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Aquellas fueron sus últimas palabras.

Dana tomó la decisión en cuestión de segundos, poco después de colgar. No tuvo tiempo para pensar en si se arrepentiría más tarde, porque nunca lo hacía. Y así sucedió.

Habían pasado dos meses desde aquella llamada.

Ahora, esa misma voz desconocida requería su presencia en las instalaciones del Centro Nacional de Inteligencia, en Aravaca, al noroeste de Madrid.

Sesenta días de intenso entrenamiento en El Doctor, la finca ubicada en Manzanares y en la que adiestraban a los futuros agentes con diferentes pruebas, tanto físicas como psicológicas. Un período que no había sido suficiente para que abandonara las instalaciones. Pero siempre existían excepciones.

Una urgencia de última hora, requería su colaboración en una delicada misión.

Por fortuna, le habían advertido de que no podría mezclar su vida personal con la profesional y que, de ser así, tendría que construir una doble identidad para que nadie supiera de sus actividades.

Romper con Carlos había sido, después de todo, un acierto.

A medida que fue conociendo a sus compañeros, a pesar de las férreas medidas que imponían para que no intimaran demasiado, descubrió que, para muchos, era más fácil relacionarse entre ellos que continuar con una vida familiar plagada de falacias.

Como ella, la mayoría de los futuros agentes operativos procedían de lugares normales: profesores de escuela, intérpretes, ingenieros de caminos, hackers informáticos, médicos… La agencia te buscaba a ti, y no tú a ellos, eso le decían a menudo pero, su caso, había ocurrido de forma intencionada, aunque lo descubriría mucho más tarde.

Allí dentro, percibió que los hombres no solían destacar por sus atributos físicos. De hecho, para Dana, ninguno encajaba en el rol que la cultura europea había instalado en el subconsciente de la sociedad.

Con las mujeres resultaba distinto.

A excepción de algunas compañeras, la mayoría de ellas eran hermosas, finas y muy atractivas. Sus físicos jugaban un papel importante, al igual que el de Dana. Detalle que le hizo reflexionar acerca del mundo en el que estaba a punto de entrar. Los futuros analistas recibían otra clase de entrenamiento y apenas tenían contacto con los agentes de calle.

De nuevo, meses después de aquella entrevista, regresaba como una agente oficial cargada de nervios y dudas.

Cruzó la carretera de La Coruña y se desvió para llegar a la entrada de la calle de Argentona.

Tras identificarse, los guardias de la entrada examinaron su vehículo y comunicaron su llegada. Después pasó el aparcamiento que había junto a la entrada, dejó atrás dos edificios con forma circular, uno de ellos conocido como el Hexágono, con ocho plantas y un helipuerto en lo alto, y vio la Estrella, el enorme complejo de oficinas con forma de Y.

Se cuestionó cuántas veces más vería aquella construcción de carácter funcionalista.

Al bajar del vehículo y acercarse a la entrada principal, un hombre de unos cincuenta años se aproximó a recibirla. Iba vestido de traje, se le notaba la tripa bajo la camisa y su expresión era agradable y brillante, como la de una persona entrañable.

—Señora Laine —dijo el hombre abordándola con una cálida bienvenida y ofreciéndole la mano. Nunca se acostumbraría a que pronunciaran su apellido en alto. Por lo general, siempre lo hacían mal. Era lo único que le quedaba de su padre, aquel al que nunca había llegado a conocer gracias a su madre. Laine, de origen finlandés, junto a su nombre, Dana, las muescas de su documento que marcaban la diferencia—. Bienvenida al Centro Nacional de Inteligencia, aunque imagino que no es su primera vez aquí… Mi nombre es Arturo Navarro Martínez y soy el jefe de Subdirección de Contrainteligencia.

—Un placer —respondió y le estrechó la mano. Sabía de sobra quién era, pero fingió no estar al corriente. La mirada del superior era deslumbrante y dura.

—¿Un café?

Ella no supo qué responder.

—Desconozco si estoy autorizada para responder a eso.

Él sonrió.

