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Confesó poseer una buena relación con su madre, aunque ambos supieran que estaba mintiendo.

La habitación era aséptica, olía a muebles de oficina recién comprados y la luz entraba por la ventana que tenía a su espalda.

Le había costado mucho llegar hasta allí y se preguntó cuánto duraría aquello. Estaba hastiada. El proceso de selección había sido más duro de lo que hubo imaginado en un principio, pero no iba a rendirse. Estaba decidida a llegar hasta el final.

No les daría la satisfacción de verla renunciar.

Frente a ella, al otro lado de la mesa, un hombre de pelo canoso, monturas de pasta negra y ojos hundidos, escuchaba las respuestas y escribía anotaciones en un formulario en blanco y negro. Llegados a ese punto, Dana desconocía si era parte de otra prueba o de una entrevista formal.

Las pruebas de acceso al Centro Nacional de Inteligencia español habían sido muy duras hasta entonces. Invadir una casa privada, pasar días encerrada con otros aspirantes en una base secreta en el interior de La Mancha, recoger información de personas desconocidas, engañar a terceros para que le dejaran llamar desde su domicilio, realizar exámenes psicotécnicos y de personalidad que cuestionaban hasta su sexualidad…

Tras lo experimentado, aquella no parecía una prueba más, pero llevaba cinco horas allí metida y empezaba a ser desesperante.

Simplemente, no podía relajarse.

Lo sabían todo acerca de su vida. O eso creían.

—¿Qué me puedes contar de ella? —preguntó el hombre con voz suave y la miró a los ojos, esperando una reacción, un mensaje cifrado, una muestra de debilidad.

A diferencia de lo que se mostraba en las películas o en las novelas de espías, allí no había ninguna máquina que controlara sus pupilas, ni tampoco tenía la mano conectada a unos electrodos que analizaran sus emociones.

Manuel, el hombre al que tenía delante haciéndole preguntas, y que probablemente no se llamara así, esperaba atento a que Dana respondiera.

—¿De mi madre?

—Así es —dijo y escribió algo en el papel. El pulso se le aceleró a la chica. Se preguntó si habría hecho algo mal. Estaba nerviosa.

Tomó aire, agachó la mirada y buscó las palabras precisas.

—Es una mujer muy ambiciosa —respondió finalmente, dando tregua al silencio. Levantó la mirada hacia la izquierda, fingiendo recordar, aunque no hiciera más que improvisar su discurso—. Desprecia a los hombres, aunque le gusta rodearse de ellos. Es controladora, manipuladora y tiene una gran sed de poder.

El interlocutor frunció el ceño y terminó sus anotaciones.

Después suspiró y dejó el bolígrafo a un lado.

—¿Estás segura de que tienes una buena relación con ella?

Dana sonrió y le mostró la perfecta e impoluta dentadura que poseía. Su belleza era obvia y ella era consciente de ella. Sus rasgos mestizos, fruto de la mezcla finesa y española, la habían dotado de unos ojos claros y un cabello azabache que llamaba la atención.

—Por supuesto —contestó esbozando una mueca—. Soy su hija.

La respuesta dio lugar a un breve silencio incómodo que alargaba los segundos como si no hubiera final en aquella entrevista.

—Entiendo —dijo el hombre, poco convencido, y llenó los pulmones. Después comprobó la hora—. Creo que eso es todo, señora Laine. No tengo más preguntas y, por ende, doy por concluida nuestra entrevista.

Ella aguardó quieta, con las manos sobre los muslos, por debajo de la mesa, a la espera de que, realmente, diera por finalizado el examen. Sospechaba que fuera un farol.

Manuel se levantó, empujó el puente de las gafas hacia dentro y recogió el formulario de la entrevista.

Después dio un paso hacia la puerta y se detuvo.

—¿Por qué quieres ser una agente?

Dana se quedó paralizada en la silla. El hombre aún no se había girado para mirarla a los ojos.

—Para ayudar a mi patria —contestó antes de que fuera tarde.

Manuel asintió con la cabeza, como si aquella fuera la contraseña que debía mencionar, se dirigió hacia la puerta y desapareció tras ella.


Estaba agotada. No podía quitarse de la cabeza la última pregunta. ¿Había sido la entrevista final?, se cuestionó de nuevo.

El indicador de combustible de su Fiat 500 de color crema le advertía de que estaba tenía que repostar.

