En el jardín

¡Es tan dulce saber que nunca se enfada!

Juventud suya, alegre vida viva que miro moverse.

Y que sonríe. O está triste. O está alegre. O toma

besos. O lee. O luego se aduerme.

Pero la vida es graciosa

en su torno.

Nunca veo allá venir por poniente

la tormenta morada

que estalle en su rostro.

Una sombra de pesar: es bastante.

«Mira: ¡los pájaros!». O: «Este libro…». O: «¿Qué

brilla?…».

Sí. Un viento corre,

pasa, sensible,

oloroso.

Flores en el jardín, que ella prueba. Hay un cedro.

Alto, aromático, hermoso

en su majestad juvenil. Y ella a veces

está allí paralela, esbeltísima, grácil,

con su templanza fragante, su novedad,

y allí dura.

Otras veces se agita por el jardín, en colores.

Rubio su pelo: una mano del sol con furia lo mueve

y me estalla en los ojos su brillo o su grito, que ciego

yo escucho.

Pero veo sus colores, su movimiento por el sendero,

frontera a las rosas.

Y una infinita tristeza, en masa, me llena.

Rosas, y su amor. Y sus pétalos. Flores.

Y su rostro que mira, sin tiempo, en aromas.

¡Cómo brilla y se instala, entre olores! Y es joven.

Eternamente juvenil la mañana

la rodea.

Su vestido ligero, traspasado por la luz, ardió. ¡Y es

tan puro

mirarla, a ella, mientras ajena a su tenue desnudez va

tentando

los claveles carnosos, los aéreos alhelíes, los secretos

ramos de olor invisible que sus pies van pisando!

Desnuda, pudorosa en la luz, el rostro instantáneo,

sin tiempo, me mira,

y desde allá me ama, misterioso, increído.

Y un momento desgarradoramente la llamo.

Con mi voz natural.

(Aquí su nombre).

Y se acerca, se hace tocable, penetra.

En su ruido veraz. Rompiente, fresquísima,

y me entrega su ramo de flores.

Presente, con su olor a esta hora,

con su mano mojada a esta hora,

con su beso —su calor—

a esta hora.