17

Sentada con la espalda erguida en la silla de piel de su despacho, Escudero miró a los dos agentes con detenimiento. Esa mañana había optado por un traje azul marino de chaqueta y pantalón. En su expresión, Dana apreció un grave enfado, aunque la jefa hiciera un enorme esfuerzo por ocultarlo.

Sobre el escritorio, la copia del diario donde aparecía la noticia del evento.

—Esto podría cambiarlo todo —dijo finalmente, después de sopesar la contestación durante medio minuto—, pero no podemos cometer otro fallo a nivel estatal. Si sale mal, nos convertiremos en el hazmerreír de Europa… y tengan claro que rodarían cabezas detrás de la mía… Agente Laine, permítame que le haga una pregunta…

Dana tragó saliva.

—Por supuesto.

—¿Desde cuándo sospecha de esto?

Un calor incómodo emanó de su cuerpo. La presencia de Escudero era lava volcánica en comparación con la de Ponce.

—Desde la tarde del hotel, señora.

La mujer se mordió el labio y miró a su compañero.

—Me lo dice ahora. ¿A qué esperaba?

Dana no podía contarle la verdad.

—Necesitaba confirmarlo —agregó—. Estar convencida de que no había sido… un fallo propio.

—Ya… ¿Cómo se aseguró?

Dana esquivaba las preguntas como si fueran cuchillas afiladas.

—Tengo mis métodos, señora. Soy especialista en lenguas eslavas.

—Claro… Lo había pasado por alto —dijo y volvió a mirar al compañero. De nuevo, la agente nueva estaba siendo sometida a otra de sus pruebas psicológicas—. Supongo que será una casualidad que el señor Carlos Cerdera, filólogo y profesor de la Universidad Complutense de Madrid, haya llamado a la empresa Multi Lingua S.L. para preguntar por su situación laboral.

—Me temo que sí.

Escudero entornó los ojos. Detestaba que le hicieran frente.

—Usted tuvo una relación sentimental con este señor durante un año y medio, si no me equivoco.

Dana se quedó atónita. Jamás había mencionado nada al respecto.

—Eso no aparece en mi expediente, señora.

La mujer puso una mano encima de la otra y estiró el cuello hacia la agente.

—Aquí… todo consta, señorita Laine.

Ponce carraspeó buscando la manera de cambiar el rumbo de la conversación. No era el mejor día de Escudero y estaba a punto de pagarlo con Dana. Sin embargo, la superior tenía razón. Dana se había extralimitado.

—Sería mejor que nos centrásemos en Pototsky —comentó rompiendo el silencio inaguantable que viciaba el aire del despacho—, y encontrar la razón por la que podría actuar esta noche.

Escudero se relajó en su asiento, ignorando la presencia de Dana, y agarró un bolígrafo para jugar con él.

—En efecto, mientras llegaban, he preguntado a los colegas de ciberseguridad cuál es la relevancia de este congreso… —dijo y cruzó las piernas—. Además de reunir a personalidades de la política y del mundo empresarial, el CSVI es uno de los eventos más importantes para las tecnológicas, ya que es la oportunidad para contratar a algunos de los piratas informáticos que vienen a hablar sobre seguridad… Sin embargo, presiento que la estrella de esta edición es el ponente Igor Vólkov, activista ruso, reconocido hacker, defensor de la causa contra Putin y amigo de Pável Dúrov, el millonario creador de Telegram.

—¿Podría Aleksandr Pototsky estar interesado en Vólkov? —preguntó la agente. Aunque desconocía la figura de ese hombre, la respuesta pareció ser tan obvia que Escudero se limitó a regalarle una mirada de desprecio.

—De manera extraoficial, a Vólkov se le ha relacionado con la fuga de Snowden de los Estados Unidos o las filtraciones de Assange —explicó Ponce a la novata para que no se hundiera frente al iceberg que tenía delante—. Pero no es un héroe. También ha colaborado con las FARC y con el régimen de Venezuela. Digamos que su teoría del bien es cuestionable. Quizá silenciar a este tipo sea el peaje que Pototsky deba pagar, para regresar a los brazos del Kremlin.

