CAPÍTULO 11

Hotel de Rome, plaza Bebelplatz (Berlín)

14 de mayo de 2016

El gris temporal había amainado en cuestión de horas. Los rayos de sol primaveral hicieron su aparición cuando Don y Marlena llegaron a lo más alto del edificio. Desde la terraza del bar del Hotel de Rome de Berlín se podía observar lo más alto de la Bebelplatz, las cúpulas turquesas de las iglesias y una panorámica del resto de terrazas de la ciudad. Era una imagen bella, comparable a la que Don había tenido en lo alto del Casino de Madrid, aunque, para su gusto, la capital española resultaba difícil de superar.

Sentados en dos sofás, bajo una sombrilla y alrededor de una mesa de mimbre, Don no tardó en reconocer la figura de la elegante Grace Smith, acompañada de otros dos hombres que, por sus rostros, se podía saber que eran británicos. Frente a ellos, vestido de traje azul entallado y con un semblante desconcertante, tal y como aparecía en las fotos, se encontraba Hans Baumann, con su pelo acicalado y gemelos dorados en los puños de la camisa. Don pensó que sería más corpulento, al menos, más alto, pero lo cierto era que Baumann tenía una fisionomía parecida a la del arquitecto. Desde la distancia y antes de que notaran su presencia, puedo atisbar que la conversación era en inglés y que gozaba de un tono relajado. Eso le hizo reflexionar y dedujo que Grace no había soltado la bomba todavía.

—Buenos días —dijo Don en inglés frente a la mesa con un tono seguro y grave. Los rostros se giraron y Grace esbozó una sonrisa de alegría que se desvaneció al notar la presencia de Marlena, aunque intentó mantenerla para evitar la vergüenza—. Mi nombre es Ricardo Donoso y esta es Marlena Lafuente, la ingeniera y segunda responsable del proyecto.

Los hombres se levantaron de sus sillas. La sorpresa no la había dado el arquitecto. Tras estrechar las manos, se fijaron en la ingeniera española, especialmente Baumann, quien la besó en la mano. Marlena no pudo evitar contener en sonrojo. El gesto irritó a Don, pero prefirió guardar las apariencias y se dirigió a la abogada inglesa, que observaba la escena.

—Grace —dijo entregándole la mano antes de que ella le diera un beso la cara. Debían mantener las apariencias, mostrar que estaban allí reunidos por una razón única y exclusivamente profesional—. ¿Alguna novedad?

Ella negó apretando los labios.

Don se apartó y dio paso a Marlena. La abogada, que sabía cómo comportarse ante una situación así, dejó muy claro quién estaba por encima. Las mujeres también marcaban su terreno, incluso cuando se encontraban fuera de la toma de decisiones. Para Grace, la española no estaba a su altura, aunque se preguntó, por un instante, si tendría algo con su jefe. Era tremendamente hermosa, mucho más joven y más atractiva que ella, algo que, difícilmente, iba a reconocer. Las mujeres estrecharon las manos y tomaron asiento.

Mientras los ingleses bebían agua con gas y una rodaja de limón, Hans Baumann sujetaba un Martini en su mano. Don pidió otra botella de agua para él y observó cómo el suizo miraba a su acompañante, que intentaba evitar los ojos de Baumann a toda costa. Aquello le puso algo más nervioso de lo que ya estaba. Se preguntaba si era parte de su carácter o si realmente le había echado el ojo a la mujer. De ser así, no estaba dispuesto a entrar en su juego.

—Ahora que estamos todos —dijo un hombre con sobrepeso, vestido de traje azul marino, camisa blanca y gafas sin monturas. Su nombre era Peter Coleman, uno de los inversores que iba acompañado de James Hill, el consejero del fondo—, podemos empezar, ¿no creen? El señor Hill y yo solo tenemos algunas horas antes de volar a Monte Carlo.

—Entiendo —dijo Hans Baumann.

—¿Dónde está Monsieur Ferrec? —Preguntó Don clavando su mirada en el suizo—. Pensé que se encontraría también aquí, con nosotros.

Baumann dio un último trago a su bebida y se limpió la comisura de los labios con los dedos pulgar e índice.

—El señor Ferrec tenía otros asuntos pendientes en Ginebra y se ha visto impedido para desplazarse hasta aquí —explicó. Don pudo leer la mentira en sus ojos, aunque era un profesional bastante convincente—. Por eso, me gustaría comunicarles una disculpa oficial por mi parte y la de mi socio, el señor Ferrec.

—Disculpas aceptadas… —interfirió Peter Coleman. El inglés era un perro viejo y no le gustaba perder el tiempo—. La señorita Smith nos ha puesto al corriente de lo sucedido… Una desgracia que esperemos que se resuelva, pero debemos seguir el curso de las negociaciones. Temo que usted se hará cargo del asunto, señor Donoso, y que sabrá cómo ingeniárselas para que esto no se convierta en un escándalo a nivel nacional, ¿verdad? De ser así, nadie querrá habitar el edificio.

