Capítulo Tres
MIENTRAS caía a una velocidad de doscientos cincuenta kilómetros por hora, Julian Gastineaux se regocijaba al sentir la fuerza de la gravedad y el viento que parecía penetrar su más profunda esencia. Se filtraba por cada costura del mono, penetraba en su nariz y en su boca y distorsionaba las facciones de su rostro. Se sentía atrapado por una fuerza superior a la de cualquier hombre. Era una sensación parecida a la de estar enamorado.
A diferencia de lo que ocurría con el amor, aquél era un ejercicio opcional. Aunque Julian pensaba que cuando a uno le ofrecían la oportunidad de saltar de un avión, sólo había una respuesta posible. Había terminado su trabajo, pero él nunca decía que no a un buen salto. Podía estar loco, pero no era tan estúpido como para rechazar una oportunidad como aquélla. Amaba la sensación de ingravidez y el saber que a sus pies no había nada, salvo el cielo. Podía ver los campos del estado de Nueva York convertidos en un mosaico multicolor, las colinas onduladas, las tierras regadas por el río y una serie de lagos que horadaban el paisaje como si fueran enormes garras. Vibró el altímetro, indicándole que había llegado el momento de dejar de admirar el paisaje. Liberó el paracaídas auxiliar en la corriente de aire.
Entró entonces un cortante de viento en el peor momento posible, justo cuando se suponía que debía tirar de la brida del paracaídas auxiliar para poder desplegar la bolsa del principal. El cambio de viento le hizo perder el control.
Y, de pronto, el que hasta entonces sólo había sido un ejercicio de entrenamiento, se transformó en una pesadilla. Estaba alejándose de su objetivo, iba demasiado rápido y estaba a merced completa del viento.
Soltando todo tipo de maldiciones, consiguió desplegar por completo la bolsa. Se suponía que las líneas de suspensión debían liberarse y tensarse al mismo tiempo, pero estaban todas enredadas. El paracaídas principal estaba ladeado, fuera de control. Julian intentó dominarlo para aminorar el impacto del viento mientras la corriente le empujaba hacia una zona arbolada.
Activó la señal de auxilio, dejó escapar otra sarta de improperios y rezó.
Y sus oraciones tuvieron respuesta. Porque no se estampó contra el suelo a una velocidad de doscientos cincuenta kilómetros por hora, con el peligro de terminar convertido en una amasijo de sangre y cartílagos, sino que consiguió descender poco a poco y el aterrizaje no fue tan terrible como había anticipado.
Colgado del arnés del paracaídas, pudo contemplar el mundo desde un punto de vista muy ventajoso. Las ramas, cubiertas de hojas recién salidas, se mecían bajo su peso. No podía ver nada, salvo el verde follaje, y no había señal alguna de civilización por ninguna parte.
Maldita fuera. Se suponía que aquél era el ejercicio final, que todo tenía que salir bien. Se obligó a tranquilizarse y a pensar en posibles soluciones. La sangre corría por su rostro y le dolía todo el cuerpo. Sabía que no tenía nada roto, aunque el hombro le abrasaba. A lo mejor se lo había dislocado Las gafas las tenía completamente destrozadas. Bastó que alargara la mano para agarrar la navaja para que se deslizara varios metros hacia el suelo y terminara colgado boca abajo. Permaneció muy quieto, intentando planificar el siguiente movimiento. Romperse el cuello la víspera de su graduación sería el más patético de los movimientos, de eso estaba seguro. Y Daisy... Ni siquiera se atrevía a pensar en lo que podría pasar con sus planes, y esperaba que aquel percance no fuera un mal presagio.
Estaba considerando sus opciones cuando notó algo en la cabeza. Después, oyó un movimiento en alguna parte del bosque y unos minutos después apareció una pequeña figura uniformada.
—Eres un maldito loco, eso es lo que eres —le reprochó Sayers, una de sus compañeras de entrenamiento.
Era una mujer de Selma, Alabama, y a Julian le recordaba a muchos de sus parientes de Louisiana. Excepto por el hecho de que, a diferencia de sus parientes, Tanesha Sayers cumplía siempre con su deber de prestar ayuda y asistencia a sus compañeros de entrenamiento.
