Capítulo Veintidós
—VAYA, mírate —Sonnet entró en casa de Daisy y encontró a su amiga aplicada a un duro trabajo: pintar los rodapiés del comedor.
—Preferiría no verme —respondió Daisy, mientras alzaba la mano para quitarse un rizo de los ojos.
—Pareces tan... doméstica —se burló Sonnet—. La feliz reina del bricolaje casero.
—Sí, ésa soy yo.
Aquel nombre aparecía en un antiguo libro de texto sobre economía doméstica que les habían hecho leer en el colegio. Al parecer, los autores consideraban que una mujer ociosa era un instrumento del diablo y abogaban porque el ama de casa se mantuviera siempre ocupada.
—¿Qué demonios estás haciendo? Vengo para quedarme con tu hijo y puedas celebrar tu boda a solas con tu marido y te encuentro pintando los rodapiés.
—Barnizándolos —la corrigió Daisy—. Estoy barnizando toda la madera de la casa.
—Bueno, espero que tengas mejores planes para este fin de semana, después de haber convertido tu boda en un fiasco.
—Todavía estás enfadada por lo de la boda, ¿verdad?
—¿Yo enfadada? ¿Crees que debería enfadarme porque mi hermanastra y mejor amiga se case a escondidas?
—No fue así, fue algo... espontáneo.
—Eras mi única esperanza de llegar a ser una dama de honor, y ahora la has echado a perder por el loco impulso de casarte en Las Vegas.
—Me vas a hacer llorar.
Daisy rascó con la paleta una mancha de barniz.
Sabía que Sonnet le había perdonado hacía mucho tiempo.
—En serio, ¿cómo va todo? —preguntó Sonnet—. Y no me refiero al bricolaje.
Daisy agachó la cabeza y frotó con más fuerza.
—Genial —contestó, ignorando el secreto vacío que sentía en las entrañas—. Le hemos dado una familia a Charlie, que es lo que siempre he querido. Yo...
En ese momento sonó el teléfono.
—¿Puedes contestar tú? —le pidió Daisy a Sonnet—. Tengo las manos sucias.
Sonnet descolgó el teléfono.
—Hola, Logan, soy tu cuñada. Ya sabes, la mejor cuñada que tienes —permaneció unos segundos en silencio—. De acuerdo, se lo diré.
Colgó el teléfono.
—Va a llegar tarde esta noche. Ha dicho que no le esperéis para cenar.
Daisy asintió en silencio. No era raro que Logan no cenara en casa. Su negocio iba viento en popa, pero eso significaba que tenía que trabajar durante muchas horas. Se obsesionaba con hacer las cosas bien y tenía un horario de trabajo tan largo que obligaba a Daisy a pasar muchas veladas sola. Aun así, ella estaba decidida a no quejarse.
—Entonces, cenaremos nosotros tres solos.
—Llama a Zach —sugirió Daisy, mientras terminaba con el último rodapié—. Le encanta venir a cenar y siempre trae algo de la panadería de postre.
—Estás intentando hacer de casamentera.
—Sabes que te gusta. Siempre te ha gustado.
—¿Zach? Me saca de quicio.
—Ésa es una buena señal.
—¿Que me haga perder la cabeza?
—Exacto.
Daisy recordó entonces que cuando estaba enamorada de Julian, era incapaz de pensar con cordura. Incluso después del tiempo pasado, todavía podía recuperar aquel sentimiento: un aleteo en el corazón, una pasión que la consumía y se asimilaba a la locura.
Controló inmediatamente aquel pensamiento. Estaba casada con Logan. Con Logan. Era un buen marido y gracias a él se habían convertido en una verdadera familia.
—Llama a Zach —insistió.
—De acuerdo, como tú quieras —marcó su teléfono—. Ha saltado el buzón de voz —le comunicó a Daisy—. Hola, soy yo. Daisy quiere invitarte a cenar. Dice que traigas un postre. Y no me importaría que fuera tarta de melocotón. A las seis en punto, ¿de acuerdo?
Daisy no pudo menos que sonreír. A Sonnet le bastaba hablar con Zach para que le brillaran los ojos.
—Ya está. Ahora sólo depende de él —comentó Sonnet.
—Menuda invitación. Yo pensaba que para trabajar en las Naciones Unidas hacía falta ser más diplomático.
—Ahora no estoy de servicio.
Daisy se levantó y supervisó su trabajo. El comedor resplandecía con aquella madera restaurada.
—Ha quedado bien, ¿eh?
—Toda la casa tiene un aspecto magnífico. Parece que se te da bien la vida doméstica.
—Mmm. No estoy segura de que sea esto lo que quiero. Pero me gusta trabajar en casa.
Daisy siempre había querido vivir en una casa del lago, pero Logan prefería aquel barrio con tres avenidas, situado cerca del centro de Avalon y del colegio del niño. Daisy sentía la necesidad de embellecer aquella casa. Por razones que se negaba a analizar, para ella era muy importante disfrutar de un hogar y un jardín agradables. Había en ello mucho más que el orgullo de propietaria. Quería convertir su casa en el hogar acogedor en el que podía consolidarse una familia feliz.
Porque era eso lo que eran, se recordó a sí misma.
Blake, la perrita, entró en el comedor y estornudó al inhalar el barniz. Logan no había llegado a apreciar a la terrier, pero la soportaba por el bien de Charlie. El niño y la perra eran inseparables.
—¡Hola, Blake!
