La oscuridad
No pretendas encontrar una solución. ¡Has
mantenido tanto tiempo abiertos los ojos!
Conocer, penetrar, indagar: una pasión que dura lo
que la vida.
Desde que el niño furioso abre los ojos. Desde que
rompe su primer juguete.
Desde que quiebra la cabeza de aquel muñeco y ve,
mira el inexplicable vapor que no ven los otros
ojos humanos.
Los que le regañan, los que dicen: «¿Ves? ¡Y te lo
acabábamos de regalar!…».
Y el niño no les oye porque está mirando, quizá está
oyendo el inexplicable sonido.
Después cuando muchacho, cuando joven.
El primer desengaño. El primer beso no correspondido.
Y luego de hombre, cuando ve sudores y penas, y
tráfago, y muchedumbre.
Y con generoso corazón se siente arrastrado
y es una sola oleada con la multitud, con la de los
que van como él.
Porque todos ellos son uno, uno solo: él, como él es
todos.
Una sola criatura viviente, padecida, de la que cada
uno, sin saberlo, es totalmente solidario.
Y luego, separado un instante, pero con la mano
tentando el extremo vivo donde se siente y
hasta donde llega el latir de las otras manos,
escribir aquello o indagar esto, o estudiar en larga
vigilia,
ahora con las primeras turbias gafas ante los ojos,
ante los cansados y esperanzados y dulces
ojos que siempre preguntan.
Y luego encenderse una luz. Es por la tarde. Ha
caído lentamente el sol y se dora el ocaso.
Y hay unos salpicados cabellos blancos, y la lenta
cabeza suave se inclina sobre una página.
Y la noche ha llegado. Es la noche larga.
Acéptala. Acéptala blandamente. Es la hora del sueño.
Tiéndete lentamente y déjate lentamente dormir.
Oh, sí. Todo está oscuro y no sabes. Pero ¿qué
importa?
Nunca has sabido, ni has podido saber.
Pero ya has cerrado blandamente los ojos
y ahora como aquel niño,
como el niño que ya no puede romper el juguete,
estás tendido en la oscuridad y sientes la suave
mano quietísima,
la grande y sedosa mano que cierra tus cansados
ojos vividos,
y tú aceptas la oscuridad y compasivamente te rindes.