Capítulo Treinta y tres
—¿HA dicho eso? —le preguntaba Connor a Julian esa misma noche—. ¿De verdad ha dicho esa tontería de que tenéis que esperar y tiene que cambiar?
—Sí y no me siento capaz de contradecir el consejo de un experto en salud mental.
—Puedes decirle que eso sólo son memeces.
—No es cierto. Además, no puedo dejar de reconocer el trabajo que hacen los psicólogos. Cuando regresé a casa, era como un pobre cachorro enfermo.
No podía negarlo, una vez recuperado, era consciente de que sus superiores habían hecho bien en prolongarle la baja.
—Si no hubiera sido por el doctor Abernathy —le explicó a Connor—, probablemente estaría encerrado en un psiquiátrico hablando sólo. Si hubiera decidido ir directamente a por Daisy, y te aseguro que si hubiera tenido alguna posibilidad de hacerlo no lo habría dudado, probablemente ahora mismo los dos estaríamos destrozados.
—Entendido.
Connor había sido testigo directo del recorrido que había hecho Julian desde el borde de la desesperación al equilibrio y la cordura. Él estaba al tanto de sus pesadillas y de los recuerdos que le perseguían. Se había sentado día tras día junto a él para intentar encontrar sentido a lo que le había ocurrido y animarle a seguir adelante con su vida.
—Me da rabia por vosotros. Sé que entre Daisy y tú hay algo muy especial. Siempre lo ha habido y no me gusta ver que dais de lado esos sentimientos.
—Yo no lo diría de esa forma. No estamos dando de lado a nuestra relación, pero tampoco podemos retomarla donde la dejamos después de todo lo que ocurrió.
—¿Qué quieres hacer entonces?
Julian todavía no estaba en condiciones de contestar esa pregunta. Había aprendido mucho sobre el arte de la espera y la necesidad de la paciencia. Un encierro tan prolongado como el que había sufrido en Colombia podía tener ese tipo de consecuencias en un tipo. Pero aun así, sabía que también él tenía sus límites.
—Ahora mismo estoy esperando el informe final que certifique que ya no soy ningún loco.
—Nunca lo has sido, hermano. Nunca.
Charlie bajó del autobús durante una calurosa tarde.
El veranillo de San Miguel estaba dando sus últimos coletazos antes de la llegada del frío y la oscuridad del invierno. Como siempre, Charlie fue recibido por una emocionada Blake, que salió a su encuentro como si no le hubiera visto desde hacía años. Los dos entraron riendo y corriendo en el salón, representando su ritual diario. Daisy guardó el trabajo que estaba haciendo en el ordenador y se levantó para ir a buscarle.
—Hola, cariño —le revolvió el pelo y le quitó la mochila—. ¿Qué tal ha ido el día?
Charlie permaneció durante unos segundos en silencio.
—Hay una nota de mi profesora —dijo a continuación.
A Daisy se le hizo un nudo en el estómago.
—¿La llevas ahí? —señaló la mochila.
Charlie asintió y se sentó a Blake en el regazo.
Daisy sacó la nota del sobre en el que le pedían que la devolviera firmada e indicara la fecha en la que la había recibido.
—«Querida señora Bellamy» —leyó en voz alta—. «Escribo para ponerle al tanto de la conducta de Charlie y de sus progresos académicos».
Lástima. Daisy pensaba que las cosas estaban yendo mejor.
—«Me alegro de poder comunicarle que he notado una notable mejora en ambos aspectos» —Daisy estuvo a punto de atragantarse.
Charlie la miró con una sonrisa radiante.
—Sigue leyendo.
Daisy continuó leyendo aliviada y con el corazón lleno de orgullo mientras la maestra enumeraba diferentes ejemplos de su mejora.
—«Estoy encantada con el progreso de Charlie. Quiero darle las gracias, y también a Charlie, por todos sus esfuerzos».
Daisy sonrió de oreja a oreja mientras pegaba la nota con un imán en la nevera.
—Charlie, ven aquí ahora mismo a darme un abrazo.
Le estrechó contra ella, absorbiendo el calor de su cuerpo y su olor, una cálida combinación de aire fresco y sudor infantil.