—Haré lo que tenga que hacer para que no salpique a ninguno —respondió Don y miró al suizo. Baumann parecía expectante por las palabras del español. Estuvo muy cerca de mencionar que había algo extraño en todo aquello, pero no lo hizo. Su intuición le indicó que guardara silencio. La mirada del suizo valía más que una excusa—. No se preocupen. Recuerden que la gente olvidará esto. Siempre lo hace.

—Usted haga lo suyo —añadió James Hill, serio, más delgaducho que su compañero y con el cabello canoso lleno de gel capilar—. Nosotros nos encargamos del resto… ¿Ha reclamado algo la familia del fallecido?

—Nadie se ha pronunciado —intervino la abogada desde su asiento—. Será cuestión de tiempo.

—Si no les importa —añadió el suizo con una sonrisa—, mi socio y yo nos encargaremos de compensar la pérdida. No nos supone un problema.

—Bueno… —dijo Coleman mirando por encima de sus gafas—. No es mala idea, hagan lo que crean necesario… Pero no quiero ver mi nombre en ninguna parte, ¿entendido?

—Ni el del fondo —añadió su compañero—. Señor Donoso y señora Lafuente, confiamos en que sepan llevar este asunto de la mejor forma posible. Los accidentes suceden, no es la primera vez que veo algo así en mi carrera. Sin embargo, pueden terminar muy mal, sobre todo, cuando se negocia con millones de euros… Así que sean precavidos.

Marlena asintió. Don la miró y parecía incómoda, como si la presión de aquellos hombres estuviera ahogándola. El arquitecto estaba acostumbrado a ese tipo de situaciones. En esa mesa, él no tenía mucho que decir: trabajaba para los ingleses y había fallado en su parte del trato, aunque no fuese cierto. De nada habría servido excusarse y echarle las culpas a otra persona. Eso solo lo hacían los perdedores. Así que optó por mantenerse callado, asumir las consecuencias y buscar una solución a todo ese embrollo. Salirse del proyecto, no solucionaría nada. A veces, Don observaba las reuniones de negocios como si fueran tablero de ajedrez. Era buen jugador. En el mundo financiero, existían tres tipos de jugadores: los que jugaban por estatus social, como símbolo de inteligencia, buscando solo a aquellos a los que podían ganar y eludiendo enfrentamientos con profesionales. Otros, quienes lo hacían por fascinación y, finalmente, quienes llevaban la partida más allá del tablero. Don pertenecía a este último grupo. Sabía cuándo ocupaba la posición de rey y cuándo la del caballo. Sabía cuándo atacar y cuándo preparar una ofensiva.

—¿Y usted? Señorita… —dijo Baumann dirigiéndose a Marlena y chasqueando los dedos intencionadamente, como si hubiese olvidado su apellido.

—Lafuente —dijo ella—. Marlena Lafuente, señor Baumann.

—Correcto —respondió y terminó su cóctel—. ¿Qué tiene que decir usted? También está sentada en esta mesa.

Todos desviaron su atención hacia la española, pero Marlena no dudó en su respuesta. Don temió que dijera alguna insentatez.

—No tengo nada que añadir que no haya dicho ya el señor Donoso —contestó—. No estoy aquí para opinar, señor Baumann.

De pronto, la pareja de ingleses se puso en pie.

—Dicho esto —respondió Coleman—, si nos disculpan, debemos marcharnos.

—Lamentamos que haya sido tan breve, pero nuestro trabajo aquí ha terminado —añadió Hill, su compañero—. No duden en informar a la señora Grace de cualquier incidencia, una vez hayan revisado los edificios y comprobado que todo está en orden.

—Por nuestra parte —sentenció Coleman—, tienen el beneplácito para hacer lo que sea necesario, siempre y cuando no interfiera en los intereses de la compra.

A Don le gustó esa frase. Hacer lo que fuera necesario.

Estrecharon las manos nuevamente y se despidieron desapareciendo por la entrada a la terraza. De pronto, el español se encontró en un circo romano de miradas entre Grace, Marlena y Baumann.

—Puntualidad británica —comentó el suizo—. No todos la tienen.

El comentario hacía alusión a los españoles, algo que Don prefirió ignorar.

—A la señora Lafuente y a mí —dijo el arquitecto retomando el control de la mesa. Una vez hubieron desaparecido los inversores, él se encontraba en una posición favorable—, nos gustaría visitar el edificio donde sucedió el accidente. Tal vez, de esa manera, saquemos algo en claro de una vez.

Su mirada se clavó en la del suizo que, sentado en el sofá y con un brazo extendido, miraba desafiante con el mentón inclinado al español.

—¿Qué escondes, hijo de perra? —Se preguntó Don para sus adentros.

Calle Behrenstraße (Berlín)

14 de mayo de 2016

El edificio, donde se había producido el accidente mortal, se encontraba en la misma calle, no muy lejos del hotel por lo que, una vez hubieron abandonado el hotel, caminaron aprovechando que había salido el sol.

