XXVII
Henry volvió a su cuarto. Su primer impulso fue echar el manuscrito al canal. La única probabilidad de averiguar la verdad, y aliviar así su espíritu de la terrible certidumbre que lo oprimía, había desaparecido con la muerte de la condesa. ¿Qué alivio podría proporcionarle seguir leyendo? Comenzó a dar paseos por la habitación. Después de un breve intervalo sus pensamientos tomaron una nueva dirección; la cuestión del manuscrito se le presentaba bajo otro punto de vista. Su lectura le había informado de que el complot estaba tramado. ¿Pero cómo asegurar que hubiese sido llevado a cabo? El manuscrito estaba sobre el suelo. Lo recogió y, volviendo a la mesa, reanudó la lectura en el punto en que la había dejado:
Mientras la condesa estaba absorta en la atrevida, aunque sencilla, combinación de circunstancias que había forjado, entra el barón. Cree seria la enfermedad del guía y le parece necesaria la intervención del médico. En palacio no queda ningún sirviente. El barón irá en busca del médico si es necesario.
—Llamemos al médico, sea o no necesario —dice la hermana—; pero espera a que te explique algo.
Su proyecto electriza al barón. ¿Qué peligros pueden temer? La vida de milord en Venecia ha sido de reclusión; nadie, sino su banquero, le conoce. Y éste sólo lo ha visto un momento; el tiempo justo para reconocer su carta de crédito. Si ha salido alguna vez en góndola lo ha hecho absolutamente solo. El precavido barón escucha; pero todavía no da su opinión.
—Ve a ver qué puedes obtener del guía —dice—, y decidiré qué hacer cuando sepa el resultado. Puedo adelantarte un valioso detalle. Nuestro hombre es capaz de todo por dinero… si se le ofrece con abundancia. El otro día le pregunté, en broma, qué haría por cinco mil libras. Me contestó que todo. Tenlo presente y ofrécele sin reparos.
Cambio de decorado; habitación del guía, y éste con un retrato de su mujer en la mano, llorando. Entra la condesa. Comienza por mostrarse muy afable con su pretendido cómplice. Él se muestra agradecido y confía sus penas a la bondadosa señora. Creyéndose en el lecho de muerte, siente remordimientos por el trato poco cariñoso que ha dado a su mujer. Está resignado a morir; pero se desespera al pensar que la deja en la miseria, a merced del mundo.
—Supongamos —dice la condesa, aprovechando la oportunidad—, que le pidiera hacer una cosa muy sencilla, y supongamos que por ello se le recompensara con mil libras esterlinas…
El guía se incorpora sobre el lecho, y mira a la condesa con una expresión de incrédula sorpresa. No puede ser tan cruel milady (piensa él) para burlarse de un desgraciado. ¿Quiere contarme, milady, cual es esa sencilla cosa que merece tan magnífica recompensa? La condesa explica al guía sus propósitos sin la menor reserva. Siguen algunos momentos de silencio. El guía no quiere contestar sin antes reflexionar. Sin quitar los ojos de la condesa, hace algunas inocentes observaciones sobre lo que ha oído.
—Nunca he sido lo que se llama un hombre religioso; pero me siento inclinado a serlo. Ahora que la veo empiezo a creer en el diablo.
La condesa trata de tomar a broma esta confesión de fe. No se ofende. Únicamente dice:
—Le doy media hora para que piense mi proposición. Está usted en peligro de muerte. Decida si quiere morir dejando a su mujer en la miseria o con mil libras.
Al quedarse solo, el guía considera seriamente su posición. Se decide. Se levanta trabajosamente; escribe unas cuantas líneas en una hoja de papel, y con paso vacilante sale del cuarto. La condesa, terminado el plazo, vuelve a la habitación del guía y no encuentra a nadie. Cuando, alarmada, va a salir, el guía entra. ¿Qué ha ido a hacer?
—Preservar mi vida —contesta—, en el dudoso caso de que cure de mi tercera bronquitis. Si usted o el barón intentan acelerar mi salida de este mundo o negarme las mil libras prometidas, el médico sabrá dónde puede encontrar un papelito en el que se denuncia todo el plan. Quizás no me queden fuerzas para hacer yo mismo la denuncia, pero puedo emplear mi último aliento pronunciando la media docena de palabras que pondrían al médico sobre la pista.
Con este audaz preámbulo impone las condiciones mediante las cuales tomará parte en la trama. La condesa y el barón deben probar todos los alimentos que se le destinen, en presencia suya, y aun las medicinas que el doctor prescriba. Por lo que respecta al dinero debe dársele en un billete de banco envuelto en un papel en el cual se escribirán unas líneas que él dictará. Ambas cosas se encerrarán en un sobre, dirigido a su mujer, y dispuesto para echar al correo. Esto hecho, la carta se pondrá debajo de su almohada. El guía tenía su conciencia, y para mantenerla tranquila debía dejársele en la ignorancia sobre cómo se desarrollara el complot, no porque le importase lo que pudiese ser de su sórdido amo, sino porque no estaba dispuesto a cargar con responsabilidades ajenas. Aceptadas las condiciones, la condesa llama al barón, que en un aposento contiguo esperaba el resultado. Se le informa de que el guía ha caído en la tentación; aun así, es demasiado prudente para hacer observaciones comprometedoras. Vuelto de espaldas a la cama, entrega un frasco a la condesa. El rótulo dice: «Cloroformo». Ella comprende que milord saldrá inconsciente de su habitación. ¿En qué parte del palacio iban a encerrarlo? Cuando abren la puerta para salir, la condesa se lo pregunta a su hermano.
—¡En los sótanos! —contesta el barón en voz baja. Y con estas palabras cae el telón.