Sonnet se sentó en el suelo para acariciarle la barriga. Blake la miró con total admiración.
—Qué fácil es la vida para un perro —señaló Sonnet.
—Por eso me gusta tenerla. Me recuerda que hay que tomarse la vida de forma sencilla.
Blake se incorporó y alzó las orejas en señal de atención.
—Mira, es capaz de oír el autobús del colegio cuando todavía está a dos manzanas de aquí.
Blake salió disparada hacia la puerta. Unos segundos después, entraba Charlie corriendo a toda velocidad. Se tiró al suelo, se tumbó en el vestíbulo y esperó a que Blake le cubriera de besos.
—Hola, cariño —le saludó Sonnet—. ¿No vas a darme un abrazo?
Charlie se levantó de un salto y corrió hacia ella.
—¡Tía Sonnet! No sabía que ibas a venir.
—Voy a quedarme a cenar. Y Zach va a traer un pastel de postre.
—Qué bien.
—¿Qué tal te va en el colegio? —le preguntó Sonnet.
—Bien —contestó rápidamente.
Probablemente Sonnet no advirtió la momentánea inseguridad que reflejaron sus ojos, pero a Daisy no le pasó desapercibida. Se inclinó sobre él y le dio un beso en la cabeza.
—Hola, hombrecito —le saludó.
—Hueles raro —se quejó Charlie arrugando la nariz.
—He estado barnizando los rodapiés.
—Siempre estás haciendo cosas de la casa.
—Lo hago porque esta casa es nuestra y quiero que esté muy bonita.
—Qué aburrido.
Daisy le quitó la mochila.
—¿Cómo ha ido el colegio?
Charlie desvió la mirada.
—¿Charlie?
—Hay una nota de la señorita Jensen —farfulló.
A Daisy se le cayó el corazón a los pies. Abrió la mochila y sacó un sobre. «¿Y ahora qué?», se preguntó, intercambiando una mirada con Sonnet mientras desdoblaba la nota. No le hacía falta leerla para saber que eran malas noticias. El colegio apenas había comenzado y la profesora ya había dado la voz de alarma.
Charlie continúa comportándose inadecuadamente cuando debería estar atendiendo.
Había escrito la señorita Jensen con su caligrafía perfecta. La señorita Jensen era una profesora de la vieja escuela, prefería una nota manuscrita que un correo electrónico.
Tiene dificultades con la lectura. Me gustaría que concertáramos una reunión.
Charlie la miró con expresión contrita.
—¿Tengo problemas?
Daisy tomó aire.
—Ya hablaremos cuando llegue tu padre a casa. Dios mío, ni siquiera yo puedo creerme lo que acabo de decir. Charlie, me estás convirtiendo en mi madre.
—¿Eh?
—No importa. Ahora vamos a hacer caso a Sonnet.
—Hace un día muy bonito —comentó Sonnet cambiando de tema—. ¿Por qué no salimos con Blake a jugar al jardín?
—¡Claro!
Tan voluble como su padre, Charlie olvidó inmediatamente la tristeza y corrió feliz hacia la puerta.
—¡Sí!
—Yo tengo que terminar de limpiar esto. Ahora mismo salgo.
Daisy recogió el barniz y las brochas y subió al piso de arriba a lavarse y cambiarse de ropa. Las risas de Charlie y los ladridos de Blake le llegaban por la ventana abierta.
Mientras entraba en el dormitorio, intentó olvidarse de sus preocupaciones. Se suponía que el dormitorio tenía que ser el reino de la tranquilidad. Olivia la había ayudado a decorarlo, eligiendo diferentes tonos de azul y blanco perfectamente coordinados, como todo en aquella casa que parecía salida de una revista.
Daisy se puso sus vaqueros más bonitos y una camiseta suelta. Una familia feliz. Tenían sus momentos malos y sus momentos buenos, como todo el mundo.
Pero, en conjunto, todo iba bien. Casi siempre.
Conseguir que un matrimonio funcionara era todo un proceso. Logan y ella tenían que ser pacientes y comprensivos el uno con el otro, al igual que lo eran con Charlie. Al día siguiente por la noche tendrían la posibilidad de pasar una gran velada juntos. Habían reservado una mesa en el Apple Tree Inn para celebrar su primer año de vida en común. Daisy comenzó a cepillarse el pelo y se detuvo de pronto al verse el brazo.
Genial, había vuelto a salirse el sarpullido. Durante varios meses, había estado sufriendo un misterioso sarpullido que aparecía y desaparecían sin explicación alguna. A lo mejor la culpa la tenían todos los productos químicos que había utilizado en la renovación de la casa. Se puso un jersey para ocultarlo.
—Estás muy delgada —señaló Sonnet cuando se reunió con ellos en el jardín.
—¿Quién, yo?
—No veo a nadie más exageradamente delgado por aquí. Yo comparto la afición por la pasta y el pan de los Romano y Charlie ha salido a su padre. Fortachón como un estibador.
—Desde luego.
—¿Por qué me llamas fortachón? —preguntó Charlie receloso.
—Eh, que es algo bueno. Ser fuerte significa estar saludable —le explicó Sonnet.
Charlie salió corriendo detrás de Blake y Sonnet se volvió entonces hacia Daisy.
—¿Estás bien?
—Sí, claro que estoy bien. Y no estoy demasiado delgada.
—En cualquier caso, cuídate.
Daisy observó a su hijo, que corría entusiasmado mientras jugaba con Blake a la pelota.
—Sí, claro. Siempre.