CAPÍTULO 24

Calle de Recoletos (Madrid)

22 de mayo de 2016

Una vez se hubo deshecho del vehículo alquilado, el chófer y el arquitecto tomaron rumbo a la capital. Alrededor de las siete y media de la tarde, Don se encontraba en la puerta del hotel Recoletos, a espaldas de la calle Serrano. Aunque el viaje le había servido de paréntesis para ordenar todas sus hipótesis, necesitaba resolver algunos asuntos antes de enfrentarse a la verdad. Por primera vez, sintió el miedo de ser cazado por alguien más inteligente que él. Siempre supo que esa posibilidad existía. Siempre existe alguien más inteligente, más rico, más rápido. Siempre existe alguien. Era una ley universal. El mundo era demasiado grande y la vida demasiado corta como para pensar que una persona puede ser la mejor en una disciplina para siempre. El error de muchas figuras históricas que no supieron relegar sus cargos a tiempo, consumidos por el ego, y vieron como los imperios creados se desmoronaban ante sus ojos como castillos de naipes. Don se registró en el hotel y tomó una habitación ubicada en la tercera planta. Empezaba a estar harto de tanto alojamiento artificial, de tanta falta de vida, pero habitar en ellos había marcado parte de su personalidad. Aprender a no tener apego a nada. Entender la temporalidad de las cosas y, por tanto, a su escasa importancia. Los hoteles representaban lo mismo que los trenes, los aviones o los restaurantes. El mensaje de que todo es efímero, temporal y que son los estímulos impregnados en la memoria quienes actúan como malos consejeros de la nostalgia. El arquitecto sabía que nacíamos para estar, ser y, después, perecer. Miró hacia el techo de la habitación y pensó si habría llegado su hora. No podía ser cierto, todavía le quedaba mucho por hacer. De ser así, se preguntó por qué. Pensó en Baumann y sus últimos minutos de vida.

Por la ventana que daba a la entrada del hotel, observó el Audi que conducía Mariano, estacionado, a la espera de nuevas órdenes. Era el sentido protector de su empleado, siempre un paso por delante de él, siempre siendo la sombra y la luz de sus pasos.

Bajó a la calle y, minutos después, apareció Marlena, vestida de negro y con un bolso a juego. Llevaba una chaqueta primaveral del mismo color. Don pensó si vendría de un funeral.

Al encontrar su mirada, la chica no pudo evitar la alegría de verle, aunque en sus ojos quedaran restos de pena. Tras lo sucedido, estaban de nuevo en España, en Madrid, en la vida real. Ella no supo cómo interpretarlo y él parecía, como solía hacer, distraído en algo más importante que no se encontraba allí. La ingeniera le dio un beso en la mejilla y un fuerte abrazo que hizo vibrar el cuerpo del arquitecto. Por unos instantes, él se sintió a salvo. No quería que se despegara de él, pero tenían que moverse.

Luego anduvieron hasta el coche, Don abrió la puerta trasera del vehículo y la invitó a que entrara.

Restaurante Horcher

Calle Alfonso XII, Centro (Madrid)

22 de mayo de 2016

Don había reservado una mesa para dos en el mismo restaurante al que había asistido días antes. Abrumado, pensó que sería una mala idea regresar al lugar de la primera cita, por muy romántico que pareciera. Marlena estaba silenciosa y su rostro expresaba otra cosa. El arquitecto era consciente de que sería expuesto a una batería de preguntas a las que no sabía si sería capaz de contestar. Por una parte, estaba Marlena. Guardar silencio era el único modo de protegerla de aquello. Por otro lado, si lo hacía, se alejaría de él para siempre. Curiosa encrucijada, pensó el arquitecto mientras miraba en silencio por la ventana del coche.

Sentados en la mesa y con dos copas de vino, la chica se mostró más relajada. Puede que solo necesitara un poco de intimidad, solo eso. A veces, para quien no le conocía, la presencia de Mariano llegaba a ser molesta.

—¿Qué tal el viaje? —Preguntó la ingeniera acariciando el contorno de la copa. Don la encontraba hermosa y bella como una diosa. No podía controlar sus impulsos. Marlena era la única mujer capaz de hacerle olvidar la bruma que le rodeaba—. Sigo guardando la carpeta que me diste… No he dicho nada a nadie.

—Gracias —dijo él y miró sus manos. Con aparente seguridad, alargó el brazo y acarició sus dedos—. No te imaginas lo importante que has sido que estuvieras allí, conmigo… Nunca pensé que las cosas se fuesen a torcer, así… de ese modo.

—¿Qué sucedió con Hans Baumann? —Preguntó de nuevo, esta vez con cierta tensión en los labios. Don llenó los pulmones. Marlena, reticente, retiró su mano—. ¿Cómo conseguiste los documentos, Ricardo?

