Nombre

Mía eres. Pero otro

es aparentemente tu dueño. Por eso,

cuando digo tu nombre,

algo oculto se agita en mi alma.

Tu nombre suave, apenas pasado delicadamente por

mi labio.

Pasa, se detiene, en el borde un instante se queda,

y luego vuela ligero, ¿quién lo creyera?: hecho puro

sonido.

Me duele tu nombre como tu misma dolorosa carne

en mis labios.

No sé si él emerge de mi pecho. Allí estaba

dormido, celeste, acaso luminoso. Recorría mi sangre

su sabido dominio, pero llegaba un instante

en que pasaba por la secreta yema donde tú residías,

secreto nombre, nunca sabido, por nadie aprendido,

doradamente quieto, cubierto sólo, sin ruido, por mi

leve sangre.

Ella luego te traía a mis labios. Mi sangre pasaba

con su luz todavía por mi boca. Y yo entonces estaba

hablando con alguien

y arribaba el momento en que tu nombre con mi

sangre pasaba por mi labio.

Un instante mi labio, por virtud de su sangre sabía

a ti, y se ponía dorado, luminoso: brillaba de tu sabor

sin que nadie lo viera.

Oh, cuán dulce era callar entonces, un momento.

Tu nombre,

¿decirlo? ¿Dejarlo que brillara, secreto, revelado a los

otros?

Oh, callarlo, más secretamente que nunca, tenerlo

en la boca, sentirlo

continuo, dulce, lento, sensible sobre la lengua,

y luego, cerrando los ojos,

dejarlo pasar al pecho

de nuevo, en su paz querida, en la visita callada

que se alberga, se aposenta y delicadamente se efunde.

Hoy tu nombre está aquí. No decirlo, no decirlo

jamás, como un beso

que nadie daría, como nadie daría los labios a otro

amor sino al suyo.