CAPÍTULO 17
Casi al final de la velada, Don no logró aguantar más y se levantó de la mesa dejando a Marlena con el suizo. Caminó hasta el baño, sacó la bolsita de polvo blanco, preparó una fina línea sobre la tapa del inodoro y esnifó a través de un billete enrollado. De nuevo, el sabor amargo que traía la calma. Sus demonios le habían advertido. Llegados a ese punto, no le quedaba otra opción. Esa noche iría tras Baumann y, según lo que dijera, seguiría con vida o no.
—Ya está pagado —dijo el suizo al lado de la española. Don miró a la pareja. Ella se mostraba incómoda y el empresario no parecía tener demasiado interés por la ingeniera. Algo había cambiado.
Se levantaron y el arquitecto aprovechó, con disimulo, para echarse un cuchillo de pescado al bolsillo. Pensó que sería una noche larga.
Caminaron hasta el exterior y llegó el momento de la despedida.
—Ha sido un placer —dijo Baumann con la más absoluta falsedad—. Es una pena que todo haya terminado así. Os deseo lo mejor.
Sus palabras no tuvieron ningún efecto en los rostros de los españoles.
—Gracias por la cena —respondió el arquitecto y agarró la muñeca de Marlena. Tanto ella como el suizo pusieron las miradas en su acción—. Que descanses, Baumann… si puedes.
Marlena escuchó el murmullo final de su jefe. No sabía a qué se refería aunque parecía satisfecho.
—¿Ahora qué? —Preguntó. Baumann caminó en dirección al mismo aparcamiento público donde Don tenía su coche de alquiler.
—Toma un taxi y ve al hotel —ordenó soltando la muñeca.
—Pero…
—¿Quieres que confíe en ti? —Preguntó con voz seria y la miró a los ojos—. Entonces, confía en mí.
Marlena no respondió y alzó el brazo. Un taxista aburrido se acercó en un Mercedes de color crema.
La ingeniera se giró y miró al arquitecto. Después se acercó y le dio un beso en el rostro.
—No tardes, Ricardo —dijo ella y se metió en el taxi. Él no esperaba tal reacción. Se preguntó si aquel beso significaría una segunda oportunidad, si ella lo esperaría despierta en la cama. Lamentablemente, debía esperar. El arquitecto asintió con la cabeza y esbozó una sonrisa. El taxi se perdió calle abajo y Baumann había desaparecido.
Con sigilo pero agitado, anduvo hasta la entrada del aparcamiento público. Se camufló entre las sombras y esperó a que Baumann se subiera a un BMW Serie 3 de color rojo.
—Menudo hortera —murmuró entre las tinieblas. El suizo se subió en su coche y salió. Con un coche de ese color, Don no tendría problemas para seguirle. Después caminó hasta su Porsche, lo puso en marcha y siguió la misma ruta del empresario.
Salvando la distancia, el arquitecto callejeó preguntándose a dónde iría a esas horas de la noche. El suizo parecía conocer la ciudad, que tenía calles en pendiente debido a la montaña. Stuttgart no era la ciudad más cómoda para iniciar una persecución. Las bajadas rompían en cruces imposibles que poseían todos los ingredientes para provocar una desgracia a gran escala. Poco a poco, se alejaron del centro de la ciudad para alcanzar una zona residencial que había en las afueras. El tráfico era casi inexistente y eso hizo que ambos pisaran el acelerador. De pronto, el arquitecto percibió cómo Baumann hablaba por el teléfono móvil mientras miraba por el espejo retrovisor. Se dio cuenta de que alguien lo seguía.
Don puso el navegador del coche y divisó una curva cerrada al final de la calle Hohenheimer y en el comienzo de la Neue Weinsteige. Supo que, tan pronto como pasaran ese tramo, el suizo intentaría escaparse. Para el arquitecto, uno de los movimientos clave que resultaban determinantes en la vida era la anticipación. Para él, no significaba actuar antes que su contrario o antes de que los problemas llegaran a su vida. Con una visión estoica, anticiparse le otorgaba la habilidad para resolver el conflicto antes de que llegara a desarrollarse. En aquella ocasiones, pensar en los movimientos de Baumann, no era muy difícil. La carretera apenas tenía salidas y el cruce más cercano quedaba todavía lejos. Por tanto, ante la amenaza, lo que el ser humano sabía hacer mejor era correr, correr como liebres. Don puso las manos al volante y apretó los dedos cuando vio el giro de la curva frente a sus ojos.
