CAPÍTULO 25

Barrio de Salamanca (Madrid)

22 de mayo de 2016

El arquitecto se despidió de su empleado, pese a la insistencia de ser acompañado. Cruzó el portal de hierro y subió al ascensor. Estaba destrozado moralmente. Al introducir la llave, notó cómo alguien había forzado la cerradura. Don no estaba asustado, sino más bien afligido por una cuestión sentimental. Por primera vez, experimentó lo que se sentía cuando alguien le rechazaba en la vida real, con sentimientos por medio. Hubiese deseado cruzar la puerta y encontrar a cuatro maleantes con ametralladoras que lo derrumbaran de un disparo, pero no fue así. El yunque emocional pesaba sobre su estómago y, a cada minuto que pasaba, se hacía más y más grande. Empujó la puerta hacia dentro y dio un vistazo rápido para después ponerse en alerta. No encontró a nadie extraño. Como había explicado Mariano, las cámaras se encontraban desconectadas. Era evidente que alguien había pasado por allí, incluso no se habían molestado en ocultarlo al dejar un vaso de agua de muestra sobre la mesa de la cocina. Una vez se hubo asegurado de que no había nadie más que él, buscó algún tipo de mensaje oculto por los cajones, pero no encontró nada. Todo resultaba demasiado extraño. Si lo que pretendían era asustarle, no lo iban a conseguir de ese modo.

Sacó el teléfono móvil y escribió un mensaje de texto a su chófer para asegurarle de que se encontraba a salvo. Después se acercó a la ventana y vio cómo el automóvil desaparecía calle abajo.

Al fin, había llegado a su propia casa, su templo espiritual, el único hábitat en el que podía sentirse recogido, a pesar de que ya no fuera un lugar seguro. Le dolía la cabeza y estaba demasiado cansado para tomar decisiones sobre el futuro. Descalzo, caminó hasta la cocina, se preparó un whisky con hielo y se acomodó en el sofá. Agarró el ordenador portátil pero no lograba arrancar. Don dedujo que se habría quedado sin batería. Encendió la televisión cuando sonó el teléfono móvil.

Un mensaje de texto. El número era desconocido.

«MIRA BAJO EL SOFÁ».

Don miró a su alrededor, pero no había nadie. Después cerró las cortinas y comprobó las cámaras de seguridad. El teléfono volvió a sonar.

«AHORA».

Introdujo la mano bajo el sofá y palpó algo que parecía papel rugoso. Cuando lo sacó a la vista, encontró tres fotos Polaroid. La primera era de Baumann, amordazado y sin vida, ahogado en la bañera manchada de sangre. Los temblores no le dejaban pensar con claridad.

La segunda foto era de Ferrec, pálido, retorcido en el suelo y con una mancha blanca en la comisura de los labios. Tenía el aspecto de alguien que había sufrido segundos antes de morir. Temeroso, cogió la foto y la movió lentamente hasta dejarla detrás. No le gustó lo que veía, no quiso creer que fuese real. En la tercera foto aparecía Marlena, vestida como la había dejado unas horas antes. Era una foto frontal. Por un momento, Don creyó sufrir un delirio. Agarró, de nuevo, el teléfono, que se le escapaba de las manos, y marcó el contacto de Marlena.

—¿Sí?

—¿Estás bien? —Preguntó con ansia—. ¿Estás bien, Marlena?

—Sí… Ricardo… —respondió algo asustada—. ¿Qué te ocurre?

—Nada, nada —dijo y colgó. Craso error, pensó.

De pronto, el aparato volvió a sonar. Miró la pantalla y vio que era número oculto. Primero pensó en no atender la llamada, pero debía ser coherente y enfrentarse a su propio destino.

—¿Quién eres? —Preguntó al descolgar—. ¿Qué quieres de mí?

Se escuchó una respiración al otro lado.

—Señor Donoso o, mejor, señor García Donoso… —dijo la voz masculina. Parecía distorsionada con algún tipo de efecto digital—. No puede seguir huyendo. El mundo es un lugar pequeño.