Don apretó los dedos. Era una pregunta incómoda y estaba a punto de mandarla a callar tras un puñetazo en la mesa. Pero no podía hacerlo, no con ella. Debía controlarse o la espantaría.

—No lo sé —contestó él con sequedad—. De verdad que no lo sé.

Marlena lo miraba incrédula.

—La prensa no ha dado con su paradero, Ricardo —replicó nerviosa—. La última persona que lo vio con vida fuiste tú…

Antes de que siguiera, el arquitecto puso el índice en su boca y le mostró una señal para que guardara silencio. Cualquiera les podía escuchar allí dentro. Era lo último que necesitaba, un dedo acusador.

—Eso no es cierto, Marlena —contestó irritado—. Te dije que confiaras en mí.

—Es mucha casualidad que haya sucedido después de darte los documentos —continuó. Solo miraba a su plato—. Ricardo, lo he estado pensando desde que llegué…

—Le conté que tenía pruebas suficientes para meterlo entre rejas —interrumpió el arquitecto—. Grace encontró los documentos de Meier que justificaban sus trapicheos. Si Baumann me daba su copia de los documentos, implicaríamos únicamente a Ferrec y él solo tendría que mantener silencio. Eso fue todo.

La chica se quedó sin habla. El embuste del arquitecto había funcionado por momentos. Por supuesto, habría sido más fácil decirle que lo torturó en una bañera hasta que, finalmente, le dio el número secreto de la caja fuerte, pero se cuestionó si le hubiera creído.

—Estará bien… ¿Verdad? —Preguntó por última vez mirando al español. Don se preguntó por qué lo hacía, por qué le interesaba tanto ese cretino. No entendía el apego que podía existir entre una mujer y un hombre con el que había compartido unos días. Se cuestionó si existiría algo más, si de verdad Marlena había pensado en él más de lo necesario. La idea le resultó repugnante. Estaba arruinando la cena.

La conversación decayó en una fría en insulsa charla sobre el trabajo, los proyectos venideros y el cierre de la restauración de los edificios en Berlín. Para entonces, Don se había olvidado de todo y no podía pensar en otra cosa que no fuese el suizo.

—¿Volverás a Berlín? —Dijo la ingeniera con ánimos de recuperar al hombre que tenía delante, ahora abstraído y con la mirada decaída.

—Lo dudo mucho —contestó sin emoción—. Le dije a Grace que se encargara de todo. Prefiero mantenerme al margen.

Cuando Don se hizo cargo de la cuenta, la magia de la cita hacía un rato se había esfumado. Llegaron a la puerta del restaurante y ambos divisaron el vehículo del arquitecto al otro lado de la calle.

—Es igual, iré en metro —dijo ella rechazando la invitación de montar con el chófer. Sus cuerpos se encontraron muy cerca el uno del otro—. Ha sido una velada…

—Extraña —dijo él antes de que ella siguiera—. Lo siento, Marlena. Hay tantas cosas que me gustaría contarte y que ahora no puedo…

—Eso ya me lo has dicho en otra ocasión, Ricardo —replicó ella—. Me pregunto si serás capaz algún día de hacerlo.

—Me gustas mucho, Marlena —añadió él—. Más de lo que crees.

—Vaya… Eso es nuevo —contestó la ingeniera con una sonrisa de incredulidad—, pero no es suficiente… Tú también me gustas… y mucho, puede que demasiado, Ricardo.

—No soy el mejor gestionando mis emociones —contestó el arquitecto—. Como ves, uno no es perfecto.

—No me interesa la perfección, me interesa ser feliz —culminó—. Eso es todo.

La ingeniera se acercó a su jefe y le dio un fuerte abrazo y un beso en la mejilla. De nuevo, pudo sentir el aroma de ese perfume dulce y delicado.

—No te vayas, Marlena…

—Es tarde, Ricardo —respondió ella y comenzó a caminar bajo la luz de la noche. Una ligera llovizna rompió sobre sus cabeza. Cuando la ingeniero sintió el agua sobre su chaqueta, se giró hacia el arquitecto, que la observaba inmóvil aunque esperanzado—. Somos responsables de nuestras acciones, Ricardo… y del cambio que producimos después en nuestro entorno… pero no le temas al cambio porque es inevitable… Y así ha sido… inevitable… Hasta mañana.

La chica giró al llegar a la esquina y se perdió en la oscuridad. Don ardía por dentro, indefenso y con el corazón rodeado de espinas que le hacían sangrar en lo más profundo de su alma. En lugar de correr tras ella, huyó de nuevo hacia la oscuridad en la que se sentía cómodo, el lugar del que nunca debió de haber salido. La pena en sus ojos, como nunca antes la había experimentado, llamó la atención del chófer, que se encontraba frente al volante.

—¿Está bien, señor?

—Llévame a casa, Mariano. Eso es todo lo que quiero.