Capítulo Veintiuno
CON el rabillo del ojo, Julian fijó la mirada en la porra eléctrica que alguien blandía muy cerca de su rostro. El corazón le latía con una fuerza inusitada, como si estuviera luchando por escapar de aquel atormentado cuerpo. Estaba atrapado en una maltrecha silla de ruedas marcada con los arañazos y las marcas que habían dejado otros prisioneros. Entre ellas, un Jesús me protege tallado en la madera pintada de negro. Le habían mojado el uniforme de prisionero, una blusa suelta y unos pantalones hechos de basta arpillera, para que condujeran mejor la corriente.
La picana eléctrica era un aparato de tortura de la vieja escuela, utilizado en principio por los gauchos argentinos para conducir el ganado. Con el tiempo había comenzado a aplicarse a prisioneros. Era una forma barata y efectiva de causar dolor y desorientación sin matar a la víctima.
Aquel equipo de interrogatorio era nuevo para él.
Cada vez que le trasladaban, tenía que enfrentarse a un equipo nuevo. Desde que le había hecho prisionero, le habían trasladado, encapuchado y con los ojos vendados, por lo menos una docena de veces. Sospechaba que era una manera de evitar cualquier posible fuga.
Y funcionaba. Sencillamente, no había tenido tiempo ni de diseñar una estrategia.
El tipo que le interrogaba era un hombre delgado, con vestimenta paramilitar, que parecía más un burócrata agobiado que un torturador experimentado. Se inclinó hacia Julian y se dirigió a él en inglés.
—No nos has dado nada cuando nosotros te estamos ofreciendo todo. Te estamos dando la posibilidad de escapar a cambio de decirnos la verdad.
Querían información sobre aquella operación conjunta. Julian, que apenas podía mover la mandíbula, repetía continuamente la única información que estaba autorizado a dar: su nombre, su rango, su número de la seguridad social y su fecha de nacimiento. Cada vez que le trasladaban, tenía que enfrentarse a un nuevo interrogatorio, pero, a pesar de las palizas, las corrientes eléctricas, la privación del sueño y las amenazas, no había soltado nada. Su entrenamiento en el grupo de supervivencia, evasión y resistencia, le había sido útil para analizar su situación desde el primer momento de cautividad. Si intentaba escapar, probablemente moriría. Si se quedaba, estaba seguro de que acabaría muerto. De modo que no tenía mucho donde elegir.
—Otra vez en las sienes —ordenó el torturador.
Julian era un maestro en el arte de ocultar información. No sabía de dónde salía esa cualidad, pero la había utilizado desde el primer instante. Había fingido no entender apenas el español. Cuando le metieron la goma en la boca, no mostró señal alguna de comprender dónde le aplicarían la picana.
Intentaba alejarse mentalmente del presente, una técnica que había aprendido durante los ensayos de interrogatorio. Se obligaba a volver al pasado, a la infancia que había pasado en Nueva Orleans junto a su padre. Su padre había sido un hombre brillante, con una inteligencia que superaba con mucho a la que se le suponía a un hombre de raíces sureñas tan humildes.
Adoraba a Julian a su distraída manera y le había enseñado los principios de la ciencia aeroespacial.
Julian recordó el momento exacto en el que había comprendido que el amor le hacía fuerte. Debía de tener unos seis años. Era un caluroso día de verano y los aparatos acondicionados de las ventanas dejaban entrar un aire frío y mohoso. Vivían en la que había sido una pequeña casa de invitados flanqueada por las mansiones de la calle Coralie, cerca de la universidad. Su padre estaba en el abarrotado comedor, que nunca utilizaban para comer, resolviendo algún problema teórico.
Julian, acalorado y aburrido, había decidido subir a lo más alto de la higuera que tenían en el patio trasero con intención de alcanzar alguno de sus dulces frutos.
El ascenso había sido muy divertido. Había ido de rama en rama hasta sentirse en la cumbre del mundo.
Encontrarse en lo más alto de la higuera había sido toda una revelación. Desde allí, el mundo no parecía tan complicado y desconcertante. Le resultaba, en cambio, intrigante. Era algo que podía llegar a comprender, como una especie de rompecabezas. Todo parecía cobrar una nueva perspectiva. No le extrañaba que los pájaros parecieran siempre tan contentos. ¿A quién no le gustaría acercarse al cielo todo lo posible?
