Capítulo Dos

Campamento Kioga, condado de Ulster

Cinco años antes

Durante el verano previo a su último año de instituto, lo último que a Daisy le apetecía era tener que alojarse en una cabaña mohosa en el lago, con su padre y su hermano. Pero no le quedaba otro remedio. Tenía que hacerlo. Estaba obligada.

Aunque ninguno de sus progenitores se lo había dicho, sabía que su familia estaba a punto de romperse.

Sus padres ya no podían seguir fingiendo que eran una pareja feliz, aunque lo habían intentado durante años.

La solución de su padre había sido abandonar la casa de Upper East Side en la que vivía la familia, trasladarse a una de las cabañas de aquel complejo que la familia Bellamy poseía en el lago Willow y actuar como si no pasara nada.

Pero claro que pasaba, y Daisy estaba más que dispuesta a demostrarlo. Había metido en su mochila una buena dosis de productos para el pelo, un iPod, una cámara réflex y una buena cantidad de tabaco y marihuana. Y aunque estaba decidida a ignorar la fascinante belleza del paisaje, se había descubierto a sí misma intrigada por aquella profunda soledad, por aquella omnipresente quietud y por las arrebatadoras vistas del lugar.

Lo último que esperaba estando allí, en medio de la nada, era conocer a alguien interesante. Pero había conocido a un chico de su edad que también estaba condenado a soportar un campamento de verano, aunque por motivos completamente diferentes.

La primera vez que le había visto entrar al pabellón principal a la hora de comer, había sentido una oleada de calor dentro de ella y había tenido la sensación de que posiblemente el verano terminaría siendo menos aburrido de lo que temía.

Aquel adolescente parecía representar todos los peligros contra los que le prevenían los adultos. Era un chico alto, delgado y musculoso, caminaba de una manera que exudaba confianza, arrogancia incluso. Tenía el rostro oscuro de los mulatos y llevaba tatuajes en el brazo, rastas y pendientes.

Caminó hasta la mesa en la que estaba sentada Daisy, como si aquel calor que irradiaba le atrajera hacia ella.

—Supongo que imaginas que éste es el último lugar que habría elegido para pasar el verano —fue su saludo.

—Y supongo que sabes que tampoco yo habría elegido un lugar como éste —respondió Daisy, intentando aparentar la misma frialdad—. ¿Qué estás haciendo tú aquí?

—Podía elegir entre venir a este vertedero con mi hermano Connor o quedarme en un centro de menores —contestó con una indiferencia pasmosa.

Un centro de menores. Había lanzado aquellas palabras asumiendo que para Daisy eran algo natural.

Pero no lo eran. Los centros de detención de menores eran algo propio de los jóvenes de los guetos.

—¿Eres hermano de Connor?

—Sí.

—No parecéis hermanos.

Connor era un chico blanco y con aspecto de pertenecer a lo más granado de la sociedad, un descendiente de los hombres de las tierras del norte, mientras que Julian tenía un aspecto oscuro, peligroso...

—Somos medio hermanos —respondió con indiferencia—. Hijos de diferente padre. Connor no quiere que esté aquí, pero mi madre le obliga a cuidarme.

Connor Davis era el contratista que estaba a cargo de la remodelación del campamento Kioga, que debería estar listo para las bodas de oro de los abuelos de Daisy. Se suponía que todo el mundo tenía que arrimar el hombro en aquel proyecto, pero lo último que esperaba Daisy era encontrarse con alguien así en el campamento. Antes de haber sabido siquiera su nombre, en lo más profundo de ella y de la forma más misteriosa imaginable, había tenido la certeza de que aquel chico estaba destinado a ser alguien importante para ella.

Se llamaba Julian Gastineaux y, al igual que ella, estaba a punto de iniciar el último año de instituto.

Aparte de eso, no tenían nada en común. Ella era de Upper East Side, el producto de una familia privilegiada, y no por ello feliz, y un colegio elitista. Él vivía en la zona de China en California, muy lejos de mansiones y palacetes.

