IV

El día de la boda Agnes Lockwood, a solas en el saloncito de su casa londinense, se ocupaba en quemar las cartas de amor que le escribiera tiempo atrás Montbarry.

La condesa, en la descripción que había hecho de ella al doctor Wybrow, había pasado por alto la encantadora característica que mejor definía a Agnes: una forma natural de expresar su bondad y pureza que instantáneamente cautivaba al que la trataba. Representaba menos edad de la que tenía. Con su blanca tez y sus tímidas maneras, parecía lo más natural del mundo referirse a ella como «una jovencita», aun cuando realmente rayara en los treinta años. Vivía con una vieja nodriza que la idolatraba, y disponía de una pequeña renta que bastaba para las necesidades de ambas mujeres. En el rostro de Agnes no se advertían huellas de dolor mientras rompía en pedazos las cartas de su voluble enamorado, que iba echando al fuego que ardía en la chimenea. Por desgracia para ella, era una de esas mujeres cuyos sentimientos son demasiado profundos para hallar alivio en las lágrimas. Con helados y temblorosos dedos destruía las cartas una por una, sin leerlas por última vez. Había desatado el último paquete y todas las cartas habían ido ya a dar al fuego cuando entró la anciana nodriza preguntando si accedía a recibir a Henry, el menor de los hermanos Westwick, el mismo que en el club había hecho público su desprecio por la conducta de su hermano. Agnes vaciló. Una sombra de rubor coloreó su rostro.

Mucho tiempo antes, Henry Westwick le había confesado su amor. Ella le había confiado que su corazón pertenecía a su hermano mayor. Desde entonces, Henry había empezado a tratarla con el afecto de un hermano. Por ello, la presencia de Henry nunca le había resultado embarazosa a Agnes. Pero ahora, el mismo día en que su hermano había contraído matrimonio con otra mujer, palpitante aún la traición, se sentía vagamente desconcertada ante la idea de verle. La anciana, al advertir su vacilación, tomó partido por el joven Westwick.

—Sale de viaje —observó—, y dice que sólo desea despedirse.

La frase produjo su efecto. Agnes resolvió recibir a su primo.

Tan poco tardó Henry en entrar en la salita que aún pudo sorprender a Agnes echando al fuego los últimos trozos de papel. Ella, sin dar tiempo a que Henry la saludara, preguntó:

—¿Cómo un viaje tan repentino? ¿Se trata de un asunto de negocios?

En vez de responder, él señaló hacia las cenizas de la chimenea.

—¿Estás quemando cartas?

—Sí.

—¿Las suyas?

—Sí.

Henry tornó su mano con un gesto de ternura.

—No suponía que mi visita podría importunarte, pero comprendo que desees estar sola. Perdona, Agnes. Vendré a verte a mi regreso.

Ella le invitó a tomar asiento con una sonrisa.

—Nos conocemos desde que éramos niños —dijo—. Mi amor propio no se siente herido por tu presencia. ¿Por qué tendría que guardar secretos contigo? Me deshago de todo cuanto perteneció a tu hermano. Nada debo conservar que me recuerde aquellos días. He sentido una dolorosa sensación al quemar la última carta. No… no porque fuese la última, sino porque contenía esto. —Abrió la mano mostrando un mechón de cabellos atado con un hilito de oro—. ¡En fin… vaya con lo demás!

Y lo echó a las llamas. Por un momento se mantuvo de espaldas a Henry, apoyada en el ábaco y con la mirada fija en el hogar. El joven tomó la silla que ella le había señalado con una extraña y contradictoria expresión en su semblante; se veían lágrimas en sus ojos mientras la indignación le hacía fruncir las cejas. Murmuró para sí:

—¡Desgraciado estúpido!

Agnes recuperó su sangre fría, y volviéndose, le preguntó:

—Bien, Henry, ¿y por qué ese viaje?

—Estoy fuera de mí, Agnes, y necesito un cambio.

Hubo una pausa. El rostro de Henry decía claramente que estaba pensando en ella al responder de aquel modo. Agnes le estaba agradecida, pero su pensamiento no estaba con él, sino con el hombre que la había abandonado. Dirigió de nuevo su mirada al fuego.

—¿Es verdad que se han casado hoy? —dijo después de un largo silencio.

Él contestó secamente:

—Sí.

—¿Fuiste a la iglesia?

La pregunta pareció ofenderle.

—¿Ir yo a la iglesia? —exclamó—. Mejor iría al…

Y se detuvo.

—¿Cómo puedes preguntarme eso? —añadió ya más tranquilo—. No he vuelto a hablar con mi hermano, ni lo he visto desde que te trató como el canalla que es.

Ella le miró sin pronunciar palabra. Él la comprendió y le pidió perdón. Pero seguía airado.

—Muchos hombres reciben su castigo en esta vida —dijo—. ¡Y él llorará cuando piense en el día en que se casó con esa mujer!