—Estás loco —continuó—. Has tenido suerte de que la señal de emergencia funcionara. En caso contrario, habrías terminado aquí colgado con la cara de color violeta y habrías terminado muriéndote. Diablos, debería dejarte aquí.
Julian la dejó desahogarse. No tenía excusa. No tenía sentido culpar al viento de lo ocurrido. Además, Sayers era básicamente inofensiva. Tenía una extraña capacidad para regañar a alguien y, al mismo tiempo, hacer su trabajo. A punto de graduarse, al igual que él, Julian estaba convencido de que sería una gran oficial. Continuó reprendiéndole mientras se subía al árbol en el que estaba atrapado y sacaba una navaja para liberarle.
—Tú también tienes una navaja —le reprochó—. ¿Por qué demonios no la has utilizado?
—Iba a hacerlo, pero quería estar seguro de que no me equivocaba a la hora de cortar y terminaba aterrizando de...
Cayó entonces en picado, chocando contra el suelo del bosque. A pesar del casco, sintió la fuerza del impacto.
—Cabeza —terminó diciendo—. Gracias, mamá.
«Mamá» era el apodo de Sayers en la unidad, porque, a pesar de que mandaba y regañaba a todo el que se le pusiera por delante, se preocupaba de todos y cada uno de sus compañeros con la ferocidad de una madre osa.
—No me des las gracias, cabeza loca —ése era el apodo de Julian—. Lo único que tienes que hacer es estar quieto mientras curo esa herida.
—¿Qué herida?
Se llevó entonces la mano a la frente y palpó un líquido pegajoso allí donde empezaba su cuero cabelludo. Genial.
Sayers saltó al suelo, aterrizó con un gruñido y transmitió por radio el lugar en el que se encontraban.
Julian se secó la mano en el mono, y fue entonces cuando pensó en el anillo. Hacía mucho tiempo que lo llevaba encima. Incluso durante el salto, lo había conservado en el bolsillo que llevaba junto a su pecho, protegido por capas de tela y una rígida cremallera.
Cuando le ofreciera ese anillo a Daisy, no iba a ser como la última vez, en medio de una pelea en el andén de una estación de tren. No, aquella vez...
Tiró del cierre de velcro y hundió la mano en interior del mono para intentar bajar la cremallera del bolsillo de la camisa.
Sayers se arrodilló frente a él.
—¿Qué demonios estás haciendo?
—Sólo quería comprobar... ¡ah! —exclamó aliviado y cerró la mano sobre la caja del anillo.
La sacó y la abrió, mostrando el anillo, un diamante con el certificado de libre de conflictos engastado en oro. En el interior del anillo había grabado las palabras «para siempre».
Inclinó la cajita para que Sayers pudiera verlo. Sayers miró la sortija con expresión pensativa.
—Lo siento, pero yo no te quiero, por lo menos de esa forma.
—Claro que sí —replicó Julian. Cerró la caja y la guardó en el bolsillo—. Estás de rodillas ante mí, pequeña.
—Mmm —Sayers abrió un paquete de gasas estériles—. Son tus heridas las que adoro. Y te juro que eres un auténtico maniquí de pruebas. Es eso lo que me encanta de ti.
A Sayers le gustaría poder estudiar medicina algún día. Cuanta más sangre y entrañas, mejor para ella. Julian con su pasión por los extremos, le había proporcionado una buena dosis de abrasiones, esguinces, heridas y hemorragias durante los entrenamientos.
Sayers limpió la herida y se la cerró con una venda adhesiva. Mientras trabajaba, le preguntó:
—¿Cómo se te ocurre llevar encima ese anillo?
—No sabía qué hacer con él. Esconderlo en el cajón de mi ropa interior me parecía un poco, no sé, ahí es dónde solía esconder mis... No importa —no quería seguir hablando de ese tema con Sayers—. Es triste decirlo, pero los robos son habituales en el campamento.
Pero había otra respuesta que prefirió mantener en silencio. Si aquel salto hubiera demostrado ser fatal, la presencia del anillo habría sido un mensaje final para la mujer que amaba, la mujer a la que quería amar eternamente.
—Supongo que si llevo el anillo a mano, podré hacer la pregunta cuando considere que es el momento oportuno.