—No lo entiendo… —dijo Dana. Para ella, cualquiera podía hacerlo.

—Si Vólkov no ha sido detenido es porque le interesa a Europa —intervino Escudero antes de que la agente siguiera con sus preguntas—. Tiene protección y residencia a cambio de información. Atentar contra él, no es nada fácil… Aún así, todo esto son confabulaciones cojas y sin confirmar. Esperemos unas horas a que todo quede claro. Hablaré con el Comisario de Madrid para que me explique lo que tiene… Quizá salgamos de dudas.

Al escuchar la última frase, Dana sintió una fuerte palpitación en el pecho.

—Así será, señora.

Escudero miró a los agentes con frialdad.

—¿Hay algo más que deba saber?

Dana vaciló, pero Ponce la interrumpió.

—No, señora. Esperaremos su llamada.

La mujer asintió. La pareja se levantó y caminó hacia la salida. Antes de abandonar, Escudero tomó aire.

—Agente Laine. ¿Tiene un minuto?

Dana cerró los ojos. La reunión estaba yendo peor de lo que había imaginado.

El teléfono del escritorio sonó. Dana se giró, pero la mujer atendió a la llamada mientras la miraba fijamente.

—Sí… Por supuesto, señor. Allí estaré… —contestó y colgó mirándola de reojo. Parecía importante, tanto, que salvó a la novata de otro embarazoso encuentro privado—. Me temo que tendremos que aplazar ese minuto para más tarde.


Ponce se despidió de ella tan pronto como abandonaron el despacho de la superior. La figura del compañero se perdió por un largo pasillo y acabó desapareciendo al girar en una de las esquinas que llevaban al otro lado del edificio.

Desde la silla de su nuevo escritorio, Lana lo observó hasta verlo convertido en un punto negro en movimiento. Después regresó al ordenador. Era la primera vez que lo utilizaba, aunque ya tenía trabajo sobre la mesa.

Introdujo el nombre de usuario y la clave secreta que le habían entregado para acceder al sistema de archivos.

Una macro con el logotipo del CNI apareció en pantalla.

Quería hacer los deberes antes de que Escudero volviera a reunirse con ella. Por alguna razón, la responsabilidad pesaba demasiado sobre esa mujer y no parecía saber llevarla del todo bien. Así que le restó importancia a su comportamiento.

Había visto antes, durante sus meses de formación en el centro de preparación, cómo las mujeres se aplastaban entre ellas para destacar. Por suerte, ella no había sufrido los acosos de otras compañeras, descartando el único enfrentamiento que llegó a tener con Tania Mirete, una cordobesa de treinta años que la acusó de manipuladora, cuando intentaba buscar aliadas para eliminar a las candidatas más débiles.

Allí dentro, todas eran Tania, incluso Dana.

Un lamentable escenario en el que la calidad humana quedaba fuera de la realidad. A diferencia de las mujeres, los hombres medían sus fuerzas con otra vara. El miedo se transmitía de forma física y no psicológica, y esto los hacía a todos más obvios y fáciles de predecir. Sin embargo, al final del proceso de selección, los elegidos eran quienes menos habían llamado la atención. Para Dana, algunos de ellos ni siquiera habían existido hasta el último día.

Era parte de la prueba, confundir hasta neutralizar las creencias de una misma.

Aprendían a desconfiar, a bailar como un funambulista entre la paranoia y el sentido común. Después, no volvían a ser las mismas personas para el resto de sus vidas. Algo cambiaba para siempre. El achaque psicológico resultaba tan duro allí dentro, que nunca se llegaba a saber quién era realmente un candidato y quién era un topo infiltrado.

Escribió el nombre de Igor Vólkov en el buscador y pulsó la tecla intro. Un listín de coincidencias apareció en cuestión de segundos. La red interna era verdaderamente eficiente. Tras un examen exhaustivo, localizó el perfil que más se asemejaba al del informático e hizo clic dos veces en él. En cuestión de segundos, lo había localizado.

