16
El rótulo de neón rojo del Tim Hortons de la glorieta de Quevedo iluminaba la calle. Eran las siete y cinco minutos de la mañana. La brisa refrescaba las aceras y el tránsito de personas era escaso a esas horas. Un joven camarero, rebautizado como barista, mostraba su cara de cansancio tras el mostrador.
Vestido de traje y corbata, como si llevara horas en activo, el agente Ponce tomaba un café largo en un vaso de cartón, a la vez que daba mordiscos a un bollo con forma de rosquilla. El local estaba vacío y se preguntó qué hacía un hombre como Ponce en una franquicia como aquella.
Cuando la vio, cerró y dobló el diario que estaba leyendo.
—Me gusta probar cosas nuevas. Estoy harto del café quemado de algunos bares —dijo resolviendo las dudas de la agente, que no tardó en preguntarle acerca del lugar—. Deberías pedir una de esas magdalenas con chocolate por encima. Puede que no sean las más saludables, pero quien no peca en esta vida, no llega a vivirla del todo.
Dana se rio. Ponce era un hombre singular. Estaba de humor y no quería cambiarlo, así que se tragó el orgullo y dejó atrás el choque que habían tenido. Encajaba con el perfil del lobo solitario, incapaz de mantener una relación sentimental por carencia de empatía y dificultad para expresar sus sentimientos. Sin duda, un tipo de otra época, aunque ambos pertenecieran a la misma.
La agente pidió un café con leche y una galleta y acompañó al agente en su desayuno. Las cuestiones no tardaron en llegar.
—¿Qué es eso tan importante? —preguntó intrigado y se aseguró de que su cabello seguía engominado hacia atrás—. ¿Has descubierto su paradero?
—No. Mucho peor.
—¿Peor? No puede haber nada peor. Se nos ha escapado y nadie sabe dónde está. La Policía tampoco parece tener nada. Vaya panda… En fin, si no aparece, Navarro nos echará a todos a los leones, comenzando por Escudero.
—¿Escudero? —preguntó confundida. Por supuesto, acababa de llegar a la oficina y aún no sabía cómo funcionaban las cosas por allí. No estaba de más aprovechar la situación para ponerse al día—. Pensaba que tenían una buena relación. Después de todo, ella es su subordinada…
—Pudo ser al revés —aclaró el agente con el ceño fruncido—, pero Navarro se llevó el ascenso y Escudero se apagó como una vela. Tiene sentido, ¿no crees?
Dana comenzó a entender la obsesión de su jefa.
—Comprendo. Debió de ser un duro golpe.
Ponce parecía indiferente.
—¿Qué eso que tenías que contarme?
Ella se recompuso.
—Es sobre nuestro hombre —dijo sin mencionar su apellido y volvió a mirar al resto del local. Ponce le hizo un gesto para que hablara si miedo—. Pototsky no es quién creemos que es.
—¿Y quién es? ¿Un pintor de Sebastopol?
—No, no me refiero a eso —explicó—. El hombre al que seguí hasta la habitación, no era Aleksandr Pototsky.
El agente masticó el bollo y dio un largo trago de café.
—Explica eso bien, agente.
—Me temo que ha jugado con una falsa identidad —dijo concentrándose en sus palabras. Lo que estaba a punto de contarle, probablemente, no tendría sentido para él. Era un detalle tan mínimo que, sin embargo, podía marcar a una persona para siempre—. Intentaré explicarlo de la manera más sencilla…
—Hazlo como te dé la gana, pero habla.
—El hombre de la fiesta era bielorruso —dijo con seguridad. Los ojos de Ponce se concentraban en sus pupilas de tal modo que llegaba a intimidarla—. Noté algo extraño durante mi interacción con él. Algo rechinó en mi oído, como si declinara de manera incorrecta. Pensé que fue un error mío, no suyo… La gente del sur de Ucrania jamás diría algo así.
—Vaya. Interesante. No entiendo nada de lo que dices, pero sigue siendo interesante. ¿Cómo estás convencida de que no fue un engaño?
—No lo estoy. Es una hipótesis —remarcó—. Hay algo más.
—Empezamos bien… Sorpréndeme.
—Los tatuajes. En las fotografías que vimos, Escudero señaló que Pototsky llevaba el cuerpo tatuado. Escudero me dijo que pusiera atención en ellos. El hombre al que dispararon, tenía el cuerpo limpio de tinta.