La abogada y el empresario suizo decidieron acompañar a la pareja hasta el edificio. Don no había contado con ello, pues pensó que les dejarían trabajar solos y así podría ganar terreno en su acercamiento a Marlena. Empezó a preguntarse si había sido buena idea después de conocer a Baumann. No había duda de que le había echado el ojo a la ingeniera, y tampoco se molestaba en ocultarlo. Sin planearlo, el grupo se dividió en dos parejas a medida que caminaban en dirección a la construcción. Hans Baumann no tardó en dar la espalda a Grace Smith, por quien no tenía interés alguno más allá de lo profesional. Por su parte, la mujer inglesa aprovechó la coyuntura para acercarse a su antiguo amante, Ricardo Donoso, que sufría al ver cómo la situación había tomado otro rumbo.

—El edificio no se encuentra muy lejos —dijo Grace rompiendo el hilo—. Nos vendrá bien caminar. En Londres, la primavera todavía no ha llegado.

—Me alegro de verte, Grace —respondió Don, una vez más, ignorando lo que su interlocutora decía—. Tienes buen aspecto.

La mujer se sonrojó por un instante, aunque volvió a sí misma en cuanto escuchó la risa que el suizo había provocado a Marlena.

—Es muy bonita —respondió ella—. ¿Es tu pareja o una amante más?

—No te pongas celosa —contestó Don. Grace sacó un cigarrillo de su ligero bolso de Prada—. Es mi empleada. Nada más.

—¿Ahora lo llamáis así? —Preguntó con sarcasmo—. El único que está celoso eres tú… No temas, es un payaso.

Don y Grace caminaban a una distancia considerable para que los otros dos entendieran lo que decían. A sus espaldas, podían oír las bromas fáciles que el suizo le hacía a Marlena para agasajarla. A Don no le hacían falta más pruebas para saber que estaba flirteando con ella. Se preguntó si la ingeniera haría lo mismo o, simplemente, seguía su juego.

—No es ella quien me preocupa —reconoció el arquitecto—. Hay algo en todo esto que no me encaja, Grace. Hablo del accidente.

—¿A qué te refieres? —Preguntó la mujer intrigada con el cigarrillo entre los dedos—. ¿Has descubierto algo por tu cuenta?

—No, no he descubierto nada —contestó. La expresión de congoja de la mujer desapareció—. Es mi instinto… y mi instinto nunca falla.

Quince minutos más tarde alcanzaron el enorme edificio de la calle Behrenstraße. La fachada se encontraba cubierta por una lona para prevenir desprendimientos sobre la carretera. Varios andamios llegaban hasta lo más alto del edificio. El interior permanecía en obras, manchado y se podía oler a yeso.

Grace Smith sacó un teléfono móvil de su bolso, apagó el cigarrillo en el suelo y marcó un número de teléfono. Después se dirigió al encargado de supervisar la obra en inglés y, minutos más tarde, un hombre de aspecto alemán con el pelo ensortijado, estatura media y complexión fuerte, apareció vestido de camisa y vaqueros y con un casco blanco sobre la cabeza.

Guten Morgen —dijo el hombre con una sonrisa. Tenía el rostro rosado como un cerdo. Puede que hubiese pasado algunos días bajo el sol. Hicieron una ligera presentación y entraron en el edificio. El hombre los condujo hasta la tercera planta, donde la cinta policial impedía el paso—. Debió de caer por esa escalera. Al parecer, había un error de cálculo en los planos.

La obra estaba paralizada debido a la investigación rutinaria que la Polizei llevaba a cabo. Don se preguntó si sería legal encontrarse allí, pero se dio cuenta de que no era así cuando dos agentes de policía aparecieron por las instalaciones.

—¿Qué le dijimos? —Preguntó el agente eludiendo al resto—. Hagan el favor de marcharse de aquí y respeten nuestro trabajo.

El hombre alemán se acercó a los agentes y les explicó quiénes eran sus acompañantes. La flexibilidad de los policías no se debía a la obra sino a los intereses que el propio Ayuntamiento de Berlín tenía en que se llevara a cabo la renovación.

—Han venido a supervisar los planos, solo eso —comentó el hombre en alemán. Don se adelantó acercándose a los policías.

—No tienen por qué preocuparse, estamos comprobando qué ha podido fallar —dijo en alemán. Grace y Marlena parecían sorprendidas por la fluidez que tenía el arquitecto—. Nuestras intenciones no son las de interferir en su labor.

—¿Y usted quién es, señor? —Preguntó uno de los agentes.

—Ricardo Donoso —contestó. Don era más alto que los agentes, aunque menos corpulento—. Mi trabajo es el de renovar el edificio.

—Ajá, un español —dijo con desprecio—. Pues hágalo bien, no queremos que muera más gente.

—Por esa razón, me encuentro aquí.

—Me temo que necesitará un permiso —explicó el agente—. Sin él, no pueden estar aquí.

Don miró al empleado alemán, que se encogió de hombros.

—Lo hemos pedido, pero la burocracia…

El arquitecto debía buscar una alternativa. Aquel asunto sería más tedioso de lo que había imaginado.

—Gracias y que tengan un buen día, agentes —contestó despidiéndose y regresó a los tres que esperaban a unos metros distanciados de los policías—. Aquí no hay mucho más que hacer mientras sigan merodeando. Si no hay permiso, no se puede hacer nada.

