CAPÍTULO 16

Restaurante Olivo (Stuttgart)

20 de mayo de 2016

Baumann había reservado mesa a las ocho y enviado la dirección por correo electrónico a la española. Cada uno de sus movimientos estaba pensado para abrir, aún más, la herida emocional que sangraba en el ego del arquitecto. El suizo los había citado en Olivo, un restaurante de alta cocina con una estrella Michelin en su palmarés. A diferencia del restaurante en el que habían cenado en Berlín, en esta ocasión, Baumann había optado por un local de apariencia sencilla y cercana, pese a que los precios estuvieran a la misma altura que su predecesor. Marlena se puso un vestido primaveral que le hacía brillar como a una estrella en un cielo raso. Don no había escatimado en cambiarse de chaqueta. Siempre elegante, no requería más esfuerzo para la ocasión. Tras una ducha fría, espero en el exterior del hotel mientras Marlena se preparaba. En ningún momento había pensado que compartir habitación los uniría más. Sin embargo, esa cercanía, después de todo lo sucedido, no hizo más que crear incomodidad. Así que prefirió dejar a la chica a lo suyo y meterse un par de rayas en los baños del vestíbulo antes de llegar a la cena. Cuando la ingeniera estaba preparada, subieron al Porsche y el arquitecto condujo hasta un aparcamiento cercano al restaurante.

—No le digas que hemos venido en coche —dijo al apagar las luces del vehículo.

Una vez en el restaurante, caminaron hasta una mesa donde el suizo esperaba con una copa de vino en la mano. Don se preguntó si sería su último intento por dejarle en ridículo delante de la chica. Tal vez tuviera oportunidades de llevársela a la cama. Las cartas estaban echadas. Don solo sabía que, esa noche, el suizo cantaría. Estaba dispuesto a emplear todos sus métodos. Sin excepción. Tan pronto como lo hiciera, se establecerían nuevas normas de la partida.

Se sentaron en una elegante mesa y el camarero no tardó en servir una botella de champán en hielo que destapó y atender a los comensales.

—Ricardo… —comenzó el suizo—. Sé que hemos tenido nuestras diferencias desde el principio, pero me gustaría que todo quedara en eso, en una anécdota.

Don agarró su copa.

—Puede que tengas razón —respondió mirándole a los ojos—. Que después de esta noche, todo quede como una anécdota.

Baumann miró a Marlena, sonrió y brindaron.

—Estoy seguro de que os encantará la comida de este lugar —agregó mirando la carta—. Cocinan de maravilla.

—Pensé que iríamos a un lugar de comida típica de Suabia —dijo Don decepcionado.

—Bueno… Digamos que ha sido un cambio de última hora —contestó el suizo con los ojos todavía en el menú. Después levantó la mirada hacia la ingeniera—. Al parecer, no he sido el único que ha cambiado de opinión, ¿cierto?

—Ya te hemos incordiado suficiente —intervino Don—. Sería una vergüenza que, estando yo aquí, te encargaras de los gastos.

—Es un riesgo que puedo asumir.

El camarero se acercó y Baumann eligió uno de los menús cerrados que había en la carta. Comieron entrecot de buey, una ensalada escueta aunque sofisticada y probaron diferentes pastas elaboradas con los mejores productos de la región. Antes del postre, Marlena se disculpó para ir al baño. Hasta el momento, la conversación había sido tensa, mundana y artificial. Ninguno de los tres quería estar allí, o tal vez sí, pero siempre sobraba uno de los comensales. Las miradas del suizo sobre la chica comenzaban a resultarle incómodas a la ingeniera. Por su parte, Don se preguntaba cuándo llegaría el momento de sacarle las palabras. La ausencia de Marlena fue la pausa perfecta para hacerlo, aunque era consciente de que no tardaría en regresar.

—Y bien, Ricardo… —dijo el suizo—. ¿Has disfrutado del país?

—Sé quién eres —dijo Don—. Sé a qué te dedicas y lo que pretendes hacer.

—¿Estás seguro? —Preguntó desafiante—. Esas acusaciones pueden salirte muy caras, Ricardo, sobre todo, cuando se te imputa como responsable del accidente.

—No sé cuál es tu siguiente movimiento… —dijo el arquitecto—. Pero pronto saldrá a la luz la verdad sobre ese Meier…

—Eres un ingenuo —dijo terminando el bocado de su plato—. Crees que lo sabes todo, que tienes la sartén por el mango, y solo eres consciente de que estás de mierda hasta el cuello y no puedes hacer nada por solucionarlo… Me envías a tu chica para que intente sacarme información. Eres patético.