Una de las peores cosas de estar sola era la falta de contacto físico, algo tan sencillo como sentir los brazos de otro a su alrededor. Eran muchas las cosas que Daisy agradecía de poder vivir con Charlie, y quizá aquélla fuera una de las más importantes.
Dejó escapar un suspiro de impaciencia.
—Tenemos que celebrarlo. Esta noche cenarás lo que quieras. Podemos salir o quedarnos aquí, como tú prefieras.
—Quiero quedarme en casa.
—Y déjame adivinar lo que puede apetecerte, ¿te apetece un desayuno para cenar?
—¡Sí! ¡Un desayuno para cenar! Tortitas, huevos revueltos, beicon y zumo de naranja.
Comenzó a correr por la cocina como si le hubiera tocado la lotería y salió después al jardín trasero con Blake.
Daisy permaneció en la ventana de la cocina, viéndoles jugar, oyendo las risas de Charlie y los ladridos de Blake. Eran inseparables. A veces se descubría deseando que Charlie tuviera hermanos. Seguramente, algún día llegaría a tenerlos, pero no quería pensar en ello en aquel momento.
Estaba contenta. Por fin comenzaba a creer que estaba haciendo lo mejor para todos. Había sobrevivido al divorcio y no se había acabado el mundo.
También Logan parecía estar mejor. Tenía muy buen aspecto y por fin había perdido los kilos que había ganado durante su matrimonio. No sabía qué estaba haciendo exactamente, pero le estaba funcionando.
Por su parte, Daisy se rodeaba de familiares y amigos e intentaba concentrarse en el trabajo. Ya no se enfrentaba a cada día con un nudo en el estómago y un remolino de preguntas en la cabeza para las que no encontraba respuesta.
Últimamente estaba más relajada, las preguntas habían dejado de perseguirla. Todavía no tenía respuestas para las más complicadas: «¿Estoy haciendo bien?
¿Esto será lo mejor para Charlie?», pero había comenzado a darse cuenta de que no había respuestas correctas o incorrectas. Con la perspectiva del tiempo y la distancia, había comprendido lo que había pasado en su matrimonio. Logan y ella habían pasado la mayor parte del tiempo evitándose y, en consecuencia, evitando a Charlie. En aquel momento, su hijo estaba recibiendo más atención de ambos y por eso estaba floreciendo.
Lo que todo aquel desastre le había enseñado, lo que la vida le había enseñado, era que había que tomar decisiones y disfrutar de la vida que uno había elegido con todo el amor y la alegría que se pudieran encontrar. Miró hacia el teléfono, pensando en llamar a alguien para compartir la buena noticia que acababa de darle Charlie. Pero ¿a quién? ¿A Logan?, en realidad, ya no compartían ese tipo de relación. ¿A su madre?
¿A Sonnet?
Se acercó al ordenador, decidida a trabajar un rato antes de la cena. Tenía tres bodas diferentes en proceso y los clientes comenzaban a impacientarse.
El trabajo era interminable. Iban desfilando por la pantalla novia tras novia. Pero no le gustaba el trabajo que había hecho en las últimas bodas. Una de las razones por las que tenía tanta demanda era su visión artística. Pero aquellas fotografías le parecían sosas y poco inspiradas.
Comenzó a girar nerviosa en la silla, pero se detuvo. Allí, clavado en el tablero de corcho que tenía sobre el escritorio, había un folleto anunciando el próximo concurso del MOMA. Lo había encontrado días atrás en el buzón, con una nota escrita por Julian en la que le decía: A por ello.
Julian la conocía mejor que nadie. Siempre había sido así. Daisy había admitido ante él que había estado evitando el concurso, ignorando las fechas de entrega.
Podía continuar atribuyendo la culpa a factores como la falta de tiempo, sus obligaciones profesionales, su labor de madre o la falta de concentración, pero sabía que sólo eran excusas. La cuestión era que había estado evitando aquel concurso, por miedo puro y simple.
Un hombre como Julian no podía comprender lo que era el miedo. O quizá lo comprendía demasiado bien.
—Nada de miedos —dijo en voz alta.
Cerró los archivos con los que estaba trabajando y abrió la carpeta del MOMA. Se sorprendió al darse cuenta de que no la había abierto desde hacía meses.
Aquélla era su pasión, pero la había abandonado.
Qué fácil era ignorar las cosas realmente importantes.