—Podría habérselos borrado. Es muy común.
—Tendría marcas de láser —replicó. Ponce no estaba convencido de su teoría—. Cuando vi las fotografías de las cámaras de seguridad, me di cuenta de que había sido todo un engaño. Pototsky sabía que íbamos a por él y se aseguró de que cayéramos en su trampa.
Las palabras de la agente llamaron la atención del compañero, que la miró desconcertado, levantando el mentón.
—¿Qué fotografías? Que yo sepa, nadie ha tenido acceso a las cámaras del hotel.
Dana se ruborizó. Había hablado más de la cuenta. Ahora, tendría que confesarlo todo.
—Ayer, entrada la noche… —contestó avergonzada, como si hubiera cometido un grave error—. Esos dos inspectores me detuvieron en la puerta de mi casa. Fue culpa mía. Me había olvidado por completo de ellos.
Ponce sonrió.
—Tendrás que explicárselo a ella —dijo mencionando a Escudero—. No te preocupes. Mejor que te ocurra ahora. Los novatos suelen confiarse. ¿Te identificaste?
—¡Por supuesto que no! —exclamó. El empleado del local la miró, aburrido, a la vez que limpiaba el filtro de la cafetera—. No tenían nada, solo las imágenes del pasillo. Por suerte, no se aprecia bien mi rostro, aunque no tardarán en encontrar algo para seguirme.
—¿Qué hay de mí?
Eso era lo que le preocupaba.
—Nada. ¿Solo te interesa eso?
—Mejor un sospechoso que dos. ¿No crees?
—Viéndolo así…
—Entonces, volvamos a lo importante… —continuó y dio otro trago, vaciando el vaso de cartón—. Según tu hipótesis, Aleksandr Pototsky ha utilizado un señuelo para que creamos que está muerto. Siendo esto cierto, lo más probable es que siga en la ciudad. De lo contrario, no tendría sentido volar hasta aquí cuando, en otras ocasiones, ha viajado directo al sur.
—Puede que en esta ocasión, tengo algo que terminar en Madrid.
Ponce chasqueó los dedos.
—Eso es. Pero, ¿el qué?
Pensativo, se dio cuenta de que se había manchado las yemas de tinta de periódico. Al levantar el brazo, en la parte más baja de la portada, Dana observó el titular de una noticia que llamó su atención.
—El Palacio de Cibeles.
—¿Cómo? —preguntó restregando una servilleta por los dedos.
Dana agarró el diario, lo extendió y se lo puso en la cara.
—El Congreso de Seguridad y Vigilancia Informática que se celebra mañana en el Palacio de Cibeles.
Cuando salieron de la franquicia cafetera, la luz de la mañana alumbraba la céntrica calle del barrio de Chamberí. Sería un día agradable, al menos, meteorológicamente hablando. Dana no quería imaginar la conversación que tendría, más tarde, con Escudero. Por supuesto, no le iba a gustar todo lo que tenía que contarle, aunque no tenía otra opción.
Los agentes caminaron hasta la glorieta, a la espera del Uber que Ponce había solicitado desde su teléfono móvil. La altura de él era superior a la de Dana, hasta el punto de sobrepasar la cabeza por encima de su hombro. De repente, se detuvo, a escasos centímetros de ella, y la miró de cerca, como si estuviera inspeccionando su expresión.
Ella sintió una fuerte tensión muscular, debida a la invasión de su propio espacio, por parte del agente. Eso le provocaba una sensación extraña.
Era una sensación extraña.
Los ojos de Ponce transmitían una fuerte energía sexual, aunque estaba convencida de que su intención no era más que la de jugar con ella.
—¿Ocurre algo, agente? —preguntó ella, inmóvil, haciendo esfuerzos por no dar un paso atrás.
Ponce se mantuvo en silencio durante unos segundos, con los ojos de hipnotizador clavados, destruyendo mentalmente cualquier tipo de resistencia.
Pero Dana no era como las demás y sus trucos no iban a funcionar, al menos, esa vez.
Después, echó hacia atrás la cabeza, como si fuera una cobra, y relajó los músculos, devolviéndole el espacio físico que le había arrebatado sin permiso.
—Sigue así, Laine. Vas a llegar lejos —dijo y miró al vehículo negro que se acercaba. Después le abrió la puerta trasera, invitándola a entrar—. Te hará falta para soportar a Escudero.