Sayers sacudió la cabeza, disgustada, mientras deslizaba los dedos por la venda.
—Me gustaría darte un consejo. Asegúrate de que la pobre chica está presente cuando lo saques.
—Ése es precisamente el plan. La he invitado a la ceremonia de graduación, así que si viene...
—Espera un momento, ¿has dicho «si»? ¿Es que tienes alguna duda?
—Bueno, digamos que las cosas han sido un poco raras entre nosotros.
—Ah, ésa es la mejor forma de sentar base para una relación —comentó Sayers mientras guardaba el botiquín y le tiraba de la mano para ayudarle a levantarse.
Julian consiguió mantenerse sobre sus temblorosas piernas e hizo un esfuerzo para no respingar de dolor.
Sus terminales nerviosas parecían incapaces de sentir otra cosa que dolor. Todo estaba en orden, ésa era la clave. A pesar de los dolores, sabía que no había sufrido ninguna rotura ni ningún esguince. Nada.
—Veamos, ésta es la cuestión —dijo mientras caminaba por encima del paracaídas—. La relación con Daisy ha sido siempre como intentar alcanzar un objetivo móvil.
Nunca ha sido fácil. Ella tiene un hijo, un niño magnífico, pero eso complica las cosas. Ella va en una dirección y yo en otra, y parece que nunca podemos alcanzarnos.
Sayers y él comenzaron a avanzar hacia la salida del bosque. A Julian se le aceleraba el corazón al pensar en Daisy.
—Estoy loco por ella y sé que ella siente lo mismo que yo. Si nos comprometemos, quizá seamos capaces de superar todos los obstáculos y de que nuestra relación se simplifique.
Sayers se paró en seco, se volvió hacia él y posó la mano en su pecho.
—Cariño, ¿de verdad eres tan estúpido?
Julian sonrió.
—Eso dímelo tú.
Sayers estudió su rostro. Su expresión reflejaba preocupación, exasperación y una compasión apenas disimulada.
—Mi madre me dijo en una ocasión que no subestimara la inutilidad del cerebro de un hombre. Creo que tenía razón.
—Pero ¿por qué dices eso? Ella está loca por mí. Lo sé.
—En ese caso, los dos sois estúpidos.
Dedicó un buen rato a rellenar un informe completo y a etiquetar y enviar el paracaídas para que realizaran un estudio de seguridad.
Julian intentó ignorar el intenso dolor en el hombro cuando regresó al campus. Se detuvo en el centro de estudiantes para revisar el correo y regresó a la residencia, intentando restarle importancia a la ceremonia de graduación. Era un reto personal, un logro que sólo a él le incumbía, y se conformaría con que Connor, su hermano, fuera testigo de la ceremonia.
Aunque probablemente, se dijo, lo que estaba haciendo era prepararse para sufrir una decepción.
Otros miembros de su destacamento esperaban la aparición de medio mundo. Pero Julian apenas tenía familia. Su padre, que había sido profesor en Tulane, había muerto cuando Julian tenía catorce años. Los tíos de Julian vivían en Louisiana y no tenían ni medios ni espacio para acogerle. Al no tener otra opción, Julian se había ido a Chino con su madre.
No era la clase de historia familiar que le rodeaba a uno de parientes cariñoso. A lo mejor ésa era la razón por la que se sentía en el destacamento como si estuviera en su propia casa. La gente con la que entrenaba y trabajaba era para él su familia.
Como ocurría normalmente, volvió a pensar en Daisy. Ella procedía de una familia grande, y ésa era una de las razones por las que la adoraba, aunque también uno de los motivos por los que no imaginaba un futuro a su lado. Para estar junto a él, Daisy tendría que separarse de toda su familia. Y él no iba a pedir a nadie tamaña renuncia.
Buscó entre el correo hasta encontrar un sobre pequeño con su dirección impresa. Lo abrió y una sonrisa iluminó su rostro.
Todo lo demás desapareció: las preocupaciones sobre la ceremonia, el dolor en el hombro, todo.
Fijó la mirada en aquella tarjeta de respuesta:
Daisy Bellamy —SI—NO asistirá.
Al final, la propia Daisy había escrito a mano:
No me la perdería por nada del mundo. ¡Llevaré la cámara! Nos veremos pronto. Besos.