Cuando volvió a ver sus fotografías, le sorprendió la calidad de las imágenes. No las recordaba tan buenas. Pero por supuesto, había un gran trecho entre una buena fotografía y una fotografía digna de ser exhibida.
No trabajó durante mucho tiempo, pero para cuando terminó, tenía un plan. Sabía lo que quería enviar al concurso. No más excusas. Tenía que ir a por ello.
Deslizó la mano sobre el mensaje de Julian y le habló como si estuviera allí.
—Eres bueno para mí. Siempre lo has sido.
Julian había salido de su encierro convertido en un hombre diferente. Pero la esencia continuaba siendo la misma. Daisy adoraba su amor por la vida y su capacidad para el riesgo. Adoraba todo de él y jamás había dejado de quererle, ni siquiera cuando había recibido la noticia de su muerte.
Pero la suerte nunca los había acompañado. Cada vez que habían empezado a acercarse, cada vez que surgía una oportunidad, algo se había interpuesto en su camino. Después, Julian había sido arrancado de su vida con la violencia y la crueldad de una amputación.
Parecía que por fin la vida les brindaba una oportunidad. Habían sucedido muchas cosas, pero sentía que el amor continuaba ardiendo como una llama estable en su corazón. Ya no era tan ingenua como para pensar que todo volvería como por arte de magia a su lugar. Los años anteriores le habían demostrado que era más fuerte de lo que había imaginado. Era una mujer de muchos recursos, y a veces, incluso inteligente.
El sentido común le decía que todavía era demasiado pronto. Acaba de salir de un matrimonio fracasado e iniciar una relación con Julian sería un gran error. La gente achacaría su divorcio a la reaparición de su exprometido.
Aunque, por otra parte, ¿qué le importaba a ella lo que pudiera decir la gente? Más aún, no haría ningún daño a nadie comenzando a quedar con él. Necesitaban pasar más tiempo juntos.
¿De qué tenía miedo? Estaba acostumbrada a pedir consejo a su familia y amigos sobre lo que debería hacer. Después de escandalizar a los Bellamy con un embarazo adolescente, nunca había vuelto a permitirse traspasar determinadas líneas. Todas las decisiones las había tomado procurando actuar de forma sensata y segura, siempre por el bien de Charlie. Pero había llegado el momento de abrir las alas.
Después de todo lo que había pasado, tenía muchas dudas sobre el afecto de Julian, pero eso no debería detenerla. Tampoco las convenciones sociales. Era ridículo imponerse ella misma un plazo, como si fuera una viuda victoriana intentando respetar el tiempo de luto.
En lo que a Julian se refería, Daisy sabía perfectamente lo que le dictaba el corazón. Siempre lo había sabido. En aquel momento, más que nunca, sentía un amor casi doloroso por él. Julian había soportado el cautiverio y la tortura, pero no se había roto. Había servido con honor a su país, de una forma que jamás sería suficientemente reconocida, y había vuelto más fuerte y más amable que nunca. ¿A qué demonios estaba esperando entonces?
Agarró el teléfono, con las palabras ya en la punta de la lengua: «Te quiero. Soy un desastre, pero te quiero y quiero estar contigo». O quizá no exactamente así.
Marcó su número de teléfono y Julian contestó al instante.
—¿Qué te parecería disfrutar de un desayuno a la hora de la cena? —le preguntó.
—Es comida. Estoy dispuesto a comer lo que sea.
—El menú lo ha elegido Charlie. ¿Quieres venir a cenar?
Se produjo una pausa, durante la que se reactivaron todas las dudas de Daisy. El corazón le latía con fuerza en el pecho.
—Por supuesto, no tienes por qué sentirte obligado. Te estoy avisando en el último momento y...
—Me apetece mucho ir a cenar.
Daisy se descubrió a sí misma en estado de pánico, con un cuenco con la masa de las tortitas bajo el brazo mientras batía con fuerza la mezcla. Era ridículo estar nerviosa por la presencia de Julian. Era Julian, por el amor de Dios. Le conocía desde hacía años. No había ningún motivo para estar nerviosa. Ninguno.
Le observó por la ventana de la cocina. Estaba jugando con Charlie mientras ella preparaba la prometida cena de tortitas, huevos revueltos y beicon. Julian y Charlie estaban en el muelle, tirando piedras al agua.
