XXII
Tras asegurarse de que la puerta quedaba cerrada, Agnes se puso un camisón y se dedicó a deshacer el equipaje. Para la cena había tomado el primer vestido que encontró, dejando sobre la cama la ropa que llevaba puesta. Abrió por primera vez las puertas del armario y fue colocando su ropa en uno de los compartimentos. Cansada, a los pocos minutos decidió dejar esa tarea para el día siguiente. El depresivo viento del sur no había cesado de soplar en todo el día. La atmósfera del aposento estaba cargada; Agnes se echó un chal sobre la espalda y, abriendo la ventana, se asomó al exterior. La noche era densa y brumosa; nada se distinguía netamente. El canal que pasaba bajo la ventana parecía una sima negra; las casas de enfrente eran una masa de sombras recortadas sobre un cielo sin estrellas. A ratos, el chasquido de los remos sobre el agua indicaba el paso de una góndola que devolvía a algunos huéspedes al hotel. Excepto aquellos sonidos, el misterioso silencio de la noche de Venecia parecía, literalmente, el silencio de la tumba. Apoyada en el antepecho de la ventana, Agnes miraba vagamente el negro abismo que se abría a sus pies. Sus pensamientos volaron hacia aquel mísero que, tras quebrantar su promesa, había muerto en aquella casa. Curiosamente, su llegada a Venecia coincidía con una suerte de cambio que se había operado en ella, como si sobre su persona se estuviera ejerciendo algún tipo de influencia. Por primera vez, la compasión y el dolor no eran las únicas emociones que se despertaban en ella al recordar la muerte de Montbarry. Ahora la asaltaba también la sensación, que su bondadosa naturaleza había ignorado hasta entonces, de que había sido objeto de una gran ofensa. Se sorprendió pensando en cómo había sido humillada casi con tanta indignación como la que Henry Westwick había manifestado en su momento. Entonces ella lo había regañado por hablar de su hermano con aquella ligereza. Apartó la mirada del sombrío abismo que ocultaban las aguas, como si el misterio tenebroso que encubrían fuese responsable de las emociones que la habían dominado. Cerrando bruscamente la ventana, echó el chal sobre una silla y encendió un candelero puesto en el ábaco de la chimenea, impelida por un súbito deseo de iluminar la soledad de su aposento. La apacible luminosidad de la habitación, que contrastaba con las tinieblas del exterior, reanimó su espíritu. ¿Iba a acostarse ahora? ¡No! La fatiga de hacía media hora había desaparecido. Volvió con su equipaje. Y de nuevo, al poco tiempo, dejó de colocar la ropa en el armario, embargada por una sensación de fastidio. Se sentó a la mesa y tomó una Guía de Venecia.
Su atención huyó del libro antes de que hubiese pasado de la segunda página. La imagen de Henry Westwick había invadido su mente. Todo en él le parecía ahora digno de su interés. Sonrió, y acabó ruborizándose al pensar cuanto afecto él le profesaba. ¿Podría ser la depresión que había sufrido persistentemente durante el viaje, efecto de su momentánea separación del joven enamorado? ¿O quizá la causaban remordimientos de conciencia por el trato que le había dispensado en París? Alarmada por las libertades que se tomaban sus pensamientos, se aplicó de nuevo al libro. ¡Cuántas tentaciones encuentran su cobijo en el camisón de una mujer, cuando está sola en su alcoba! ¡Aún estando su corazón en la tumba de Montbarry, ella era capaz de pensar en otro hombre, y de pensar en el amor! ¡Qué vergüenza! ¡Qué indignidad! Por segunda vez trató de interesarse en la lectura de la Guía, y por segunda vez fue en vano. Dejando el libro, volvió desesperada al único recurso de que disponía: su equipaje. Resolvió fatigarse despiadadamente hasta ser vencida por el sueño. Durante un buen rato se entretuvo en la monótona tarea de trasladar la ropa de las maletas al armario. El gran reloj del hotel anunció la media noche. Se sentó un momento a descansar. El impresionante silencio de la casa llamó entonces su atención; le resultó desagradable. ¡Estaban todos en la cama menos ella!
—He perdido dos horas de sueño —pensó frunciendo las cejas mientras se anudaba el cabello frente al espejo—. Mañana no serviré para nada.
Encendió una lamparilla de aceite y apagó las velas, dejando una en la mesilla de noche, al alcance de su mano, junto con los fósforos y la Guía, por si acaso no conseguía dormirse. Hecho esto se acostó. Tumbada sobre el lado izquierdo, el débil reflejo de la luz de la lamparilla le permitía entrever el sillón. La tapicería mostraba ramos de rosas sobre un fondo verde pálido. Trató de amodorrarse, contando una y otra vez los ramos de rosas. Por dos veces un sonido la distrajo en su cuenta: la campanada de las doce y media y el choque con el suelo, en el piso superior, de un par de botas lanzadas con fuerza, con esa despreocupación hacia el descanso de los demás que suelen tener los hombres en todos los hoteles. En el silencio que siguió, Agnes siguió contando los ramos, cada vez más lentamente. Al poco rato confundió los dibujos; trató de empezar a contar de nuevo; pero sintió que sus ojos se cerraban y que su cabeza se hacía más pesada; suspiró débilmente y se quedó dormida. Jamás supo el tiempo que duró aquel sueño. Sólo pudo recordar que despertó súbitamente. Todas sus facultades cruzaron la distancia entre la inconsciencia y la conciencia, por decirlo así, de un sólo salto. Sin saber por qué se sentó en la cama, tratando de escuchar no sabía qué. Su cabeza ardía; su corazón palpitaba violentamente sin motivo. La lamparilla se había apagado, y la habitación se encontraba a oscuras. Tendió la mano para buscar las cerillas, pero no hizo nada con ellas luego de haberlas encontrado. Una vaga sensación de aturdimiento se había enseñoreado de ella. No tenía prisa por encender la luz. Aquella pausa en la oscuridad, por extraño que parezca, le resultaba agradable.
