Capítulo Diez
DAISY se miró en el espejo del salón de bodas.
—Es éste —dijo, mirando a su madre y a Sonnet.
Ambas la habían acompañado para probarse el vestido por última vez.
—Éste es el vestido con el que me voy a casar.
A Sonnet le brillaban los ojos mientras admiraba el vestido.
—Estás guapísima.
Daisy se volvió de nuevo hacia su reflejo. El vestido que había elegido era de tul de color marfil y encaje, la clase de vestido con el que, en secreto, siempre había soñado casarse.
—Es precioso —alabó su madre—. Cariño, eres la novia más guapa que he visto en mi vida.
—Hablas como una auténtica madre.
Por un momento, Daisy imaginó a su propia madre preparándose para casarse, muchos años antes, con Greg Bellamy, su padre. Sophie era entonces más joven de lo que era ella en aquel momento. Se había casado con un vestido de un diseñador que todavía conservaba. Unos meses antes, se lo había ofrecido a su hija. El vestido era maravilloso, y le quedaba bien, pero no le había parecido oportuno. No quería llevar el vestido de una boda que había terminado en ruptura.
Su madre lo había comprendido perfectamente y la había animado a buscar el vestido perfecto.
Yolanda Martínez, la propietaria de la tienda, había hecho algunos arreglos en el vestido. El corpiño, cubierto de cuentas de cristal y con escote en forma de corazón, se pegaba perfectamente a su torso.
Daisy se volvió hacia ella.
—Me queda perfecto. No sé cómo lo has hecho.
Yolanda retrocedió.
—Has elegido perfectamente. Y no se te ocurra hacer esa tontería que hacen muchas novias que se ponen a dieta en el último momento y se quedan esqueléticas. Me alegro de que te hayan gustado los cambios.
Muchas de las novias a las que Daisy había fotografiado se habían comprado allí el vestido. Yolanda tenía un ojo especial para la moda. Era una mujer latina, pequeña y muy trabajadora, que había abierto una tienda de novias en Avalon hacía dos años. Se había mudado a Texas para que su hijo pudiera estar cerca de su padre, Bo Crutcher, que jugaba con los Yankees. Madre soltera, como Daisy, Yolanda estaba decidida a hacer cuanto fuera mejor para su hijo. Sin embargo, Daisy reconocía su profunda soledad, porque también ella la sentía a veces. Aquel quedarse trabajando hasta muy tarde, la alegre determinación con la que emprendía cualquier tarea le resultaban muy familiares. Y agradecía infinitamente que su vida estuviera a punto de cambiar.
—¿Vas a invitar a algún médico a la boda? —preguntó Sonnet, recorriéndola de los pies a la cabeza con la mirada.
—Mi padrastro es veterinario, ¿por qué lo preguntas?
—Porque a Julian le va a dar un infarto cuando te vea así, así que supongo que necesitará que alguien le reanime.
—¿De verdad? ¿Crees que le va a gustar?
—Está tan enamorado de ti que podrías presentarte en la boda con un saco de yute. Pero ese vestido... Se va a caer redondo. Le va a dar un infarto cuando te vea, estoy segura —repitió Sonnet.
Daisy sonrió, cerró los ojos e imaginó a Julian esperándola en el altar. Con aquella imponente pose militar y aquella mirada... No había nada más atractivo que un militar con uniforme de gala en el día de su boda. A veces, cuando pensaba en lo cerca que estaba boda, hasta ella pensaba que iba a desmayarse.
—A lo mejor él no el es el único que muere de felicidad.
—No va a morir nadie —replicó Yolanda—. Y hablando de Julian, tengo algo para ti —coronó a Daisy con un velo sujeto por dos peinetas de platas. El delicado encaje descendió suavemente por sus hombros—. Tu novio dejó esto pagado antes de marcharse. Quería darte una sorpresa.
Daisy se derritió por dentro.
—No me puedo creer que haya hecho una cosa así.
—Se está convirtiendo en uno de mis novios favoritos. Y deberías estar orgullosa de él por lo bien que habla español.
—Qué gesto tan romántico —dijo la madre de Daisy.
Daisy vio en el espejo la mueca que esbozaba su madre.
—Mamá, otra vez no.
—Lo siento —se disculpó Sophie, secándose los ojos—. Ha sido un momento de emoción —se colocó detrás de Daisy para bajarle el velo—. Estás tan guapa que no he podido evitarlo.
—Mamá, no empieces a llorar otra vez o no terminaremos nunca de probarme el vestido.
—Habla por ti misma —respondió Sonnet con la voz rota por la emoción.
A pesar de sí misma, Daisy también sintió un nudo de emoción en la garganta. Tenía mucha suerte de contar en su vida con personas que no desearan nada más que verla feliz.
—¿Sabes? Jamás pensé que llegaría a ser una novia. Y, sin embargo, ahora estoy aquí y me cuesta creer que todo esto me esté sucediendo. Soy tan feliz que a veces hasta me da miedo.
