CAPÍTULO 18

Habitación de Hans Baumann

Althoff Hotel am Schlossgarten (Stuttgart)

21 de mayo de 2016

Cuando Hans Baumann abrió los ojos, debió de sentir un fuerte dolor en la sien. Inmóvil, el suizo miraba confundido y acongojado lo que había a su alrededor. Amordazado con los vestigios de una camiseta y maniatado de pies y manos, Baumann permanecía quieto y magullado en el interior de la bañera. Frente a él, la figura del arquitecto bajo la luz del cuarto de baño. Don miró su reloj, eran las doce y media de la madrugada. Llevaba puestos unos guantes de cuero negro. Tranquilo, había esperado allí todo ese tiempo hasta que el suizo hubo recuperado el conocimiento. En sus manos, un bloc de notas con la marca de agua del hotel y un bolígrafo. Don había encontrado la caja fuerte de la habitación en la que Baumann guardaba los documentos firmados por Coleman y Hill. No se iría de allí hasta obtenerlos y estaba dispuesto a todo. Rellenó un vaso de agua y le quitó la mordaza a Baumann para que pudiera hablar, que parecía un animal asustado y moribundo.

—¿Tienes sed? —Preguntó con voz amigable. El suizo asintió con la cabeza. Don agarró el vaso y lo dejó encima del mueble del lavabo, a la vista del empresario—. Te lo daré cuando respondas a mis preguntas.

—¿Qué quieres de mí? —Cuestionó tembloroso—. Te estás buscando un lío muy gordo…

Don sacó el teléfono y buscó la grabadora de voz. Después pulsó el botón rojo y activó la aplicación.

—Mira… No tengo mucho tiempo y tampoco me gustan las esperas —explicó con los ojos en su cabeza—. Quiero que me confieses lo que ocurrió con Meier. Después quiero el número de la caja fuerte. Si haces lo que te digo, puede que esta noche duermas con vida.

—Eres un jodido enfermo, ¿lo sabe ella? —Dijo con la mirada encarnada—. No te pienso decir nada. ¡Que te jodan en la cárcel!

Don suspiró y miró al suelo. Pensó en envenenarlo y ahorrar tiempo, pero no había montado todo aquel espectáculo para nada. Después se levantó, le puso la mordaza y le soltó un mandoble con los nudillos en el rostro. La cabeza del suizo golpeó contra la pared. Se escuchó un gemido, pero el pañuelo amortiguó el sonido. Baumann se lamentaba del dolor.

—Sé que Meier era tu contable —dijo Don con voz tenue—, y también sé que te lo limpiaste porque descubrió algo que no te interesaba. Sin embargo, quiero escucharlo de tu boca. Tan solo eso. Ah… sí. Y los documentos que firmaste con Hill y Coleman con la compra del edificio. No necesité demasiado para deducir que se trataba de una estafa.

Baumann observaba al arquitecto que esperaba sentado en la silla. Cuando la víctima se hubo relajado un poco, el español se acercó de nuevo y le aflojó la mordaza.

—¡Ya te lo he dicho, no me asustas! —Exclamó y Don volvió a ponerle la mordaza. El suizo estaba entrando en pánico. Solía pasar, no siempre, pero sí en ocasiones. El arquitecto sabía que era una fase temporal de la víctima antes de aceptar su muerte. Como mamíferos, el grito era la forma más arcaica de subcomunicar el miedo y pedir auxilio. Por tanto, el mejor modo de tortura era silenciándolo. Eso le hacía más débil y a él más fuerte. La realidad del suizo menguaba junto a la esperanza de seguir con vida. Estaba cerca de cantarlo todo.

—Si vuelves a gritar o a cometer alguna estupidez —explicó el español—, me veré en la obligación de hacerte daño, Baumann. Tú no me conoces. No es nada personal… Diste con el cliente perfecto pero, a veces, cuando todo va bien… la vida da un giro brusco sin avisar y las cosas no salen como esperamos… Menuda mierda de frase. Se la dijiste a la persona menos indicada. Te sorprenderías de lo que soy capaz aunque, visto que el reloj corre, no derramaré más sangre de la justa. Pienso romperte las piernas y las manos para, después, dejar que te ahogues en soledad.

A medida que Don recitaba la receta de su muerte, la expresión de Baumann se encogía. La psicosis era superior al dolor físico. Nadie estaba preparado para vaticinar su muerte.

El arquitecto se acercó y volvió a darle una oportunidad.

—Está… bien… —dijo entre sollozos—. Pero… no me mates… Por favor.

—Dime lo que quiero escuchar —ordenó de pie ante el rostro lleno de lágrimas del suizo—. Dime que mataste a Meier.

—No… —respondió y Don levantó el puño. El suizo cerró los ojos y apretó las mandíbulas—. ¡Sí! Es decir, yo lo maté… pero no fui yo quien tenía que hacerlo.

