publicaciones periódicas de nuestro siglo XIX, e incluso algunas del XX y aun del XXI, han hecho información y opinión en verso. En ocasiones, unos versos satíricos sin firma o con seudónimo –para evitar las represalias de los poderosos– eran lo más sustancioso y políticamente intencionado de las publicaciones del XIX, el equivalente al editorial de hoy de los diarios. Algunos de estos poemas satíricos de la prensa lograron un gran éxito popular (por ejemplo, los de Modesto Lafuente en su Fray Gerundio) y acabaron siendo parte del acervo de la gente de la calle, de la cultura popular. Los personajes públicos, en fin, eran sometidos en verso al Callejón de Gato del esperpento y la crítica hiperbólica desde mucho antes de que don Ramón María del Valle-Inclán lo teorizara.

Como bebo de todo ese pasado literario y periodístico, he procurado que en este libro estén de alguna manera representadas muchas de esas variantes del género, tanto en las estrofas (décimas, redondillas, cuartetas, tercerillas, sonetos, octavas reales…) como en el tipo de composición (letrillas, odas, epigramas, fábulas…). Dos de los poemas que incluyo son remedos y homenajes a sendos clásicos del género: el «Poderoso caballero es don Dinero» de Quevedo y el «Bien puede ser» de Góngora. El libro entero está también sembrado de versos clásicos muy conocidos, que el lector avisado localizará fácilmente, utilizados ahora con un fin satírico que no tienen en el original.

He procurado disparar mis versos indiscriminadamente, en todas las direcciones políticas, y también he intentado que ninguno de los grandes asuntos de la vida pública de esta España de la crisis, los recortes, la desigualdad, la corrupción o el descrédito de la política quede fuera. El libro quiere ser así, en definitiva, también una crónica de actualidad y un ensayo.

Y como el humor bien entendido empieza por uno mismo, hago risa y mofa de mí mismo en el título del libro, que juega con mi propio nombre.

Espero que los retratados con nombre y apellidos encajen también mis versos con humor propio. Conozco y trato personalmente a casi todos ellos. Confío en que se enfaden sólo los que no salen, precisamente por no salir. Lo arreglaremos en el siguiente volumen, si lo hay.