—Me temo que ya es demasiado tarde para cambiar de opinión —le advirtió Sophie—. El vestido ya está arreglado. Y, por cierto, también pagado.
—¿De verdad? Mamá...
—Quería regalártelo, ¿de acuerdo?
—Completamente de acuerdo. Gracias.
El corazón le latía a toda velocidad. A medida que iba acercándose el día de la boda, las cosas parecían mucho más reales. Ya estaba todo perfectamente planificado. Tanto la ceremonia como la recepción se celebrarían en el campamento Kioga, el lugar en el que había empezado su amor. En realidad, era todo terriblemente tradicional, pero, por algún extraño motivo, Daisy se había descubierto a sí misma aferrándose a las convenciones. Quería honrar la ocasión de la mejor forma posible: una ceremonia en el lago, un encuentro solemne de familiares y amigos, la tarta de Sky River, los brindis... Lo quería todo. Tenía la sensación de que de aquella manera le daba más importancia a lo que iba a ocurrir.
—Ahora mismo vuelvo. Voy a buscar el adorno perfecto para ese vestido —dijo Yolanda, y se dirigió a la trastienda.
Daisy se puso de puntillas para imaginar el aspecto que tendría con los tacones. Se levantó el pelo para simular un recogido. Miró a Sonnet y a su madre, rebosante de felicidad.«No puedo esperar ni un segundo más, Julian», dijo en silencio. «Estoy deseando ser tu esposa».
A través del escaparte, podía ver a los ocasionales peatones que se detenían para observar en el interior de la tienda. La gente, incluso los desconocidos, parecían encantados de poder ver una novia. Era algo que Daisy había observado en el ejercicio de su profesión. Era algo especial, como ver una estrella fugaz o un trébol de cuatro hojas, algo que hacía que la gente se sintiera afortunada, privilegiada.
Vio un rostro familiar y saludó con la mano.
—¡Es Olivia! —le hizo un gesto a su prima para que entrara—. Y Connor.
Los dos entraron y corrieron hacia Daisy.
—Aquí tenéis a la futura novia —fue el saludo de Daisy—. Supongo que guardaréis el secreto. Porque esta información tiene que ser absolutamente confidencial.
—Daisy, escucha —la voz de Olivia sonaba con una intensidad que Daisy reconoció al instante—. Sabíamos que te encontraríamos aquí. He hablado con Logan.
—¿Le ha ocurrido algo a Charlie? —preguntó Daisy.
—No —contestó rápidamente Olivia—, no tiene nada que ver con Charlie.
Estaba muy seria y tenía los ojos húmedos y enrojecidos por las lágrimas. Aquello tenía que ser algo muy serio.
—Logan nos ha dicho que estabas aquí —repitió Olivia, aferrándose con tanta fuerza a su bolso que tenía los nudillos blancos.
Hasta ese momento, la actitud de Logan había sido intachable. Se había quedado con Charlie cada vez que Daisy había tenido que ocuparse de los preparativos de la boda. Al ver la expresión de su prima, Daisy comentó:
—Siento no haberte llamado para la prueba final.
Pensé que estarías muy ocupada.
—Daisy —Connor se aclaró la garganta.
También él parecía muy emocionado. Daisy estaba conmovida. Estaba deseando convertirse en su cuñada.
—¿Os gusta? —preguntó, girando sobre sí—. ¿Creéis que a Julian le gustará?
—Daisy.
La voz de su madre, tensa y grave, le hizo detenerse. Entonces, Sophie se subió a la tarima en la que estaba el espejo y la abrazó. La sensación física de aquel abrazo envolvió todo su ser.
No. La mente de Daisy se encerró en aquel pensamiento. No tenía la menor idea de a qué estaba diciendo que no, pero la negativa estalló en ella con la fuerza y la irracionalidad de una tormenta. ¡No!
—¿Qué ocurre? —le preguntó Sophie a Connor, sin dejar de abrazar a su hija.
A Connor volvieron a llenársele los ojos de lágrimas.
—Deberías sentarte, Daisy.
Y fue entonces cuando Daisy lo supo. Hubo un momento de distanciamiento extraño en el que se vio a sí misma como si aquello le estuviera ocurriendo a otra persona. Se apartó de los brazos de su madre y permaneció sobre la tarima, mirándose en el espejo.
Vio a su madre con una expresión en la mirada que hasta entonces jamás le había visto. Y a Sonnet sentándose en el suelo, encogiendo las rodillas contra su pecho y sacudiendo la cabeza con vigor.
Se vio a sí misma, resplandeciente con aquel vestido maravilloso y multiplicada en los paneles del espejo. La novia que segundos antes le parecía tan alborozada y hermosa, se había convertido de pronto en una extraña con el rostro pálido y los ojos presos de un horror al que no podía escapar. ¿Qué Daisy era la real?
Todas repetían el mismo gesto: la mano en el corazón, la boca abierta con un grito de angustia tan profundo que ni siquiera emitía sonido alguno.