—Explica eso —dijo el español y bajó el brazo. Después regresó a la silla que había frente a la bañera—. ¿Quién si no?

—¡Ferrec, joder!

El francés, pensó Don.

—Es tu socio, ¿verdad?

—Sí, bueno… —dijo un Baumann acobardado y muy diferente al que, una hora antes, desafiaba al arquitecto en la mesa—. Él fue quien me contactó para hacer esto… Sabía que yo estaba implicado en algunos asuntos que pronto saldrían a la luz. Él tenía contactos. Un favor se paga con otro favor… ¿Por qué te crees que es tan rico?

—Ve al grano, explícame lo de Meier.

—Meier era mi contable, pero también había trabajado para Ferrec —explicó el suizo de carrerilla—. Ferrec me dijo que si aparecía, me deshiciera de él. No pensé que hablara en serio, pero cabía la posibilidad… El plan no era ese, íbamos a provocar la muerte de un obrero, paralizar la obra, asustar a los ingleses y revender el edificio a un cliente nigeriano para que blanqueara dinero. Así saldríamos ganando con los ingleses y con el nigeriano… El muy cabrón no me dijo que se trataba de Meier.

—Él lo sabía. ¿Es así?

—¿Quién? ¿Ferrec? —Preguntó el suizo ahora enfadado—. ¡Pues claro! Pero qué iba a hacer yo, ¿pararlo todo? Y una mierda… Ese desgraciado de Meier vino a chantajearme en mi cara… Había encontrado algo en mis cuentas y en las de Ferrec, pero se había callado hasta el momento oportuno… Cuando se enteró de la venta, me dijo que quería un tercio de la transacción o que lo echaría todo por tierra.

—¿Dónde está Ferrec?

—En Ginebra.

—¿Y el nigeriano?

—Llegará hoy —dijo—. No puedes hacer nada.

—¿Dónde se reunirán?

Baumann sopesó la respuesta. No tenía escapatoria.

—En el Hotel de la Paix —contestó a regañadientes—. Estás cometiendo un error.

—Ese es mi problema… —Dijo y miró a Baumann dubitativo—. ¿Por qué le dijiste que no a Meier?

—¿Estás loco? ¿Un tercio por ser un maldito contable? —Preguntó ofendido—. No era justo, era mucho dinero.

—Él solo quería su parte —dijo Don—. Eran tan oportunista como los otros dos tercios de la operación.

—Meier era un pobre de mierda.

Las palabras de desprecio provocaron ganas de rajarle el pescuezo al suizo. Había escuchado eso antes, mucho antes de que fuese quien era. Don jamás olvidaba sus orígenes. La vida de una persona valía tanto y tan poco como la de cualquier otra, según se mirase. La del suizo, perdía más y más valor a medida que escupía la verdad.

—Entonces le mataste tú —dijo apurando la charla—. ¿Cómo lo hiciste?

—Yo no le toqué —dijo exculpándose—. Él vino a buscarme y se cayó. Eso es todo.

—Quieres decir que nadie le empujó —dijo. Don se levantó de la silla con intención de golpearle de nuevo. Al ver sus intenciones, Baumann recapacitó—. ¡Está bien! ¡Yo lo hice! Joder… Déjame en paz ya…

El arquitecto sacó el teléfono y pasó la grabación. La compartió en un correo electrónico y envió una copia a Mariano, su chófer. Después le pidió que la editara y se la enviara a la abogada. Mariano sabía lo que tenía que hacer.

—Dime la clave de la caja fuerte.

—No puedo hacer eso, maldita sea… —dijo el suizo. Don se preguntó qué le frenaba—. Me matarán y a ti también. Ya tienes mi declaración, déjame en paz de una puta vez…

El arquitecto sabía que las grabaciones, ya fuesen de vídeo o de voz, rara vez tenían validez en el juicio. Sin embargo, eran una prueba sólida para que Grace convenciera a los inversores y así destruir los contratos.

—Si no me das la clave, te mataré igualmente —dijo poniéndose de pie una vez más—. Tú eliges. Tienes treinta segundos.

El suizo comenzó a reír al ver al español allí plantado. Don se preguntó si habría aceptado su destino.

—Vete al infierno.

—Como quieras —dijo, se acercó y le agarró el cuello con una mano. Después empujó hacia atrás y apretó con fuerza. Las cuencas del suizo se inflaron. Se quedaba sin aire. La expresión del español era neutra y concentrada. Entonces soltó—. Última oportunidad.

—Cinco… siete… —recitó con el rostro desencajado a medida que el español aflojaba su mano—, dos… cero. ¡Estás acabado, tío!

Tan pronto como terminó, caminó hacia el armario ropero, pulsó la combinación y se abrió la puerta. Bingo. El arquitecto tenía lo que deseaba. Dejó a un lado los documentos y regresó al baño.

