CAPÍTULO 13

Alexanderplatz (Berlín)

19 de mayo de 2016

En cuestión de días, la prensa no había tardado en hacerse con la noticia. Más de una persona estaba interesada en que la muerte de Pascal Meier saliera a la luz, aunque Don se preguntaba por quién. La noticia sirvió para ocupar las portadas de los diarios más sensacionalistas del país, apuntando a un posible ajuste de cuentas por parte de alguna mafia del este de Europa. Pascal Meier era un hombre casado y con una hija de siete años. Su familia residía en Ginebra, pese a que él pasaba la mayor parte del tiempo en Zurich y Berlín. El trabajo de Meier era de lo más variopinto. No trabajaba para una sola empresa sino que se encargaba de llevar las cuentas de diferentes sociedades concentradas en la exportación de automóviles de alta gama, compra y venta de inmuebles, alquiler de locales nocturnos y exportación de madera al extranjero. En ningún momento, la prensa mencionó el nombre de los suizos, dato que descartaba a Baumann y a Ferrec de estar salpicados por todo lo que sucedía. A un día de su declaración oficial en los juzgados alemanes, la relación con Marlena no podía ser más distante. Los hechos acontecidos volvieron a congelar la química que había habido, en algún momento, entre los dos. Por su parte, la ingeniera había desistido de seguir el juego del arquitecto, que solo se interesaba por lo que le pudiese ocurrir a él y a su negocio. Consciente de ello, Don le propuso que regresara a España y tomara el cargo de la oficina, pero la mujer rechazó la oferta. Marlena sentía que no podía dejarle allí solo.

En el centro de Alexanderplatz, una gigantesca plaza peatonal desde la que sobresalía la famosa antena de televisión que aparecía en todas las guías turísticas, Don se acercó a un kiosco y comprobó las portadas de los diarios.

Agarró un ejemplar de la edición berlinesa de Bild y caminó hasta un monumento que marcaba los husos horarios de todo el planeta. Mientras Marlena hacía fotos con su teléfono móvil, Don pasó las páginas hasta encontrar la noticia que lo relacionaba con el caso.

—Mierda… —murmuró y un viandante se le quedó mirando. Regresó con la mirada al diario y leyó la noticia. Los periodistas jugaban con las diferentes hipótesis sobre la muerte de Meier. Al parecer, que un estudio de arquitectura español estuviese involucrado, le proporcionaba más morbo a la noticia. Don caminó hasta un mendigo que pedía dinero junto a un perro y le entregó el diario.

—Para que te informes —comentó en alemán. El hombre levantó la vista y no se molestó en contestar. La situación se complicaba. Resultaba difícil jugar a los detectives en un país que no era el suyo. De ser cazado, se agravarían los problemas. Sin embargo, no descartaba de su cabeza la posibilidad de regresar a la obra y buscar, sin permiso, algo que conectara los puntos.

Marlena caminó hacia él.

—¿Y bien? ¿Qué hacemos hoy? —Preguntó como una turista aburrida—. Me ha escrito Baumann, se encuentra en Stuttgart.

—Como entenderás, este no es un viaje de turismo —respondió con cierta apatía al escuchar el nombre del suizo. Don se preguntó por qué le habría escrito un mensaje ese cretino, y cómo podría sacar de aquella situación algo a su favor. En milésimas de segundo, se dio cuenta de que Marlena podría jugar un papel clave en todo aquello. El canto de sirenas. Un desgraciado obsesionado con las mujeres, jamás cedería ante la presencia de un hombre. Sin embargo, si le hacía creer que Marlena estaba interesada, tal vez así, se rindiese. Era un movimiento arriesgado y podía perder a los dos, pero el tiempo se le acababa y el arquitecto se quedaba sin recursos—. Marlena, hay algo de lo que te quiero hablar.

La chica no parecía sorprendida.

—Sé que me he comportado como un cretino últimamente —confesó—, pero ahora necesito tu ayuda.

—Tú dirás —contestó seria, como si esperara una disculpa que jamás llegaría.

—Necesito que vayas a Stuttgart —dijo con voz seria—, que hables con Baumann y que te cuente qué demonios está pasando. Sácale el tema de Meier, haz lo que tengas que hacer.

—Un momento… —dijo ella en una posición defensiva, con las palmas de las manos hacia Ricardo—. Estoy alucinando…

—Entiendo que te venga de sopetón…

—¿Osas utilizarme, Ricardo? —Preguntó ofendida—. ¿Quieres que haga el trabajo sucio que no puedes hacer tú?

En eso se equivocaba. Marlena no tenía ni remota idea de lo que significaba trabajo sucio.

—No lo haría si no tuviéramos confianza —insistió—. Por eso, te pido que quede entre nosotros. Eres la única persona de la que me fío en estos momentos.

—¿Por qué no se lo pides a tu amiga la inglesa?

—No es mi amiga —respondió Don irritado por las preguntas—. Tampoco pondría la mejilla por mí.

—¿Y yo sí?

La tensión del envite era palpable entre los dos.

—Sí —dijo Don clavando su mirada en los ojos oscuros de la chica, que, poco a poco, se derritieron ante la imponente presencia seductora del arquitecto—. Marlena, te lo pido.

—Maldita sea… —replicó y se mordió el labio. Después se cruzó de brazos y le dio la espalda a su jefe. Para Don, su reacción le resultó muy graciosa, a pesar de que no podía contener su enfado. De nuevo, se volvió y miró al español. A él le hubiese gustado besarla pero, una vez más, no tenía el coraje suficiente para hacerlo. Lo que el arquitecto desconocía era que Marlena no pertenecía a nadie y que tenía la independencia y seguridad suficientes como para elegir con quién estar, una lista de posibilidades en la que el nombre de Ricardo desaparecía como arena de playa—. Tú ganas, pero nunca más, Ricardo, nunca más.