Al igual que las moscas alrededor de la luz, estuvieron rondándose el uno al otro durante la cena. Más tarde, les asignaron tareas de limpieza. Daisy no protestó, como habitualmente hacía, cuando le encargaron el trabajo. Y entre ellos no tardó en surgir una íntima camaradería. A Daisy le fascinaba la fuerza de sus brazos y la robustez de sus manos. Cuando colgaron los paños de cocina, se rozaron los hombros, y aquel roce la afectó como jamás lo había hecho el contacto con ningún miembro del sexo opuesto. Sintió entonces un misterioso reconocimiento que la confundía y emocionaba al mismo tiempo.

—Hay una zona para encender hogueras en el lago —propuso, mirando a Julian a los ojos, para ver si también él sentía algo, pero fue incapaz de adivinarlo. Apenas se conocían todavía—. Podríamos ir a hacer una hoguera.

—Sí, y darnos la mano y cantar Kumbaya.

—Un par de noches sin televisión y sin Internet y estarás dispuesto a cantar lo que sea.

—De acuerdo.

Su sonrisa pronta y fácil dulcificaba su aspecto.

Daisy se preguntó si sería consciente de ello.

Localizó a su padre cuando éste estaba a punto de salir del comedor.

—¿Puedo ir a encender una hoguera a la orilla del lago con Julian? —le preguntó.

—¿Julian y tú? —preguntó a su vez su padre, mirando al joven con recelo.

—Sí, Julian y yo —intentó mantener su habitual actitud desafiante.

No quería que su padre pensara que comenzaba a gustarle estar allí, encerrada en un campamento, cuando todas sus amigas estaban de fiesta en las playas de Hamptons.

Para su sorpresa, Julian decidió intervenir.

—Le prometo que me comportaré correctamente, señor.

Fue gratificante ver a su padre arquear las cejas en un gesto de sorpresa. Evidentemente, no esperaba oír la palabra «señor» saliendo de los labios de aquel rasta.

—Se lo aseguro —terció entonces Connor Davis.

Se acercó al grupo y fijó la mirada en su hermano, dejando muy claro que estaba a su cargo.

—Sí, podéis ir —respondió su padre. Seguramente le diría a Connor que le propinara una buena patada a su hermano en cuanto se propasara—. Pasaré a veros más adelante.

—Claro, papá —respondió Daisy, obligándose a fingir alegría—. Será genial.

Tanto ella como Julian demostraron tener muy poca maña para encender el fuego, pero no les importó.

Gastaron toda una caja de cerillas y al final sólo consiguieron encender una de las pilas de troncos. Cuando el viento lanzó el humo en su dirección, Daisy buscó refugio en Julian. Éste no hizo ningún esfuerzo para que se acercara, pero tampoco se movió. Y, de hecho, para Daisy fue maravilloso el hecho de poder estar simplemente a su lado. No le gustaba salir con los chicos del colegio y terminar bajo las gradas del campo de fútbol, o en Brownstones, en Columbia, donde tenía que mentir sobre su edad para poder asistir a las fiestas de la universidad.

Una vez estuvieron danzando las llamas en la hoguera, Daisy vio a Julian con la mirada clavada en la oscura superficie del lago.

—Estuve aquí cuando tenía ocho años.

—¿En serio? ¿Viniste a un campamento de verano?

Julian se echó a reír.

—En realidad, no me quedó otro remedio. Connor era uno de los monitores del campamento, y tuvo que cuidarme durante todo el verano.

Daisy esperaba una posterior explicación, pero Julian permaneció en silencio.

—¿Por qué? —preguntó Daisy.

La sonrisa de Julian desapareció.

—Porque no había nadie más que pudiera hacerlo.

La soledad que reflejaron sus palabras, el pensar en un niño que sólo contaba con el apoyo de su medio hermano, la conmovió en lo más profundo. Decidió no presionar pidiendo detalles, pero la verdad era que quería saber mucho más sobre aquel tipo.

—¿Y ahora cuál es tu historia?