Al escuchar la negativa, Grace salió disparada contra el encargado alemán para pedir explicaciones. Baufmann esperaba de brazos cruzados a varios metros, junto al ascensor. Fingía estar aburrido, pero Don sabía que se había salido con la suya. Después se le acercó Marlena y el suizo se alejó para hacer una llamada. Con cierto secretismo, comenzó a murmurar en francés por el aparato. Don concentró su atención, pero no logró captar nada.

—¿Ahora qué? —Preguntó la ingeniera—. ¿Qué va a pasar contigo?

—Se alarga la estancia, Marlena —explicó mientras miraba por encima de su hombro al suizo—. Será mejor que bajes el tono, creo que él no sabe nada.

—Yo me quedo contigo, Ricardo.

La respuesta provocó una ligera risa en el español.

—Eso lo tendré que decidir yo —dijo altivo—, pero… gracias.

—Bueno… —recapacitó la chica—. Me quedaré si me necesitas, claro.

—Una de las virtudes de ser suizo —dijo Hans acercándose por detrás de la chica—, además de hablar dos lenguas, es que podemos ver y entender los defectos de la cultura alemana.

—¿Qué quieres decir? —Preguntó Marlena.

Hans señaló a los agentes que hablaban con Grace y el subordinado alemán.

—Esa gente no cederá, son impasibles —dijo frotándose el mentón con una sonrisa en la cara. A Don le hubiese gustado clavar su puño en ella. El suizo se acercaba a la española—. A diferencia de ustedes, los españoles, el alemán es incapaz de improvisar y, lo que es peor, a tomar una responsabilidad que extralimite sus competencias… Por tanto, presiento que el esfuerzo de la señora Smith está siendo en vano.

Don pensó en lo que había dicho Baumann.

—Sin permisos, estamos perdiendo el tiempo.

—Bueno, ya que se encuentran aquí… —comentó el suizo—. ¿Conocen la ciudad?

—Sí —dijo Don.

—No —contestó Marlena con entusiasmo. Después vio la mirada de su jefe—. Perdón.

—Vaya, siempre hay una primera vez para todo —dijo—. Estoy seguro que les va a encantar. Mi avión no sale hasta mañana… ¿Qué les parece si pasamos esta agonía juntos? Al fin y al cabo, todos estamos metidos en el mismo problema…

—Me parece un plan fabuloso —respondió Grace Smith acercándose al grupo—. Esos agentes han podido conmigo, pero mañana tendremos el permiso para entrar en la obra. Ese incompetente se encargará de ello.

—¿Qué piensan ustedes, señor Donoso y señora Lafuente? —Preguntó el suizo inclinando la cabeza—. Después de haber vivido diez años en esta ciudad, les aseguro que no se arrepentirán de lo que verán si me acompañan, aunque son ustedes quienes toman la última palabra.

Marlena sonrió a la proposición del suizo, que se esforzaba por ser, aparentemente, amable con la pareja española. El arquitecto miró a la inglesa y vio cómo se mordía el labio inferior mientras esperaba una respuesta por parte del español. Sabía que era discreta, pero también que se ponía muy pesada después de dos copas de vino tinto.

A Don no le apetecía en absoluto la idea de pasar el resto del día en grupo. Quería que la jornada fuese para él y Marlena. Se había imaginado a los dos paseando juntos cerca del Rin, pero no tuvo opción. Puede que, con un poco más de tiempo y algunas copas en el cuerpo, al suizo se le aflojara la lengua y terminara dando algo de información relevante. Era cuestión de emborracharlo, tenía aspecto de bebedor activo.

Se dijo a sí mismo que lo intentaría y después se marcharía con su acompañante para disfrutar del resto de la tarde.

Era su oportunidad y no sabía cuándo volvería a tener, de nuevo, una ocasión así.

Baumann no tuvo impedimentos para reservar una mesa en uno de los restaurantes más famosos de Berlín, el Fischers Fritz, situado en el interior del lujoso hotel Regent y galardonado con dos estrellas Michelin desde hacía años. Dieron una breve vuelta por el centro. Marlena se deleitaba con el diseño de las torres de oficinas y los edificios de Potsdamer Platz, el monumento en memoria de los judíos asesinados o la sensación de libertad y modernidad al caminar por Ebertstraße, con sus anchas aceras, establecimientos de diferentes países y multiculturalidad, y cómo todo cambiaba rodeándose de lujo y grandes marcas cuando atravesaba la famosa Puerta de Brandenburgo y se adentraba en el corazón de la calle Leipziger. Pese a todo el dinero extranjero que entraba en la ciudad y la cantidad de ciudadanos foráneos que la capital había acogido en la última década, Berlín seguía marcada por un muro imaginario financiero. Don, que había viajado más que la ingeniera, podía encontrar los resquicios de los bloques soviéticos de ocho plantas en algunas partes, deteriorados y con un futuro aterrador. La mayoría de aquellos apartamentos se habían revalorizado y, donde antes vivía una familia alemana en cuarenta metros cuadrados, ahora lo habitaban jóvenes artistas que usaban la tarjeta de crédito de sus padres. Mientras caminaban por la calle y Baumann disfrutaba dando una lección de historia a las señoras, Don se recreaba en sus pensamientos, imaginando cómo de distinta habría sido su vida si se hubiese marchado de joven a vivir, por ejemplo, en una ciudad como aquella. Dueño de sus decisiones, estaba satisfecho por lo que había sembrado, a pesar de que las condiciones nunca fueron las mejores para llevar a cabo sus planes. Sin embargo, miró hacia atrás y, echando a un lado el episodio paternal, reflexionó sobre su adolescencia y la de sus compañeros, sobre cómo afectaba la decisión de esos padres sobre el futuro de sus hijos, más allá de escoger una carrera, un porvenir. En un momento de libertad en el que todos los jóvenes de entonces estudiaban donde querían, lo mejor que les podía pasar era que sus progenitores les pagaran un billete de ida a un lugar bien lejano. Sin embargo, el paternalismo y la protección familiar eran capaces de hundir todo aquello. Don se preguntó que habría pasado si, después de todo, hubiese decidido volver al barrio, al nido familiar, pero aquella era otra historia.