Cuando regresó a su habitación, Julian estaba de muy buen humor. Davenport, uno de sus compañeros de habitación, le preguntó:
—¡Eh! ¿Por fin te has acostado con alguien?
Julian se limitó a reír y a sacar una bebida isotónica del refrigerador.
—Entonces es que ya has terminado tu presentación —sugirió Davenport.
—Apenas la he empezado.
—¿Sobre qué piensas hacerla?
—Sobre la supervivencia en actos de combate.
—En ese caso, no tendrás mucho trabajo, ¿eh? No me extraña que no estés preocupado.
—Te sorprendería la cantidad de desastres a los que puede sobrevivir una persona.
—Estupendo. Sorpréndeme —Davenport apartó la mirada del ordenador y esperó en silencio.
—Por ejemplo, a un percance con el paracaídas, siempre y cuando caigas en el lugar adecuado —contestó, moviendo el hombro dolorido.
—¡Ja, ja! Si quieres probamos a sobrevivir a la explosión de una granada.
—También a eso se puede sobrevivir.
—No si eres el tipo que se lanza encima para salvar a sus compañeros.
—Se supone que también puedes intentar lanzarla hacia el lugar desde el que la arrojaron.
—Es bueno saberlo.
Julian no estaba preocupado por aquel trabajo. La parte más dura de la vida nunca estaba relacionada con el esfuerzo físico o las actividades académicas. Él podía preparar un trabajo sin preocupación alguna. O correr una maratón, nadar en una carrera o hartarse a hacer flexiones y abdominales. Nada de eso representaba un problema para él.
Para Julian, lo que representaba un desafío eran cosas que los demás aprendían de la forma más fácil, como, por ejemplo, el que para él representaba el misterio más grande de la vida: el funcionamiento del amor.
Pero eso estaba a punto de cambiar.
No había un libro de texto ni un curso en el que pudieran enseñarle el camino. Pero quizá fuera algo parecido a intentar tomar la corriente adecuada de aire.
Uno tenía que aguantar, navegar lo mejor que podía y aterrizar de una pieza. En realidad, era algo que había hecho durante toda su vida.
Febrero de 2007
Julian clavó la mirada en la carta que acababa de recibir de la Secretaría de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos. No podía creer lo que veían sus ojos. Le habían admitido en tres destacamentos de las ROTC y acababan de confirmarle la beca. Permanecía en medio de un aparcamiento, apretando la carta contra su pecho y mirando hacia el descolorido cielo de Chino. Iba a ir a la universidad. Iba a volar.
Aunque estaba a punto de reventar de alegría por la noticia, no encontraba a nadie con la que pudiera compartirla. Intentó explicársela a toda velocidad a Rogelio, su vecino, pero éste llegaba tarde al trabajo y no podía quedarse hablando con él. Inmediatamente, salió corriendo hacia la biblioteca de la avenida, sintiendo apenas la tierra bajo los pies. No tenía ordenador en casa y tenía que enviar rápidamente la respuesta.
El escritor John Steinbeck se había referido al invierno californiano como la estación más deprimente, y Julian estaba completamente de acuerdo con él. Era la estación más triste del año. Chino, una población situada al borde de la autopista de Los Ángeles, estaba cubierto por una capa de niebla gris hacia el oeste y el viento a menudo llevaba hasta allí el fuerte olor de los corrales del este. Julian solía ir a la biblioteca para hacer los deberes del instituto, leer y... soñar. El verano que había pasado en el lago Willow se había convertido en un sueño lejano e irreal. Pertenecía a otra esfera, era como los mundos que podían encontrarse en el interior de un libro.
Para asegurarse de que los otros chicos no le torturaran en el instituto, fingía que no le gustaba leer. Entre sus amigos, ser aficionado a la lectura y tener buenos resultados académicos estaba muy mal visto, de modo que mantenía su amor por la lectura en secreto. Para él, los libros eran amigos y maestros. Evitaban que se sintiera solo y en ellos aprendía todo tipo de cosas. Como, por ejemplo, lo que era ser medio huérfano. Leyendo una novela de Charles Dickens, Julian se había enterado de que un medio huérfano era un niño que había perdido a uno de sus progenitores. Eso era algo en lo que tenía experiencia.