Agnes tomó una silla y se sentó a su lado, mirándole con cariñosa sorpresa.

—¿Es justo tomarla con ella porque tu hermano la ha preferido a mí? —observó.

Henry se volvió con acritud.

—¿Y eres tú quien va a salir en defensa de la condesa?

—¿Por qué no? —contestó Agnes—. No tengo ningún resentimiento contra ella. La única vez que la he visto me pareció una persona singularmente tímida y nerviosa, hasta enfermiza… tanto que se desmayó. ¿Por qué no hacerle justicia? No ha tenido intención de perjudicarme… no sabía nada acerca de mi compromiso…

Henry levantó la mano, impaciente, y la hizo callar.

—No puedo sufrir que hables con tamaña resignación después de la escandalosa manera en que te han tratado. Trata de olvidarlos a ambos. ¡Ojalá pudiera ayudarte a ello!

Agnes puso una mano sobre su brazo.

—Eres muy bueno, Henry; pero no me entiendes. Yo estaba pensando en mi dolor de manera diferente cuando entraste. Me preguntaba si lo que ha llenado por completo mi corazón y ha absorbido lo mejor y más sincero de mi ser puede desaparecer como si jamás hubiese existido. He destruido todas las cosas materiales que pueden hacérmelo recordar. No lo veré más. ¿Pero está completamente roto el lazo que nos unió un día? ¿Estoy separada de lo malo o lo bueno de su vida, como si jamás le hubiese conocido y amado? ¿Qué crees, Henry? Yo no puedo creerlo.

—Si pudieses castigarlo como se merece —contestó Henry ásperamente—, estaría de acuerdo contigo.

No bien hubo terminado de pronunciar estas palabras que la nodriza apareció de nuevo en la puerta, anunciando una visita.

—Siento mucho molestarla, querida, pero ahí está Mrs. Ferrari, que quiere hablar un momento con usted.

Agnes se dirigió a Henry antes de contestar.

—¿Recuerdas a Emily Bidwell, mi alumna favorita en la escuela del pueblo, que fue después mi camarera? Me dejó para casarse con un guía o un recadero italiano llamado Ferrari… Me temo que habrá sufrido una decepción. ¿Te importa que la reciba aquí mismo?

Henry se levantó para marcharse.

—Me alegrará ver a Emily en otra ocasión —dijo—, pero ahora debo irme. Estoy confundido, Agnes; si sigo aquí acabaré diciendo cosas que… que es mejor no decir ahora. Esta noche cruzaré el canal y veré qué tal me prueba un cambio de aires durante unos meses. —Le tendió la mano—. ¿Hay algo que yo pueda hacer por ti? —preguntó ansiosamente.

Ella le dio las gracias y trató de retirar su mano.

—¡Dios te bendiga, Agnes! —balbuceó Henry con los ojos fijos en el suelo.

De nuevo enrojeció, pero luego su rostro se puso pálido; Agnes leía en aquel corazón como en el suyo propio, pero estaba muy apenada para hablar. El joven se llevó la mano de Agnes a los labios, la besó con fervor y, sin mirarla, abandonó la estancia. La anciana nodriza lo esperaba junto a la puerta. Ella no había olvidado la época en que el joven fue un rival poco afortunado de su hermano.

—No se desanime, Mr. Westwick —cuchicheó con la falta de escrúpulos de las personas que creen obrar bien—. Insista cuando vuelva.

Al quedar sola, Agnes dio unos pasos en la habitación tratando de serenarse. Se detuvo frente a una acuarela que había pertenecido a su madre; era su propio retrato cuando niña.

—¡Qué felices seríamos —pensó con tristeza— si no creciéramos nunca!

La esposa del guía apareció en la puerta; era pequeñita, de aspecto melancólico, con pestañas muy claras y ojos de mirada vaga. Padecía una tosecilla crónica. Agnes estrechó afablemente su mano.

—Y bien, Emily —dijo—, ¿en qué puedo serte útil?

La mujer dio una extraña respuesta:

—Casi temo decírselo, señorita.

—¿Tan difícil de conceder es lo que deseas? Vamos; siéntate y oigamos lo que te trae. ¿Cómo se porta contigo tu marido?

Los ojos incoloros de Emily miraron con más vaguedad que nunca.

Inclinó la cabeza y suspiró resignadamente.

—En realidad no tengo queja de él, señorita. Pero temo que no me tiene afecto, ni interés por su casa. Casi puedo asegurar que le cansamos. Sería mejor para ambos, señorita, que se fuera de Londres una temporada… esto, sin hablar de dinero, que empieza a faltar, desgraciadamente.

Se llevó el pañuelo a los ojos y suspiró con mayor resignación que antes.

—No lo acabo de entender —apuntó Agnes—. Creía que tu marido había sido contratado para acompañar a unas señoras por Suiza e Italia.

