CAPÍTULO 7

Barrio de Las Palomas (Madrid)

12 de mayo de 2016

El teléfono vibraba sobre la mesa. Una hora antes, Grace y Don habían mantenido una tensa conversación telefónica. La abogada le había insistido en que se calmara. Todo tendría una explicación. Por su parte, los inversores británicos todavía mantenían el temple y estaban dispuestos a continuar con el proyecto. Pero, para Don, la situación se enturbiaba por momentos. Al parecer, la inglesa se olvidaba de que era él quien estaba imputado. Poco se sabía de la víctima y eso le impedía llegar a una conclusión.

La claridad de la mañana golpeaba contra la fina pantalla del ordenador. Físicamente estaba allí, aunque no sus pensamientos.

—¿Ricardo, lo vas a coger? —Preguntó Marlena. Llevaba una sugerente falda y una blusa con el primer botón desabrochado por el que dejaba ver un colgante—. Te están llamando.

De pronto, regresó a su cuerpo.

—Oh, sí —dijo tras un pequeño retardo y miró a la pantalla. Luego canceló la llamada—. No es importante.

Ella se quedó pensativa. El arquitecto se comportaba de un modo extraño, más despistado de lo habitual.

—Pareces cansado, Ricardo —dijo ella de pie, frente al escritorio. Don apoyaba la cabeza sobre su mano. Levantó la mirada y encontró los hermosos ojos de Marlena. Le gustaba que se preocupara por él, aunque no podía contarle lo que estaba sucediendo, no todavía—. Aunque no lo creas, somos conscientes de cuánto te has implicado en este proyecto.

—Gracias —dijo y se incorporó—. Marlena…

—¿Sí?

—Me temo que ha habido un imprevisto —respondió—. Debemos viajar a Berlín antes de lo esperado.

—¿Eso significa?

—Pasado mañana —sentenció—. Nos reuniremos con los inversores ingleses y con los propietarios de los edificios.

La ingeniera contempló extrañada la expresión de su jefe. Le ocultaba algo, pero entendió que no era el momento para las preguntas. Puede que él decidiera explicárselo más tarde. Supuso que no sería nada grave, solo trabajo. La idea de viajar a Berlín con él le ilusionaba. Poco a poco, había recuperado las esperanzas en ese hombre, tan difícil de controlar y tan inestable emocionalmente.

—Está bien —respondió ella con una sonrisa—. No hay problema.

Don observó su rostro. Pronto esa felicidad desaparecería en cuanto supiera que su jefe había sido imputado. Se lo contaría más tarde, en el avión. Un encuentro a solas con ella, eso era lo que necesitaba. Podía esperar allí sentado a que Grace le llamara para decirle que todo se había resuelto o podía ir él y solucionarlo a su manera. No obstante, tener a los jueces de por medio, volvía el asunto más sensible. Debía ser precavido y tener siempre una coartada en el bolsillo, con él.

Y esa era Marlena.

Templo de Debod (Madrid)

15 de junio de 1999

Desde el mirador, Ricardo observaba la catedral de la Almudena y el Palacio Real bajo el cielo dorado de la tarde. El cielo se teñía de tonos rojizos y las parejas llevaban para hacer del ocaso, una instantánea romántica en sus vidas. Parejas que declaraban su amor abiertamente, felices, seguras de ser correspondidas. No era la primera vez que paseaba por allí. Le gustaba ver cómo la tarde se convertía en noche y apreciar uno de esos parajes que siempre pasaban desapercibidos para los turistas. Esa misma mañana había leído que los soldados de la OTAN habían descubierto una fosa común en Kosovo. La noticia le hizo pensar en su padre o, mejor dicho, en su cadáver. De cuando en cuando, la idea de ser descubierto por alguien, de una forma u otra, le atravesaba por dentro. Mientras que muchos se encerraban en las bibliotecas públicas y en las salas de estudio de las universidades, Ricardo no pasaba más tiempo del pertinente frente a los apuntes de geometría. Se le daba bien aquello, más de lo que sus profesores creían. Apenas habían pasado dos semanas desde que perdiera la virginidad con Leonor. Después de aquella noche, no hablaron demasiado del tema. Él se sintió tan revitalizado que prefirió repetir la maniobra hasta quedarse seco. Pero, al parecer, Leonor no era mujer de un solo hombre. Tampoco habían hablado sobre ello, sobre qué representaban cada uno en la vida del otro. Era obvio que para él, la chica se había ganado una posición clave: mientras ella estuviese presente, algunas necesidades de su vida estarían cubiertas. Era un modo crudo de verlo, pero Ricardo tampoco era una persona común. Lo que el chico desconocía era el torbellino hormonal que el sexo podía producir en su cuerpo: vitalidad, fuerza, subidas y bajadas del estado de ánimo, energía y dependencia. Cuanto más lo hacía, más ganas tenía de repetir, aunque siempre respetara la voluntad de la chica. Sabía que debía controlar ese impulso, casi tanto como el de matar a alguien. Una nota para el futuro que marcaría su trayectoria emocional: todo exceso era nocivo, excepto el exceso de control. A la estampida sexual se unió la idealización del cuerpo de ella. Lo que en un principio le parecía mundano como el contorno de otra chica, con el contacto hizo de su silueta un campo de estimulación de sus sentidos, un lienzo sobre el que pintar y observar al mismo tiempo. El despertar de su tacto, olor y sabor cuando la joven dormía la siesta sobre su regazo. Agitado como una coctelera de bar de carretera, Ricardo aprendió lo que significaba echar de menos a alguien, tan rápido como la chica se cansó de él. Porque, por mucho libro que hubiese leído, por muchas lecciones que su madre le hubiera dado sobre cómo tratar a una dama, por muchas películas que hubiese estudiado para aprender a cortejar a una chica, las mujeres de su edad necesitaban sentir algo nuevo, fuerte, diferente, algo que ocupara sus pensamientos antes de irse a dormir y, al parecer, otro chico, que no era Ricardo, se había encargado de eso para entonces.