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Mrs. Ferrari, firme en su idea, fue directamente del despacho de Mr. Troy al Hotel Newbury.

Lady Montbarry estaba en sus habitaciones, sola. Pero los recepcionistas del hotel vacilaban al ver que la visitante rehusaba decir su nombre. La nueva doncella de milady cruzaba el vestíbulo en el preciso momento en que se ventilaba la cuestión. Era francesa, y decidió el asunto a la manera pronta, fácil y racional de sus compatriotas… «El aspecto de esta señora es respetable. Puede tener sus razones para no dar su nombre, y milady estar de acuerdo con ello. De todos modos no tengo órdenes prohibiendo el paso de una señora extraña, por lo que el asunto sólo concierne a esta señora y a milady. ¿Quiere la señora, pues, tener la amabilidad de seguir a la doncella de milady?». A pesar de su decisión, el corazón de Mrs. Ferrari palpitaba al cruzar la antesala y llegar a una puerta lateral, a la que llamó la doncella. Pero las personas de temperamento nervioso más exagerado son las más capaces (probablemente haciendo un supremo y espasmódico esfuerzo) de llevar a cabo las acciones más heroicas y audaces. Una clara y grave voz contestó desde dentro: «Adelante». La camarera, abriendo la puerta, anunció:

—Una señora que desea hablar con milady —y se retiró inmediatamente.

Durante los instantes en que sucedía todo esto la tímida Mrs. Ferrari trataba de dominar el loco palpitar de su corazón; se detuvo en el umbral, consciente de sus manos temblorosas, de sus labios secos y de cómo ardía su frente; así, llegó ante la viuda de lord Montbarry, tan serena exteriormente como la propia milady. Era poco después del mediodía, pero el aposento estaba a media luz. Las ventanas tenían corridas las cortinas. Lady Montbarry estaba sentada de espaldas a las ventanas, como si aquella luz, aun apagada, le disgustase. Físicamente había desmejorado desde el día en que el doctor Wybrow la viera en su consulta. Su belleza había desaparecido; su cara sólo era piel y hueso; el contraste entre su lívida tez y sus centelleantes ojos había aumentado. Vestida toda de negro, con la excepción de su tocado de viuda, de brillante blancura, reclinada en el sofá sobre una manta de piel, miró a la desconocida con un destello de lánguida curiosidad, y luego devolvió sus ojos a la pantalla que mantenía entre el fuego del hogar y su rostro.

—No la conozco —dijo—. ¿Qué desea?

Mrs. Ferrari trató de contestar. Su ímpetu había desaparecido. Las osadas palabras que había decidido pronunciar se agitaban en su mente pero se extinguían en sus labios. Hubo un momento de silencio. Lady Montbarry echó una nueva mirada sobre la silenciosa desconocida.

—¿Es usted sorda? —preguntó.

Otro silencio. Lady Montbarry volvió los ojos a la pantalla añadiendo:

—Quizás ha venido a pedirme dinero…

¡Dinero! esta palabra reanimó el abatido espíritu de la mujer del guía. Recobró el valor y el habla.

—¡Míreme milady! —dijo con audacia.

Lady Montbarry posó en ella sus ojos por tercera vez. La frase fatal fue pronunciada por Mrs. Ferrari:

—Vengo, milady, a comunicarle que la viuda de Ferrari ha recibido el dinero.

Los centelleantes ojos de lady Montbarry miraron con fijeza a aquella mujer que le hablaba en semejantes términos. Ni la menor expresión de confusión o sobresalto, ni siquiera un momentáneo destello de interés alteraron la mortal inmovilidad de su faz. Apartó sus ojos y los devolvió a la pantalla con la misma calma que otras veces. La prueba se había llevado a cabo, y había fracasado terminantemente. Siguió un nuevo silencio. Lady Montbarry reflexionó… Una sonrisa, a la vez triste y cruel, apareció en sus delgados labios. Señaló una silla al extremo de la sala.

—Haga el favor de sentarse —dijo.

Abatida por el sentimiento de fracaso, no sabiendo ya qué decir ni hacer, Mrs. Ferrari obedeció maquinalmente. Lady Montbarry, incorporándose por primera vez, la examinó con atención mientras cruzaba la estancia, y de nuevo se dejó caer en la posición en que Mrs. Ferrari la había encontrado.

—No —se dijo—, camina con seguridad; no está embriagada… es probable que esté loca.

Había hablado lo bastante alto como para ser oída. Herida por el insulto, Mrs. Ferrari replicó inmediatamente:

—¡Estoy tan embriagada o loca como usted!

—¿Sí? —dijo lady Montbarry—. Entonces es usted una insolente. En este país los ignorantes suelen ser insolentes. Sin duda se debe a la libertad que se les concede. Algo muy inglés, que los extranjeros podemos observar al transitar por las calles. Pero yo no puedo ser insolente con usted. Difícilmente puedo comprender lo que ha dicho. Mi doncella ha cometido una imprudencia haciéndola pasar. Supongo que su apariencia la ha inducido a ese error. Y ahora pregunto: ¿quién es usted? Ha citado a un hombre que nos dejó de un modo muy extraño. ¿Era acaso casado? ¿Es usted su mujer? ¿Sabe usted dónde está?