Tras haber perdido a su padre, Julian había pasado a engrosar las filas de los hijos de familia mono parental. Su madre nunca había querido serlo. Ella misma se lo había dicho. En una ocasión, le había explicado que había sido concebido en las cataratas del Niágara, en un congreso sobre ingeniería aeroespacial y que era el resultado de una aventura de una sola noche. Su padre había sido el ponente que había hecho la presentación del evento. Y su madre era una bailarina que actuaba en el bar del hotel en el que se celebraba el congreso.
Nueve meses después, había aparecido él. Su madre se lo había entregado a su padre y Julian y su padre habían formado una feliz familia hasta la muerte de su progenitor. Julian había pasado los años de instituto viviendo con una madre, que no parecía tener muy claro qué hacer con él.
Julian no tenía teléfono móvil. Era uno de los últimos seres del planeta que no tenía teléfono. Ése era un ejemplo más de las dificultades económicas de su familia. Su madre había vuelto a quedarse sin trabajo y él, al salir del instituto, trabajaba en un concesionario de coches, cambiando ruedas y aceite. A veces, algunos clientes le daban alguna propina. Curiosamente, solían ser los obreros, con sus Chevyis y sus camionetas. Los ricos, que tenían los mejores coches, rara vez daban una propina. La madre de Julian sí tenía teléfono móvil; decía que lo necesitaba por si la llamaban para alguna actuación. La línea telefónica que tenían contratada en casa era tan básica que no tenía ni contestador.
En la biblioteca, Julian podía navegar por Internet y acceder gratuitamente a una cuenta de correo. Rápidamente, buscó el sitio web de ROTC e introdujo la contraseña que le habían enviado en la carta, sintiéndose como si acabara de ingresar en una suerte de club secreto. Revisó también su correo. Así era como se mantenía en contacto con Daisy. No podía decirse que su correspondencia fuera muy fluida y aquel día no le había enviado ningún correo. Julian estaba muy ocupado con el instituto y el trabajo y ella acababa de mudarse a Avalon para vivir con su padre. Daisy decía que su situación familiar era extraña desde que sus padres se habían separado. Julian lo lamentaba por ella, pero no podía darle ningún consejo. Sus padres siempre habían estado separados y, en cierto modo, quizá hasta había sido mejor, puesto que no había tenido que enfrentarse a ninguna separación.
El apartamento que compartía con su madre estaba en una edifico de falso ladrillo rodeado por un parterre cubierto de malas hierbas y un aparcamiento con el asfalto roto. Entró en casa. Su madre no estaba. Cuando estaba en paro, pasaba la mayor parte del tiempo yendo en autobús a la ciudad para concertar entrevistas de trabajo.
Julian estuvo acercándose y alejándose nervioso del teléfono toda la tarde. Al final, se decidió a llamar a Daisy. Quería oír su voz y comunicarle personalmente lo de la carta. Una conferencia era un lujo que no podía permitirse, pero no le importaba.
Fue Daisy la que contestó. Siempre lo hacía cuando llamaba, porque era el único de los conocidos de la familia que tenía el código de aquel suburbio.
—Hola —contestó Daisy.
—Hola, ¿qué tal estás? —preguntó Julian, pensando en las tres horas de diferencia horaria.
A través del teléfono, le llegaba la música que Daisy estaba escuchando.
—Bien.
Daisy se interrumpió un instante y Julian reconoció la canción. Era Season of Loving, de Zombies. Julian odiaba aquella canción.
—¿Va todo bien?
Era extraño, aunque no había vuelto a verla desde el verano anterior, tenía la sensación de que aquel «bien» con el que le había contestado ocultaba una respuesta muy distinta.
Daisy apagó la música.
—Olivia me ha invitado a su boda.
—Eso es genial.
Julian también estaría en la boda, porque su hermano era el novio. Jamás en su vida había ido a una boda, pero estaba deseando que llegara aquélla porque iba a celebrarse en el campamento Kioga. De pronto, se le ocurrió mirar la fecha que le habían indicado en la carta del ROTC para asegurarse de que tenía el día libre.
—No es tan genial —respondió Daisy en tono pensativo—. Mira, Julian, estoy intentando averiguar cómo darte una noticia. Pero es muy difícil.