—Papá —gritó, esperando que su padre le oyera a pesar del zumbido del viejo aparato de aire acondicionado—. ¡Eh, papá, mira que alto estoy!
La rama sobre la que estaba se inclinó, pero, afortunadamente, no se rompió. Le dejó caer de una forma que resultó casi elegante. Julian se agarró a otra rama para salvarse y consiguió continuar colgado de una mano. Permaneció allí unos instantes, estupefacto ante la distancia que lo separaba del suelo, pero extrañamente animado por el peligro. Resistió, a pesar de ser consciente en todo momento de que podría perder aquella batalla. La gravedad haría lo que siempre hacía la gravedad. Cuando uno era hijo de un científico, crecía aprendiendo ese tipo de cosas.
La frágil corteza del árbol no resistió más y la rama cedió. En el instante en el que se encontró en el aire, Julian experimentó una inmediata sensación de ligereza que fue bruscamente interrumpida en el instante en el que chocó con las numerosas ramas que tenía bajo él para terminar cayendo con un ruido sordo al suelo.
No recordaba haber llorado por la caída, pero algo debió alertar a su padre. Quizá el crujido de las ramas de aquel viejo árbol le había llamado la atención.
El caso fue que todo se precipitó tras el impacto de Julian. Intentó respirar, pero no lo consiguió. Mudo y aterrado, alzó la mirada y vio a su padre cerniéndose sobre él tan imponente como el mismísimo Dios. Fijó en él la mirada y vio el terror en los ojos de su padre.
Su padre no se apartó de su lado en ningún momento hasta que llegaron los hombres de la ambulancia. Le habló más de lo que le había hablado en toda su vida.
Intentaba tranquilizarle, le decía que le quería y rezaba para que no hubiera sufrido ninguna lesión grave.
Una vez en urgencias, examinaron a Julian por dentro y por fuera. Le revisaron los ojos con una linterna, le pusieron audífonos en los oídos, le examinaron con el estetoscopio y con los ultrasonidos, le hicieron radiografías y un escáner cerebral.
Aquel día, Julian aprendió dos palabras nuevas «abrasiones» y «contusiones». Era una forma muy rara de decir moratones y arañazos. Y había aprendido también que, por mucho que le dolieran, las cosas podrían haber sido mucho peor. Al fin y al cabo, los doctores no le habían encontrado ningún daño serio.
Y mientras le hacían todas aquellas pruebas y observaciones, su padre había estado siempre a su lado, proyectando preocupación, amor y un inmenso alivio.
Julian no recordaba ningún otro día en el que su padre hubiera estado tan completamente dedicado a él. Nunca se había sentido tan querido, tan seguro.
Y todo porque se había subido a un árbol.
—Eres un tipo con suerte, jovencito —había dicho el médico mientras firmaba un formulario.
Julian había experimentado un cálido alivio al oírle.
—Sí, señor.
Después de aquello, se había multiplicado su valentía. Podía ser valiente porque su padre le quería. No era ningún estúpido. Sabía que no era invencible, pero el valor nacido de la confianza en sí mismo ocupaba un nuevo lugar en su vida. Siempre se ponía en situaciones límite, subiéndose a los árboles, escalando paredes, tirándose de puentes o montando en bicicleta o en el monopatín por los lugares más arriesgados. Nadie le regañaba nunca. Su padre creía, fiel al más puro espíritu científico, que a cada acción le acompañaba una reacción y que aquel principio debía aplicarse también a la educación de los hijos. Todo lo que un niño hacía tenía sus consecuencias, de modo que no era necesario estar regañándole continuamente.
Por supuesto, Julian lo había descubierto de la forma más dura, teniendo que enfrentarse a propietarios enfadados, a profesores y a policías de tráfico. Su padre jamás le había juzgado. Se limitaba a quererle a su manera.
Cuando el profesor Gastineaux, por culpa de un terrible accidente, había terminado en una silla de ruedas, Julian se había sumido en la desesperación y había perdido la fe. Amar a su padre no había sido suficiente para sanarle y él había cometido la estupidez de creer lo contrario.
—No te preocupes, hijo —le había dicho su padre cuando le había visto en el hospital, rodeado de todo tipo de aparatos—. Ahora estoy a salvo.
Julian no alcanzaba entonces a comprender cómo podía sentirse alguien a salvo sin poder utilizar plenamente su cuerpo. Su padre le decía que todavía podía pensar, teorizar y enseñar, que eran cosas muy importantes para él.