Tras un largo paseo, el arquitecto se reunió con el trío, que parecía ensimismado con la arquitectura de la ciudad alemana y sus tradiciones. El suizo tenía verborrea suficiente para vender lo que le cupiera en el bolsillo, así que no le extrañó al español que, con apenas cuarenta años, se encontrara vendiendo propiedades de tal magnitud. Por otro lado, percibió un interés exagerado en Marlena que no supo cómo interpretar. Puede que la chica se estuviera divirtiendo y no había nada de malo en eso. Sin embargo, el arquitecto no era un buen gestor de sus emociones y los celos se apoderaban de él con facilidad.

Una hora más tarde, tomaron dos taxis que los llevaron hasta el número 49 de la calle Charlottenstraße, o lo que era igual, a la entrada del famoso hotel Regent. Don se subió con Marlena y la abogada tomó la carrera con el suizo.

—¿Te diviertes? —Preguntó el arquitecto recostándose en el Mercedes. Al fin tenían un poco de intimidad, aunque no por mucho tiempo.

—Boumann es un tipo divertido —comentó ella a escasos centímetros de Don—. Tenía otro concepto de los suizos.

—Es un charlatán, eso es lo que es —respondió Don. No pudo evitarlo—. No te creas todo lo que dice.

—¿Estás celoso? —Preguntó Marlena coqueteando con su jefe. El español sintió una punzada en el pecho. Después giró el rostro, encontró la dulce mirada de la ingeniera y se relajó. Se preguntó qué tipo de poder tenía esa mujer en él, y si eso le pasaría factura—. No seas así. Ha sido mejor que hablar con esa mujer.

—¿Grace?

—He intuido que os conocíais de antes —respondió Marlena. Era tan intuitiva como él había supuesto—. Creo que no le he gustado.

—Las mujeres sois demasiado competitivas entre vosotras —agregó Don—. Más que los hombres, diría.

El arquitecto estaba sentado en el lado izquierdo y su mano derecha caía sobre el asiento. El vehículo pasó un pequeño bache, a causa de los adoquines de la carretera. Los dedos de Marlena rozaron los de Don y él sintió el tacto de su mano, tan fina como había supuesto siempre. Deseó pedirle al taxista que diera media vuelta y que se fueran al infierno la comida y todos los planes que quedaban por hacer. Pero, una vez más, el autocontrol le detuvo.

El vehículo paró en una calle transitada ante la entrada de un enorme edificio modernista de color blanco, cuadriculado y decorado con ventanales y balcones de color verde. La entrada estaba formada por una gran puerta giratoria de cristal y adoquines de piedra verde oscura.

—Hemos llegado —dijo y sacó un billete de veinte euros que entregó al taxista.

Danke —contestó el conductor y el español hizo un ademán para que se quedara con el cambio. Abandonó el vehículo y abrió la puerta de Marlena.

—Gracias —dijo ella con aprobación. Le encantaba que él fuera tan educado, y eso lo había notado el español.

Segundos más tarde, el segundo taxi se detuvo en la puerta. Baumann, por su parte, tuvo la cortesía de abrirle la puerta a la abogada, un gesto que manifestó delante de todos los que por allí caminaban. No estaba dispuesto a rendirse.

La partida acababa de comenzar.

Restaurante Fischers Frit (Berlín)

14 de mayo de 2016

Las apariencias engañaban. Grace Smith no tardó en comentar la notoria decoración de la entrada del hotel, maravillada por los revestimientos de madera del restaurante, la moqueta, las grandes lámparas de araña que colgaban del techo, la chimenea de mármol y el refinado servicio que atendía al personal. Una característica muy inglesa que hizo sentir a la abogada como si se encontrara en una de las reuniones familiares a las que asistía a finales de cada año.

—Coleman y Hill lo habrían disfrutado —comentó satisfecha mientras caminaba hacia su mesa. Don le dio la razón, pues el restaurante se había ganado su aprobación sin haber probado bocado.

Una vez sentados junto a la ventana, en una mesa de mantel de tela blanca y cómodas sillas de tapicería marrón chocolate, pidieron vino blanco de Austria, como sugirió Baumann. Dispuesto a evitar la discusión, el arquitecto se tragó sus palabras y no opuso resistencia.