La tarde era inesperadamente calurosa. Cuando se cansaron de tirar piedras, se tumbaron sobre las tablas de madera del muelle, probablemente para observar a los pececillos que se reunían en las sombras. A través de la pantalla de la ventana, llegaban hasta ella sus voces, pero no sus palabras. El sonido de sus risas le hizo sonreír.
A Charlie le encantaba estar con Julian. Era innegable. El niño adoraba a su padre, por supuesto, y le echaba de menos en casa. Pero Charlie siempre había sido un niño con una gran capacidad de adaptación. Daisy continuaba dándole vueltas a lo que quería decirle a Julian aquella noche, cuando Charlie se acostara. Quería explicarle que estaba preparada para avanzar en su relación. Aunque todavía estuviera abierta la herida del divorcio, quería que Julian supiera que su amor por él continuaba intacto. Era arriesgado, por supuesto. Se exponía a salir herida. Habían pasado tanto tiempo separados que no sabía si él seguiría sintiendo lo mismo por ella. Era más seguro mantener ocultos sus sentimientos. En el pasado, no habían sido capaces de encontrar la manera de estar juntos. La vida continuaba separándolos. Quizá no estuvieran destinados a estar juntos. No, se regañó. La tensión, el calor, aquel constante anhelo, tenían que querer decir algo.
Julian y Charlie comenzaron una batalla de agua en el muelle. Sus gritos eran cada vez más fuertes. Daisy estuvo a punto de gritarles para que lo dejaran, pero se interrumpió. Julian podría darse un baño más tarde y Julian era un hombre adulto que había pasado por cosas muchos peores que terminar empapado.
Tomó la cámara y salió para hacerles unas fotografías mientras jugaban.
Deseó que hubiera una señal, alguna pista que le indicara lo que debía hacer. Si el universo quería que le confesara a Julian que todavía le amaba, quizá pudiera enviarle una señal. Sí, no estaría nada mal.
Pero el lago continuaba plácido y sereno bajo el sol de la tarde. No había cambiado nada.
Entonces, mientras observaba, Charlie y Julian se levantaron y se dieron la mano. Antes de que Daisy pudiera comprender lo que estaba pasando, los dos corrieron hasta el final del muelle.
—¿Qué...?
Saltaron juntos. Se agarraron de la mano y saltaron al agua. Casi de forma refleja, Daisy alzó la cámara y los fotografió. Cayeron al agua salpicando con fuerza.
Charlie emergió casi inmediatamente.
—¡Otra vez! —gritó—. ¡Vamos a saltar otra vez!
Daisy revisó la fotografía. Había conseguido fotografiarlos en el aire. Saltando del muelle, algo que Charlie había jurado no volver a hacer nunca.
—A lo mejor ésa es la señal —se dijo.
Los observó a saltando al lago varias veces más y tomó algunas fotografías antes de ir a buscar unas toallas y dirigirse de nuevo hacia el muelle.
—Estáis completamente locos —les regañó, pero sonreía—. No creo que haga tanto calor como para bañarse.
—¿Me has visto, mamá? ¿Me has visto saltar? —gritó Charlie desde el agua—. Hemos saltado desde el muelle. ¡Ha sido como volar!
—Sí, y ahora estoy viendo cómo estás a punto de acabar con una hipotermia.
—¡Otra vez! —suplicó Charlie—. Por favor, mira cómo saltamos una vez más.
—De acuerdo, pero sólo una vez.
Cuando salió Julian del agua, Daisy no pudo evitar fijarse en cómo moldeaba su cuerpo la ropa húmeda, marcando cada línea de sus músculos. Era un crudo recuerdo de que en su nueva vida tenía carencias en cuestiones muy importantes.
Julian se volvió y le dio la mano a Charlie.
—¡Preparados, listos...! —gritó Charlie.
—¡Espera! —Daisy corrió hacia delante y le dio la otra mano—. Ahora sí que estamos listos.
Después de cenar, Charlie cayó rendido en cuanto posó la cabeza en la almohada y Julian y Daisy se sentaron juntos en el cuarto de estar. Daisy en pijama y Julian con una bata de Daisy.
—Qué divertido. Ésta es la noche más agradable que he tenido... desde hace mucho tiempo.