La indignación de Mrs. Ferrari superó todos los límites. Se adelantó hacia el sofá; olvidó todo temor inmersa en la vehemencia y furia de su respuesta.

—¡Soy su viuda… y usted lo sabe, usted, mujer perversa! ¡Ah! ¡Fue una hora desgraciada aquélla en que Miss Lockwood recomendó mi marido a lord Montbarry…!

Antes de que Mrs. Ferrari pudiera decir otra palabra, lady Montbarry saltó del sofá con la prontitud y agilidad de un gato, la asió por ambos brazos y la sacudió frenéticamente, como una loca.

—¡Miente usted! ¡Miente usted!

La dejó después de gritar esto y extendió sus manos con gesto desesperado.

—¡Oh, Dios mío! ¿Será posible? —exclamó—. ¿Habrá alcanzado Ferrari mi casa gracias a esa mujer?

Se volvió como un rayo hacia Mrs. Ferrari y la detuvo cuando ésta iba a ganar la puerta.

—¡No se mueva; no se mueva y conteste! ¡Si grita, como hay un Dios en el cielo que la ahogo con mis propias manos! Siéntese y no tema. ¡Perversa! ¡Confiese usted que mentía cuando ha mencionado el nombre de Miss Lockwood! ¡No! ¡No la creo aun cuando me lo jure! No lo creeré hasta que Miss Lockwood lo afirme por su boca. ¿Dónde vive? ¡Conteste, miserable, y luego, váyase!

Aterrada, Mrs. Ferrari vaciló. Lady Montbarry le tendió sus manos amenazantes, crispando los amarillos y descarnados dedos. Mrs. Ferrari retrocedió y dio las señas. Milady señaló despreciativamente la puerta; después cambió de idea.

—¡No, aún no! Usted le contará a Miss Lockwood lo ocurrido y ella no querrá recibirme. Voy a su casa y usted vendrá conmigo. No tema, sólo me acompañará hasta la puerta, no más allá. Siéntese. Voy a llamar a la camarera. Póngase de espaldas a la puerta; su cara asustada sólo puede llamar la atención.

Tiró del cordón de la campanilla. Apareció la doncella.

—¡Mi abrigo y un sombrero, inmediatamente!

La doncella trajo los objetos pedidos.

—¡Un coche a la puerta; que lo encuentre al bajar!

La doncella salió corriendo. Lady Montbarry se miró al espejo y volviéndose con felina rapidez hacia Mrs. Ferrari, dijo:

—Estoy más cadavérica que antes, ¿verdad? Déme el brazo.

Mrs. Ferrari obedeció y salieron del aposento.

—No tiene nada que temer si me obedece —le dijo bajando las escaleras—. Me dejará a la puerta de Miss Lockwood, y nunca más intentará verme.

En el vestíbulo encontraron a la dueña del hotel. Lady Montbarry presentó a su compañera.

—Mi buena amiga Mrs. Ferrari, a quien he tenido mucho placer en ver.

La dueña las acompañó hasta la puerta. El coche estaba esperando.

—Suba usted primero, Mrs. Ferrari —dijo milady—, y déle las señas al cochero.

El carruaje partió. El variable humor de lady Montbarry cambió de nuevo. Con un gemido de angustia se reclinó en un rincón. Sumida en sus negros pensamientos, ajena a la mujer que había doblegado merced a su voluntad de hierro, como si no existiese, se mantenía en un siniestro silencio, hasta que llegaron frente al domicilio de Miss Lockwood. En un momento recobró su viveza. Abrió la puerta del coche, saltó de él y cerró de nuevo antes de que el cochero alcanzase a bajar del pescante.

—Lleve esta señora a su casa —dijo pagándole.

Momentos después llamaba a la puerta de la casa.

—¿Está Miss Lockwood en casa? —preguntó.

—Sí, señora.

—¿Adónde, señora? —preguntaba entretanto el cochero a Mrs. Ferrari.

Ésta se pasó la mano por la frente, tratando de coordinar sus ideas. ¿Podía ella dejar desamparada en manos de lady Montbarry a su amiga y protectora? Continuaba indecisa acerca de lo que tenía que hacer, cuando un caballero, deteniéndose a la puerta de Miss Lockwood, miró por azar hacia el coche y la vio.

—¿Venía usted a ver a Miss Agnes? —le preguntó.

Era Henry Westwick. Mrs. Ferrari juntó sus manos en señal de gratitud.

—¡Vaya usted, señor! —exclamó—. ¡Suba usted sin perder un momento! ¡Esa espantosa mujer está con Miss Lockwood! ¡Corra a protegerla!

—¿Qué mujer? —preguntó Henry.

La respuesta le impresionó vivamente. Con la sorpresa y la indignación pintados en su rostro miró a Mrs. Ferrari al ser pronunciado el aborrecido nombre de lady Montbarry.

—Voy a ver —fue todo lo que dijo.