Sin olvidar de que se trataba de una comida de negocios, la conversación rompió con las formalidades, dando paso al tuteo y a los comentarios más perspicaces para saltar y sumergirse entre asuntos privados de cada persona: matrimonios, vacaciones, familia, estudios… Afortunadamente, Baumann no era del todo un cretino, así que se centró en hablar sobre él y evitar dejar en evidencia a Marlena, que asentía y sonreía al lado de Don. Por el contrario, Grace esperaba la oportunidad para derrocar a su adversaria. En una posición incómoda, a medida que los comensales terminaban los pescados, el arquitecto intentaba dirigir, sin éxito alguno, el canal de una conversación que se iba, cada vez más, hacia lo profundo de sus personas.

Don observó que el suizo tenía aguante y que el vino no hacía más que despertar su labia. Sin embargo, a Grace no le afectaba tan bien como a su compañero de mesa, y tenía los pómulos enrojecidos antes de llegar al postre.

—Me resulta muy interesante la conversación —interrumpió el arquitecto, harto de tanta sandez—, pero no puedo abandonar esta mesa sin preguntar por la identidad de la persona fallecida… ¿Sabemos de quién se trata?

Nadie esperaba una intervención así. Don había estado callado, observando al resto durante toda la comida.

—¿No puedes desconectar por unos minutos, Ricardo? —Preguntó Grace ofendida—. Mañana tendremos el permiso y la documentación de lo sucedido.

—Un operario —dijo el suizo con semblante serio. Don le miró a los ojos. Mentía de nuevo—. Una pena. Ya he dicho antes que nos encargaremos de su familia.

—¿Cómo lo sabes? —Preguntó dando un trago a su copa de vino—. Que es un operario, digo.

Marlena observó a Grace. Estaba borracha y le clavaba la mirada con desdén.

—Hasta hace unos días, era el dueño del edificio —respondió seguro de sí mismo—. Debo estar al corriente de lo que sucede en mi propia casa… ¿No crees?

—Si no me equivoco —rebatió el español—, el operario es externo a la propiedad, es decir, fueron los ingleses quienes contrataron a la constructora alemana.

Malena puso su mano sobre la pierna de Don para que dejara el tema. Fue una reacción inconsciente, pero el español supo apreciarla.

Baumann, irritado, se meció el cabello hacia atrás y después agarró la servilleta de tela para limpiarse los labios mientras masticaba. Como a Don, le gustaba crear espacios de silencio entre pregunta y respuesta. Por otro lado, el español podía leer su lenguaje corporal, el cual indicaba que se estaba preparando para mentir de nuevo.

—Siento que haya sucedido de esta forma —comentó en voz baja mirando a Grace, que tenía los ojos colorados y se veía atacada por las ganas de encenderse un cigarrillo. Para Don era curioso cómo, bajo los efectos del alcohol, toda educación se evaporaba—. No debe de ser fácil aceptar un golpe así cuando se dirige un estudio de tanta reputación… No seas muy duro contigo, Donoso.

Esas palabras generaron una combustión en el interior del arquitecto. Por alguna razón, una fuerza gravitatoria lo atascó en la silla. De lo contrario, hubiera saltado sobre ese cretino para clavarle el tenedor que sujetaba en su mano, pero no era el lugar, ni el momento adecuado. Como Don había aprendido en el pasado, la venganza era un plato frío, mucho más frío que el sorbete de limón helado que el camarero traía al suizo. Como un toro bravo, el arquitecto expulsó el aire de sus pulmones por la nariz. Necesitaba ir al baño, meterse una raya y relajarse, de lo contrario, perdería los estribos.

Salir de allí antes de cometer una estupidez en público.

—Ha sido una visita única —dijo Marlena calmando los ánimos de los varones y dirigiendo la conversación hacia otro lado—. Esta ciudad me ha sorprendido, aunque hubiese sido diferente si no hubiéramos tenido tanta suerte, ¿verdad, Ricardo?

Baumann sonrió y levantó la copa casi vacía que había frente a él.

—Pese a nuestras diferencias —dictó—, creo que acaba de empezar una gran relación en esta mesa.

Grace levantó la copa sin ánimos y con los ojos puestos en el español.

Sonó un ruido de cristales sin fuerza y todos bebieron.

Tras el café, pagaron y regresaron a la puerta del hotel. Eran las seis de la tarde y en Berlín atardecía antes que en Madrid. El arquitecto aprovechó para excusarse.

—¡Venga, hombre! —Recriminó el suizo. Parecía una fuente inagotable de energía—. Conozco un lounge-bar cerca del río increíble. Desde allí se ven las mejores puestas de sol.

Marlena observó a su jefe.

—Haz lo que desees —dijo señalando con la mirada a Baumann y a Grace, que estaba dispuesta a ahogarse en alcohol—. Necesito una ducha y aclarar las ideas.

Con el corazón en un puño y presionada por las intenciones del suizo, la española se excusó y se subió al taxi con su jefe. Como un buen jugador, Baumann aceptó la derrota y decidió pasar la tarde con la abogada.

—Podrías haberte ido con ellos —dijo tras darle las indicaciones al conductor—. No me importaba en absoluto.