—Me alegro de estar a su servicio, señora.
Daisy intentó superar su nerviosismo. Pero aquel asunto era vital.
—Me cuesta tomarte en serio con esa bata de color rosa.
—A mí me encanta.
Daisy le acarició la solapa.
—Es de felpilla. Es mi bata favorita.
—Yo podría decir lo mismo —respondió Julian, y se la desabrochó.
Y con la misma naturalidad, desaparecieron los nervios de Daisy.
—Estás aquí —susurró—. Estás aquí.
Le acarició los brazos, los hombros, el cuello, las mejillas, la barbilla. Acariciaba maravillada hasta el último rincón de su cuerpo. Julian estaba allí. Estaba allí.
Hicieron el amor de forma diferente aquella vez.
Eran dos personas distintas. Ya no eran dos jóvenes a punto de iniciar su vida de adultos, dos jóvenes enfrentados al futuro, sino dos supervivientes, cada uno a su manera. Cada caricia de Julian hacía crecer en Daisy nuevos sentimientos, amor y alegría, sí, pero también cierta desesperación. Cuando Julian la abrazó, se aferró a él como si no fuera a dejarle marchar nunca más. Julian se hundió en ella e hizo el amor con una intensidad que rozaba la dureza, y eso era exactamente lo que Daisy necesitaba, era la forma de sellar un amor que había sobrevivido a lo impensable. Fue el clímax más especial que Daisy podría haber imaginado jamás, un clímax que le hizo terminar llorando de alegría y dolor al mismo tiempo.
—Eh —la consoló Julian—, ya no pasa nada. Todo saldrá bien.
—Sí —respondió Daisy, para desmentirse inmediatamente—. No. Me destrozaste el corazón, Julian Gastineaux. Todavía estoy sufriendo por eso, ¿lo entiendes? Jamás olvidaré lo que sentí al perderte. Jamás.
—Claro que sí —le aseguró Julian, estrechándola contra él—. Te juro que los dos lo olvidaremos.
—Prométemelo. ¡Prométeme que nunca volverás a ponerme en esa situación!
Julian la besó para borrar sus lágrimas.
—¿Cuántas posibilidades crees que puede haber de que vuelva a ocurrir algo así? Claro que te lo prometo.
Capítulo Treinta y cuatro
Julian se quedó mirando fijamente la carta que tenía entre las manos. Allí estaba, aquélla era la carta en la que le aceptaban para el curso de pilotos. Aquel documento era la culminación de un sueño que había nacido en lo alto de una higuera, en Nueva Orleans, en el corazón de un niño que había descubierto que el peligro era un sentimiento muy cercano al amor.
Piloto. Desde que había regresado de Colombia, había vuelto a entregarse a aquel sueño. Al final, iban a prepararle para convertirle en piloto profesional. Había pasado cincuenta y cuatro semanas persiguiendo aquel sueño. Quería prepararse para pilotar aparatos supersónicos que le llevarían muy cerca del cielo.
Lo único que no le gustaba de aquel proyecto era la cuestión geográfica. La base de Vance estaba en Oklahoma. Por supuesto, Julian no tenía nada en contra de Oklahoma, pero, una vez más, sus aspiraciones profesionales volvían a alejarle de Daisy en el peor momento. Daisy acababa de divorciarse, no estaba en condiciones de iniciar otra relación, de asumir un nuevo compromiso, y menos aún un compromiso que la llevaría a miles de kilómetros de su familia. No tenía derecho a pedirle algo así.
En un mundo perfecto, tendría tiempo para cortejarla, para encontrar de nuevo el camino de su corazón, para estar cerca de ella y pasar horas abrazándola, hablando con ella o, sencillamente, haciendo el amor.
Eran cosas tan sencillas que no tenían por qué estar fuera de su alcance, pero su mundo no era perfecto. Jamás lo había sido. Tenía desafíos a los que enfrentarse.
Obligaciones que asumir.
Sueños que hacer realidad.
Comprendía que, en aquella ocasión, el problema no era solamente la descoordinación temporal. La primera vez que le había pedido a Daisy que se casara con él, el peligro que entrañaba su trabajo era algo teórico. Por supuesto, les habían hecho escribir las cartas de despedida y rellenar los formularios. Apenas recordaba lo que había firmado, porque la posibilidad de morir le parecía entonces absolutamente remota. Se había tomado aquellos formularios como si no tuvieran mayor importancia.