Le habían enviado a un centro de rehabilitación con el fin de prepararlo para su nueva vida. El entrenamiento incluía toda clase de cuidados personales, desde beber un refresco hasta ir al cuarto de baño. Durante el proceso, a Julian le habían enviado a un campamento de verano en el que su medio hermano trabajaba como monitor.
El campamento Kioga le había ofrecido a Julian la posibilidad de descubrir una forma de vida diferente.
Él nunca había conocido a nadie que viviera de esa forma, con los días organizados alrededor de actividades, con comidas caseras servidas al estilo familiar en largas mesas de un viejo pabellón.
Enviarle a aquel campamento había sido el último regalo que Julian había recibido de su padre. Porque cuando había regresado a Nueva Orleans, le habían comunicado que no le quedaba mucho tiempo de vida.
En realidad, habían sido unos cuantos años durante los que Julian había convertido en su objetivo vital absorber hasta la última gota de conocimientos y amor que su padre le ofrecía. Había aprendido de la dolorosa intimidad de cuidar a alguien que vivía en una silla de ruedas, pero jamás se había resentido por las necesidades de su padre. A pesar de lo joven que era, algo en él había reconocido que, cuando había poco tiempo, había que aprovecharlo al máximo.
Julian tenía una madre, pero no la conocía. Supuestamente, había decidido quedarse con él tras su nacimiento, pero a los seis meses, se había hartado y le había pedido a su padre que le criara. Años después, continuaba intentando abrirse camino como actriz y en ningún momento había fingido que le hiciera ilusión el regreso de Julian a su vida. Desgraciadamente, tras la muerte del doctor Gastineaux, ni a Julian ni a ella les había quedado otro remedio. En medio de su soledad y su tristeza, Julian se había visto obligado a mudarse a California. Una vez allí, se había precipitado en el camino de la destrucción.
Asumía riesgos, se buscaba problemas día a día y estaba siempre a punto de que le encerraran. Después del primer año de instituto, su madre, desesperada, le había enviado de nuevo al campamento Kioga, en aquella ocasión para que ayudara a su hermano, que estaba trabajando en un proyecto de renovación del campamento. Si no hubiera sido por aquel verano, Julian se habría desviado del buen camino mucho tiempo antes.
Pero aquel verano había conocido a Daisy Bellamy.
La realidad le empapó como un cubo de agua helada. El olor de la electricidad, en realidad más la sensación que el olor, se mezclaba con el hedor de la prisión. Un hilo de baba le mojó la camisa.
—¿Nunca te has preguntado si la parálisis se puede curar con corriente eléctrica? —preguntó el hombre que manipulaba la picana—. Yo he visto reanimar a una rana muerta con electro-shocks.
Tiró de la cintura del pantalón de Julian y retrocedió asustado al ver el catéter que conducía la orina a una bolsa.
—Dios mío, ¿qué es esto?
—Tendrás que quitárselo si pretendes aplicarle la picana a los genitales.
Julian pensó que estaba sufriendo alucinaciones.
¿Francisco Ramos? No mostró ningún signo de reconocimiento. Se preguntó qué habría tenido que soportar aquel hombre, su compañero durante la misión de reconocimiento, para terminar formando parte de aquel grupo siniestro. Cruzaron la mirada durante una décima de segundo.
—Es repugnante. Olvídalo.
—De todas formas, no siente nada en esa zona. Ésa es la razón por la que está sondado.
Aquel tipo de necesidades era la menor de las preocupaciones de Julian. La experiencia de su padre, que había permanecido en una silla de ruedas desde el momento del accidente hasta el fin de su vida, había convertido todas aquellas cosas en una rutina para Julian.
¿Pero en qué demonios se había convertido?, se preguntó a sí mismo. Había terminado prisionero en un agujero de la selva y sin ninguna esperanza de que le hicieran justicia. Eso era lo que había conseguido por intentar ser un buen tipo y alistarse al Ejército. Si miraba al pasado, no podía menos que pensar que las cosas le habrían ido mucho mejor si hubiera terminado en un centro de menores.
Aquella posibilidad le llenó de un lúgubre humor.
Aquélla era otra táctica de supervivencia. Si uno podía mantener el sentido del humor, o por lo menos la ironía, era que no estaba perdido.