—Me vas a matar, ¿verdad? —Preguntó el suizo con otra expresión diferente. Estaba relajado. Por fin, había aceptado su final.

—Era la combinación correcta —dijo el español, se acercó al suizo y le puso de nuevo la mordaza. Baumann no entendió nada cuando el arquitecto le dio la vuelta al torso y lo puso boca abajo. Finalmente, abrió el grifo de agua caliente. Cuando su víctima sintió las primeras gotas de agua en su cabeza, supo lo que vendría después. Intentó moverse desesperado, agitado como una culebra, pero se encontraba bien atado. Nada podía detenerle de su encuentro con la muerte. Don cerró el agujero con el tapón mientras lo veía quejándose por el ardor que el agua producía en su piel—. Esto es por acercarte a ella.

Regresó hasta el dormitorio con el gemido de aquel hombre de fondo. Agarró los documentos, se quitó los guantes y abandonó la habitación.

Hotel Radisson (Stuttgart)

21 de mayo de 2016

Cuando el arquitecto abrió la puerta, encontró a Marlena dormida en la cama, acurrucada y vestida. La ingeniera se había quedado esperándole. Don sonrió al ver esa imagen. Nunca había conocido a una mujer que se preocupara tanto por él como ella, ni siquiera su madre. Por desgracia, la madre de Don tuvo siempre la cabeza ocupada en otros quehaceres. Se aproximó dos pasos con intención de acercarse a ella cuando la chica abrió los ojos.

—¿Ricardo? —Dijo con voz somnolienta—. ¿Qué hora es?

—Es tarde —respondió el español y se sentó en el borde de la cama. Ella parecía una dulce jovencita sin maquillaje y con el cabello enredado por el rostro. El arquitecto acarició su melena hacia un lado y ella se mostró complacida—. Marlena, necesito que me hagas un favor.

La chica frunció el ceño.

—¿Qué sucede?

Don alzó a su vista la carpeta con los documentos y los dejó sobre la mesilla de noche.

—Mañana por la mañana —explicó—, debes regresar a Madrid. Ya te he reservado el billete… Necesito que guardes esos documentos en un lugar seguro hasta que ya no sea necesario.

La chica miró a la carpeta y se cuestionó su procedencia.

—¿Qué hay en ellos?

—Es una larga historia.

—Si yo confío en ti, Ricardo, tú también puedes hacerlo.

Él suspiró.

—Baumann y su socio estafaron al fondo para después comprárselo a un precio más barato —prosiguió—. Meier, la víctima, también estaba implicado. En esos documentos se encuentra la compra del edificio a los ingleses. También hay documentación de Baumann que servirá para tener una acusación sólida.

—Pero… —dijo mirando a su jefe. Marlena se preguntó cómo los había conseguido, qué tipo de chantaje había usado para que el suizo se los entregara o si eran robados—. Nada, es igual… ¿Vas a dormir?

—Me temo que no tengo tiempo —dijo él—. Te dije que volvería… y así he hecho.

Los ojos de Marlena se iluminaron. La ingeniera se incorporó hasta sentarse sobre el colchón y se aproximó a Don. Después le agarró la cara con las dos manos, acercó el rostro y le besó en los labios con suavidad. El arquitecto sintió una fuerte descarga eléctrica que se repartió por todo su cuerpo. Puso la mano en el cuello de la chica y continuaron con el beso.

Después, ella apoyó la frente en la del español. Fue un momento mágico para ambos, allí en la penumbra, bajo el resplandor de la luz que entraba por la calle y el cuarto de baño.

—Ricardo… —dijo ella terminando en un suspiro—. Hay tantas cosas que te diría ahora mismo…

Don acarició su fina piel con los dedos. El rostro de Marlena era suave y blando, todo lo contrario al suyo, áspero por la barba cerrada.

—Y yo a ti, pero he de marcharme.

—Lo sé… —respondió con una mezcla de ternura y tristeza en su voz. El beso tardío, finalmente, había llegado. No obstante, la ingeniera se preguntó si aquel hombre que tenía en frente sería el mismo cuando se encontraran en la oficina—. ¿Ricardo?

—Dime.

—¿Cambiará algo esto?

—Somos responsables de nuestras acciones, por tanto, del cambio que producimos después en nuestro entorno… —dijo él sonriente incorporándose y ajustándose la americana—, pero no le temas al cambio porque es inevitable… Nos vemos en Madrid.

Se acercó una última vez y la besó en los labios con firmeza. Al despegarse, Marlena tenía los ojos cerrados y el rostro con ganas de más.

Quedarse allí, toda la noche, era lo que deseaba, pero no podía hacerlo. Las normas eran las normas. Acababa de torturar a un hombre. No vaciló y abandonó la habitación sin mirar atrás.