Pero su captura y el informe de su muerte le habían demostrado a Daisy exactamente lo que había firmado.
¿Podía pedirle que volviera a asumir ese riesgo?
Daisy revisó varios mensajes en el móvil mientras conducía hacia su casa tras haberse reunido con Andrea y Brian Hubble, dos clientes, para enseñarles las fotografías de su recién nacido. Su segundo hijo. Le costaba creer que hubiera pasado todo un año desde que la sesión de fotografías de su primer hijo hubiera sido interrumpida por la impactante noticia de que Julian estaba vivo. Desde entonces, su vida había dado un giro que jamás habría imaginado.
Esperaba que el matrimonio no hubiera notado lo distraída que había estado durante toda la sesión, pero tenía demasiadas cosas en las que pensar. No pensaba acostarse con Julian la noche que le había invitado a cenar a su casa. Por supuesto, había soñado con ello, pero, definitivamente, no lo había planeado. Iniciar una relación con Julian era un desafío al sentido común, pero, al mismo tiempo, le parecía que no podía hacer otra cosa. Arrastrada por los últimos acontecimientos que habían transformado su vida, había olvidado lo que se sentía al guiarse por lo que le dictaba el corazón.
Terminó de revisar los mensajes y se retiró hacia la cuneta al ver que había recibido una llamada de un teléfono con el código 212, el código de Nueva York.
Sin embargo, no era el teléfono de Sonnet... Se le aceleró el corazón al oír el mensaje.
—Soy el señor Jamieson, del programa de Artistas Emergentes del Museo de Arte Moderno de Nueva York. Quería comunicarle que su obra ha sido seleccionada para aparecer en la exposición de este año...
«Por fin», pensó. Por fin. Después de haberlo intentado durante años, por fin lo había conseguido. Apagó el teléfono y fijó la mirada en el lago Willow. Desde la cuneta, tenía una vista perfecta de Avalon y del lago, pero al final, una inesperada oleada de lágrimas borró aquella imagen.
Era una señal. Tenía que ser una señal. Había sido Julian el que la había empujado a conseguirlo. Él era el único que comprendía realmente lo mucho que aquello significaba para ella. Tomó el teléfono para llamarle, pero cambió de opinión. Era una noticia demasiado importante. Prefería decírselo en persona.
De modo que condujo hacia casa de Connor, cantando la canción que sonaba en la radio, un viejo tema de Cream, I Feel Free. Me siento libre, quería decir.
Todas las calles y los edificios de Avalon le resultaban familiares. Las tiendas, los restaurantes, la agencia de Logan, la biblioteca. Era un lugar en el que nada parecía cambiar. Excepto... mientras esperaba a que cambiara el semáforo, vio a Logan saliendo de la agencia. Tenía muy buen aspecto. Estaba mucho mejor de lo que le había visto desde hacía años. Había adelgazado considerablemente y caminaba con paso atlético hacia la mujer que le esperaba enfrente de su oficina.
Daisy no pudo evitar quedarse mirándole de hito en hito cuando le vio pasar el brazo por el hombro de aquella mujer. Daphne McDaniel, advirtió Daisy con sorpresa. ¡Logan estaba saliendo con Daphne McDaniel! Aquello sí que era una novedad. Y sorprendente.
Daphne no tenía nada en común con Logan. Era una mujer que se teñía el pelo de todos los colores posibles, llevaba pantalones rotos y calzaba Martens. Formaban una extraña pareja y, sin embargo, se les veía curiosamente unidos mientras caminaban por la acera agarrados de la mano.
Daisy intentó averiguar cómo se sentía al verlos juntos. Logan estaba retomando su vida. Estaba saliendo con otra mujer. Le parecía... lógico, de alguna manera.
El coche que iba tras ella comenzó a hacer sonar el claxon para indicarle que el semáforo había cambiado.
Daisy avanzó y por el espejo retrovisor vio que Logan abrazaba a Daphne y los dos se echaban a reír. Daisy no recordaba haber paseado nunca de esa forma con Logan, completamente absortos el uno en el otro.
Giró en la orilla del lago y pensó de nuevo en Julian.