A Don le hubiese gustado clavarle un tenedor en el cuello en ese preciso instante. Pero no era su estilo. No en un lugar público.

—¡Vete al cuerno! —Bramó Don. Los camareros le pidieron que bajara el volumen—. Sé que tramáis algo a mis espaldas. Os habéis librado de mí y de la abogada.

—Esa pérfida de Smith… —comentó con desdén—. Es una estrecha.

—No hables así de ella.

—Escúchame, españolito —respondió con altivez el suizo dejando los cubiertos sobre el plato—. Visto lo visto, no nos quedó otra que comprar la propiedad de nuevo, por supuesto, a un precio más bajo. ¡Esos dos viejos ingleses estaban acojonados! Pensaron que después del accidente nadie tendría agallas para montar una oficina, así que no nos quedó otra, y así ha sido.

—¿Serás cabrón? Esto lo habías planeado antes.

—No tan rápido —contestó—. Modera tu lenguaje, de nuevo, soy el propietario del edificio en el que ha muerto una persona y tú has sido imputado como responsable… No me obligues a ponértelo más difícil.

—No podéis hacer eso, es ilegal.

—No, que yo sepa —explicó tranquilo—. Hicimos un trato, ahora hemos vuelto a hacer otro.

—¿Qué pasa con nosotros? —Preguntó ansioso—. ¿Y con la constructora?

—Los jueces dirán —respondió desentendiéndose del asunto—. Solo espero que todo este embrollo termine lo antes posible y las obras se pongan de nuevo en marcha.

—Lo sabía… —dijo Don con las palmas de las manos húmedas por el sudor. Ardía por dentro—. Estás acabado, lo sabes, ¿no?

—No me asustas, Donoso —contestó seguro de sí mismo—. No es personal… A veces, cuando todo va bien, la vida da un giro brusco sin avisar y las cosas no salen como esperamos. Saldrás de esta, estoy seguro.

Marlena se acercó a la mesa y la conversación se detuvo.

—¿Va todo bien? —Preguntó sentándose y poniendo el bolso encima de sus piernas—. Parece que he interrumpido algo importante.

—No podría ir mejor —dijo el suizo y dio un trago de su copa de champán con la mirada clavada en el arquitecto.

—A veces, cuando todo va bien, Marlena —dijo Don parafraseando al suizo—, la vida da un giro brusco sin avisar y las cosas no salen como esperamos.

Barrio de Malasaña (Madrid)

30 de junio de 1999

En el interior de un bar cercano a la Plaza del Dos de Mayo, Ricardo se apoyaba en la barra mientras esperaba que el camarero le atendiera. Estaba allí para cumplir, callar a su madre y, de paso, encontrar al causante de que Leonor y él ya no tuvieran sexo. Encontrarse rodeado de los amigos de la chica, con los cuales apenas tenía algo en común, le importaba un carajo. Tarde o temprano, aquel joven aparecería por el local. Era una práctica común. Mientras que los hombres eran capaces de ser infieles y dejarlo todo por empezar de nuevo, las chicas preferían asegurarse de tener bien amarrado al siguiente. Ricardo sabía que no todas las personas actuaban del mismo modo y que el pasado de estas era determinante a la hora de manejar una relación. En su caso, el ejemplo lo tenía en casa. A pesar del horror vivido, su madre seguía recordando al difunto marido como si hubiese sido una buena persona. El aspirante a arquitecto se preguntaba cómo era posible, después de todo lo que había vivido entre esas cuatro paredes pero, para la memoria de su madre, la situación era muy distinta.

—Una mujer no puede andar con varios amores —decía a tenor de los rumores que llegaban del barrio. Ricardo escuchaba mientras ella juzgaba a una mujer que había sido infiel a su marido—. Yo le hice una promesa a tu padre, ante Dios, y la cumplí.

Todas aquellas horas de misa, todas esas noches rezándole a Dios para que se lo llevara. Sus plegarias se oyeron, pero la mujer jamás supo que el Todopoderoso había puesto su mano en el hombro del hijo.

Con aquella base y la escasa experiencia que tenía en las relaciones amorosas, el joven no tardó en comprender que la mente era capaz de creer lo que deseaba, fuese cierto o no, y que las relaciones sentimentales eran tan frágiles y volátiles como una servilleta de papel en plena tormenta.