—No deje el humor de lado… y tampoco las formalidades. Le harán más falta que nunca —contestó y la invitó a que caminara hacia el ascensor—. Está bien, lo tomaremos arriba. Ahora, vayamos a mi despacho. Quiero explicarle el porqué de todo esto.

Solos en el interior del edificio, pusieron rumbo a la puerta automática de un ascensor antiguo. El hombre se colocó a su lado, pulsó el botón número tres y se agarró la muñeca por delante del estómago.

Luego, las puertas se cerraron.


Un informe de tres páginas descansaba en el interior de una carpeta amarilla con la palabra «Confidencial» sellada en azul.

El despacho era austero y formaba parte de un largo pasillo de puertas cerradas en las que resultaba fácil perderse.

De pie, el jefe de la Subdirección de Contrainteligencia se aseguraba de que el documento estuviera en orden. Dana echó un vistazo al entorno: un escritorio de madera, un ordenador, una foto del Rey Felipe VI y una bandera de España.

Oleksandr Pototsky era el nombre del sujeto que aparecía en la primera página del informe.

Navarro Martínez cerró la carpeta, puso los dedos encima y la giró hacia la agente.

—Soy consciente de que no ha completado su formación, pero tampoco esperábamos que esto sucediera —explicó desplazando el informe unos centímetros sobre la mesa—. Por cierto, sus calificaciones en los exámenes de personalidad y psicológicos son admirables.

—Gracias.

—Pero no la he citado aquí para hablar de ello —continuó—. Sabemos que domina las lenguas eslavas y que, además del español, también habla finés y ruso como si fuera su lengua materna.

—Así es —afirmó sin entrar en explicaciones.

—Muy bien… Iré al grano. Él es Olek Pototsky, un peligroso contrabandista de origen ucraniano que acaba de salir de la prisión de Varsovia —explicó señalando la carpeta—. Nos ha llegado información de que ha sido puesto en libertad a cambio de colaborar con los servicios polacos… Supuestamente, aunque no existen evidencias de ello, Pototsky participó en el asesinato intelectual de Boris Nemtsov, el líder de la oposición rusa y a quien abatieron a balazos a escasos metros del Kremlin. Los cinco chechenos que quedaron en libertad, habrían estado en contacto con Pototsky semanas antes del atentado, para que este les instruyera de cuándo y cómo debían ejecutar al político ruso… Supongo que esta historia le sonará, como también el caso de la periodista Anna Politkovskaya, asesinada con una Makárov…

—Conozco los hechos —respondió, sin poder evitar pensar en Carlos y en su fascinación, no solo por la cultura rusa, sino por el apoteósico y aterrador gobierno ruso—. Recuerdo haber leído las noticias.

—Estupendo, señora Laine. Me alegra que así sea, porque no necesitará hacerse una idea de lo peligroso que es este sujeto.

—¿Cómo dice?

—Como oye —respondió sin medias tintas y abrió, de nuevo, la carpeta. Movió las hojas y mostró una de las fotografías aéreas que los drones habían tomado del patio de la prisión polaca—. Pototsky es un camaleón y siempre se las ingenia para burlar cualquier tipo de vigilancia. Por suerte, hemos sido lo suficientemente rápidos para seguir sus primeros pasos. Aterrizará esta noche en Madrid a las 23:05 horas. Él es el hombre de esta imagen que ve. Por desgracia, todas son desde arriba, tomadas con un dron a gran altura, así que no podemos ver mucho. Desconocemos cuál es su aspecto actual, puesto que hace años que nadie lo ha visto fuera de la cárcel. Sin embargo, podrá reconocerlo por los tatuajes que lleva en el brazo. Estos tipos son muy dados a ello. Forma parte de su cultura.

Dana estaba inquieta. No sabía qué decir. ¿Era su primera puesta en escena? ¿Estaba preparada para ello? Nadie le había informado de que tendría que realizar un trabajo así.

—¿Qué se supone que debería hacer en este caso?

El superior alzó la vista de la documentación y entornó los párpados.

La duda de la agente le hizo vacilar.