Estaba deseando darle la noticia.
Julian salió de la casa cuando Daisy estaba saliendo del coche. Dios santo, era un hombre maravilloso, pensó Daisy, recordando el placer que había compartido con él.
—Tengo noticias —anunció mientras corría hacia el porche y le abrazaba. El recuerdo del placer se hizo más intenso—. Van a exponer mis fotografías en el MOMA.
Julian la levantó en brazos y giró con ella, haciéndole reír. La dejó después en el suelo y le dio un beso.
—Por supuesto. Tu trabajo es genial, ya era hora de que se dieran cuenta. Estoy muy orgulloso de ti, Daisy.
—Eres la primera persona a la que se lo digo, Julian. Estaba a punto de tirar la toalla y, si no hubiera sido por ti, probablemente habría terminado haciéndolo.
—¿De verdad? —volvió a abrazarla.
—Sí —susurró contra su boca, antes de besarle. Y bastó aquel beso para deshacer cualquier posible tensión causada por la intimidad que habían compartido—. Y creo que se me ocurren otras formas de agradecértelo.
Y, sin más, se alzó y le rodeó la cintura con las piernas. Julian la abrazó como si no pesara nada. Daisy alargó el cuello para mirar hacia la puerta de la casa.
—¿Estamos solos?
—Sí, señora.
—En ese caso, a lo mejor... —se interrumpió bruscamente y se apartó de él—. Julian, ¿qué es todo esto?
Pero lo supo sin necesidad de que Julian contestara.
En el interior de la casa, junto a la puerta, estaba el petate de Julian. En la mesa del vestíbulo había varios sobres con el logotipo de la Fuerza Aérea. Toda la alegría de Daisy desapareció para ser sustituida por la fría realidad.
—Tengo que reincorporarme.
Daisy sentía una bola de hielo en el estómago.
—Ya veo. ¿A dónde te envían? —preguntó, haciendo un gran esfuerzo para que no se le quebrara la voz.
—A la base de Vance. Está en Enid, Oklahoma.
Daisy se sentó en el columpio del porche. Oklahoma.
Julian se sentó a su lado y dejó escapar un enorme suspiro.
—Voy a echarte mucho de menos, maldita sea.
—Entonces...
No, no podía pedirle algo así. Era su sueño, su deber, su vida. Tenía que marcharse. Sin embargo, no podía dejar de pensar que sus vidas eran incompatibles.
—No vamos a conseguirlo, ¿verdad? —susurró, luchando contra las lágrimas.
Julian le enmarcó el rostro entre las manos y le acarició los labios con el pulgar.
—Eso depende de nosotros.
Daisy se apartó, incapaz de soportar su caricia, y se cruzó de brazos.
—Cuando me pediste que me casara contigo, no conocía al monstruo que se agazapaba en la esquina. Ahora lo conozco. Me dijiste que volverías y no volviste. Jamás olvidaré ese día, Julian, jamás. Todavía no soy capaz de entrar en la tienda en la que me dieron la noticia sin acordarme de lo ocurrido. Perdona que me resista a que vuelvan a destrozarme el corazón.
—A los dos nos destrozó lo que ocurrió. He pasado todo el año anterior intentando asimilarlo —le recordó—. Y hemos conseguido superarlo. Hemos sobrevivido a lo peor, nos perdimos el uno al otro y ahora hemos vuelto a encontrarnos. Podemos hacerlo, Daisy, lo sé. Por favor. Lo único que te pido es que me quieras lo suficiente como para decirme que lo intentarás.
Quererle lo suficiente. ¿Sería capaz?
—¿Por qué tiene que ser tan duro? ¿Por qué no pueden ser las cosas más fáciles?
—Porque es así como somos. Mírate. Están a punto de exponer tus fotografías en el Museo de Arte Moderno. Eso no ocurre porque sí, Daisy, sino porque te has atrevido a ir a por ello. Y yo... tengo que hacer esto. Lo único que te estoy pidiendo es que lo respetes. Éste es mi sueño, pero no podrá hacerse realidad a no ser que lo emprendamos juntos.
—¿Por qué tengo la sensación de que eso es una especie de ultimátum?
—No lo es. Lo único que estoy diciendo es que te quiero. Lo que te estoy pidiendo es que tengas fe en mí, una vez más.
