10
Dana no tardó en interpretar sus intenciones. Pototsky tenía claro lo que quería. Primero, alejarse de la fiesta para que no lo identificaran. La presencia de Dana le había hecho saltar las alarmas de seguridad. Sin embargo, tampoco quería ir muy lejos del hotel.
Allí dentro, nada le podría pasar.
Cuanto más se distanciara de la habitación, el riesgo a ser sorprendido aumentaría.
¿Qué haría allí? ¿A quién temería encontrarse?, se preguntó caminando tras él.
Ese era su trabajo.
La agente siguió los pasos del desconocido hasta la barra del bar del hotel. Su presencia no le incomodaba, por lo que respiró tranquila. Pototsky se mostraba cómodo o, al menos, parecía estarlo, pero no sería un hombre fácil de tratar.
Pidió dos vodka con hielo y limón y se apoyó en la barra de madera.
—Déjame pensar… —dijo mirándola con los ojos entornados—. ¿Para quién trabajas?
Ella apoyó una mano sobre el taburete de piel.
—Me gustaría hablar con usted, señor Pototsky. Tengo algo que puede interesarle.
—¿A mí? Lo dudo. Suelo ser yo quien dice esa frase… —contestó. Estiró la mano y acarició la barbilla de la agente con los dedos. En un acto inconsciente de repulsión, la agente echó hacia atrás la cabeza—. ¿Quién te ha dicho mi nombre, bonita? Bueno… Viéndote bien, tal vez sí tengas algo que me interesa… ¿Te envía el FSB? ¿Es un regalito de Varsovia? Sea como sea, no estoy dispuesto a aceptar ningún soborno, ni estoy aquí para escuchar las ofertas de nadie. He cumplido con mi condena. Ahora soy un hombre libre… ja, ja…
La agente aguantó la mirada.
El FSB era el Servicio Federal de Seguridad ruso, el sustituto del supuestamente extinto KGB. Hacerse pasar por uno de ellos, era un movimiento arriesgado.
Los rusos, a diferencia de muchos países europeos, llevaban años de ventaja en el espionaje internacional. El Gobierno de Putin invertía gran parte del presupuesto estatal para formar a los mejores agentes. Y también a los más despiadados.
Por otro lado, dada la forma en la que había mencionado a la agencia, hábil, entendió que, tal vez, uno de los motivos por los que Pototsky había quedado en libertad, habría perjudicado su relación con el país enemigo. Las diferencias entre Polonia y Rusia eran históricamente conocidas y estas no habían mejorado tras la caída del régimen soviético. Con la llegada al poder y la mayoría absoluta de PiS, la tensión política entre ambos territorios había aumentado.
—Se equivoca, no sé de lo que me habla… Pero, insisto. ¿Podríamos hacerlo en otro lugar?
Aleksandr levantó las manos señalando al bar y a sus bebidas.
—Si lo que quieres es hablar, adelante. ¿Existe un lugar mejor que este para hacerlo? —preguntó y señaló al vacío que tenían a su alrededor—. No. No tengo nada de lo que hablar ahora mismo. Estoy esperando a una persona.
—Creo que no me ha entendido… o no me he explicado bien… Lo que tengo para usted, no puedo mostrárselo aquí. Por eso, me refiero a un lugar más… más íntimo —contestó y le guiñó un ojo—. Después, podemos hablar, si quiere.
Acto seguido, se arrepintió de su movimiento.
Se sentía sucia y estúpida, pero había funcionado. El objetivo se resistía y pensó que habría sido más fácil seduciéndolo primero.
Como una babosa, volvió a mirarla con ojos de lujuria.
Agarró la copa, dio un largo trago y la dejó con una sonrisa. Su voz era profunda y desgastada. Su mirada un océano turbio y desgarrador.
—Al fin nos entendemos. Por supuesto… —dijo finalmente con una risa infantil—. Ushi vianut…
El ucraniano se puso en pie y juntos, como si se conocieran de antes, caminaron hacia la puerta del ascensor. Ahora, Pototsky se movía con cierta chulería. Le gustaba ir acompañado de una mujer bella, sin importar lo que les uniera, fuera dinero, interés o fama, y Dana se dio cuenta de ello.
Una vez dentro, junto a otras tres personas, Dana acercó la mano al botón número siete para ir directa a la habitación que Ponce le había asignado. Pero los tentáculos de Pototsky la frenaron, agarrándola por la muñeca y paralizando su movimiento.
