XVIII

Antes de que terminase la semana, el director se encontró de nuevo en relación con la familia. Un telegrama puesto en Milán le anunciaba que Mr. Francis Westwick llegaría al día siguiente y solicitaba que le reservasen el número 14, en el primer piso, si por fortuna no estaba ocupado. El director se detuvo a reflexionar antes de dar órdenes. El cuarto había sido solicitado por un viajero francés. Estaría ocupado el día de la llegada de Mr. Francis Westwick, pero desocupado al siguiente. ¿Sería oportuno guardarle la habitación a Mr. Francis y después de que hubiese pasado tranquilamente la noche en el número 13 bis, preguntarle en presencia de testigos qué le había parecido la habitación? Si la singularidad del cuarto volviera a plantearse, quedaría confirmada la mala reputación establecida por los miembros de la familia que habían pasado por él. Después de pensarlo, el director decidió hacer la prueba, y ordenó que se reservase el número trece bis en cuanto partiese el viajero francés. Mr. Francis Westwick llegó al día siguiente con la mejor disposición. Había firmado un contrato con la más brillante bailarina de Italia; había cedido a su hermano Henry, con quien se había topado en Milán, la obligación de acompañar a Mrs. Nortbury, y estaba completamente libre para experimentar la extraña influencia que el hotel ejercía entre sus parientes. Cuando sus hermanos le contaron lo ocurrido, declaró en el acto que se trasladaría a Venecia por asuntos relacionados con su teatro. Las circunstancias relatadas 1e parecían muy adecuadas para un drama fantástico. El título se le ocurrió mientras el tren corría hacia la perla del Adriático. «El hotel encantado». Escrito en letras de seis pies de altura, encarnadas, sobre un fondo negro, ¡qué éxito para el teatro! Fue recibido por el director con gran aparato. Francis tuvo una decepción al entrar en el hotel.

—Debe de haber algún error, caballero. En el primer piso no hay ninguna habitación señalada con el número 14. La que lleva este número está en el segundo piso, pero la ocupo yo desde que se inauguró el hotel. ¿Quizás quería usted decir el número 13 bis, en el primer piso? Mañana lo tendrá usted a su disposición… un hermoso cuarto. Entretanto, le acomodaremos a usted del mejor modo posible.

El propietario de un teatro de éxito es el hombre menos indicado para dejarse impresionar por sus semejantes, por más que se desvivan en ello. Francis, en su fuero interno, calificó al director de embustero, y de falsa la historia de la numeración de las habitaciones. El mismo día de su llegada se presentó en el restaurante, antes de la hora de la cena, con objeto de interrogar al camarero sin ser oído por nadie. La respuesta le confirmó sus sospechas de que el número 13 bis ocupaba en el hotel la misma situación que, según la descripción de su hermano, correspondía al número 14. Consultó la lista de huéspedes y resultó que el caballero francés que ocupaba entonces el número 13 bis era el empresario de un teatro de París a quien conocía personalmente. ¿Estaba en su habitación aquel caballero? Había salido, pero indudablemente regresaría para cenar. Cuando la cena se dio por concluida, Francis entró en el comedor, donde fue recibido por su colega con los brazos abiertos.

—Venga usted a fumar un cigarro a mi cuarto —dijo amablemente el francés—. Quiero saber si ha contratado usted realmente a esa artista de Milán.

Y de esta manera Francis pudo comparar el interior del aposento con la descripción que de él le habían hecho en Milán. Llegados a la puerta, el francés se detuvo.

—He traído a mi escenógrafo —dijo—, para tomar algunos apuntes. Un excelente amigo que tendrá sumo placer en compartir un rato con nosotros. Voy a pedir que lo avisen en cuanto llegue.

Le tendió a Francis la llave del cuarto, añadiendo:

—No tardo ni un minuto. Este es mi cuarto… 13 bis.

Francis entró en la habitación. La decoración de techo y paredes era exactamente como se la habían descrito. Pero su atención fue enseguida distraída por un raro y desagradable suceso que le cogió enteramente por sorpresa. Percibió un misterioso y repulsivo olor, distinto a cualquier nauseabundo aroma que hubiera antes conocido. Se componía, si tal cosa era posible, de una emanación mixta, que al propio tiempo podía apreciarse separadamente. Este extraño conjunto de olores consistía en algo débil y desagradablemente aromático, unido a otro hedor repugnante, tan indeciblemente deletéreo, que tuvo que abrir la ventana y asomar la cabeza al aire libre, no pudiendo soportar por más tiempo aquel infecto ambiente. El parisino entró en aquel momento con su cigarro encendido. Retrocedió a la vista de un espectáculo terrible para un francés: el de una ventana abierta.

—¡Qué locos están ustedes, los ingleses, por el aire fresco! —exclamó—. ¡Pero nos vamos a morir de frío!

Francis se volvió y le miró con asombro.

—¿Pero es que usted no ha notado la peste que impregna este cuarto? preguntó.

—¿Peste? —replicó el empresario—. Sólo huelo el aroma de este excelente cigarro. Encienda usted uno. ¡Y, por todos los santos, cierre usted esa ventana!

Francis rehusó el cigarro con un gesto.

—Perdóneme —dijo—, cierre usted cuando yo haya salido. Estoy mareado… me voy.

Se cubrió narices y boca con un pañuelo y se encaminó a la puerta. El francés siguió los movimientos de Francis con tal estupefacción que de momento olvidó que la ventana continuaba abierta.

—¿Hasta tal punto es repugnante? —preguntó admirado.

—¡Horrible! —contestó Francis desde debajo del pañuelo—. ¡Jamás he sentido hedor más nauseabundo!

Sonó un golpe en la puerta. Apareció el escenógrafo. El empresario le preguntó en el acto si percibía algún mal olor.

—¡El de su cigarro! ¡Delicioso! ¿Tiene otro para mí?

—Espere un momento. Además del cigarro, ¿no huele usted a alguna otra cosa… horrible, abominable, asquerosa, nunca… nunca… nunca olida antes?

El artista pareció sorprendido ante la vehemencia con que Mr Francis le hablaba.

—El cuarto es tan fresco y agradable como cualquier otro —contestó.

Y diciendo esto miró asombrado a Francis Westwick, que permanecía de pie en el corredor mirando hacia el interior del aposento con repugnancia. El empresario parisiense se aproximó a su colega.

—Ya lo ve usted, amigo mío, somos dos, con tan buen olfato como el suyo, y no notamos nada. Si necesita el testimonio de otras narices, fíjese.

Y señaló a dos niñas inglesas que jugaban alegremente en el corredor.

—La puerta del cuarto está abierta de par en par… y usted sabe cómo se extiende un fuerte hedor. Pero apelemos a esas inocentes narices. Niñas, ¿sentís algún olor desagradable? ¿Eh?

Las niñas rompieron a reír:

—¡No!

—Mi querido Westwick —continuó el francés—, el asunto es obvio. Hay algo que no funciona en su nariz. Debería ver a un médico.

Dado este consejo se metió en su cuarto y cerró la ventana lanzando una exclamación de alivio. Francis salió del hotel y se dirigió a la plaza de San Marcos. La brisa nocturna lo reanimó. Encendió un cigarro y empezó a reflexionar sobre lo ocurrido.