I
Hacia 1860, la reputación del doctor Wybrow, médico londinense, había llegado a su apogeo. Se decía que las rentas de las que disfrutaba gracias al ejercicio de su profesión eran las más altas que jamás médico alguno había obtenido.
Una tarde, a finales de julio, cuando el doctor había dado fin a su almuerzo tras una mañana intensa en su consultorio, y con una enorme lista de visitas para efectuar fuera de su domicilio que deberían ocuparle el resto de la jornada, el criado le anunció que una dama deseaba verle.
—¿Quién es? —preguntó el doctor—. ¿Una desconocida?
—Sí, señor.
—No recibo desconocidos fuera de las horas de consulta. Dígale a qué hora puede volver y despídala.
—Ya se lo he dicho, señor.
—¿Bien… y qué?
—Que no quiere irse.
—¿Qué no quiere irse? —Y el doctor sonrió al repetir las mismas palabras. A su manera, poseía un agudo sentido del humor, y en aquella situación había un aspecto absurdo que le divertía—. ¿Por lo menos ha dado su nombre esa obstinada señora? —preguntó.
—No, señor; no ha querido darlo… dice que no puede esperar, que el asunto es demasiado importante para aplazarlo. Está en la consulta, y no se me ocurre como echarla.
El doctor Wybrow reflexionó unos instantes. Su conocimiento de las mujeres (profesionalmente hablando) se apoyaba en una experiencia de más de treinta años; las había conocido de todas clases, especialmente de aquella que ignora por completo el valor del tiempo y que no vacila jamás en escudarse tras los privilegios de su sexo. Una mirada al reloj le convenció de que no podía demorar su excursión cotidiana a los hogares de sus enfermos. Decidió tomar la única resolución que le permitían las circunstancias. En pocas palabras: intentó escapar.
—¿Está el coche en la puerta? —preguntó.
—Sí, señor.
—Muy bien. Abra la puerta de la calle sin hacer ruido y deje a esa señora en la sala todo el tiempo que quiera. Cuando se canse de esperar le dice que ceno en el club y que luego iré al teatro. Y ahora, Thomas, despacito. Si hace ruido estoy perdido.
Y evitando ser oído tomó el camino de la escalera seguido de Thomas, que andaba de puntillas. ¿Sospechaba algo la dama que aun estaba en el salón? ¿Crujieron los zapatos de Thomas y ella tenía un oído extraordinariamente fino? Fuera como fuere, cuando Wybrow pasaba por delante de la puerta de la sala de espera ésta se abrió y apareció una dama que puso una mano sobre el brazo del doctor.
—Le ruego, caballero, que no se vaya sin haberme oído antes.
El acento era extranjero; el tono decidido y firme. Sus dedos asían suave, pero resueltamente, el brazo del médico.
Ni su lenguaje ni su acción produjeron en el doctor el menor efecto capaz de detenerle. Lo que le hizo hacerlo en el acto fue la muda petición inscrita en su rostro. El notable contraste entre la palidez cadavérica de su cara y la extraordinaria vida de sus grandes ojos negros, de brillos metálicos, le dejaron literalmente hipnotizado. Vestía de oscuro, pero con sumo gusto; era de mediana estatura y no aparentaba tener más de treinta o treinta y dos años. Su nariz, su boca y su barbilla eran finas y de formas delicadas, como las que se encuentran con mayor frecuencia entre las mujeres extranjeras que entre las inglesas. Era indiscutiblemente hermosa, con el solo defecto de su terrible palidez, y el menos perceptible de la ausencia de ternura en la expresión de sus ojos. Aparte de la primera impresión de sorpresa, el sentimiento que produjo en el doctor puede describirse como una punzante curiosidad profesional. El caso podía proporcionarle algo enteramente nuevo en su práctica médica.
—Si es así —pensó—, nada se pierde en esperar.
La dama comprendió que había causado en él una fuerte impresión, y retiró su mano.
—Usted ha consolado a muchas mujeres desgraciadas en su vida —dijo—. Hoy me toca a mí.
Y sin esperar la respuesta, se introdujo en la sala.
El doctor la siguió y cerró la puerta. La colocó en la butaca destinada a los enfermos, frente a la ventana. Un sol estival penetraba por los cristales, hermoso y brillante, ignorando que estaba en Londres. La luz radiante la envolvió por completo. Sus ojos la afrontaron imperturbables, con la inflexible fijeza de los de un águila. La palidez de su rostro parecía más intensa que nunca. Por primera vez en su vida, el doctor sintió como se aceleraban sus pulsaciones en presencia de un enfermo.
Tras haber logrado que la escuchase parecía, cosa muy extraña, no tener nada que decir al médico. Una singular apatía se había apoderado de aquella mujer resuelta. Forzado a hablar primero para romper el hielo, el doctor le preguntó en qué podía servirla.