Daisy le tomó las manos.
—Quiero que estemos juntos —eran las palabras más sinceras que podía pronunciar en un momento como aquel.
—Y yo también. Pero, escucha, si algo he averiguado durante todo este tiempo, es que tienes derecho a saber a qué estás comprometiéndote al estar conmigo. Y no lo digo únicamente por mi trabajo, sino porque soy como soy. Pensaba que te lo había demostrado, que realmente te había permitido conocerme. Pero me temo que no es mi fuerte.
—Sé perfectamente quién eres, siempre lo he sabido.
Julian tomó su mano y se la llevó a los labios.
—¿Por qué siempre tenemos que estropearlo todo? ¿Por qué no podemos estar juntos? —preguntó, Daisy, apartando la mano.
—Estamos en momentos diferentes. Lo que tú pasaste cuando pensaste que me habían matado... es uno de los riesgos de mi trabajo, y supongo que no tengo derecho a pedirte que pases otra vez por ello.
Daisy le miró a los ojos. La brisa del lago, impregnada de la esencia del otoño, acariciaba su pelo.
—Julian, pídemelo.
—¿Qué?
—Ya me has oído. Pídemelo.
A los ojos de Julian asomó una sonrisa. Abrazó a Daisy, la estrechó contra él, le dio un beso en la frente y tomó aire.
—Te lo estoy pidiendo, Daisy. Cásate conmigo.
Epílogo
El novio estaba tan guapo que a Daisy estuvo a punto de derretírsele el corazón al verle. «Por favor», pensó, «que ésta vez salga todo bien».
Julian le sonrió nervioso. Parecía un príncipe de cuento con el uniforme de gala, perfectamente peinado y exudando la adoración que sentía por ella por cada poro de su piel. La miró a los ojos y con la voz rota por la emoción y susurró:
—Te quiero.
En ese momento, Daisy se sintió completamente segura. Aquella vez iban a conseguirlo. La boda se estaba celebrando en el campamento Kioga, donde Charles y Jane Bellamy se habían casado hacía más de cincuenta años. Daisy no habría querido casarse en ningún otro lugar. Hacía un día claro y soleado, con una agradable brisa que acariciaba la superficie del lago y hacía girar en remolino las hojas caídas de los árboles.
En aquella ocasión, no era un impulso lo que le había llevado a casarse en una ciudad que no le gustaba, con un vestido que no era para ella y con un hombre que no era el de su vida. En aquella ocasión, era la novia que siempre había soñado ser, con un vestido largo que había adornado con el velo que el propio Julian le había regalado. Ya no era una novia ingenua y esperanzada y Julian había dejado de ser un militar idealista.
La vida les había obligado a luchar más allá de lo imaginable, pero había algo que no había cambiado: el amor profundo e inquebrantable que Daisy sentía por él desde que habían pasado su primer verano juntos en el lago. En ese momento, una vez terminada la emotiva ceremonia, sentía el eco de las palabras que Julian había susurrado y tenía el corazón tan lleno de amor que pensó que iba a estallarle.
El momento en el que los novios se besaron, suscitó suspiros en el sector femenino: Sonnet, Olivia, Dare e Ivy. Cuando Daisy y Julian se volvieron con expresión triunfal hacia su familia y sus amigos, estos los cubrieron con una lluvia de pétalos de rosas.
En medio de aquella felicidad, Daisy vio a su madre llevándose una mano al corazón y a su padre lanzándole un beso. Charlie sonrió radiante para inmediatamente echarse a reír y saludarles mientras comenzaban a pasar por el pasillo.
La vida le había convertido en un niño con dos padres y dos casas. Tendría grandes desafíos a los que enfrentarse, pero los tres, Daisy, Julian y Logan, estaban decididos a ser los mejores padres que pudiera tener aquel precioso niño. Charlie, Julian y Daisy viajarían a Oklahoma y después, adonde quiera que los llevara la vida. Pero siempre volverían a Avalon, al lago Willow, un lugar que formaba parte de la persona en la que Daisy se había convertido. Pero la vida se la llevaba de allí y había dejado su corazón en las manos firmes y fuertes de su marido.
Agarrados de la mano, cruzaron el arco de espadas sostenidas por los compañeros uniformados de Julian, lanzándose al futuro.
Fin