La mente de Julian comenzó a correr a toda velocidad. ¿Estaría enferma? ¿Se habría hartado de él? ¿Querría que dejara de llamar? ¿Estaría saliendo con alguien?
—Dime lo que tengas que decirme.
—No quiero que me odies.
—No te odiaré. No odio a nadie.
Ni siquiera odiaba al conductor borracho que había chocado con su padre. Julian había visto a aquel hombre en el juicio llorando de tal forma que no había podido soportarlo. Y no había sentido odio. Sólo una dolorosa sensación de vacío.
—En serio, Daisy, puedes contármelo todo.
—Me odio —musitó Daisy con voz temblorosa.
El teléfono de Julian no era inalámbrico, de modo que sus pasos estaban limitados a un área reducida de la ventana. Julian contempló aquel triste día de febrero.
En la calle, en el aparcamiento, la esposa de Rogelio estaba bajando las bolsas de la compra. En condiciones normales, Julian habría bajado para echarle una mano.
Aquella mujer tenía un puñado de hijos, nunca había sabido exactamente cuántos, que devoraban como un ejército. Lo único que hacía aquella mujer en la vida era trabajar, comprar comida y cocinar.
—Daisy, vamos, cuéntame lo que te pasa.
—Lo he fastidiado todo.
Su voz sonaba frágil. Sus palabras eran como cristales quebradizos, a pesar de que no sabía de qué estaba hablando. Fuera lo que fuera, Julian quería estar a su lado, quería abrazarla, inhalar el olor de su pelo y decirle que todo saldría bien.
Su mente barajaba todo tipo de posibilidades. ¿Habría vuelto a fumar otra vez? ¿Habría tenido problemas en el instituto? Esperó. Daisy sabía que estaba allí. No tenía por qué presionarla.
—Julian —dijo por fin, con un hilo de voz—. Voy a tener un hijo. Nacerá este verano.
Fue algo tan inesperado que Julian no supo qué contestar. Continuó con la mirada fija en la esposa de Rogelio, que hacía ya su segundo viaje con las bolsas de la compra. ¿Daisy Bellamy iba a tener un hijo?
Que sus compañeras de instituto se quedaran embarazadas era algo habitual, ¿pero Daisy? Se suponía que en un mundo privilegiado como el suyo esas cosas no ocurrían. Se suponía que Daisy era su novia. Aunque al separarse en verano no se hubieran hecho ninguna promesa, era algo que ambos asumían.
O, por lo menos, eso pensaba él.
—Julian, ¿estás ahí?
—Sí.
Se sentía como si acabaran de darle un puñetazo en el estómago.
—Me siento completamente estúpida —confesó Daisy llorando. Parecía asustada—. Y no puedo hacer nada. El tipo... es un compañero del colegio de Nueva York. No estábamos juntos ni nada parecido. Nos emborrachamos un fin de semana y... Dios mío, Julian.
Julian no sabía qué decir. Aquélla no era la conversación que había imaginado cuando había descolgado el teléfono.
—Supongo que... Espero que todo vaya bien.
—Mi vida ha cambiado completamente. Se lo conté a mis padres y, aunque al principio estaban muy impactados, no dejan de decirme que todo saldrá bien.
—Y seguro que sale bien —aunque la verdad era que él no tenía la menor idea de lo que podía llegar a pasar.
—Julian, lo siento mucho.
—No tienes por qué disculparte.
—Me siento fatal.
Y también él se sentía fatal.
—Mira, las cosas son como son.
—Si no quieres volver a verme en tu vida, no te culparé.
—Claro que quiero verte.
Daisy suspiró.
—Yo también quiero verte a ti.
—Supongo que nos veremos el día de la boda.
—Sí... Bueno, ya basta de hablar sobre mí —rió sin ganas—. ¿Cómo estás tú?
Julian ya no tenía ganas de darle la noticia. Parecían haberse agotado todas sus energías. No podía dejar de pensar que estaba embarazada... y en lo que había hecho para llegar a esa situación.
—Bien, estoy bien.
—Me alegro. ¿Sabes, Julian?
—¿Qué?
—Te echo de menos.
—Sí, yo también —respondió él, aunque no sabía qué era lo que echaba de menos.