—Mi madre es una actriz desempleada. Se dedicaba a cantar, bailar, hacer actuaciones...

¿De verdad pensaba que iba a eludir tan fácilmente su pregunta?

—Ésa es la historia de tu madre. Te estaba preguntando por la tuya.

—En mayo tuve problemas con la ley.

Aquello sí que se estaba poniendo interesante, pensó Daisy. Era fascinante. Peligroso. Se inclinó hacia delante y continuó presionando.

—¿Y qué ocurrió? ¿Robaste un coche? ¿Traficaste con droga?

No había terminado de formular las preguntas cuando ya estaba deseando que se la tragara la tierra.

Era una idiota. Julian iba a pensar que tenía prejuicios racistas.

—Violé a una chica —respondió él—. A tres, quizá.

—Muy bien, me lo merezco. Ya sé que estás mintiendo —se abrazó a sus rodillas.

Julian permaneció en silencio, como si estuviera intentando decidir si debería enfadarse o no.

—Veamos. Me descubrieron bañándome en una piscina pública por la noche, y montando en monopatín en la rampa de un aparcamiento... cosas de ese tipo. Hace un par de semanas, me pillaron haciendo puenting en una autopista con una cuerda casera. El juez ordenó un cambio de escenario para este verano. Dijo que tenía que hacer algo productivo. Pero te puedo asegurar que remodelar un campamento de verano en las montañas de Catskills era lo último que me apetecía.

La imagen que Daisy se había formado de él cambió de forma radical.

—¿Y por qué se te ocurre lanzarte de un puente?

—¿Por qué no se te ocurre hacerlo a ti?

—Oh, déjame ver. Para empezar, podrías romperte todos los huesos. Quedarte paralítico. Sufrir una muerte cerebral. O morirte directamente.

—Hay gente que muere cada día.

—Sí, pero tirarse de un puente suele acelerar el proceso —se estremeció.

—Es increíble. Yo volvería hacerlo. Siempre me ha gustado volar.

Acababa de darle la oportunidad perfecta. Daisy buscó en el bolsillo, sacó el estuche de las gafas y lo abrió para mostrarle un porro.

—Entonces, te gustará esto —tomó una rama encendida para encenderlo e inhaló con fuerza—. Ésta es mi manera de volar.

Le tendió el porro a Julian, esperando haberle impresionado.

—Yo paso —contestó él.

¿Que pasaba? ¿Cómo era posible que alguien pasara de un porro de marihuana?

Julian debió de leerle el pensamiento, porque sonrió.

—Tengo que cuidarme. El juez de California le dio a elegir a mi madre: o pasaba el verano fuera de la ciudad o pasaba una temporada en un centro de detención de menores. Al venir aquí, he conseguido que no incluyan el episodio del puenting en mi historial.

—Me parece bien —admitió Daisy, pero continuó ofreciéndole el porro—. De todas formas, aquí no te pillarán.

—No quiero.

Era ridículo. ¿Quién se creía que era? ¿Una especie de boy scout? Su reticencia la molestaba. Le hacía sentirse juzgada.

—Vamos, es una hierba buenísima. Estamos en medio de la nada.

—No es eso lo que me preocupa. Sencillamente, no me gusta drogarme.

—Como quieras —sintiéndose un poco ridícula, tiró la rama al fuego y la observó arder—. Pero una chica tiene que buscar la diversión donde puede.

—Entonces, ¿te estás divirtiendo?

Daisy le miró a través del humo con los ojos entrecerrados, pensando que ella jamás se había hecho esa pregunta.

—Hasta ahora, este verano está siendo... raro. Ahora que pienso en ello, se suponía que tendría que ser un verano mucho más divertido. Es mi último verano como estudiante de instituto. El año que viene, tendremos que prepararnos para ir a la universidad.

—La universidad —Julian se inclinó hacia atrás, apoyando los codos en el suelo—, ésa sí que es buena.

—¿Es que no piensas ir a la universidad?

Julian se echó a reír.

—¿Qué pasa?

