A punto de alcanzar el final, decidí regresar por el sendero que frecuenta el atardecer.
Junto a un eclipse azul, un manto de amapolas en flor se extendía sobre la ladera de una montaña.
Allí encontré, abandonado bajo un álamo blanco, el cesto que recoge los días.
No lo dudé, aunque el libro estaba casi terminado, hice un hueco en el equipaje.
Llené el canasto con instinto rojo y corales de fuego.
Cuando volví a la ciudad y miré en su interior quedaba sólo el aroma.
Era suficiente.
La primavera había entrado, sigilosamente, en el remanso de la tempestad.
Probablemente vendrían tiempos mejores.
Ese niño
Ese niño que ahora nace, hambriento,
sin dientes para morder la boca del futuro.
Que no espera a contemplar la noche incierta
para hartarse de arrimar su llanto al mundo.
Ese niño que,
desde su memoria virgen,
enloquece a la inocencia.
Que ha tocado con sus dedos la piel caliente de las musas.
Al amparo de la noche líquida,
en un vientre hermoso,
se mueve lento, al lento compás de los presentimientos.
De los que aún no sabe.
Abrazado a los regazos de la luz del día.
Su crecimiento irá leyendo de los muros.
Aún es pronto para hablarle de los hombres.
Debe estar dormido, sus sueños quedan lejos.
Nadie, que no haya nacido en este instante,
podría acercarse.
La leche llena su boca de frutas femeninas.
El tiempo, salta de vida en vida.
Le ha besado.
Así comienza.
Se acerca la noche primera.