El sonido de su voz pareció despertarla. Con la mirada aún fija en la luz, dijo bruscamente:
—He de hacerle una pregunta embarazosa.
—¿De qué se trata?
Los ojos de la dama fueron despacio de la ventana al rostro del médico. Con voz calmada planteó la pregunta embarazosa en estos extraordinarios términos:
—Quiero saber si corro peligro de volverme loca.
Cualquier otro se hubiese reído para sus adentros, o quizá se hubiese sentido alarmado. El doctor Wybrow tan sólo experimentó una decepción. ¿Era aquel el caso raro que se había prometido, juzgando temerariamente por las apariencias? ¿Iba a ser aquella nueva paciente tan sólo una hipocondríaca, cuya dolencia resultaría ser un desarreglo del estómago o simple debilidad mental?
—¿Y por qué ha venido a consultarme a mí? —le preguntó secamente—. ¿No es mejor que acuda a un especialista en enfermedades mentales?
La respuesta no se hizo esperar.
—Si no lo he hecho es porque no me convenía un especialista… tienen el fatal hábito de juzgarlo todo desde el punto de vista de su especialidad. Acudo a usted porque su casa es una excepción a la regla general, y también porque usted tiene fama de descubrir las dolencias más misteriosas. ¿Está satisfecho?
Estaba más que satisfecho. La primera idea, después de todo, había resultado correcta. Además, estaba perfectamente dotado en cuanto a sus habilidades científicas. Su especialidad, que tanto dinero y fama le había proporcionado, era precisamente la de descubrir enfermedades insospechadas. En eso no tenía rival entre sus colegas.
—Estoy a sus órdenes —dijo—. Veamos si es posible saber de lo que se trata.
La sometió a un prolijo interrogatorio. Todo fue pronta y claramente contestado, y el doctor sacó en consecuencia que la salud de aquella extraña dama, mental y físicamente, estaba en perfectas condiciones. No satisfecho con las preguntas, examinó cuidadosamente los principales órganos responsables de la vida. Ni su mano ni el estetoscopio descubrieron nada que señalase la menor alteración. Con la admirable paciencia y el tacto que le habían distinguido desde que era estudiante, procedió a una exploración tras otra. El resultado fue siempre el mismo. No sólo no se advertía ninguna tendencia al padecimiento de trastornos mentales, sino que ni tan siquiera se detectaba el menor desarreglo del sistema nervioso.
—No encuentro nada que justifique sus temores —dijo—. Ni hallo una explicación a su extraordinaria palidez.
—La palidez no significa nada —replicó con impaciencia la desconocida—. Siendo niña escapé milagrosamente de la muerte a causa de un envenenamiento. Desde entonces no he recuperado el color, y mi tez es tan delicada que no puedo ponerme afeites sin que me salga un sarpullido. Pero esto es lo de menos. Yo necesito una opinión definitiva. La verdad, yo creía en usted, pero he sufrido una decepción —inclinó la cabeza sobre su pecho—. ¡Y así acaba todo esto! —dijo amargamente.
El doctor se sintió impresionado. Aunque tal vez sería más acertado decir que su orgullo profesional estaba un poco herido.
—Puede acabar de otro modo —dijo—, pero usted tendría que ayudarme.
Ella le miró con ojos centelleantes.
—Hable claro —dijo—. ¿Cómo puedo ayudarle?
—Francamente, señora mía, usted se me presenta como un enigma, y pretende que yo me las componga como pueda dentro de los límites de mi arte… éste puede ser grande, pero no lo es todo. Por ejemplo… puede haber ocurrido algo, algo que no tenga relación con su salud corporal pero que puede haberla alterado. ¿No es así?
Ella juntó las manos.
—¡Así es! —exclamó con vehemencia—. ¡Empiezo a creer en usted de nuevo!
—Muy bien. Pero no puede pretender que yo descubra la causa moral que la ha trastornado. Sé que no hay causa material… Si usted no deposita en mí su confianza, no puedo hacer otra cosa.
La desconocida se levantó y dio unos pasos por la sala.
—Tendré confianza —dijo—; pero no mencionaré nombres.
—Ni hay necesidad. Sólo necesito conocerlos hechos.
—Los hechos no significan nada —contestó ella—. Pero le confesaré mis impresiones… seguramente me juzgará loca y soñadora cuando las oiga. No importa. Haré lo que pueda por satisfacerlo, y empezaré por los hechos. Pero créame, los hechos no le ayudarán mucho.
Se sentó de nuevo. De la manera más simple posible, comenzó a contar la historia más extraña que jamás oyera el doctor en toda su vida.