—Creo que he tenido demasiado por hoy —respondió ella cruzándose de brazos. Don la miró, le hubiese gustado besarla allí dentro y quitarle el carmín de los labios—. Me daré una ducha.

Después pensó en que ese era su momento para estar a solas con ella. Debía poner su ego celoso y malherido a un lado y dar un último paseo por la ciudad, a pesar de que las fuerzas le escasearan. El Tiergarten, el famoso y gigantesco parque que habría servido como zona de caza para la aristocracia prusiana. Un pulmón verde por el que había pasado la historia contemporánea de Europa. Las imágenes de su juventud se sucedieron a cámara rápida. Su primer viaje a la ciudad con tan solo veinticinco años. Pensó que pasear por allí con Marlena le calmaría.

—Por favor, llévenos al Tiergarten —ordenó al conductor y se dirigió a Marlena con una sonrisa—. Me temo que esa ducha tendrá que esperar.

El conductor se detuvo donde Don le indicó. Se apearon del coche y se encontraron ante la entrada de un enorme vivo y colorido parque en el centro de la ciudad. Caminaron hacia el interior sorprendidos por la cantidad de gente local y turistas que compartían espacio con ellos. Durante su paseo toparon con un monumento a Otto von Bismarck, artífice de la unificación de Alemania y canciller del país en el siglo XIX. A Don le fascinaba la historia del país, no por lo que había representado durante la Segunda Guerra Mundial, sino por cómo lo sucedido anteriormente les había llevado a aquello. Pasearon en silencio coqueteando con juegos de miradas que no necesitaban palabras para comunicar lo que había dentro de sus cabezas. Cerca de uno de los canales que cruzaba el parque, algunas personas guardaban las barcas que habían utilizado. La caída del sol hacía la noche más fresca, pero eso no impedía el tránsito de los curiosos.

—Así que este es tu lugar favorito —dijo Marlena con la mirada puesta en el lago—. Pensé que me llevarías a un museo.

—No he dicho que lo sea, sino que me gusta pasear por aquí —explicó él—. Me trae buenos recuerdos.

De pronto, la chica se detuvo y miró a su jefe. Para ella, resultaba muy complicado averiguar cuándo Ricardo era el hombre que había conocido en el restaurante, lejos de ataduras y formalidades, y cuándo era el jefe que ocupaba la mesa del final de la planta durante las veinticuatro horas del día. Que Don no se abriera lo suficiente para mostrarle el camino, desesperaba a la ingeniera.

—Cuéntame algo de ti —dijo ella—. Algo que no sepa, algo que no esté relacionado con el trabajo.

—¿De mí? —Preguntó él con voz seria—. ¿Qué quieres saber?

—Venga, hombre… —replicó—. Una anécdota, un secreto. Estoy seguro que hay algo más detrás de esa armadura.

Don rio. Por mucho que ambos lo desearan, eso no iba a ser posible. Los secretos dejaban de serlo una vez eran revelados.

—Vine aquí hace unos diez años —explicó mirando a la estatua de Bismarck—, tal vez más… No lo recuerdo bien, pero no es importante. Fue el primer año que estudiaba alemán, así que pensé que sería buena idea ponerlo en práctica durante unas semanas. Había ahorrado todo el año para ello.

—¿Y lo fue?

—Ya lo creo —respondió. La historia no era así como Don la estaba contando, sin embargo, tampoco estaba mintiendo a su compañera. Don había viajado hasta allí persiguiendo a un profesor de la universidad que había abusado de sus alumnas. Primero contactaba con ellas, después las invitaba a su casa y, finalmente, las encerraba allí hasta que tenían sexo con él. Por entonces, denunciar esos actos no estaban a la orden y lo último que buscaban las chicas era cambiar de universidad. El silencio siempre fue lo más inteligente.

El profesor era un hombre prestigioso que daba conferencias sobre geometría y matemáticas por Europa. El joven estudiante pronto se dio cuenta de que le gustaba frecuentar las repúblicas ex-soviéticas que todavía no se encontraban en la Unión Europea, aunque desconocía si todo aquello sería fruto de la casualidad. Don aprendió alemán durante un año para buscarse una coartada. Después viajó en tren hasta Francia. Allí le perderían la pista. Una vez en el país vecino, no lo tuvo fácil, pero consiguió llegar hasta Berlín a través de trenes, camioneros y autobuses. Era otra época más salvaje, algo impensable de hacer en los tiempos que corrían ahora. Aquel profesor no tardó en reconocer al estudiante en un club de alterne nocturno de la ciudad. Berlín era otro lugar, una metrópolis de vicio, drogas sintéticas y experimentación. Siempre sucedía en las ciudades que se encontraban en auge y crecimiento. Bebieron, tomaron algo de coca y se emborracharon, o eso creyó el profesor. Horas más tarde y antes de que saliera el tren con destino a Frankfurt, el estudiante, convertido en verdugo, degolló al matemático en un callejón colindante a la calle Oranienburger, el conocido barrio rojo de la ciudad, una práctica que perfeccionaría con los años.

