CAPÍTULO 6

Barrio de Salamanca (Madrid)

12 de mayo de 2016

Despertó empapado de sudor y con los músculos doloridos. Un sueño incómodo se esfumaba de su memoria tan rápido como iba recuperando la consciencia. Saltó de la cama y miró el reloj. Eran las cuatro de la madrugada, apenas había dormido un total de cinco horas, pero no le importó. Se extendió en el suelo e hizo varias series de flexiones y ejercicios abdominales. Después se observó a sí mismo en el espejo, sin camiseta y con los ojos encendidos como si dos llamaradas iluminaran el interior de su mirada. Se duchó con agua helada, se vistió y caminó hasta la cocina. Estaba dispuesto a hacer lo que fuese con tal de quitarse de encima la conversación telefónica.

De nuevo, volvió a posar la mirada sobre el ordenador portátil de aluminio que se encontraba donde lo había abandonado la noche anterior. El reloj marcaba las cinco de la mañana, así que tendría una hora hasta que llegara Mariano para llevarlo a la oficina. Una fuerte presión se colocaba en la parte inferior de su pecho izquierdo. Ansiedad, eso era lo que padecía. El ejercicio físico había aliviado el malestar pero la sensación seguía ahí, en el interior de su cuerpo. Pensó en meditar durante unos minutos, pero se encontraba demasiado inquieto como para relajarse. Durante muchos años, la meditación le había servido como vía de escape temporal para apaciguar los achaques que la ansiedad le producía. La ansiedad por matar, por oler la sangre y sentirse vivo de nuevo. La ansiedad por ser encontrado y destapado ante el mundo. A diferencia de otras personas, Don funcionaba de un modo muy mecánico, similar al de una batería de teléfono móvil. Cada vez que actuaba, se recargaba hasta el límite. Una vez soltaba el cadáver, poco a poco, la sensación se desvanecía, la barra tomaba un color rojizo y explotaba hasta llegar a su capacidad mínima. Esa sensación de vacío lo mataba por dentro, así que entendió que debía evitar como fuese llegar a ese extremo. Habían pasado dos meses desde el suceso de Riga, tiempo suficiente para centrarse en otros ámbitos de su vida y llevar un ritmo aparentemente normal, pero, al parecer, llevarse consigo la vida de Bogdánov le supo a poco.

Para su infortunio, una vez dentro de ese estado, le resultaba muy complicado pensar con claridad y detectar que la causa de su nerviosismo era ella, Marlena, esa misteriosa gente que lo observaba y la posibilidad de ser víctima de una investigación por la muerte de un desconocido.

En el salón quedaban restos de comida oriental para llevar.

La comida a domicilio le hacía sentir joven, le recordaba a sus años de universidad que, de a su modo, habían sido felices. La gente solía pensar que el estatus social o las grandes fortunas excluían por completo a la gente rica de los placeres que se encontraban al alcance de todos, sin embargo, el mundo estaba muy equivocado. Más allá de los restaurantes con terraza en lo alto de los casinos, las fiestas en los yates con botellas de champán y las suculentas reuniones en el club de golf de turno, uno de los caprichos que volvían locos a todos los adinerados era la comida rápida. Poniendo a un lado a los quisquillosos que cultivaban los músculos de su cuerpo por encima de sus posibilidades, platos tan simples como la pizza o los tallarines orientales eran, además de un apetitoso manjar, un billete de ida a la despreocupación, a los años de juventud en los que lo último que importaba eran las cuentas bancarias. Don era consciente de ello. Sabía de dónde procedía y, a pesar de haber eliminado hasta la última huella de su pasado, guardaba algunos recuerdos con él. Con los años había observado la transformación de las personas. Los adultos no dejaban de ser niños protegidos por decenas de corazas para protegerse de la sociedad. Poco se podía hacer contra ello. Criticar las bases de las sociedades modernas suponía una pérdida de tiempo y un gasto de energía innecesario. Los teóricos se habían molestado durante siglos sin cambiar nada. Para el arquitecto, lo más inteligente era adaptarse a las normas, ser parte del sistema y lo suficientemente ávido para pasar desapercibido.

Él sabía que, al final del día, todos pensaban en comerse esa porción de pizza que tanto odiaban.