Tomó una de las salidas de la M-30 y buscó una gasolinera en el navegador de su teléfono. El día en la capital era soleado, a pesar de la boina de contaminación que se posaba en el cielo.

Madrid era la ciudad que la había acogido desde que decidiera cursar sus estudios de traducción. Para ella, era como un hogar, aunque nunca lo había llegado a sentir suyo. Una infancia entre países, viajes, escuelas y residencias temporales, la había transformado en un ser extraño para el entorno. Sus recuerdos no eran como los del resto de personas con las que convivía. En su memoria no existían las amistades de la infancia, ni de la adolescencia. El primer beso no había sucedido en una graduación, sino en un aeropuerto egipcio con un desconocido de origen moldavo. Pronto, tuvo que lidiar con una verdad difícil de aceptar. Si la patria era donde albergaban los recuerdos de la niñez, Dana carecía de ambas cosas.

Se detuvo en una estación de servicio y vio al gasolinero dirigiéndose a ella para atenderla. Pronto, encontró en su mirada las intenciones de aquel tipo.

A diferencia de su madre, Dana no odiaba a los hombres, pero tampoco les prestaba demasiada atención. Después de todo, no tenía interés en tener hijos y tampoco se sentía castigada por un dogma social que la presionara, ya que este era inexistente.

Dados sus atributos físicos, desde una temprana edad, había comprendido cómo funcionaban los hombres como el que se le acercó a atenderla. La belleza era un privilegio con el que se nacía y que abría puertas que, a simple vista, parecían selladas. Su madre había sido insistente en aquella idea, y nunca le faltó razón.

Era una mujer hermosa y astuta con un modo de vida cuestionable, aunque nada sencillo de ejecutar.

Con su presencia, muchos se ponían nerviosos y mostraban las plumas de sus colas, como si fueran pavos reales y, sin consciencia de sus actos, sobreactuaban como el héroe a caballo que llegaba para rescatar a la princesa. Otros optaban por actuar como la serpiente del Jardín del Edén, volviéndose pícaros y desafiantes. Los más débiles, víctimas de la timidez y los arquetipos impuestos por la sociedad, se limitaban a agachar la mirada, a darse por vencidos antes de hora, deslumbrados por su físico, presentándose como una clase inferior y sin derecho a la supervivencia.

Tal vez, algunas mujeres disfrutaran con aquellas danzas primarias, pero no era el caso de Dana. Su experiencia, lejana a la de una mujer actual, la había convertido en una persona hermética y difícil de sorprender. Los hombres nunca le habían hecho daño físico ni psicológico, pero tampoco lo había permitido. Era cinturón negro de kárate y, desde pequeña, su madre se había encargado de que estuviera preparada para sufrir.

Estaba convencida de que, además de cultivar un buen físico, un hombre debía ser, ante todo, interesante.

Aceptó la hospitalidad de aquel empleado y esperó a que llenara el depósito mientras repetía mentalmente lo sucedido en esa habitación. Tras la intervención, un funcionario la había acompañado a la salida de las instalaciones mientras le informaba de que se pondrían en contacto con ella.

Cruzó el centro de la ciudad hasta la glorieta de Bilbao y encontró una plaza de aparcamiento en la calle de Ponzano.

Cuando llegó al apartamento, un pequeño estudio de cincuenta metros cuadrados por el que pagaba mil trescientos euros, lo encontró vacío. Se quitó los tacones, se desabrochó el botón de los vaqueros para que no le apretara el vientre plano que lucía y se dirigió a la cocina.

Al abrir la nevera, se dio de bruces con el vacío. Aquellos meses de pruebas de acceso y reclutamiento habían descuidado su rutina.

Agarró una Coca-Cola Zero, la destapó y cerró la puerta del electrodoméstico. Dio un trago y sintió las burbujas refrescando el interior de su boca.

Volvió a pensar en su madre.

Siempre lo hacía pero, últimamente, recurría a ella más de lo normal.

Hacía más de un año y medio que no hablaban. Precisamente, desde el día que le comunicó que quería hacer las pruebas para ingresar en el CNI.

Puede que fuera el orgullo, la decepción u otra de sus estratagemas manipuladoras. En cualquier caso, ninguna de las dos se decidía a descolgar el teléfono. Pero sintió que debía hacerlo.

Les había hablado de ella, aunque no fuera del todo cierto.

Pestañeó, dio un respingo y sacó el aparato del bolsillo. Entonces, escuchó el ruido de una llave al girar la cerradura y la puerta del apartamento se abrió.