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La cuestión de si ese desconocido había dicho la verdad o no, era algo que debía resolver en cuestión de segundos. Si tomaba la decisión errónea, la función habría terminado.
Una vez dentro del edificio, usó la lógica por encima de la emoción.
Dana estudió las posibilidades para llegar a la cubierta, de la manera más rápida y esquivando la guardia de los agentes. Conocía el plano del edificio, lo había estudiado antes y sabía que, al menos, tardaría unos minutos hasta llegar a lo más alto del torreón, donde se encontraba al reloj. Solo de ese modo, un francotirador podría atravesar la cubierta de cristal con una bala y derribar a su víctima. Aprovecharía la confusión para huir, abandonando el edificio sin la necesidad de cruzarse, de nuevo, con la masa horrorizada.
El margen de tiempo que tendría desde el disparo, sería suficiente para desaparecer sin ser visto.
Sospechó que lo más probable era que el ucraniano hubiese estado antes allí, haciéndose pasar por un empleado del servicio de mantenimiento y calculando las probabilidades de acierto.
Estaba oscuro. El sonido de sus zapatos al caminar era todo lo que oía. Dana cruzó el pasillo central de las instalaciones y decidió sacar el arma.
Una mano fría la agarró del brazo.
—Pero…
Los dedos le hacían daño, las uñas se clavaban en su piel despertando un instinto en ella que estaba apagado. Fue como una reacción en cadena, irracional; como un estímulo programado en el subconsciente. Era la consecuencia postraumática de un episodio doloroso de su juventud, el mismo que la aterraba por las noches y, a su vez, la había convertido en esa mujer tan difícil de tratar en ocasiones. Tan pronto como la colonia de ese hombre la sorprendió, reconoció quién la acechaba.
—Señora Laine —dijo el inspector Olmos con voz de villano. Estaba solo y muy cabreado—. Me temo que tiene que acompañarme…
—Suélteme, se lo pido, inspector —dijo, al quedar inmóvil—. No puede detenerme.
—¿Qué hace usted aquí? No recuerdo haber visto su nombre entre los invitados…
Dana apretó los labios. El inspector de Policía la miraba con soberbia, como si, finalmente, la hubiese atrapado con un buen motivo.
—Se equivoca conmigo. Se equivoca de persona.
—¿Qué lleva en el bolso? —preguntó al ver que lo tenía abierto—. ¿A dónde se dirigía? Está prohibido el acceso a esta zona.
—Suélteme. Comete un error.
—Haga el favor, no quiero hacerle daño. Necesito que venga conmigo. Se lo estoy pidiendo por las buenas…
Harta de impotencia, le habría gustado decirle que Aleksandr Pototsky, el auténtico, estaba a punto de cometer un crimen, que se arrepentiría de frenarla, porque toda la responsabilidad iba a caer sobre su carrera de por vida. Pero ese inspector no parecía estar dispuesto a entrar en razón, ni ella a que este se entrometiera en su caza.
Antes de que terminara con las impertinentes preguntas, la agente le asestó un fuerte puñetazo en la boca del estómago, con el brazo que le había dejado libre. El inspector no pudo parar el golpe. Se quedó sin respiración y la soltó de inmediato. Si no había sido suficiente, Dana lo remató con un fuerte taconazo lateral en la rodilla, tirándolo al suelo e impidiendo que pudiera correr tras ella. Se escuchó un estrepitoso lamento, pero el ruido de la conferencia ensordeció lo que estaba ocurriendo.
—Lo siento, inspector. No es nada personal.
Después, Dana corrió todo lo que pudo en dirección a lo más alto de la torre. Sus tacones se fundieron en el eco redundante del amplio y oscuro pasillo.