Había pasado la noche anterior investigando sobre lo sucedido. En internet, la prensa alemana nacional no se había hecho eco del suceso, solo la berlinesa. Un hombre había perdido la vida tras caer desde una tercera planta. Todo se debía a un fallo de obra en las escaleras del complejo. Un asunto extraño que encendió las alarmas del arquitecto. Las escaleras, una vez construidas, estaban preparadas para aguantar, por muy grande que fuese, el peso de una persona humana. Para caer al vacío, alguien tendría que haber provocado el accidente. De todos modos, era una primera hipótesis absurda y completamente descartable. Los propios encargados de obra se habrían dado cuenta de ello y solo el personal autorizado tenía acceso al espacio. Siguió buscando sobre la identidad del hombre. Tal vez, de ese modo, se podría iniciar algo.

Para su infortunio, Don se convertía en el responsable de lo que ocurría en el interior de la construcción hasta que estuviera terminada. Eso le ponía en una situación peligrosa, además de manchar el nombre del estudio algo que, tarde o temprano, sucedería.

En un arrebato, se acercó al ordenador y lo encendió. Comprobó las notas que había dejado sobre la mesa la noche anterior. El nombre del francés y otro de una segunda persona, Hans Baumann, un suizo de Zurich con procedencia germana y del que poco pudo encontrar. Los dos nombres juntos en el mismo papel. El sol todavía no había salido y la ciudad se mantenía oscura y amarillenta por las farolas de la calle. Entonces observó las fotos de esos dos tipos. El francés, con su cabello canoso hacia atrás y los pómulos alargados, sonreía con aires de superioridad en todas las instantáneas. Por el contrario, Baumann tenía un semblante serio y los ojos brillantes, como si ocultara el mismo secreto todo el tiempo.

Conocía esa mirada.

Él guardaba una igual.

Todavía era demasiado pronto para llamar a Grace. De atenderle, no lo haría de buena gana, pero algo en su interior comenzó a advertirle del peligro de esos dos hombres.

Se sentó en la mesa y respiró profundamente hasta relajarse un poco. La intuición le decía que las piezas del rompecabezas no encajaban, que algo olía a podrido. Volvió a escribir el nombre de Pierre Ferrec y se sumergió en busca de un dato que le diera la razón, pero no existía nada más que un titular sobre un caso de malversación de fondos, diez años atrás.

Don tenía cierta estima a París y a Lyon, y había pasado las vacaciones en Marsella en diferentes ocasiones. Por el contrario, su cartera de clientes era escasa. Muchos franceses solían cooperar con otros franceses o vecinos que hablaran su misma lengua. Un pensamiento atrasado y chauvinista que flotaba en todos los países que habían sido un imperio en algún momento de la historia. España no era una excepción.

Aquel hombre de rostro delgado y cabello débil resonaba en su cabeza. Ferrec era un magnate francés con diferentes empresas relacionadas con el sector de la exportación de productos alimenticios y la industria automovilística. Su nombre había saltado a las portadas de revista por algún que otro escándalo sadomasoquista cometido durante sus años de matrimonio, veinte años atrás, los cuales terminaron con este. Pero los chismes de prensa rosa no eran lo que habían puesto el ojo del arquitecto en su nombre. La noticia que había resaltado hablaba de Pierre Ferrec y un asociado. Ambos habían sido juzgados por uso de sociedades mercantiles con las que se pretendía rebajar los controles sobre el uso de los fondos públicos que manejaban. En ese caso, las sociedades se empleaban supuestamente para facilitar la adquisición con sobreprecio de empresas en otros países. La noticia databa de finales de los noventa. Eso fue todo. Los diarios no se hicieron eco de lo que sucedió tras el juicio, y si lo hicieron, no había rastro en la red, aunque el arquitecto no necesitó pruebas para hacer sus propias cábalas.

Prosiguió con Hans Baumann, del cual no había rastro alguno en la red salvo el nombre que aparecía en la página web de la sociedad. Eso sí que era extraño, pensó. Hasta Ricardo Donoso tenía un lugar en el ciberespacio. Emular las vidas de otros era la única forma de permanecer vivo dentro de la sociedad. Los desconocidos tendían a señalar a todo aquel que fuera en contra de lo establecido. Por otra parte, imitar esos comportamientos, por muy banales que fuesen, le proporcionaba la falsa sensación de seguridad y cordura, de absoluta normalidad humana. Para él era fascinante cómo algunas personas buscaban ser diferentes toda su vida mientras que otras trataban, justamente, lo contrario.

Harto y sin importarle en absoluto el descanso de sus vecinos, caminó hasta el equipo de música y pulsó el botón de reproducción. La fuerza de la «Sinfonía número 5» de Beethoven llenó el salón con fuerza.

Don levantó los brazos y gritó fuerte bajo la música, lleno de furia en un lamento de desahogo mientras los primeros rayos del sol alcanzaban la alcoba por la ventana.