Terminal del Aeropuerto Berlin-Tegel (Berlín)

19 de mayo de 2016

Regresaron al hotel, Marlena recogió su equipaje y concretó su cita con el suizo, despertando la alegría de este. Un taxi los llevó hasta el aeropuerto y, en cuestión de horas, un vuelo de Lufthansa la llevaría de Berlín a Stuttgart, donde esperaría Baumann dispuesto a sorprender a la española. Marlena y Don se encontraban en la entrada, antes de pasar el control de seguridad.

—Todo irá bien —dijo él—. Te necesito más que nunca, Marlena.

Ella miró desde abajo con ojos de cachorro. Estaba nerviosa, tal vez asustada.

—Eso espero… —contestó la chica—. No tardes, Ricardo.

—Mañana estaré ahí —respondió el arquitecto con una sonrisa. Una vez más, se había salido con la suya. A Don le encantaba cuando los planes rodaban como él ordenaba. Lo que desconocía era que la aventura acababa de empezar. Miró a su alrededor y encontró las condiciones óptimas para entregarle un beso y sellar la espera hasta que volviera a verla. Como siempre, clavó su ojo derecho en el izquierdo de la chica, después trazó un triángulo con la mirada hasta sus labios para que ella supiera de sus intenciones. Finalmente, se acercó hasta su boca para besarla. Cuando se encontraba a escasos centímetros, Marlena dio un paso atrás y puso el dedo índice entre los labios de ambos.

—No tardes, Ricardo… por favor —respondió, le dio un beso en la mejilla, agarró su maleta y caminó hasta la entrada donde una revisora controlaba los billetes. El arquitecto se quedó dubitativo, con la mente en blanco. Una extraña sensación primeriza se concentraba en su plexo solar. Era la primera vez que una mujer le rechazaba de ese modo. La primera vez que su beso no era correspondido. No entendió qué había hecho mal, la situación era perfecta, había creado el tono necesario para la interacción. Puede que el arquitecto fuese muy bueno con los cálculos pero, mientras se perdía con la mirada en las caderas de la ingeniera, su conocimiento sobre la empatía, las emociones y el amor, era bastante limitado. El amor tenía de todo menos lógica y eso hacía de él un ser frágil y desamparado.

Campus de la Universidad Politécnica de Madrid (Madrid)

21 de junio de 1999

La biblioteca del campus estaba atestada de estudiantes nerviosos a punto de entrar a sus exámenes. Poco a poco, el aluvión de cuerpos había disminuido y, a medida que pasaban las semanas, las mesas se vaciaban volviendo a su estado natural. Relajado, Ricardo pasaba las páginas de un tomo del filósofo Søren Kierkegaard. La lectura no estaba relacionada con su disciplina, pero el último examen que le quedaba era de dibujo, por lo que no tenía nada que estudiar.

Aparentemente distraído, Ricardo corría con la mente entre sus pensamientos. Había pasado el fin de semana buscando a Leonor. Sus cábalas no estaban en lo cierto y la chica no se encontraba en la cama de su apartamento con otro. Hubiese sido una imagen muy dura de asimilar para él. Puede que se hubiese salvado esa vez, pero el chico estaba seguro de que tenía relaciones con otros, algo que no le importaba, pero que ponía en juego su estabilidad social. Una de las razones por las que leía a Kierkegaard era por la forma en la que hablaba del amor. Para el estudiante, el danés le había demostrado los elementos del juego de la seducción en su libro «Diario de un Seductor», una historia en primera persona de un adulto que se obsesiona con una menor de edad y que, tras irrumpir en su vida de forma sutil y lograr que la chica se enamorara de él hasta las entrañas, la abandona por desidia. Para el filósofo, el seductor escapaba a cualquier consideración moral, y eso le atraía a Don al tener algo en común.

Con las lecturas de Kierkegaard, el chico afinó sus estratagemas con el sexo opuesto. Ambos buscaban un amor estético, similar aunque diferente. Sin embargo, resultaba tedioso hacer frente al calor del verano, al exceso de carne a la vista y a la escasez de ropa que las chicas mostraban de camino a la universidad.

De pronto, sintió una presencia y levantó la vista. Creyó haberla visto con otro, pero no fue así. Eran dos desconocidos más. Empezaba a enloquecer y eso le ponía aún más nervioso. En los periodos de lucidez temporal, el chico se fascinaba con la obsesión subconsciente que vivía en su interior, una inquietud que le producía alucinaciones viéndola en todas partes, encontrando su rostro y su figura en el de otras chicas de aspecto similar, aunque diferente.

Por otro lado, resultaba tedioso concentrarse en otra cosa que no fuera Leonor, su Leonor, porque todavía no tenía la seguridad suficiente para intentarlo con otras damas y darse cuenta de que la vida era una amalgama de colores, que las experiencias podían ser similares aunque siempre únicas. En lo más profundo de su ser, así como su madre jamás abandonó al hombre que la maltrataba, Ricardo creía que Leonor era la única mujer capaz de darle el placer, más allá de lo sexual, que podía calmar sus ansias y reducir las ganas de matar. Por el contrario, la ausencia de Leonor no hacía más que alimentar un fuego que pronto arrasaría campos y bosques como el peor de los incendios.