—Nyet… —murmuró y desplazó el brazo lejos del botón.
Él pulsó el botón número tres, que era la planta en la que se hospedaba. Con Pototsky a escasos centímetros, envuelta en el hedor de su colonia varonil, la posibilidad de comunicarle a Ponce del cambio de planes era inexistente.
Si algo podía salir mal, estaba a punto de ocurrir. Rezó para que Ponce no estuviera muy lejos de allí.
Escudero le había dado unas directrices claras: lo último que podía confesarle era que trabajaba para el CNI, por muy alto que fuera el precio a pagar.
La posibilidad de que el encuentro fuera insatisfactorio, provocaría una efecto dominó negativo en las posteriores conversaciones del ucraniano con sus contactos.
Hasta la fecha, la agencia española no había manifestado interés en él, ni tampoco había dado muestras de seguimiento. Y era mejor que continuara así, hasta que ambos lados estuvieran dispuestos a colaborar. Como le había repetido Escudero, solo les interesaba establecer un contacto, fuera real o ficticio, para monitorear su estancia, conocer los intereses del ucraniano en el centro del país, y no en el sur, donde se concentraba el mayor número de miembros del crimen organizado ruso.
Abandonaron el ascensor.
La colonia del eslavo era embriagadora y bastante empalagosa. Al parecer, ninguna mujer se había atrevido a decirle que jugaba en su contra, pero Dana pensó que no era la clase de hombres que charlaba mucho con ellas.
Estaba desarmada. Caminaba junto a los pasos de aquel hombre que, por momentos, se volvía más peligroso. No tenía miedo de él, sino de lo que pudiera ocurrir en el interior del dormitorio. Por lo menos, pensó, la pluma con tinta ácida, la sacaría de un aprieto.
La agente intentaba guardar la serenidad de alguien que acostumbraba a facilitar esa clase de servicios.
Pototsky sacó una tarjeta del bolsillo del pantalón y abrió la puerta.
—Et voilà! —dijo con esa sonrisa idiota fruto de los cócteles que se había tomado previamente.
El vodka había roto la armonía y ahora sus movimientos destilaban agresividad.
La habitación 339 era una estancia sencilla, sin lujos ni excesos. La cama estaba deshecha. El huésped había utilizado el minibar sin contemplación alguna.
Restos de pequeñas botellas de aguardiente ocupaban el escritorio. A medida que exploraba el cuarto, Dana comenzó a dudar del siguiente paso que debía dar. Desconocía lo que Pototsky esperaba de ella, aunque era evidente que no la había llevado hasta allí para mantener una charla, y que tampoco la dejaría sola.
Así que tenía que estirar los minutos hasta que se encerrara en el baño y pudiera asegurarse de que el sensor de geolocalización estaba en el lugar correcto.
—Vodka? —preguntó en inglés y se acercó a una de las botellas vacías—. Puedo llamar al servicio de habitaciones. Mientras tanto, ponte cómoda, bonita…
Con cada palabra, con cada gesto, aquel hombre se volvía más repulsivo.
—Sok? —preguntó ella, haciendo referencia a los zumos.
—Tamatavy?
Por un segundo, Dana dudó de la pregunta. Le había ofrecido un zumo de tomate aunque, por alguna razón, se expresaba de un modo extraño. Sospechó que la estuviera poniendo a prueba, que fuese una forma autóctona de llamar así a la hortaliza, o que en su país de origen lo llamaran así.
—Da… —afirmó zanjando la conversación para evitar la tensión entre los dos.
Restó importancia a lo sucedido y buscó la manera de abordar el momento.
El tiempo corría. No contaba con demasiado margen antes de que notaran su ausencia en la terraza. Parte de su habilidad era la de encontrarse en dos sitios a la vez.
Por su parte, el ucraniano se mostraba cómodo, convencido de que iba a pasar un rato de diversión con esa belleza morena de piel pálida, vientre plano y ojos claros.
Las preguntas llegarían más tarde. Ahora solo ansiaba desnudarla y recuperar el tiempo que había perdido entre rejas.