Daisy dejaba que el porro se consumiera entre sus dedos, sin preocuparse de no estar disfrutando de él.

—Nunca me lo habían preguntado.

Le costaba creerlo.

—¿No han estado presionándote con eso desde que llegaste a noveno grado?

Julian volvió a responder con una carcajada.

—En mi colegio, piensan que están haciendo un buen trabajo cuando consiguen que los alumnos no dejen los estudios, no sean padres antes de tiempo o no terminen encerrados.

—¿Encerrados dónde? —preguntó Daisy, intentando imaginar lo que escondía aquella palabra.

—En un centro de detención de menores o en la cárcel.

—Deberías cambiar de colegio.

Julian volvió a reír a carcajadas.

—No tengo mucho donde elegir. Voy al colegio público que está más cerca de mi casa.

Daisy le miró con expresión escéptica.

—Y no te preparan para ir a la universidad.

—La mayor parte de la gente termina con una porquería de trabajo, lavando coches o cosas parecidas, y jugando a la lotería esperando que cambie su suerte.

—Pero tú no eres como la mayor parte de la gente —se interrumpió al advertir su expresión divertida—. ¿Qué pasa? ¿Por qué me miras así?

—¡Yo no soy nadie especial!

Daisy no le creyó ni por un instante.

—Mira, no estoy diciendo que la universidad sea el paraíso, pero es mucho mejor que lavar coches.

—La universidad cuesta mucho dinero. Y yo no tengo.

—Para eso están las becas.

Recordó la conferencia a la que había asistido varias semanas antes. Si por ella hubiera sido, se la habría saltado, pero tenía que hacer fotografías para la revista del instituto. Habían llegado unos militares para dar una charla sobre cómo conseguir becas de estudios.

Daisy había estado distraída durante gran parte de la conferencia, pero había conseguido suficiente información sobre el tema.

—En ese caso, puedes ingresar en el Centro de Entrenamiento de Oficiales de la Reserva. Los militares te pagarán la carrera. Dicen que puedes ganar dinero mientras aprendes.

—Sí, pero tiene un coste. Todo tiene un coste. Te enviarán a la guerra.

—Y probablemente te dejen hacer algo más que tirarte desde un puente.

—¿Te dedicas a reclutar gente para esos tipos?

—Sólo te estoy contando lo que sé.

En realidad, no le importaba que Julian fuera o no a la universidad. De hecho, tampoco ella tenía un especial interés en asistir. La marihuana le hacía hablar.

Metió el porro, que ya había apagado, en una bolsita de plástico, con intención de acabarlo en otro momento o de reservarlo para alguien que quisiera compartirlo con ella. El problema era que sólo le apetecía estar con Julian. Aquel chico tenía algo muy especial.

—Debe de ser difícil estar en un colegio en el que nadie te ayude a llegar a la universidad. Pero que nadie te ayude no significa que no puedas ayudarte tú mismo.

—Claro —Julian tiró una rama seca al fuego—. Gracias por la publicidad.

—Eres un resentido.

—Y tú tienes la cabeza en las nubes.

Daisy soltó una carcajada, echó la cabeza hacia atrás e imaginó que su risa se elevaba hacia las estrellas. Se sentía muy bien al lado de Julian, y no era por el porro. Le gustaba. Le gustaba mucho. Era diferente, especial y misterioso. No la había tocado, aunque Daisy deseaba que lo hiciera. Tampoco la había besado, aunque Daisy también lo estaba deseando. Se limitó a reclinarse y a ofrecerle una sutil sonrisa.

Pero tenía unos ojos maravillosos, pensó Daisy, sintiendo un calor muy especial en su interior. Le miró fijamente y pensó que acababa de encontrar a su alma gemela.

«Hola», pensó en silencio, «me alegro de haberte conocido».