—No sabes con quién estás tratando —respondió furioso con el aparato al oído—. Tarde o temprano, daré contigo y te abriré en canal, hijo de perra.

—Sí, sí que sabemos con quién hablamos… —dijo la voz relajada—. Sabemos que mató a su padre cuando era un chaval, a un joven estudiante de Ciencias Políticas mientras estudiaba en la universidad… También lo que le hizo a ese empresario catalán, sin contar al traficante ruso… Conocemos que siguió actuando en solitario durante muchos, pero que muchos, años… y también estamos al tanto de lo que le hizo a ese suizo en Stuttgart y al magnate francés en Ginebra. La lista es larga, señor García Donoso, pero no creo que sea necesario hacerle recordar… ¿Verdad?

—¿Quieres dinero?

—No —dijo la voz—. El dinero ya lo tenemos. Precisamos su ayuda.

—Ajá, mi ayuda… —respondió. Don contemplaba las fotos. Esperaba que solo fuese una pesadilla y poder despertar en cualquier momento—. No hago favores a chantajistas.

—No me malinterprete, no le pedimos ayuda… la precisamos.

—¿Qué sucede si me niego? —Preguntó desafiante—. Pienso rastrear su llamada.

—Hágalo, atrévase —contestó. El hombre que hablaba parecía hartarse de la insolencia de Don—. Lo perderá todo… La chica, la empresa, todo… Su vida saldrá a la luz pública. ¿Acaso se cree que un ángel lo ha estado protegiendo todo este tiempo?

El arquitecto respiró profundamente y apretó con fuerza la fotografía. Se preguntó cuánto sabría aquel hombre. En efecto, más de lo que jamás hubiera imaginado. Debía proteger a Marlena a toda costa. Debía protegerse a sí mismo para que ella nunca supiera la verdad.

Siempre había un precio que pagar, se repitió.

—Una condición.

—No hay condiciones aquí —respondió con autoridad—. Ya le hemos dado suficientes libertades.

—La chica, dejadla en paz.

Si el enemigo era más fuerte, había que unirse a él hasta que pudieras exterminarlo con tus propias manos, o eso pensaba el español.

—Hará todo lo que se le pida —replicó—. A partir de ahora, trabaja para nosotros.

—¿Quienes sois vosotros?

—Pronto lo sabrá —respondió y emitió un ligero suspiro—. Ahora, baje a la calle. Un coche le espera.

El interlocutor cortó la llamada. Don se quedó pasmado con el teléfono en la mano. Le temblaban las piernas y un fuerte golpe de ansiedad recorrió su pecho. Por un momento, creyó que se quedaría allí clavado para siempre. Cuando recuperó el aliente, comprobó la calle por la ventana, pero el vehículo de Mariano ya no estaba allí, ni parecía haber otro esperándole. Se puse el abrigo y cerró la puerta con la incertidumbre de si volvería a él más tarde. Las cartas estaban echadas y a él le tocaba jugar su partida.

En la entrada del rellano no había vigilante como era de esperar. Salió al exterior y atravesó el portón de hierro. La lluvia golpeaba con fuerza sobre su cabello y hombros. Desesperado, había bajado tal y como se lo había dicho ese hombre. Pensó que, tal vez, lo hubiese imaginado, que todo fuese producto de esa enfermedad incurable, pero se equivocó. Segundos después de plantarse en la calle, un coche negro y alargado se detuvo en doble fila. El conductor era un hombre grandullón con gafas de vista y cristales tintados. Las ventanillas traseras eran opacas, por lo que no pudo ver quién se sentaba en la parte de atrás.

Como si conociera el protocolo ante esas situaciones, el arquitecto se acercó con paso firme hasta la puerta trasera, abrió y se introdujo en el vehículo. Después el coche se perdió en el cruce del final de la calle, bajo la lluvia de una noche húmeda y oscura que se había vuelto fría como el invierno.