Otra de las tácticas era la de la imaginación auto inducida. Consistía en trasladarse mentalmente a un lugar mucho mejor. Allí era donde entraba Daisy. Julian había desarrollado la capacidad de conjurar su imagen con minucioso detalle. Reproducía la sombra de sus pestañas en las mejillas, la forma de sus uñas, el sonido de su risa, su forma de sonreír, la fragancia de su pelo sobre su pecho. Intentaba pensar en Daisy varias veces al día porque no quería olvidar absolutamente nada de ella.
Daisy era el gran amor de su vida. Era algo que sabía en lo más profundo de sus entrañas. Lo había sabido desde la primera vez que había posado sus ojos en ella, una chica guapa, problemática y de actitud arrogante. Pero incluso entonces emanaba de ella una dulzura tan inaprensible como el sol del amanecer.
Daisy era la razón por la que abría los ojos cada mañana. La razón por la que respiraba. La razón por la que encontraría la manera de salir de aquel agujero.
La imaginó en su lugar favorito, relajada sobre el muelle del lago Willow. Podía verla apoyada en sus brazos bronceados, alzando la cabeza hacia el sol.
Siempre había llevado el pelo muy largo. Ella decía que era porque era muy insegura y le daba miedo cortárselo. Él le decía que era demasiado guapa. Era una discusión divertida. La perspectiva de pasar toda una vida discutiendo sobre ese tipo de cosas con Daisy le mantenía cuerdo y centrado mentalmente.
Cuerdo y centrado, se recordaba a sí mismo una y otra vez. En una situación como la suya, la cordura era una obligación.
Ramos tenía una manera de andar muy particular, sin lugar a dudas por la herida que le había obligado a rendirse. Julian permaneció completamente quieto mientras oía los pasos en el exterior de su celda, sin dar ninguna muestra de reconocimiento.
—Dele eso con la comida —ordenó Ramos.
—¿Por qué tenemos que darle libros? —preguntó el guardia.
—Es preferible mantenerle entretenido. Es mejor que tenerle todo el día pensando en las posibilidades que tiene de rebelión.
Además de la ración de comida diaria, la habitual arepa y un caldo con algunos frijoles, le entregaron dos viejos libros en inglés. Julian sospechaba que Ramos entendía perfectamente lo irónico del asunto. Eran dos ediciones de Penguin Classics, El conde de Montecristo y Alicia en el país de las maravillas, con las páginas curvadas y amarilleadas por el tiempo. Julian devoró los dos libros buscando en ellos alguna posible señal de Ramos. Las únicas pistas posibles eran un par de esquinas dobladas en una de las páginas de Alicia...
«eran tantas las cosas que le habían ocurrido últimamente, que Alicia comenzó a pensar que eran pocas las cosas realmente imposibles».
Julian no podía decir si aquel pasaje había sido señalado intencionadamente o por casualidad.
Leyó ambos libros de forma obsesiva, absorbiéndolas palabras y memorizando incluso algunos pasajes.
Cada una de las obras encerraba una particular fantasía, una historia de injusticias, resistencia, fuga y venganza. Aparentemente, Montecristo parecía reflejar la situación en la que se encontraba Julian, un hombre prisionero y olvidado, decidido a escapar. Pero Julian se sentía más cercano a Alicia, intentando buscar la manera de regresar al mundo real. Era un extraño en una tierra extraña, poblada por personajes que despertaban en él una inmediata animadversión o, en los mejores casos, una total indiferencia. Algunos estaban tan locos como Mad el sombrerero, la coca les había frito el cerebro y sus hígados flotaban en aguardiente.
Edmond Dantés le ofrecía un modelo diferente de supervivencia. Leyendo las maltrechas páginas de El conde de Montecristo, Julian aprendió que la paciencia era más poderosa que la fuerza. Él nunca la había perdido, por mucho que le torturaran. El pobre Dantés había tenido que esperar diecisiete años para lograr su objetivo. Julian también había aprendido otra lección con aquel libro: las cosas siempre podían ir peor.
Siempre.
Alicia le resultaba más misteriosa, quizá porque era una mujer. Otro de los pasajes que podía o no haber sido marcado por Ramos le dio mucho que pensar:
«Justo en ese momento, Alicia experimentó una sensación que le desconcertó hasta que averiguó lo que era; estaba comenzando a crecer otra vez y al principio se le ocurrió levantarse y abandonar la corte, pero lo pensó mejor y decidió permanecer donde estaba siempre y cuando hubiera espacio para ella».