Más serena, se preguntó por qué se había despertado tan de súbito y con aquella excitación nerviosa. ¿Se debía a lo que estaba soñando? Pero no recordaba haber soñado.
Comenzó a sentirse incómoda en aquella oscuridad. Encendió la vela. Un terror infinito se apoderó de su ser. ¡No estaba sola!
Allí, en el sillón, a los pies de la cama, iluminada por la luz de la vela, una mujer reclinaba su cabeza en el respaldo. Tenía el rostro vuelto hacia el techo y los ojos inmóviles, como si estuviera sumida en un profundo sueño. El pánico paralizó a Agnes. Su primer acto consciente, apenas se sintió de nuevo dueña de sí misma, fue saltar de la cama y examinar más de cerca a la mujer que se había deslizado en su habitación durante la noche. Una ojeada le bastó; retrocedió lanzando un grito de asombro. La persona dormida en el sillón no era otra que la viuda del difunto Montbarry. ¡La mujer que le había prometido que se volverían a ver en Venecia! La vista de la condesa le devolvió su valor, excitada por la indignación que le causaba su presencia.
—¡Despierte! —gritó—. ¡Cómo se ha atrevido a entrar aquí! ¿Por qué ha venido? ¡Salga o pediré auxilio!
Casi gritaba al decir estas últimas palabras. No produjeron efecto. Avanzando un paso más, puso una mano en la espalda de la condesa y la sacudió. Pero ni aun así pudo despertarla. Estaba como presa de un sopor mortal, insensible a los sonidos, insensible al tacto. ¿Dormía realmente? ¿Estaría desmayada? Agnes la examinó con atención. Su respiración era regular. A intervalos rechinaba los dientes con violencia. Gotas de sudor resbalaban por su frente. De vez en cuando, sus manos crispadas se agitaban convulsivamente. ¿Sufría una pesadilla? ¿O estaba bajo el influjo de algo misterioso que albergara la habitación? La duda se le hizo insoportable. Decidió llamar al recepcionista de guardia. El cordón de la campanilla pendía junto a la cabecera de la cama. Se irguió, pues todavía estaba en cuclillas frente a la condesa, y pasando al otro lado de la cama alargó la mano para tirar del cordón. En ese mismo momento miró hacia arriba. Su mano cayó inerte, pegada al cuerpo. Estremecida, se desplomó sobre la almohada. Había visto otro intruso en la habitación. Entre el techo y ella oscilaba una cabeza humana, seccionada por la base del cuello, como si una guillotina la hubiese separado del tronco. Nada le había advertido de su aparición, ni el menor ruido. En la habitación no parecía haberse producido ningún cambio anormal, nada que pudiera considerarse sobrenatural, si se exceptuaba la propia cabeza.
El mudo despojo colgaba en el aire. La muda e ida figura continuaba en el sillón; el balcón seguía estando a los pies de la cama, y tras sus cristales se agazapaba la noche sombría; la vela ardía sobre la mesilla; en el cuarto nada había cambiado. Sólo la cabeza estaba fuera de lugar en aquella escena.
A la amarillenta luz de la vela, Agnes la observaba atentamente, como atraída por una fuerza superior a su espanto. La carne del rostro había desaparecido. La arrugada epidermis había tomado un matiz oscuro, semejante a la piel de una momia egipcia, excepto en el cuello. En esta parte el color era más claro; en algunos puntos se apreciaba un color más oscuro, semejante al de la mancha que había aterrorizado a la niña. Restos de una barba y del bigote, que pendían del labio superior y las mejillas, atestiguaban que se trataba de la cabeza de un hombre. La muerte y el tiempo habían hecho su labor destructora. Los párpados estaban cerrados. El cabello, lacio y descolorido, había sido quemado en algunas partes. Los descarnados labios, entreabiertos en una lúgubre mueca, dejaban ver una doble hilera de dientes. La cabeza, al principio inmóvil, empezó a descender hacia Agnes. Aquel extraño olor, mezcla de dos hedores, que los comisionados advirtieron en los sótanos del antiguo palacio, y que había mareado a Francis Westwick días antes en esta habitación, esparció sus fétidas emanaciones. Poco a poco la aparición fue acercándose a Agnes; se detuvo junto a ella y se giró hasta quedar frente a la mujer que estaba en el sillón. Durante un tiempo, la cabeza permaneció inmóvil. Luego, el rígido quietismo de la faz muerta comenzó a alterarse. Los párpados se levantaron lentamente. Los ojos brillaron con la frialdad de la muerte y se fijaron en la mujer del sillón. Agnes vio aquella mirada y cómo la mujer se levantaba como obedeciendo una orden inapelable. No vio nada más.
Cuando recobró el conocimiento, el sol brillaba en la ventana, lady Montbarry estaba a la cabecera de la cama y las niñas se asomaban a la puerta.