Tras la historia, que no concluyó con la muerte del conferenciante sino con otro final más colorido y agradable, Marlena le habló de ella, de lo difícil que había sido crecer en una familia de cinco hermanos, todos hombres, y una madre que la trataba como a uno más. Sin embargo, ellos nunca le hicieron la vida más difícil de lo que ya era por el hecho de haber nacido en un núcleo tan tradicional. Pronto aprendió a tratar a los chicos. El hecho de tener cinco hermanos, la convertía en algo deseable, difícil y arriesgado para muchos. Pero Marlena le confesó al arquitecto que no había tenido una relación estable hasta que se marchó de la casa de sus padres.

—Nunca tuve hermanos —dijo Don sin emoción—. Supongo que mis padres tuvieron suficiente conmigo.

—¿Ni siquiera se lo plantearon?

Don recordó a su padre atizándole a él y a su madre con el cinturón.

—Jamás pregunté —respondió—. Salí muy rebelde y a mi madre se le quitaron las ganas. Después mi padre murió en un accidente laboral.

—Oh, vaya —contestó ella abrumada—. No lo sabía. No es necesario que hablemos de ello si no quieres.

—No importa, está superado —respondió—. No fue un accidente.

—¿Cómo?

Don cogió aire y miró al agua del lago. Después giró su rostro hacia Marlena.

—Estoy seguro de que no fue un accidente —repitió—, pero nunca se demostró. Por eso, tampoco me creo que este lo haya sido. Alguien nos oculta información.

Hotel de Rome, plaza Bebelplatz (Berlín)

14 de mayo de 2016

Después de abandonar el parque, se dieron cuenta de que sus estómagos estaban vacíos y que la hora de cenar había llegado. Un Don atípico e improvisado llevó de la mano a Marlena hasta uno de esos puestos ambulantes de salchichas alemanas y pidió dos wurst con sauerkraut, o lo que era igual: salchichas alemanas con col fermentada. Como una pareja de enamorados, comieron de pie frente a una caravana que servía la comida y compartieron espacio junto a otros turistas que habían parado a cenar. Marlena disfrutaba contemplando al arquitecto comer con las manos, manchándose las comisuras de los labios y la punta de la nariz de mostaza y salsa de tomate. En un acercamiento, ella agarró una servilleta de papel y le limpió la nariz. Él se lo agradeció con una sonrisa. Ambos estaban hambrientos y no eran muy diferentes a las parejas de jóvenes que se concentraban por allí. Tras esa mirada de color oscuro y brillante, Marlena suspiró de felicidad. No lo pudo evitar y él se dio cuenta.

—No te reconozco, Ricardo.

—Maldita sea —dijo él riendo—, ahora las manos me olerán a mostaza.

A la española le gustó que detrás de Ricardo Donoso, el imponente arquitecto y señor de negocios, serio y frío como un témpano, hubiese un hombre tierno y casual, preparado para saber comportarse en un restaurante de lujo, pero también para desenvolverse en un puesto de comida rápida sin expresar queja. Esos pequeños detalles hacían florecer, de nuevo, los sentimientos que ella tenía hacia él. Al fin y al cabo, lo que la chica buscaba era encontrar un poco de naturalidad entre tanta pose.

Tomaron el último taxi que los llevó hasta la puerta del Hotel de Rome y caminaron hasta el ascensor. Ambos sintieron cómo el final de la noche se acercaba. Ella se preguntó si sería capaz de dar el paso o si lo tendría que dar ella. En silencio, Don se preguntaba si debía frenar sus impulsos emocionales, si todo aquello echaría por tierra su investigación. Se conocía a sí mismo de sobra. Si se acostaba con Marlena, pondría sus emociones por encima de la razón. Después, ella le pediría explicaciones, le pediría que se involucrara más. Don no tenía tiempo para confesiones, dolores de cabeza o dramas innecesarios. La intuición le decía que se detuviera, pero el corazón le indicaba otra cosa bien distinta.

Anduvieron por el pasillo que, para el arquitecto, parecía más largo que nunca, y se detuvieron en la puerta de la habitación de Marlena.

—Esta es mi parada —dijo sonriente mirando al arquitecto desde abajo. Don era más alto que ella y eso le hacía sentir bien—. Gracias por el día, Ricardo… Buenas noches.

Sus ojos se clavaron en los labios del hombre que tenía delante. La distancia entre los dos era minúscula.

—El placer ha sido mío —contestó sin moverse ni un centímetro con el corazón latiéndole a toda velocidad—. Buenas noches, Marlena… Que descanses.

Sus ojos contemplaron el rostro de la joven que pedía un beso, solo eso. Pero Don no fue capaz de hacerlo. Respiró profundamente, levantó el mentón y caminó hasta su puerta sin mirar atrás. Sintió que ella atrasaba el momento de entrar, buscando sin éxito la tarjeta para abrir la puerta. Don sacó la suya del bolsillo.

—No la encontraba —dijo ella a escasos metros con una sonrisa nerviosa y triste—. Buenas noches.

Después, Marlena abrió y se escuchó un portazo. Don se quedó pensativo unos segundos en la entrada.

Dio un paso hacia atrás y sacudió la cabeza.

Luego introdujo la llave y entró en su habitación.