3
No le incomodaba ocultarle la verdad. Todas las personas lo hacían. Todas llevaban una doble vida, de algún modo u otro.
La doble identidad, comportarse de forma diferente, en función del entorno en el que se encontrara, siempre había formado parte de la idiosincrasia del ser humano.
Carlos cerró la puerta y dejó la llave en la cerradura. Era una de sus manías para que los ladrones no lo tuvieran fácil a la hora de forzar el bombín.
Dana había olvidado que esa noche cenarían juntos. O puede que no. Simplemente, Carlos había dado algunas cosas por sentadas, creyendo que era lo más conveniente para los dos.
Él era profesor de Literatura Rusa de la Universidad Complutense de Madrid. Se habían conocido en el departamento de lenguas eslavas. Dana, además de la lengua de Shakespeare, dominaba con fluidez el finlandés, el italiano, el ruso y el polaco. Dostoievski fue el nexo de unión entre los dos. Los Hermanos Karamazov, quizá la novela que puso el punto de partida entre sus interminables conversaciones rodeadas de vinos y quesos. A pesar de todo, Carlos era un personaje sui generis dentro de aquel departamento. Demasiado guapo para ser real, demasiado interesante para comportarse como una persona normal.
Pero Carlos no era perfecto.
Pese a su cara bonita, el cabello castaño y ondulado que le caía hacia un lado, el metro setenta y nueve que realzaba su espalda de nadador y los ojos azul cielo que iluminaban a las estudiantes de las filologías eslavas, Carlos era obtuso, frágil y melancólico. Le faltaba temple, principios y sensatez. Detestaba el rock, el cual consideraba ruidoso y sin profundidad. Cada vez que Dana se sentaba en el sofá a escuchar uno de sus discos favoritos, le contaba alguna historia que había detrás del origen del músico que interpretaba la canción. Tenía para todos y eso era agotador.
Nostálgico por el amor a la literatura, se aburría con facilidad cuando conversaba con otras mujeres o las aburría con su discurso complejo y monocolor. Sin embargo, cuando Cupido se ponía de su parte, tardaba poco en idealizar a la mujer por su presencia, convirtiéndose en una presa necesitada y fácil de romper. Y así era como sucedía con Dana.
No era el mejor día para una cena romántica, ni para sentarse en el sofá a ver una película con el fin de hacer el amor cuando esta terminara. No era el día más adecuado para estar juntos. Dana necesitaba soledad, pero había sido ella quien le había entregado una copia de las llaves a Carlos.
Para ella, él era lo más parecido a una relación estable.
Suplía los vacíos de invierno, en los que prefería no estar sola. También cubría las necesidades sexuales que ayudaban a combatir la ansiedad con la que arrastraba desde hacía meses. En medio año de convivencia, había descubierto que Carlos era un buen hombre, noble en sus intenciones, aunque dependiente de la relación, por mucho que él intentara fingir lo contrario, y eso lo volvía menos atractivo. La intuición de Dana podía hacerle ver más allá de las palabras edulcoradas que el profesor transmitiera. Formaba parte de su genética, analizar cuanto absorbiera con sus sentidos, y sabía cuándo alguien, independientemente de sus atributos, estaba dispuesto a sobrevivir en este mundo o, al menos, a luchar por lograrlo.
No era el caso de Carlos.
No obstante, ella pensaba que, tal vez, aquello fuera lo más cercano al amor, aunque ninguno de los dos conociera su verdadero significado. En definitiva, aquel hermoso intelectual, siete años mayor que ella, era el compañero idóneo para no levantar sospechas antes de iniciar su doble vida profesional. En el peor de los desenlaces, Dana podía deshacerse de él cuando lo deseara, sin remordimiento alguno. Y eso también lo había aprendido de su madre.
—He traído verduras para hacer una ensalada y una botella de vino blanco —dijo él con las cejas arqueadas, basándose en el rol de literato desaliñado, como si cada sílaba tuviera un sentido trascedente en la vida—. Luego, podemos ver Lolita de Kubrick. Buen plan, ¿eh?
Dana esbozó una sonrisa ensayada y abrió los ojos en la distancia.
—Claro, ¿por qué no?
Él entornó la mirada.
—¿Te pasa algo? —preguntó con sospecha—. Estás algo rara.
—Estoy cansada —expresó apática—. Eso es todo.
Carlos dejó las bolsas en la cocina y se arrepintió de sus palabras. Dana anticipó sus intenciones. Otra vez, lo iba a hacer, iba a recular.