—¿A qué esperas? —preguntó acomodándose en el sillón de la habitación. Ante la insistencia, Dana reculó, se mostró intimidada con la frialdad de aquel hombre, que la trataba como a un filete de carne. Pototsky la miraba con deseo, de un modo nauseabundo. La violaba con los ojos. Se desabotonó la camisa, dejando a la vista un cuerpo limpio de vello corporal y bajo en forma. La astucia de la agente, cubierta en ese papel de joven tímida, asustada y nueva en el negocio, disparó la sensibilidad del eslavo—. Odio ser yo quien toma la iniciativa, ¿sabes? Está bien, les diré que nos traigan las bebidas, quién sabe si así te relajas…
Giró el torso y buscó el teléfono de la mesilla. Estiró el brazo y agarró el aparato. Quiso detenerlo, pero la inexperiencia bloqueó su instinto. Si el servicio los descubría, revelarían su identidad. Dana buscó en el bolso la pluma. Pronto le sería útil. El anfitrión pidió por teléfono dos zumos de tomate, una botella de champaña y un par de emparedados.
—Señor Pototsky —dijo Dana con el artefacto en la mano—, cancele el pedido ahora mismo.
—¿Qué? ¿A qué viene tanta formalidad?
—Hágalo, por su seguridad.
—¿Está de broma?
Dana se acercó unos centímetros. La distancia era suficiente para rociarle el líquido en la cara y neutralizarlo, pero también para no ser agarrada en caso de que se abalanzara sobre ella.
—¿Acaso crees que soy estúpido? No pienso cancelar nada —dijo altivo y se cruzó de brazos—. Está demasiado buena como para tener un trabajo así. Dígame para quién trabaja o no moveré un dedo.
Dana recordó las palabras de Escudero.
—El FSB me ha enviado para comunicarle su descontento por lo ocurrido en Varsovia —explicó improvisando sus argumentos—. Nos ha parecido una traición, después de todos estos años…
Algo fue mal. Su argumento no terminó de sintonizar con el ucraniano. No importaba cuánto supiera Dana de contraespionaje o de cuántos informes hubiese leído antes de acudir a la cita. Simplemente, no había funcionado.
El timbre de la habitación sonó. El servicio de habitaciones esperaba al otro lado de la puerta.
—I’m coming… —dijo el ucraniano ignorando la excusa de la agente.
En un último intento, Dana aprovechó para amenazarlo, pero no lo logró, así que se pegó a la pared. Con suerte, el empleado no la vería.
Pototsky abrió la puerta y Dana escuchó las ruedas de la bandeja móvil entrando en la habitación.
Después se formó un breve silencio, que fue interrumpido por una explosión que se llevó por delante al ucraniano.
El hombre salió despedido hacia atrás.
Un segundo disparo en la cabeza lo derrumbó en el suelo.
Dana no supo reaccionar de otro modo. Pulsó el botón del bolígrafo y lanzó un chorro de ácido contra el vacío de la puerta, arriesgándose a ser abatida a balazos. Un movimiento arriesgado que dio sus frutos. Tal vez, la suerte de la principiante.
La salpicadura lo desarmó. El líquido alcanzó el brazo del asaltante, provocando un estrépito de dolor que aventajó a la agente. No pudo ver más que su uniforme, idéntico al de cualquier otro trabajador del Hyatt. Sin pensarlo dos veces, salió de allí quitándoselo de encima, tirando la bandeja al suelo y dejándose la vida en huir por las escaleras. Los disparos llamaron la atención del personal de seguridad del hotel. Dana oía a los huéspedes alarmados saliendo de sus habitaciones.
Se descalzó y, con los zapatos en la mano, bajó los escalones de mármol sin generar el menor ruido hasta llegar a la primera planta. Pensó en la suerte que había tenido, no solo por salir airosa, sino también al no cruzarse con nadie durante la escapada. Ahora, en plena confusión y con un hombre sin vida por medio, toda la atención se dirigía a la habitación del asesinato.
Sobresaltada, intentó recuperar la normalidad para evitar sospechas. Era la primera vez que veía la muerte tan de cerca, y también la primera en la que presenciaba una muerte. Pero no solo eso. Había fracasado en su misión y jamás se lo perdonaría. Se preguntó qué pensaría Escudero de ella, ahora que no había logrado estar a la altura de las expectativas, y también en quién tendría interés en matar a Pototsky en su propia habitación.
Pero, sobre todo, se cuestionó qué habría sido de ese hombre.