El presente

Daisy pensaba en su historia con Julian mucho más de lo que debería, sobre todo en momentos como aquél, en medio de la noche, cuando estaba sola y su cuerpo anhelaba el contacto de otro ser humano. Si su vida hubiera sido el guión de una película, después de aquel encuentro tan especial, todo habría sido mucho más fácil. Habría aumentado el volumen de la música, habrían cantado los pájaros y ambos habrían disfrutado de un final feliz. Pero aquellos adolescentes llevaban mochilas muy cargadas a sus espaldas. Aquel campamento habría sido el escenario perfecto para un amor de verano. El destino unía a dos adolescentes, se atraían a pesar de proceder de mundos diferentes, y al final del verano, unas familias incapaces de comprender su amor los separaban. Perfecto.

Pero las cosas no habían transcurrido de esa forma.

Daisy y Julian habían hecho lo imposible. Habían resistido la llamada salvaje de sus revolucionadas hormonas, habían pasado el verano en un agónico deseo y, por alguna suerte de milagro, no habían sucumbido a él. Bueno, en realidad no se había tratado de un milagro, sino de la enorme fuerza de voluntad de Julian. Le había prometido a su hermano que no causaría problemas y Daisy había podido comprobar que era un hombre de palabra. Al final del verano, cada uno de ellos había emprendido su camino, resignándose a lo que las circunstancias dictaban.

Daisy debería haberse dado cuenta de que jamás habían tenido oportunidad de ser nada más que un recuerdo de verano para el otro. Aquel otoño, una vez de vuelta en Manhattan, Daisy había tenido un principio de curso vertiginoso. Había cometido un error que había terminado convertido en un precioso regalo, Charlie, un niño que había nacido el verano después de su graduación. Pero el hecho de que tuviera un hijo no significaba que hubiera olvidado a Julian. Nunca le había olvidado. Había continuado esperando con la ilusión de que algún día llegarían a estar juntos. Pero había tenido un hijo, y Julian tenía un sueño que seguir.

Intentó leer entre líneas la invitación, una tarea inútil, puesto que era una invitación impresa e idéntica a muchas otras que se habían enviado. Las palabras escritas en el reverso se podían interpretar de muchas maneras. ¿De verdad necesitaba verla o sólo era una forma de parecer educado? No lo sabía, porque con Julian jamás sabía a qué atenerse. A pesar de su mutua e innegable atracción, hacía tiempo que se había resignado al hecho de que Julian y ella habían emprendido caminos separados.

Él, una vez graduado en Cornell, se había concentrado en sus estudios y en el programa del Centro de Entrenamiento. Ella vivía en Avalon, un lugar que le había parecido tan deprimente como Siberia cuando había ido a pasar el verano al campamento Kioga. Sin embargo, había terminado convirtiéndose en su hogar, porque era allí donde estaba su familia y le parecía un lugar ideal para criar a Charlie.

Parecía imposible que Julian y ella pudieran estar juntos sin que alguno de ellos tuviera que sacrificarlo todo. Algunas cosas, se decía Daisy a menudo, sencillamente, no podían ser. Aun así, no podía evitar seguir soñando y, cuando se adentraba la noche y no conseguía conciliar el sueño, muchas veces se descubría preguntándose si llegaría alguna vez ese momento, si alguna vez experimentaría el amor que capturaba con la cámara boda tras boda.

Una vocecilla interna le recordó que, no hacía mucho tiempo, había tenido la oportunidad de ser la protagonista de una boda. Había habido una propuesta de matrimonio, un anillo... Pero ella estaba demasiado confundida y asustada como para considerarla siquiera.

En cambio, había optado por pasar un año estudiando en el extranjero, con Charlie.

Oh, Daisy, se reprochó a sí misma, ¿cómo era posible que le resultara tan difícil averiguar qué era lo que quería su propio corazón?

Nerviosa y desgarrada por dentro, dejó la invitación sobre la mesa y se apartó con el corazón encogido por la emoción. Julian había tenido ese efecto en ella desde la primera vez que le había visto cuando eran adolescentes.

A pesar de los rumbos tan diferentes que habían tomado sus vidas, la conexión entre ellos persistía. Durante los años que había pasado en la universidad, ella en New Paltz y él en Cornell, habían continuado viéndose, aunque en contadas ocasiones. Cada vez que las vacaciones académicas lo permitían y no interferían con el programa de entrenamiento militar y las obligaciones de Julian, pasaban algún tiempo juntos.