—Sí señorita, pero hemos tenido mala suerte. Una de las señoras se ha puesto enferma y las otras no quieren viajar sin ella. Le dieron un mes de salario como compensación, pero como estaba contratado para todo el otoño y el invierno… figúrese lo que hemos perdido.

—Lo lamento, Emily. Esperemos que se le presente otra ocasión.

—Hay tanto guía sin trabajo, señorita, que no es fácil. Si alguien pudiese recomendarlo personalmente…

Se detuvo, dejando el resto de la frase a la comprensión de su interlocutora.

Agnes comprendió perfectamente.

—¿Quieres que yo lo recomiende? —preguntó—. ¿Por qué no decirlo francamente?

Emily se ruborizó.

—Sería tan bueno para mi marido —alegó confusamente—. Esta mañana se ha recibido en la asociación de guías-intérpretes una carta pidiendo uno para seis meses. El turno le toca a otro, pero si usted lo recomendara…

Se detuvo de nuevo, suspiró y se quedó mirando la alfombra, un tanto avergonzada.

Agnes empezó a impacientarse ante el tono misterioso con que hablaba Mrs Ferrari.

—Si lo que necesitas es que se lo pida a alguno de mis amigos —dijo—, ¿por qué no empiezas diciéndome su nombre?

La mujer del intérprete empezó a gimotear.

—Me da vergüenza decirlo, señorita.

Por primera vez, Agnes habló con aspereza.

—¡Tonterías, Emily! Dame su nombre… o dejemos el asunto… lo que prefieras.

Emily hizo un desesperado esfuerzo. Apretó el pañuelo entre las manos, y pronunció el nombre como quien dispara un tiro aterrorizado.

—¡Lord Montbarry!

Agnes se puso en pie y la miró fijamente.

—Me has engañado —dijo con serenidad, pero con una expresión que la mujer del guía no había visto nunca en ella—. Sabiendo lo que sabes, deberías comprender que me es imposible escribirle a lord Montbarry. Te creía con sentimientos más delicados. Siento haberme equivocado.

Emily conservaba la suficiente dignidad como para acusar el reproche. Se encaminó con aire melancólico hacia la puerta.

—Le pido perdón, señorita. No soy tan insensible como cree. De todos modos le pido perdón.

Abrió la puerta. Agnes la llamó. Había algo en la actitud de aquella mujer que era capaz de conmover su natural bondadoso.

—Ven —dijo—, no debemos separarnos de esta manera. No dejemos en pie ningún malentendido. ¿Qué esperabas de mí?

Emily era demasiado lista para guardar ya reserva.

—Mi marido va a enviar sus referencias a lord Montbarry, que está en Escocia. Lo único que deseaba, señorita, era que le permitiese poner en su carta que usted me conocía desde niña y que se interesaba por mi bienestar. Pero ya no se lo pido, señorita. No debí haberlo hecho.

Los recuerdos de antaño, tanto como las tribulaciones del presente, pugnaban en Agnes en favor de la mujer del guía-intérprete.

—Después de todo se trata de un pequeño favor —dijo hablando bajo el impulso de la bondad, el más fuerte impulso de su naturaleza—. Pero no estoy segura de si debo permitir que mi nombre se mencione en la carta de su marido. Repíteme exactamente lo que él quiere decir.

Emily repitió las palabras, y luego hizo una de esas sugerencias que tienen un valor especial para personas no acostumbradas al uso de la pluma.

—¿Por qué no escribe usted lo que él puede decirle?

Por pueril que fuese la idea, Agnes la aceptó.

—Si he de permitir que mencionen mi nombre —dijo—, es preciso que, al menos, sepamos de qué manera.

Escribió lo más breve y sencillamente posible: «Me atrevo a añadir que mi mujer conoce a miss Agnes Lockwood desde su infancia, y ésta se interesa mucho por nuestro bienestar». Reducido esto a sus reales proporciones, nada había allí que implicase que Agnes había permitido la referencia o tenido conocimiento de ella. Después de un corto momento de dudas, le tendió el papel a Emily.

—Que tu marido lo copie exactamente, sin alterar una sola palabra —dijo—. Con esta condición, acepto.

Emily quedó agradecida y emocionada. Agnes se las arregló para dar por acabada la conversación.

—No me des tiempo a que me arrepienta —dijo.

Y Emily salió a escape.

—¿Se ha roto pues por completo el lazo que nos unió un día? ¿Su buena o su mala fortuna me son tan indiferentes como si nunca le hubiese amado?

Pensando así, Agnes miró la hora en el reloj de la chimenea. No hacía aún ni diez minutos que se había hecho estas mismas preguntas. La sobrecogió pensar en que forma tan vulgar habían sido contestadas. El correo de aquella noche llevaría su recuerdo, una vez más, a la mente de lord Montbarry, simplemente con motivo de la elección de un sirviente.

Dos días después recibió una carta de Emily respirando gratitud. Ferrari había sido contratado por lord Montbarry en calidad de guía e intérprete.