POST SCRIPTUM

Sólo un último medio, cuya pieza esencial aún continuaba en posesión de Henry, podía utilizarse para dirimir la diferencia de opinión que existía entre su hermano y él. Sabía muy bien qué hacer con los dientes postizos en cuanto llegase a Inglaterra.

La única persona que podía rememorar las viejas historias de la familia era la nodriza de Agnes Lockwood. Henry aprovechó la primera oportunidad que se le presentó para tratar de refrescar sus recuerdos sobre el difunto lord Montbarry. Pero la anciana no había perdonado su conducta con Agnes. Se negó a recordar nada que tuviera relación con él.

—La sola vista de milord, cuando me lo encontré en la calle —dijo la nodriza—, me llenó de indignación. Había ido a hacer un recado y le vi salir de casa de un dentista…

Henry la interrumpió para preguntarle si recordaba dónde estaba aquel dentista. Lo recordaba… ¿acaso creía Mr. Henry que había perdido sus facultades por haber alcanzado los ochenta años? Le dio las señas. Ese mismo día Henry llevó los dientes a la consulta. Cualquier duda quedó disipada. Los tres dientes le habían sido implantados a lord Montbarry. Henry jamás reveló a nadie este último eslabón de la cadena de descubrimientos, ni siquiera a su hermano. Aquel terrible secreto le acompañó a la tumba. El mismo silencio guardó sobre otro acontecimiento igualmente doloroso. Mrs. Ferrari jamás supo lo que había sido de su marido; tampoco, pues, que había sido cómplice de la condesa. Continuaba creyendo que el difunto lord Montbarry le había enviado el billete de mil libras, y seguía sin hacer uso de esa cantidad, que consideraba «el precio de la sangre de su esposo». Agnes, de acuerdo con ella, entregó el dinero al Hospital Infantil.

La boda se celebró durante la primavera siguiente. Por deseo de Agnes sólo asistieron a la ceremonia los miembros de la familia; las tres niñas fueron sus damas de honor. No hubo banquete nupcial, y los recién casados pasaron la luna de miel en una apartada granja a orillas del Támesis. Durante los últimos días de estancia de la feliz pareja junto al río las niñas de lord Montbarry fueron invitadas a pasar un día con ellos. La mayor oyó (y contó lo que oyó a su madre) un breve diálogo conyugal con referencia al hotel encantado.

—Henry, dame un beso.

—Ahí va, querida.

—Ahora que ya soy tu esposa, ¿puedo preguntarte algo?

—¿Qué quieres saber?

—Se trata de lo ocurrido un día antes de nuestra salida de Venecia. Viste a la condesa en las últimas horas de su vida. ¿Te hizo alguna confesión?

—No conscientemente. Y en cualquier caso no dijo nada que merezca la pena repetir.

—¿No dijo nada de lo que vio u oyó aquella espantosa noche en mi cuarto?

—Nada. Lo único que sabemos es que su mente no se recobró de lo que debió sufrir.

Agnes no se dio por satisfecha. Aunque breve, la relación que sostuvo con su infeliz rival la llevaba a hacerse preguntas que no podía contestar. Recordaba lo que le había dicho la condesa: «Usted me conduce fatalmente al día del descubrimiento y al castigo que merezco». ¿Habría equivocado aquella predicción? ¿O se había cumplido en la memorable noche de la aparición?

Fuera como fuese, entre las virtudes de Mrs. Westwick se encontraba la de no intentar persuadir a su marido de que le revelase sus secretos. Agnes era una mujer chapada a la antigua.

¿Y esto es todo? Esto es todo.

¿Existe alguna explicación al misterio del hotel encantado?

Pregúntate tú mismo, querido lector, si existe explicación al misterio de la vida y de la muerte.