—Escucha, Dana. Si no quieres…
Nunca entendía por qué las personas retrocedían, en lugar de ir hasta el final con sus intenciones. Para ella, si había que morir por algo, debía ser por el discurso propio.
—Está bien, disculpa —contestó antes de que prosiguiera—. Esta oposición… En fin, ya pasará.
Para Carlos, Dana se preparaba unas oposiciones al Estado. Otra mentira más, a medias, dentro del glosario de su relación.
Él se acercó y le acarició el rostro con ternura.
—No te preocupes, ¿vale? —dijo él mirándola desde abajo—. Vamos a relajarnos, a desconectar, beber un poco de vino… Eso es todo. Tenemos el fin de semana por delante…
Ella sonrió. Esta vez, fue más sincera.
—Está bien. Gracias, Carlos.
Después se besaron.
A Dana le costó conciliar el sueño esa noche. Tras lo sucedido el día anterior, desconocía lo que vendría después. ¿Había terminado todo?, se preguntaba. ¿Era así cómo les comunicaban que no habían sido seleccionados?
La paciencia no era una de sus virtudes.
Había crecido en la cultura de la instantaneidad, de obtener las respuestas en cuestión de segundos. Pero eso no era lo que atormentaba sus pensamientos. El fracaso, la simple idea de no ser aceptada, de no ser lo suficientemente buena como para formar parte de ellos, podía consumirla en un pozo de ansiedad. No aceptaba las derrotas con deportividad, ni tampoco los rechazos. Nunca se había conformado con la mediocridad porque todo era posible para ella, a pesar de las trabas que la sociedad quisiera imponerle, sin importar la razón. Quería estar ahí, ser una de las elegidas.
Quizá no tuviera experiencia, pero tenía mucho que aportar y quería demostrarlo. El CNI era el único lugar desde el que podía defender al mundo de personas como su madre.
Esa noche habían dormido juntos, aunque no habían tenido sexo y lo podía apreciar en el comportamiento de Carlos.
Se cuestionó cuánto aguantaría con ella.
El sexo, como cualquier otro placer dosificado, se convertía en un arma poderosa en una relación. El problema era que Carlos no tenía nada nuevo que ofrecer. Se había limitado a la rutina, a disfrutar solo y creer que ella también lo hacía. Se había convertido en una experta del embuste y, aunque le gustara practicarlo tanto como a él, no entraba en sus prioridades en ese momento.
Cuando despertó, vio la espalda del filólogo desnuda, a contraluz.
Apartó la sábana y puso los pies en el suelo. Miró al teléfono sobre la mesilla e intentó pensar en otra cosa.
Se levantó, fue al baño y se refrescó la cara. No necesitaba mirarlo para saber que estaba despierto y molesto por la noche anterior, pero no se sentía mal por ello. ¿Existía alguna norma implícita en ese contrato sentimental? No, que ella recordara. Aquel era uno de los mayores problemas conyugales. Llegados a un punto, era como si una parte le debiera algo a la otra. Dana no tenía tal responsabilidad, pues nunca esperó nada más que la simple compañía y así se lo comunicó a él desde un principio, que pareció estar de acuerdo, sin calcular el coste de sus sentimientos.
Abandonó el cuarto de baño y caminó hacia la cocina para preparar café. Era el único modo de resucitar, sin importar lo que hubiese descansado. A esas alturas, el aturdimiento físico era un pormenor, comparado con el cansancio mental que arrastraba desde hacía semanas. Sabía que esa experiencia no tenía vuelta atrás.
De pronto, sonó el teléfono.
Giró el rostro y miró hacia la habitación.
—Dana, es para ti —dijo él con voz ronca.
Agitada, regresó al dormitorio, agarró el aparato y se escondió en el salón.
La llamada fue breve. La voz, desconocida, le comunicó una frase corta que despertó sentimientos olvidados.
Después colgó. Las manos le temblaban. La euforia se apoderó de ella, pero también el vértigo de dar un paso hacia delante.
Se asomó por el marco de la puerta y vio a su compañero, con el torso desnudo y el cabello alborotado, bajo las sábanas y con la mirada aturdida por la confusión.
—¿Quién era? —preguntó asustado. La expresión de la mujer que tenía delante, no le proporcionó buenas sensaciones—. Parecía importante.
—Lo siento, Carlos —contestó sin emoción—. Tenemos que dejarlo.