—Queremos conocer cuáles son los intereses de Pototsky en Madrid y llegar a un acuerdo con él antes de que se nos adelanten. Las organizaciones criminales suelen reunirse en el sur de la Península. Desconocemos si viaja con protección, o si se reunirá en un territorio neutral con agentes de otros servicios. Todo esto nos ha pillado por sorpresa…

—¿Y cuál sería mi cometido?

—Reunirse con él —dijo con voz firme—. Los informes dicen que su ruso es impecable.

—Así es —asintió—. Pero el ucraniano es distinto.

—Queremos que establezca contacto con él —explicó—, y que le instale un geolocalizador entre sus pertenencias. Eso es todo. Pero, por supuesto, no podrá saber que es una agente española hasta que le haya instalado el aparato. Me entiende, ¿verdad?

Aquel hombre hablaba en serio. En principio, no parecía una misión demasiado compleja, a pesar de la fama del ucraniano.

Dana aguantaba la postura recta para no mostrar la ansiedad que recorría su estómago. Se mordió el labio inferior, en un acto inconsciente, y desvió la mirada de los ojos del superior, antes de exteriorizar la duda que devoraba sus pensamientos.

—¿Estaré sola?

Él sonrió.

—Por supuesto que no —dijo en un tono tranquilizador—. En ningún momento he olvidado que es su primera intervención. No se preocupe, la agente Escudero está de camino. Ella supervisará el operativo, será su superior y le explicará con detalle de qué trata este asunto. Escudero se encargará de que todo vaya sobre ruedas. Pototsky puede ser un criminal, pero no es estúpido y sabe lo que hace. Aquí en Madrid, está desamparado, lo cual nos pone todavía más en alerta. Es un perro viejo, ¿sabe? Por eso es importante que descubra qué se le ha perdido en la capital porque, honestamente, los tipos como él, no viajan de vacaciones.

Antes de que la conversación continuara, alguien golpeó la puerta desde el otro lado.

—¡Adelante! —ordenó el hombre.

Una mujer alta, delgada y con el rostro alargado, entró de inmediato en el despacho del superior.

Martina Escudero García, uno de los nombres más sonados en la academia de adiestramiento de agentes. Al parecer, toda una eminencia en operativos, y una persona con la que, por el bien de todos, era mejor llevarse bien.

Según le habían contado a Dana, Escudero había participado en misiones secretas en el Líbano y en Afganistán, además de infiltrarse en las organizaciones criminales eslavas que operaban en Málaga, Marbella y Almería. Peligrosos retos para una mujer que se convertía en objetivo visible en un mundo de hombres.

De un vistazo, Dana intuyó que no tendría más de cuarenta años, a pesar de que las arrugas envejecían su rostro. Era rubia, de ojos verdes, y lucía el cabello recogido en un moño redondo. Tenía la piel fina, pálida y con pequeñas manchas naranjas que poblaban sus brazos. Puede que fuera el desgaste de llevar una vida de esa clase, de cargar con recuerdos que hubiese preferido no haber vivido.

La agente irrumpió con templanza y firmeza.

—Buenos días, señor.

—Agente Escudero, esta es la agente Dana Laine —respondió, presentando a la novata. Después se dirigió a Dana—. Como ya le he dicho, la agente Escudero se encargará de proporcionarle toda la información que necesite, además de darle las instrucciones exactas de cómo se llevará a cabo la misión.

Dana, en un movimiento improvisado, ofreció su mano a la mujer que tenía delante y estableció contacto visual con ella.

Una mirada fue suficiente para entender que no serían amigan. Al menos, no antes de ganarse su confianza.

Escudero vaciló, aguardó unos segundos para hacerla sentir incómoda, y le estrechó la mano.

—Bienvenida —dijo sin mostrar un ápice de compañerismo—. Será mejor que me acompañe. Hay mucho por hacer y poco tiempo que malgastar en presentaciones. Sin acritud, señor.

El superior hizo caso omiso del comentario amargo de la mujer y se dirigió por última vez a Dana.

—Suerte, agente. Aunque no la necesitará.