XV

Carta de Miss Agnes Lockwood a Mrs. Ferrari.

Querida Emily:

Prometí darte algunos detalles, querida Emily, de la boda de Mr. Arthur Barville y Miss Haldana. Tuvo lugar hace diez días, pero he tenido que ocuparme de tantas cosas después de la partida de los Montbarry que sólo hoy encuentro tiempo para escribirte. Las invitaciones se limitaron a los parientes de ambas familias, en consideración al estado de Mrs. Carbury. Por parte de la familia Montbarry estaban presentes, además de lord y lady Montbarry, sir Theodor y su esposa, y también Mrs. Nortbury, la hermana segunda de milord, Mr. Francis Westwick y Mr. Henry Westwick. Las tres niñas y yo asistimos en calidad de damas de honor juntamente con dos primas de la novia, unas jóvenes muy agradables. Íbamos de blanco, con adornos verdes en honor de Irlanda, y luciendo sendos brazaletes de oro, regalo del novio. Si añades a los nombrados algunos parientes de Mrs. Carbury, todos ancianos, y las servidumbres de las dos casas, a quienes se permitió beber a la salud de los recién casados en el extremo de la mesa, tienes la lista completa de los asistentes al banquete nupcial. El día era hermoso, y la ceremonia, con música, resultó muy hermosa. Por lo que hace a la novia, no encuentro palabras para expresar lo bella que estaba. Todo fue perfecto. En la mesa estuvimos todos muy alegres, y los brindis fueron muy aplaudidos. El último y mejor de todos fue el pronunciado por Mr. Henry Westwick. Tuvo una feliz idea, al final, que ha producido un inesperado cambio en mi vida. Si no recuerdo mal, terminó con estas palabras: «En un punto estamos todos de acuerdo: en el dolor que nos producirá la separación y en la alegría que sentiremos al reunirnos de nuevo. ¿Y por qué no hemos de anticipar esa alegría? Estamos en otoño, una época en que la mayoría de nosotros solemos tomarnos unas vacaciones y a menudo viajando. ¿Qué os parece la idea, siempre que no existan compromisos que lo impidan, de reunirnos con los recién casados antes de que terminen su viaje de bodas, y repetir el placer de este banquete familiar? Ellos viajan a Alemania y el Tirol para pasar después a Italia. Propongo que les dejemos un mes solos y que nos unamos a ellos en cualquier población del norte de Italia… Venecia, por ejemplo».

La propuesta fue recibida con grandes aplausos que desembocaron en carcajadas gracias a la intervención de mi nodriza. En el momento en que Mr. Westwick pronunció la palabra «Venecia», la nodriza se levantó de entre el grupo de criados y gritó con todas sus fuerzas:

«¡Vayan a nuestro hotel, señoras y caballeros! Nuestro dinero nos rinde tan sólo el seis por ciento; pero si ustedes llenan aquello y arrastran a sus amigos, pronto nos meteremos en el bolsillo el diez o quizá más; pregúntenselo a Mr. Henry.»

Aludido de un modo tan directo, Mr. Westwick no tuvo más remedio que explicar que era accionista de la compañía del Hotel Palace de Venecia y que la nodriza había colocado también una pequeña suma, en el negocio. Al oír esto brindamos, bromeando, por la prosperidad del hotel de la nodriza y el aumento de dividendos.

Cuando la conversación recobró la seriedad, empezaron a considerarse las dificultades del proyecto, debidas, en su mayor parte, a que todos estaban invitados a pasar parte del otoño aquí o allá. En la familia Carbury, tan sólo dos miembros carecían de compromisos. Por parte de nuestra familia la disponibilidad era mayor. Mr. Henry Westwick decidió tomar la delantera para asistir a la inauguración del nuevo hotel. Mrs. Nortbury y Mr. Francis Westwick estaban dispuestos a seguirle, y después de alguna discusión, lord y lady Montbarry convinieron en un arreglo. Milord no tendría tiempo suficiente para llegar hasta Venecia, pero él y lady Montbarry acompañarían a Mrs. Nortbury y Mr. Francis Westwick hasta París, desde donde estos últimos proseguirían solos su viaje. Cinco días después partieron dejándome al cuidado de mis tres niñas. Éstas, naturalmente, insistieron en viajar, pero hemos decidido no interrumpir el curso de sus estudios y no exponerlas a las fatigas de un largo viaje.

Esta mañana he recibido carta de la novia, fechada en Colonia. No puedes figurarte su felicidad. Hay gentes, como dicen en Irlanda, que nacen afortunadas; yo creo que Arthur Barville es uno de ellos.

Cuando me escribas hazme saber si estás más animada y conforme, y si te sientes a gusto en tu empleo. Tu sincera amiga,

Agnes Lockwood

Acababa Agnes de cerrar el sobre de esta carta cuando la mayor de las niñas entró en el aposento con la sorprendente noticia de que un criado que había acompañado a lord Montbarry acababa de llegar de París. Sobresaltada ante la idea de que hubiese ocurrido algún percance, corrió en busca del doméstico. Éste, al observar la cara de espanto de la joven, se apresuró a tranquilizarla.

—¡No ha pasado nada malo, señorita! Milord y milady están en París, sanos y contentos. Desean que usted y las niñas vayan a reunirse con ellos.

Y diciendo estas inesperadas palabras, tendió a Agnes una carta de lady Montbarry. Esta rezaba así:

Mi querida Agnes. Hacía seis años que no salía de Inglaterra. Estoy tan contenta que he persuadido a Stephen de continuar hasta Venecia. Ahora mismo él está escribiendo a algunos amigos excusando sus compromisos ¡Qué bueno es! Sólo me falta una cosa para que mi alegría sea completa: teneros a ti y a mis niñas conmigo. Lord Montbarry, al igual que yo, no puede vivir sin ellas, aun cuando no lo confiese. Louis, que es quien te entregará estas líneas, cuidará de que hagáis el viaje con comodidad. Besa mil y una vez a mis hijas… ¡y que dejen los libros por ahora! Prepara el equipaje inmediatamente, querida mía, y te querré más que nunca. Tu verdadera amiga,

Adelaide Montbarry

Agnes guardó la carta y sintiéndose agitada, se refugió unos minutos en su habitación. A su primera y lógica sorpresa y excitación ante la perspectiva del viaje le siguió una impresión menos agradable. Recobrando su acostumbrada compostura, recordó las fatídicas palabras con que se despidió de ella la condesa: «Nos volveremos a ver… aquí, en Inglaterra, o en Venecia, donde mi marido murió, pero será la última vez». ¡Era, cuando menos, una rara coincidencia que los acontecimientos la llevasen inesperadamente a Venecia! ¿Estaba aún aquella mujer de palabras misteriosas y ojos ardientes en América? ¿Otros acontecimientos, también inesperados, la habrían llevado a Venecia? Agnes se levantó de su asiento, avergonzada de su momentáneo abandono a lo que no era sino una actitud supersticiosa. Llamó con la campanilla y envió por las niñas, anunciando a la servidumbre su inmediata partida. El ruidoso regocijo de las niñas y la precipitación con que hubo que hacer el equipaje contribuyeron a devolverle su energía. Rechazó, despreciándolo, cualquier clase de presentimiento. Llegaron a Dublín aquel mismo día. Dos días después estaban en París.