La joven
Tiene ojos grandes, empañados, hondos de dulzura
y cariño.
Y una boca fresquísima, tantas veces extensa en su
grito claro.
Y me habla. Y de pronto se calla. O comienza a
contarme un cuento.
Es mucho mayor que yo. Y cuando sale conmigo
—porque algunas tardes, al pasar, dice: «¿Vienes
conmigo?»—,
casi nunca me lleva de la mano. «Anda: ¡corre!».
Pero yo no quiero correr.
Dime… Y la mirada espía
aquel silencio en que a veces se queda,
y aquella sonrisa súbita como si de pronto llegase,
como si de pronto mirase y estuviese.
Y siento que sus ojos sonrientes están saludándome.
No, antes no estaba.
Antes iba conmigo, pero no estaba.
Es mayor, es muy alta. Y yo miro su frente,
su erguida cabeza, todo allí, todo alto.
Y desde allí me sonríe. Pero sé está conmigo.
Y nos sentamos en el campo. Ahora sí…
Ah, sí, aquí conmigo.
Jugamos a algo. Mas miro
aquellos ojos que son como el mar. Sin saberlo
refresco
allí la gozosa infancia, allí bebo
la brisa pura de la mar. Son azules.
Y el niño siente la brisa salada…
Pero ¿qué pasa? Sí, llora.
¿Dónde, dónde llora? Porque no aquí conmigo.
Llora en su cabeza erguida, en sus solitarios ojos
de mujer.
Y el niño —qué pequeño— la mira,
derribado, lejanísimo, mientras ella se levanta
rehusada en su altura, y cogiéndome
se aleja, sin mí, sí, llevándome
de la mano, y avanza, en su bellísima figura de
mujer sola.