El coche de Baumann agarró velocidad y se separó del deportivo en cuestión de segundos. La estrecha carretera de dos carriles dejaba a su lado un barrio residencial en pendiente y varios bloques de oficinas a los alrededores, bordeados de césped y zonas verdes. Las luces traseras del vehículo se perdían como dos farolillos rojos. Las pupilas de Don se dilataron. Pisó el acelerador y el motor del coche rugió con fuerza y salió disparado como un proyectil hasta alcanzar los 200 kilómetros por hora. El vehículo de Baumann mantenía la velocidad constante, por lo que ambos corrían a un ritmo frenético. Abandonaron la carretera, se incorporaron a otra vía de doble sentido y atravesaron un túnel que, por suerte para muchos, se encontraba vacío. Después salieron a la autopista B27, donde el suizo aprovechó para desmarcarse un poco más del español tomando el carril de la izquierda y poniendo el coche al máximo de revoluciones. Don continuaba sin despegar los dedos del volante y con el pie en el acelerador. Sabía que podía ir más rápido, pero solo quería transmitirle la falsa seguridad de haberse escapado. Y así fue. El suizo abandonó la autopista por un desvío y regresó al centro de la ciudad mientras el arquitecto seguía sus movimientos a kilómetros de distancia. Baumann había sido tan estúpido de caer en la trampa que Don le había puesto, así que no tardó en aminorar la velocidad y ponerse, de nuevo, a la vista. Serpenteando por el laberinto de calles estrechas que formaban el centro de Stuttgart, el arquitecto dedujo que intentaba regresar al hotel en el que se hospedaba, así que fue más rápido que su víctima, tomó otra vía y aparcó el coche a dos paralelas del edificio. Minutos después, el suizo entraba acalorado y nervioso en el aparcamiento del propio hotel.
Para entonces, el español ya había alcanzado la entrada principal. Debido a su apariencia, nadie se opuso a que deambulara a esas horas por el vestíbulo. Miró a su alrededor y se aseguro de que no hubiese nadie. Después abordó a la recepcionista.
—Buenas noches… —dijo en inglés con una sonrisa carismática e imitando el acento británico de la abogada—. ¿Podría contactar a uno de sus huéspedes? Necesito dejar un mensaje…
—Por supuesto —respondió la chica sin ápice de simpatía—. ¿A quién se dirige?
—Baumann, Hans Baumann —respondió el español y la chica tecleó en el ordenador mientras buscaba el nombre en una base de datos—. Podría esperar a mañana, pero no contesta al teléfono y se me olvidó decirle algo en la reunión de hoy, ya sabe…
—Ajá —dijo ella cortésmente sin interés—. Se le entregará mañana. Usted dirá.
—¿Podría llamarle ahora? —Insistió el arquitecto—. Es urgente.
—Lo siento, señor…
—Coleman —dijo Don confiado—. Peter Coleman.
—Señor Coleman, siento informarle de que tenemos la política de no molestar a partir de las once —explicó la chica—. Mañana por la mañana su mensaje será entregado.
—Estoy seguro de que el señor Baumann se encuentra despierto… Siempre trabaja.
La recepcionista miró a Don con cierta irritación en su rostro. El arquitecto forzó una sonrisa inocente y se acercó de nuevo.
—Por favor, ese hombre se lo agradecerá de por vida si hace esa llamada…
—Un momento —dijo la chica y marcó el número de la habitación. El arquitecto levantó las plantas de los pies y miró por encima. Era la 305. Don le hizo un gesto con la mano invitándole a que cortara la llamada—. ¿Ahora qué quiere?
—Tiene razón, déjelo estar —respondió Don frotándose el mentón—. Pensándolo bien, mañana me encontraré con él. Gracias de todos modos.
La recepcionista colgó el teléfono y suspiró.
Después, Don caminó hasta el ascensor tan rápido como ella agachó la mirada y pulsó el número 3.
Habitación de Hans Baumann
Althoff Hotel am Schlossgarten (Stuttgart)
20 de mayo de 2016
Don esperaba sentado en la cama, junto a la mesita de noche que había a un lado de la cama. Hans no lo vería hasta que alcanzara el colchón y, para entonces, ya habría cerrado la puerta. Pensativo, esperó a que el suizo subiera. Miró el reloj, faltaban treinta minutos para la medianoche. Entonces, se escuchó el forcejeo de una llave de plástico que se negaba a entrar y varios intentos nerviosos por abrir la puerta. Finalmente, alguien logró desactivar la cerradura electrónica y cruzó el umbral. La puerta se cerró. El arquitecto no podía ver lo que estaba sucediendo al otro lado del vértice que ocultaba su visión. En el suelo, una sombra. El desconocido entró en el cuarto de baño, encendió la luz y abrió el grifo. Antes de que se echara agua en el rostro, Don apareció por su espalda dejándose ver en el espejo.
Hans Baumann intentó reaccionar y metió la mano en el bolsillo, pero fue demasiado lento. Como una serpiente, los fuertes brazos de Don agarraban su cuello. Lentamente, perdió fuerza. Después, el arquitecto lo soltó y le asestó un puñetazo en toda la cara que lo derrumbó contra el lavabo. Después, levantó la pierna y le asestó una patada en la espina dorsal con solidez. El suizo se tambaleó como un borracho y perdió el conocimiento en el suelo.