Bajo la aburrida música de Los Planetas, el grupo de moda por entonces, pidió dos whiskys con cola y espero a que le devolvieran el cambio. Leonor apenas había hablado con él en toda la noche. Se comportaba como si fueran amigos, una cuestión que a Ricardo le costaba encajar tras haberse acostado con ella. La chica era el foco de sus inseguridades. No le importaba lo que contara de él, pues su opinión le daba igual. Sin embargo, las idas y venidas, el sentirse capaz de descargar toda su ira en el cuerpo de una mujer, de nuevo, hasta la saciedad y así cumplir todas las expectativas sociales que había para él, eran sus preocupaciones principales.

El joven se acercó con las dos copas y le entregó una a la chica. Ella se lo agradeció chocando su copa contra el cristal de la que aguantaba Ricardo y sonriendo como agradecimiento.

Después de la segunda copa, un grupo de chicos con chaquetas de cuero entraron en el local. Ricardo se encontraba apoyado en la pared junto a una amiga de Leonor. La chica estaba más ebria que él y buscaba un beso que él no estaba dispuesto a entregarle. Se debía a una mujer. De pronto, sintió una fuerte presión en el pecho cuando contempló el entusiasmo con el que la chica se acercaba a saludarle. Curiosamente, el chico del pendiente en la oreja, chaqueta de cuero y camiseta de Ramones, no mostraba demasiado interés. Más alto que él, agarró la segunda copa que Ricardo había comprado a su dama y se la apropió. Furioso, el joven quiso acercarse y romperle el vaso en la cabeza, pero la chica borracha que había a su lado lo detuvo.

—¿A dónde vas, colgao? —Preguntó poniendo el brazo por medio—. Ni que fueras su padre…

—Ese imbécil la está molestando —dijo y pensó que era la peor frase que podía habérsele ocurrido.

—Tío, corta el rollo y no seas tan machista —respondió la chica—. Es lo que hay, Leonor es una mujer libre.

—¿Machista? —Preguntó Ricardo—. ¿De qué cojones me estás hablando ahora?

La chica se rio.

—Joder, tronco… —respondió sorprendida—. No eres su novio… ¿Tú no pillas mucho cacho, verdad?

Ricardo no comprendía la situación ni estaba de acuerdo con unas normas que se encontraban fuera de su control. Reflexionó sobre lo que veía para preguntarse por qué las cosas no le marchaban como al filósofo danés. Puede que, sin ir más lejos, lo que necesitase fuesen unas normas. Un código sobre cómo actuar. Un patrón que no poseía.

La chica, sonriente y atrevida, intentó besarle, pero el joven la apartó con el brazo. Caminó firme hasta Leonor y se interpuso entre la amena charla que tenía con el aparente rockero.

—¿Tienes un minuto? —Preguntó con voz seria—. Necesito preguntarte algo.

—Sí, dime —dijo ella delante del otro joven.

—En privado, Leonor —insistió.

—¿Y este quién es? —Preguntó desafiante el joven. Ricardo solo deseaba abrirle la cabeza con un cristal—. ¿Conoces de algo al rarito este?

La chica empujó a Ricardo para evitar una discusión y ambos salieron a la calle.

—¿Qué te pasa, tío? —Preguntó ella pidiendo explicaciones—. ¿Se te ha cruzado el cable?

—¿Por qué le miras a él de forma diferente? —Preguntó Don sereno y con voz pausada. La chica parecía confundida por su reacción—. ¿Es él con quien te acuestas ahora?

—¿Perdona? —Dijo ofendida—. Tío, paso de esto… ¿Sabes? Creo que has bebido demasiado… Será mejor que te pilles un taxi.

Ricardo se quedó sin palabras. Era su primera discusión con una chica.

—Lo siento —se disculpó, no por lo que había hecho, sino por lo que estaba a punto de hacer. Ella se acercó a él, le dio un abrazo y después un beso en los labios.

—Anda, vete a casa.

Esas fueron sus últimas palabras aquella noche.

De camino a su domicilio, Ricardo entendió que, si las normas existentes no funcionaban con él, puede que tuviera que invertir aquello y crear unas nuevas. Haría lo que estuviese en su mano por deshacerse de aquel tipo con tal de ocupar la atención de la chica.

Pero no siempre el fin justificaba los medios.