La foto de un hombre con la cabeza rapada, vello facial, ojos azules y un tatuaje en el cráneo, aparecía en la parte superior izquierda de la pantalla. Igor Vólkov no era, precisamente, un ciudadano ejemplar. Además de sus escándalos políticos, tras haber sido denunciado por el Pentágono tras ayudar a Edward Snowden a camuflar su geolocalización durante su exilio, era conocido entre la comunidad hacker por, años antes, haber burlado los cortafuegos del Kremlin y, teóricamente, haberse hecho con información confidencial que ponía en riesgo las relaciones del gobierno de Vladimir Putin con China. A su vez, Vólkov había sabido relacionarse con la burguesía opositora al Estado, aliándose con Pavel Durov en sus actos públicos y amenazando la estabilidad de su país cada vez que pisaba suelo Europeo. Los informes apuntaban a que Vólkov había recopilado también información sobre la influencia de Rusia en la Guerra en el Donbáss y cómo la monitorización de redes había sido clave para adelantarse a los movimientos del ejército ucraniano.

Para Dana, todo aquello quedaba lejos de su habilidad. La relación que tenía con la tecnología era la misma que guardaba con su madre. Hablar de bits, triangulación y dispositivos de rastreo, le producía ansiedad y le hacía sentirse fuera de juego.

Cuando se dio cuenta, había pasado una hora leyendo acerca de aquel hombre. Saturada frente a la pantalla por el exceso de información, esperó que Ponce le hiciera un resumen.

Con la cabeza abotargada, se levantó de la silla y caminó por el pasillo en busca del baño de señoras. Era amplio y estaba vacío. Los tacones sonaron al caminar, formando un eco entre los aseos privados.

Abrió el grifo para refrescarse la cara y se miró frente al espejo.

Tenía el rostro cansado, los pómulos hundidos y unas pequeñas bolsas crecían bajo sus párpados. Arrastraba dos días durmiendo fatal y toda la presión la estaba machacando.

«No seas blanda, ahora. Solo necesitas un café bien fuerte», se dijo en silencio mientras se enjuagaba las manos.

Escuchó un ruido y cerró el grifo. Era un sollozo que pareció detenerse. Procedía del interior de uno de los baños.

Se acercó a una de las puertas y tocó con los nudillos.

—¿Hay alguien ahí? —preguntó. Se sintió estúpida pero, ¿acaso no era lo que se decía en esos casos?, se cuestionó. La persona que había al otro lado de la puerta, hacía un esfuerzo por no romper a llorar—. ¿Está bien?

Se escuchó un respingo, pero no obtuvo respuesta.

Dana se alejó medio metro y agachó la cabeza.

Cuando vio los zapatos, supo de quién se trataba.

Era Escudero, probablemente abatida tras la llamada de Navarro. Le hubiese gustado decirle que podía contar con ella, a pesar de que no se conocieran de nada. Fue un sentimiento extraño, pero limpio y honesto. Lamentablemente, no era el lugar ni el modo de hacerlo. Pensó que ambas eran adultas para lidiar con la vida y que, si estaban en ese trabajo, eran capaces de eso y mucho más.

Paciente, dio una larga respiración y esperó a que la mujer tomara una decisión. En el fondo, Escudero solo deseaba que se largara.

Abandonó el pasillo y regresó a su escritorio. Para entonces, Ponce había regresado de sus opacos quehaceres y ahora se encontraba leyendo un documento en su silla, tres filas por delante de la de Dana.

Al verlo, pensó en contarle lo que había sucedido en el interior del baño. Incluso, se entusiasmó al pensar en compartirlo, pero reculó a tiempo. Si lo hacía, además de traicionar la intimidad de su jefa, se buscaría su primera enemiga allí dentro. Y no había entrado pisando de la mejor manera. Supo que hacía lo correcto.

Se sentó en la silla y se acercó al ordenador.

Minutos después, escuchó los tacones de Escudero acercándose hacia el interior de la sala. Sin girar la cabeza, notó cómo giraban hacia su oficina. Le hubiese gustado que se acercara a ella y que la mirara con esa mirada que escondía cuando se enfrentaban en la oficina. Pero Escudero era más astuta que la joven novata y no iba a entrar en ninguna clase de juegos emocionales.

Ahora, su secreto era de las dos, y aunque Dana no tenía intenciones de sacarlo a la luz, su madre le había enseñado a tener siempre un as en la manga.