Y en todas y en cada una de aquellas ocasiones, el anhelo que había prendido tantos veranos atrás, volvía a inflamarse. Parecía crecer a pesar de todo lo que había ocurrido. Continuaban buscándose el uno al otro, pero nunca tenían suficiente. Daisy no lo comprendía, intentaba racionalizarlo, porque estar junto a Julian parecía del todo imposible. Sus vidas continuaban separándoles. Él tenía Cornell y el programa de entrenamiento militar. Ella tenía a Charlie, el trabajo y...al padre de Charlie. Era lógico que las cosas no hubieran funcionado nunca entre ellos.

A veces, cuando Daisy fantaseaba con la posibilidad de estar con Julian, intentaba imaginarse a Charlie y a Julian juntos, como padre e hijo.

Pero lo dolorosamente cierto era que Julian parecía negarse a asumir ese papel. Era encantador con Charlie, pero era obvio que guardaba las distancias. Recordaba que en una ocasión, el niño se había confundido y le había llamado «papi». Julian había esbozado una mueca y le había contestado: «yo no soy tu papi, niño».

Lo último que imaginaba Julian era que aquella respuesta le valdría un apodo, porque desde aquel día, Charlie había bautizado a su padre como «papi-niño».

Contra todo pronóstico, Logan estaba demostrando ser un gran padre. Al igual que Daisy, se había graduado en la Universidad del Estado de Nueva York, la SUNY, y se había mudado a Avalon. Le había comprado una agencia de seguros a un hombre que estaba a punto de retirarse. El negocio iba viento en popa. A pesar de la crisis, la gente continuaba necesitando cubrirse las espaldas en el caso de que algo le ocurriera.

Daisy no sabía si a Charlie le gustaba o no su trabajo, pero de momento, su poco convencional acuerdo estaba funcionando.

A veces, Daisy se descubría preguntándose si su vida iba a ser siempre igual.

Suspiró, tomó la invitación una vez más y le dio la vuelta. La ceremonia parecía algo importante. Y lo era.

Todo lo que había hecho Julian desde que había abandonado el instituto lo era. Sin dinero, con la única ayuda de su cerebro y su ambición, había hecho exactamente lo que Daisy le había sugerido que hiciera durante aquel verano. Se había inscrito en el ROTC para poder financiarse la universidad. Aquélla había sido la única vez que Daisy le había ofrecido un consejo a alguien, y había funcionado. A cambio de los estudios en una de las universidades de la Ivy League, él debía entregar cuatro años de su vida a la fuerza aérea, y algo más si quería llegar a tener el título de piloto.

Eso significaba que podían enviarle a cualquier parte del mundo.

A cualquiera, excepto a Avalon, pensó, consciente de que aquel lugar que había convertido en su hogar, un lugar tan diminuto y pintoresco, no tenía el menor valor estratégico para los militares.

Comprobó de nuevo la fecha en la que tendría lugar la ceremonia.

Sí, tenía el día libre. En Wendela’s Wedding Wonders trabajaban varios fotógrafos y técnicos y Daisy no tenía ningún compromiso para ese fin de semana. Podía pedirle a Logan que se quedara con Charlie para poder ir a Ithaca, cámara en mano, y documentar con imágenes aquella feliz ocasión.

Quería ir. Necesitaba ir. Necesitaba pasar algún tiempo a solas con Julian. Después de años de anhelar su compañía, de reencuentros y separaciones obligadas por las circunstancias, por fin tendría una oportunidad de estar a solas con él.

Haría lo que debería haber hecho mucho tiempo atrás de una vez por todas.

Ya era hora de ser realista con Julian y consigo misma. Tendría que ser completamente honesta. Aquella vez, le diría exactamente lo que sentía. Y a juzgar por la nota que había escrito Julian, era posible que él estuviera pensando lo mismo.